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La Ruta Palentina

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Mirar el mapa y no encontrar huecos entre las zonas ya visitadas te causa una sensación de triunfo y frustración a partes iguales. Triunfo por haber visitado ya prácticamente todas las zonas que quedan en el radio de acción que te proporciona un fin de semana. Frustración por no tener mucha idea de dónde ir en el próximo. Es cierto que la mayoría de veces no exploramos la zona en profundidad, sino que solo pasamos de puntillas, pero el ansia de descubrir nuevos parajes me puede. Había leído cosas sobre el Canal de Castilla, gran obra de ingeniería del s. XVIII que servía como vía fluvial de comunicación, salvando con espectaculares esclusas los desniveles de terreno en diversos puntos. Suficientemente atractivo para mí. Pero si lo completamos con la conocida ruta de los pantanos en el norte de la provincia, no había nada más que pensar: ese fin de semana recorreríamos La Ruta Palentina.

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La tantas y tantas veces recorrida autovía de Zaragoza había cambiado sus ropajes. Los campos de cereales, algunas veces verdes y otras doradas cedieron el protagonismo a los almendros en flor. Pequeñas notas de un elegante blanco que difunden un atisbo de la alegría que proporcionará la ya cercana primavera. Esos topos blanco se transformaron, en las cercanías de Lleida, en un impresionante manto rosáceo que lo inundó todo. Los campos frutales estaba en su máximo esplendor!

Una pequeña pausa en Zaragoza, y enfilamos, -ya con Belén- la autopista de Logroño para no llegar excesivamente tarde a Burgos. La noche comenzaba a hacerse fuerte, mientras el viento bandeaba los más de 300kg de la BMW de lado a lado. Una franja de negros nubarrones nos amenazaba desde arriba, pero me seguía preocupando -y mucho- las ráfagas de viento que atacaban desde barlovento. Inclinar la moto, pegarme a los matorrales de la mediana,… Ninguna estrategia fue efectiva para librarnos del viento. Así que apreté los dientes y las manos en el manillar e intentamos capear el temporal. Al final, el viento se tornó lluvia y las temperaturas gélidas nos acompañaron hasta Burgos, 650 kilómetros después de la salida.

Un día gris y frío amaneció en Burgos. Pero el día sería radiante a pesar del hombre del tiempo. Comenzamos con la magnífica carretera N-623, que sale hacia el norte, buscando el Cantábrico. Afortunadamente la A-67, su hermana pequeña, es una autovía, lo que deja a esta nacional venida a menos, un tráfico prácticamente nulo. Tiene un asfalto no en excesivo buen estado, pero lo bastante para ir cómodamente con la GS. En Escalona nos desviamos por una pequeña carreterita local que discurre junto a un incipiente río Ebro casi en pañales, pero con la suficiente bravura como para formar las magníficas hoces que culminan en la maravillosa localidad de Orbaneja del Castillo. Almenas imposibles cortan su horizonte, de ahí si nombre. Y es que los riscos de caprichosas formas -habías visto antes a dos camellos besándose?- coronan al puñado de casas que rodean la interesante cascada que fluye hasta la misma carretera. Desde luego un acierto planificar por aquí la ruta.

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Seguimos el curso del Ebro hacia el oeste por una carretera ya bastante más bacheada pero muy divertida, tanto por su trazado como por su paisaje, aún cerca del serpenteante río y a caballo entre Cantabria, Burgos y Palencia . Finalmente llegamos a Aguilar de Campoo, donde se inicia la conocida y recomendable Ruta de los Pantanos, en el Parque Natural de Fuentes Carrionas donde, bordeando los semisecos pantanos has de esquivar miles de boñigas de las vacas de grandes cuernos que, junto con los caballos, pacen tranquilamente tanto a los lados como en plena carretera. Mientras, el sol iba saliendo tímidamente a retazos entre la grises nubes y las nevadas montañas palentinas, vecinas de los cercanos Picos de Europa.

20120321-112531.jpgDespués de visitar alguna que otra iglesia románica del norte de la provincia, nos acercamos a Frómista para ver esa Después de visitar alguna que otra iglesia románica del norte de la provincia, nos acercamos a Frómista para ver esa obsoleta maravilla de la ingeniería española que son las exclusas del Canal de Castilla. A pesar de llevar poca agua, los saltos entre los diversos niveles rodeados por paredes ojivales de un tono rojizo, le daban magia al lugar. El relajante sonido del agua, el sol escondiéndose en el horizonte, el olor a tierra húmeda… todo ese encanto hacía que el viaje hasta allí hubiera valido la pena. De camino a Ribas de Campos, ya cerca de la capital, comenzó a llover tímidamente, mientras que el sol seguía iluminando con sus, últimos rayos, inventando un tímido arco iris que dio el broche de oro a los 400 kilómetros de ruta.

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La mañana del domingo amaneció soleada, aunque con pocas ganas de regresar. Aranda de Duero y las tierras vinícolas de la Ribera del Duero nos subieron el ánimo mientras observábamos las enormes extensiones de viñedos que nos rodeaban. Las ya conocidas poblaciones de San Esteban de Gormaz y Burgo de Osma nos vieron pasar buscando otra parada en Almazán y su plaza mayor, para tomar un aperitivo a base de pinchos y hacer menos duro el regreso a Zaragoza y Barcelona. Mientras, allá en lo alto las cigüeñas comienzan a poblar nuestros cielos, a volar pesadamente a nuestro lado, o a mirarnos curiosas desde sus grandes nidos colocados en un equilibrio imposible. La primavera comienza a inundarlo todo con su fragancia fresca. Y como cada año, yo me dejaré conquistar por sus encantos, esos que alimentan mis ansias de aventura.

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La Ruta del Maestrazgo

Una sonrisa invadió mi rostro. No estaba contento, de hecho estaba molesto. Era de esas sonrisas sarcásticas que a veces te autoregalas. Estaba molesto conmigo mismo y con el azar. Pensaba que no era posible -incluso estadísticamente imposible- que me volviera a quedar al límite de mi depósito de gasolina al intentar realizar la Ruta del Maestrazgo. Hace unas semanas, con una Suzuki GSR750 de pruebas no pude culminar la ruta por ese motivo. Ahora, con mi BMW R1200GS parecía un juego de niños. Pues no, me equivocaba. Así lo confirmaba el odioso chivato amarillo del cuadro de mandos y la señal de que solamente me quedaban doce kilómetros de autonomía. Y el siguiente pueblo importante estaba a diez. Esperaba que la suerte me acompañara y que encontrara una gasolinera en Belchite. De hecho estaba seguro que así sería. Pero como ya sabéis, en moto nunca existe la seguridad plena. Ese es precisamente uno de sus encantos.

Todo comenzó a primera hora de la mañana, en Zaragoza. El día empezaba a clarear, y se adivinaba un sol poderoso y altivo a pesar del invierno. No era el frío lo que me preocupaba. El viento bramaba tras la persiana, intentando arrancarla de cuajo. El cierzo parecía hacer peligrar la ruta. De todas maneras nos desperezamos, desayunamos rápidamente y nos echamos a la carretera sin mas. Sí, el viento era molesto, pero haría falta mucho para torcernos los planes.

La primera parte de la ruta fue un calco de la anterior. Fuendetodos aparecía al final de una carretera fuertemente bacheada, que no suponía ninguna dificultad para mi BMW. El pueblo continuaba como hacía unas semanas, casi desierto, a pesar de albergar la casa natal de Goya. La siguiente parada obligada en Belchite, para adentrarnos en sus ruinas de una guerra civil que poco a poco cae en el olvido, donde sus protagonistas van muriendo uno a uno, y donde una memoria histórica intenta -a veces sin mucho acierto, otras con todo el acierto del mundo- recordarnos lo que nunca debe volver a pasar. Y es que de utopías también se vive.

Proseguimos viaje hacia Ejulve, y luego a Villarluengo, lo que ya era territorio desconocido para mi. La carretera era de lo peorcito, parches de asfalto, socavones y pequeños desprendimientos hacían que tuviera que poner todos los sentidos en la conducción y poco en el paisaje. Nos recordaba esas carreteras a medio hacer -o a medio destruir- de Albania, cuando tenían a bien usar el asfalto y no la simple tierra. Sea como fuere, el estado de la vía no impidió que llegáramos hasta el llamado «Órgano de Montoro», una formación rocosa que convierte el lateral de la montaña en un gigantesco órgano con sus infinitos tubos desafiando el viento.

En los laterales aún se amontonaba la nieve caída días antes, que ahora se deshacía lánguidamente invadiendo la carretera con cientos de regueros, que mezclados con el blancuzco resto de sal anticongelante, no invitaba a inclinar la BMW más de lo estrictamente necesario. Atravesar la Sierra Carrascosa, con sus interminables curvas, sus estrechos desfiladeros y sus desérticos parajes estaba siendo de lo más reconfortante, a pesar de las molestias propias de esta época del año. Entre curva y curva me dio tiempo de apuntar mentalmente que debía volver en primavera.

Nos paramos a pocos kilómetros de la Cañada de Benatanduz a tomar unas fotos de esos campos salpicados de nieve que parece azúcar, ni demasiada como para empalagar, ni demasiado escasa como para no endulzar. Vinieron a mi mente polvorones, pastelitos adornados con azúcar glasé, dulces nevaditos… La proximidad de la hora de comer y la dieta comenzaban a hacer estragos en mi mente cuando de pronto sucedió un hecho que seguramente recordaré toda la vida.

Flap, flap, flap… No eran ni uno ni dos, sino quizá seis o siete los enormes buitres que levantaron pesadamente el vuelo a pocos metros de nosotros. El batir de sus gigantescas alas resonaban en el valle mientras a duras penas pude coger la cámara para inmortalizarlos. Se alejaron lentamente, ascendiendo poco a poco y comenzando a volar en círculos sobre el resto del festín que seguramente habíamos interrumpido. Y es que la fascinación que me provoca ver volar estos enormes bichos es -casi- tan grande como la de recorrer carreteras y pistas en busca de ese tesoro íntimo y personal que son las sensaciones. Y para mí, el episodio de los buitres será una de esas sensaciones recordada por siempre. Seguro.

En Cantavieja comimos, bajo unos enormes soportales magistralmente restaurados. El pollo con pimientos o la tortilla de espinacas habían sustituido a los tradicionales bocadillos, pero lograron eficazmente que desaparecieran de mi cabeza esos postres glaseados que me asaltaban hacía unas horas. El sol calentaba con fuerza, y bajo los arcos de piedra que nos resguardaba del ya escaso viento pudimos recargar baterías para continuar el viaje. La Iglesuela del Cid y sobre todo Ares del Maestre, ya en Castellón, llamaron nuestra atención. Encaramada en un peñasco, Ares disfruta de unas vistas tremendas sobre su entorno, sobre todo desde el mirador. El sol comenzaba a bajar, y a estas alturas del invierno el camino que ha de recorrer hasta ocultarse es más bien corto, por lo que nos apresuramos en llegar al destino final del día.

Apareció como de la nada, tras un recodo de la -ahora sí- espléndida y divertida carretera. Así la recordaba yo de mis viajes de niño. Morella inundó el paisaje de una manera casi insultante, con poderío. Nadie puede dejar de admirar la ciudad amurallada cuando llegas desde el sur. Su castillo en lo alto preside una ciudadela que se desparrama por la ladera hasta acabar cercada por su muralla intacta. Mientras intentábamos cerrar la boca del asombro, me fijo en dos empleados de la gasolinera cercana, que continuaron barriendo a pesar del espectáculo que diariamente se despliega ante sus ojos. Y es lo que tienen las sensaciones, que no son iguales para todos y que desafortunadamente acabas por acostumbrarte a ellas.

Atravesamos las murallas y nos adentramos en callejuelas prohibidas a la circulación de foráneos, intentando desesperadamente llegar al hotel, que se muestra esquivo, a pesar de que el GPS se esfuerza en mostrarnos el camino. Callejones sin salida, calles en contra dirección o simplemente calles escalonadas nos cortan el paso. Tras preguntar, decidimos recorrer unos doscientos metros en dirección contraria para llegar a la puerta. Una vez alojados y con la moto a buen recaudo en el parking del hotel, nos dispusimos a visitar la ciudad que se encontraba en plena efervescencia, debido a la festividad de San Antón. Decenas de jóvenes vestidos de labriegos añejos y algo pasados con el vino y la cerveza representaban una ancestral función por las calles, mientras seguían bebiendo y comiendo. Unas sopas morellanas y algo de carne precedieron al descanso merecido.


Las campanas de la cercana iglesia nos despertaron, de la misma manera que nos habían arropado la noche anterior. Entre tañido y tañido, el inmaculado silencio de la noche agotaba su mandato. Tras el desayuno, abandonamos la bella Morella y enfilamos hacia el norte, en busca de Zorita y su Santuario de la Balma. Empotrado en una muesca de la roca, el pequeño santuario surgía casi en precario equilibrio, como lo haría un pequeño brote de un matorral. A esas horas aún permanecía cerrado, por lo que continuamos camino hacia Alcañiz, Caspe y el Monasterio de Rueda, a orillas del Ebro. Un retorno rápido, con buen tiempo y que sirvió para llegar a Zaragoza a la hora de la comida. Solamente faltaba el retorno a Barcelona unas horas más tarde para acabar la ruta, ya de noche cerrada. Un fin de semana de sensaciones, algunas revividas y otras nuevas. Y es que entre unas y otras pintamos de colores nuestro día a día. Y cuando el lunes grisáceo amanece invariablemente, solamente hay que esperar unos cuantos días a que salga el arco iris. Si lo buscas, siempre aparece. Créeme.

 

La Ruta del Maestrazgo


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Un día en el Cap de Creus

¿Qué hacer un sábado luminoso, soleado, apacible después de todas las fiestas navideñas? Pues coger la BMW y darnos un garbeo por el norte de la Costa Brava. Cadaqués, Cap de Creus, el Port de la Selva… Estupenda salidita para dar la bienvenida a un 2012 que espero esté plagado de viajes! Aquí tenéis el vídeo.


Una vuelta por el Cap de Creus por Dr_Jaus

El Cap de Creus


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La Ruta del Cantábrico – El vídeo

Han sido muchas las imágenes que me quedo de este fantástico mini-viaje. La costa cantábrica nunca me ha defraudado. A veces las palabras y las fotos no alcanzan a explicar cada uno de los rincones que nos sorprendieron. Espero que con este vídeo muestre buena parte de esos rincones. El resto, me los guardo. Para uso personal. Faltaría más. (¿No?)

 


La Ruta del Cantábrico por Dr_Jaus

La Ruta del Cantábrico

No cerré la visera del casco mientras corría hacia mi moto al otro lado de la pista. No la arranqué presuroso intentando esquivar las otras motos que se dirigían como yo exactamente al mismo punto de frenada de la primera curva. No calculé el consumo para sincronizar los repostajes con el cambio de piloto. No sentí cómo el asfalto rascaba mi protector de rodilla mientras fulminaba la parabólica a más de 140km/h. No pasó nada de eso. En lugar de correr la carrera de resitencia que tenía programada, el destino me tenía reservado un gran viaje. Corto pero intenso. La cornisa cantábrica. Y es que a veces el destino tiene buenas ideas.

DOMINGO, 4 DE DICIEMBRE

Ese domingo tocaba levantarse pronto. Ese domingo me alegré de que el madrugón fuera para viajar al norte. Un viaje improvisado, casi sin proyectar ni preparar. Pero sabía por experiencia que el Cantábrico nunca defrauda. Salimos de Zaragoza justo para ver cómo a nuestras espaldas comenzaba a salir el sol tímidamente, apenas alcanzando a calentar el ambiente. La autovía de Logroño estaba casi desierta. Solo algunos coches con remolques llenos de perros de caza compartían con nosotros la sublime visión del Moncayo, que se desperezaba con los primeros rayos de sol. Vestido con su inmaculado manto de nieve, parecía saludarnos mientras nosotros nos desviamos hacia el norte, ya hacia tierras navarras.

En lugar de seguir la carísima autopista hacia Pamplona, decidimos afrontar la revirada carretera, que discurre en muchos puntos paralela. Nos sorprendieron los caseríos, ganaderos dirigiendo sus vacas desde sus todoterrenos, o los frondosos bosques que se desparramaban hasta el asfalto. La de cosas que te pierdes por la autovía! La primera parada fue Zarautz. Bello pueblo con playa infinita. La temperatura había ascendido hasta ser casi agradable, y decenas de personas paseaban por el señorial paseo junto a la playa. Las olas se sucedían con un ritmo constante, rectilínias, llenando de espuma toda la ensenada, invitando a surfear a los más valientes.

Seguimos la costa hasta Ondarroa, donde en su casco viejo tuvimos que preguntar por la carretera de la costa hacia Lekeitio.

-Sigue hasta la segunda rotonda, coge la calle de la izquierda, y entonces ya sigue todo recto. Bueno, recto no, que hay muchas curvas!- me indicó un lugareño ataviado con la clásica txapela.

-Eso es lo que buscamos, las curvas!- le contesté sonriendo.

Y sí que había curvas. Cientos de ellas. A veces entre los bosques de pinos y eucaliptus, a veces entre riscos y cortados que daban directamente al Cantábrico. Carretera recoleta y encabritada. Trocitos de Cantábrico iban apareciendo entre las verdes colinas y los frondosos bosques. ¿Quién dijo que el azul no combinaba con el verde? Mientras curveo, y a la vez que una leve sonrisa se dibuja en mi rostro, me doy cuenta de que esta es La Carretera. La esencia de lo que busco yendo en moto. Paisajes que te sorprenden a cada salida de curva, trazados que invitan a hacer ronronear la BMW mientras la inclinas con precisión a uno y otro lado. Solté mi mano izquierda del manillar para tocar levemente la rodilla de Belén, quería compartir estas sensaciones con ella. No había nada que decir. No quería que la magia se desvaneciera.

Lekeitio era el lugar perfecto para comer mientras disfrutamos de las incansables olas que intentaban tumbar el coqueto pero resistente malecón que protegía el puerto. Y así seguimos avanzando hacia el oeste, adentrándonos casi sin querer en el marinero pueblo de Elantxobe. Muy cerca de allí, desde un mirador cercano pudimos observar la belleza de la playa de Laga, con una arena rojiza que me recordó el color del desierto del Namib. Tan cerca y tan lejos. Rodeamos la ría de Mundaka donde las aguas buscaban tímidamente la salida al mar entre inmensos bancos de arena. Alcanzamos Bermeo, y de allí hacia los alrededores del cabo de Matxixako, donde ya comenzó a ponerse el sol.

A veces la vida te lleva por caminos inesperados. Por mucho que te empeñes en dirigirla, ella se empeña en ir por otro lado. Eso es lo bonito que tiene. Ese camino que salía hacia la derecha, bordeando los arrecifes y rodeado de verdes campos no se habría cruzado en nuestras vidas si hubieramos seguido haciendo caso al GPS. Aparatito diabólico que tanto te saca de un apuro como te mete en un lío. A veces me dan ganas de apagarlo, seguir el instinto y que la vida te lleve a los paisajes que el destino había programado para ti. La puesta de sol por esa minúscula y desierta carretera que nos llevó hasta Bakio son de esas cosas que no olvidaré.

Desde allí a Bilbao fue un paseo, por carreteras ya más transitadas. Tras sufrir el atasco a la entrada de la ciudad, encontramos el hotel, descargamos la moto y nos dispusimos a descubrir en la noche la belleza del Guggenheim, el calor del casco antiguo y las exquisiteces de la cocina vasca.

LUNES, 5 DE DICIEMBRE

Llovía. No muy copiosamente, como lo suele hacer en el norte. Desde la ventana de la habitación del hotel, las nubes impedían ver las montañas. Allí abajo, las luces de los coches resplandecían reflejadas en el asfalto mojado. Conocíamos la previsión meteorológica desde hacía días, pero no podíamos dejar de conocer el Cantábrico en su salsa. Así que la lluvia, por una vez, fue bienvenida. A pesar de ello, decidimos avanzar por autovía hasta Santander. A ambos lados se iban sucediendo playas, colinas verdes y pueblecitos marineros que bien valían haber parado, pero queríamos llegar antes de la puesta de sol hasta Cudillero. Y en el viaje había aún muchas cosas que ver.

Llegando a Comillas seguía lloviendo ligeramente. Nos desviamos por callejuelas en principio prohibidas al tráfico, excepto al vecindario. Estúpida norma para alguien que se siente ciudadano del mundo. Buscábamos el Capricho, peculiar edificación de Gaudí, escondida entre otros caserones y callejuelas. Acertamos solamente a adivinarla entre los árboles de su frondoso jardín. Intentamos salir del entuerto de calles por caminos vecinales que nos obsequiaron una imponente vista de la Universidad Pontificia, otro de los atractivos arquitectónicos de esta pequeña población cántabra.

Desde allí seguimos hasta San Vicente de la Barquera, con su puente sobre la ría. El tiempo nos dio un respiro, y a pesar de que continuaba nublado, al menos había dejado de llover. Incluso en algún momento tímidos rayos de sol salpicaban el paisaje de luz y de color. Camino a Llanes, la visión de un gran Naranjito metálico (sí, el del Mundial ’82), almacenado tras una valla con otras excentricidades ochenteras me dejó perplejo. Es como si unas neuronas dormidas, de esas donde tenemos arrinconados pedacitos de memoria, se hubieran desperezado inundando mi imaginación con recuerdos ya casi olvidados. Imarchi, Citronio, Clementina y Naranjito. Uh! Qué recuerdos!

Llegamos a Llanes a la hora de comer. Seguía sin llover, por lo que aprovechamos para ir al puerto a contemplar los cubos coloristas de Ibarrola. Los bloques de cemento que forman el rompeolas componen esta pintoresca obra llamada «Los cubos de la memoria». Desde allí se podía observar cómo rompía con fuerza el Cantábrico en los peñascos cercanos que formaban entre ellos mansas ensenadas de arena fina. En ese lugar pugnaban dos tipos de belleza por ser la más esplendorosa: la creada por el hombre y la formada por la naturaleza. Yo, sin lugar a dudas, me quedo con la más natural. Aunque ya sabéis, para gustos, los colores.

El día no estaba luminoso, y había comenzado a llover de nuevo. Así que volvimos a entrar en la autovía A-8 hasta las proximidades de Cudillero. Precioso pueblo encaramado a las escarpadas laderas de la montaña, que se desparrama hasta tocar el pequeño puerto. Era media tarde y llovía copiosamente. El paraguas? No, no llevábamos paraguas. Así que nos dispusimos a recorrer sus empinadas y a veces estrechísimas calles plagadas de rinconcitos y escaleras bajo una pertinaz lluvia. Llevábamos ya muchos kilómetros, la mayoría de ellos en mojado, pero el día estaba siendo pleno. Ya de noche seguimos la autopista hasta Oviedo, donde pasaríamos la noche al abrigo de un hotel, unas botellas de sidra recién escanciada, y unas fenomenales tablas de quesos.

MARTES, 6 DE DICIEMBRE

Nada más bajar a la calle, comprobamos que siguiendo con la mirada la calle hacia el sur, en el horizonte se dibujaba la silueta de las grandes montañas de la cordillera Cantábrica, de la cual forman parte los famosos Picos de Europa. Ayer, entre la negrura de la noche y lo nublado del día, hubiera sido imposible verlas. Hoy tocaba regreso. Pero siempre intento regresar avanzando. Regresar pero continuar descubriendo parajes para el recuerdo. Con esa objetivo Mieres pasó a nuestro lado como una exhalación, mientras nosotros seguíamos rumbo a León.

Cuando era pequeño me encantaban los mapas. Si, ahora también, pero de pequeño me bebía todos los que tenía mi padre. Un libro al que le tenía devoción era un viejo ejemplar de «El libro de la carretera», con sus tapas duras de tela verde. No era más que un compendio de mapas Michelín de toda España y Portugal. Aún debe andar por casa de mi madre. Allí, entre mapas y más mapas una de las páginas albergaba los perfiles de los grandes puertos de montaña del país. Y entre ellos, el Puerto de Pajares. Ahora yo lo tenía frente a mi. Largas curvas aún mojadas de la noche anterior se iban sucediendo mientras ganábamos los más de 1.300 metros de altitud del puerto. Grandes circos verdes rodeados de picos ligeramente espolvoreados de nieve nos rodeaban. Y allí estaban las joyas de la corona: las rampas quizá más pronunciadas de España. Carteles de 17% de desnivel se iban sucediendo curva tras curva mientas una sonrisa se dibujaba en mi rostro a la vez que recordaba ese libro de tapas verdes de tela.

León nunca defrauda. Su catedral con sus torres dispares, esas inimaginables vidrieras de mil y un colores que bien valen una visita a la ciudad por ellas mismas… En pocas catedrales (y eso que tenemos en España una buena colección de ellas) me siento tan pequeño y tan impresionado como en el interior de la Catedral de León. Y quería que Belén la conociera. Quería que sintiera también el Síndrome de Stendhal que yo sentí cuando estuve hace un par de años. Descubriendo mundo.

Siguiente objetivo, Burgos. Ahí no había pérdida. Tomamos las de Villadiego -pueblo cercano a Burgos- y nos metimos en la autovía. Parada en Melgar de Fernamental, para repostar tanto gasolina como alimentos, aunque con poco acierto esta vez en cuanto a viandas se refiere. Llegamos a Burgos -más concretamente a su Catedral, que es lo que veníamos a ver- sobre la hora de la merienda. El sol coloreaba de un rojo intenso las altivas y orgullosas torres góticas de la estrecha pero delicadísima catedral. La joya más preciada del gótico español se mostraba, ufana y presumida, en todo su esplendor. Seguimos por carretera y más autovía, pasando por Santo Domingo de la Calzada y Logroño, para coger finalmente la autopista hasta Zaragoza, donde finalizaba nuestro viaje. En la retina diferentes recuerdos competían para ganarse un hueco en mi memoria: las elegantes torres de la Catedral de Burgos, los saturados colores de los mosaicos de León, el imposible equilibrio de las casas de Cudillero, o los verdes paisajes del más salvaje Cantábrico… No me preocupa. De momento creo que me queda suficiente disco duro para todos ellos.

La Ruta del Cantábrico


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La Ruta de Retor


LaRutaDeRetor por Dr_Jaus
 

Me parece asombroso lo que pueden hacer las redes sociales. Posibilitan conocer gente afín a ti que se encuentran a cientos de kilómetros de distancia. A pesar de que la amistad y el conocimiento mutuo adquirido es grande, es mucho mejor consolidarlo delante de unas cañas o un buen vino. Con Fernando Retor ya había cubierto esas dos etapas. Recuerdo que un día mi primo me habló de su web, www.dondevasconesamoto.com que yo por otro lado ya conocía: “Hay un tío con dos pelotas que se ha recorrido medio mundo en una Derbi 125”, me dijo. Leyendo sus crónicas y viendo sus vídeos comencé a conocerle. En Mallorca, en la I Muestra de Vídeos de Grandes Viajes en Moto, confirmé lo que ya sospechaba. Ese tío con dos pelotas y ni un pelo de tonto era un gran tipo. Como la mayoría de los moteros viajeros que iba conociendo. Igual es que somos de la misma pasta.

Por ello no podía dejar de asistir a la reunión que se organizó en Peñafiel, Valladolid con varios amigos suyos, tanto virtuales como de carne y hueso. Setecientos kilómetros me parecían una distancia salvable para afrontarla en un solo fin de semana. Así que nos liamos la manta a la cabeza y reservamos un par de hoteles.

Recoger a Belén en Zaragoza era coser y cantar. No voy a narrar aquí un viaje que comienza a ser como ir a comprar el pan, aunque son trescientos kilómetros, que se dice pronto. Pasar por los Monegros es como escuchar ese canto de sirenas que te invita a apartarte del camino establecido y te empuja a romper el programa. Pero ese viernes no podía ser. Tenía mucho camino por delante. Ya con copiloto, rompimos la negrura de la noche y recorrimos una A-2 bajo una lluvia intermitente. Una vez en Calatayud, las carreteras nacionales, casi desiertas, nos acompañaron en nuestra travesía. El asfalto seguía húmedo de las lluvias recientes, y así llegamos a El Burgo de Osma, donde una sopa castellana y un buen Ribera del Duero nos alimentó cuerpo y alma.

El día siguiente se presentó meteorológicamente más estable que el viernes. Unos pocos kilómetros y mi BMW pasó a ser cincuentenaria. 50.000km en 14 meses se me antoja un buen ritmo! A pesar de que todo hacía indicar que no llegaríamos a tiempo al punto de reunión, un ritmo rápido entre las vides aún rojizas del otoño nos puso en la Plaza del Coso de Peñafiel justo a tiempo. Allí nos fuimos juntando una buena docena de desconocidos -en algunos casos no tanto- con Fernando Retor y su www.dondevasconesamoto.com como nexo en común. Como no podía ser de otra manera, se volvía a confirmar mis sospechas: los moteros viajeros estamos hechos de la misma pasta. Una pasta que congenia a la primera.

Una apacible ruta a ritmo de 125 por carreteras ya conocidas de algún que otro viaje nos llevaron a las Hoces del Duratón y a pueblos cercanos. Justo para fabricar el hambre suficiente como para intentar comernos el gigantesco cocido que nos pusieron delante a la hora de comer. Risas, vino y garbanzos a partes iguales.

Por la tarde, traslado a Cuéllar, ciudad natal de un Explorador Olvidado a tomar un café y a seguir las decenas de tertulias diferentes que surgen entre amigos. Ya de noche, acomodación en el hotel y a prepararnos para la siguiente tanda de comilonas: el lechazo del Mannix. Costó que entrara, ya que el cocido le restaba sitio en nuestras ya de por si abultadas barrigas, pero obviamente no le hicimos un feo. Después de la oportuna sobremesa, cortamos la noche, menos gélida de lo esperado, para descansar en Peñafiel.

Domingo, día de despedidas. Un desayuno juntos, unos cuantos abrazos y sonrisas, y toca ponerse en marcha otra vez. Ahora sol, ahora lluvia desandamos lo andado hasta Barcelona, previo paso por Zaragoza. Sin música en el casco, era el momento para reflexionar sobre la amistad, las buenas personas, los grandes amigos casi desconocidos y los grandes viajeros. El hecho de querer conocer mundo, y querer hacerlo encima de una moto quizá nos una. Pero también nos hace especiales. Dejamos la comodidad de nuestro sofá, despreciamos el lujo del coche y preferimos enfundarnos un casco y salir a vivir el mundo. A olerlo. A sentir ese sol abrasador o esa lluvia gélida intentar colarse entre nuestras capas y capas de ropa. Y eso ha de unir. Por fuerza. Comienza a formarse un grupo de gente estupenda, y todo gracias internet. Y es que no solamente Google es el gran invento de la red.

La Ruta de Retor


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La Muestra de Vídeos de Grandes Viajes en Moto

 

El vaivén del barco comenzaba a hacerse insoportable. Llevaba unas cuantas horas así, viendo cómo los vasos de cristal danzaban en las mesas del bar en un equilibrio precario. Intentaba acomodarme en el pequeño sillón para poder dormir un poco, cuando un camarero se acercó para decirme que cerraban el bar. Debía buscar acomodación en las butacas. No fue fácil. Finalmente compartí espacio con un enorme camionero que me amenizó lo que quedaba de noche con sus fuertes ronquidos, al ritmo de los bandazos que daba nuestro ferry.

Tras ocho horas de travesía insufrible, ya estaba en Mallorca. Cansado pero contento. Asistir a la primera Muestra de Videos de Grandes Viajes en Moto merecía esa noche casi en blanco. Serían un par de días de saludar a amigos moteros, muchos de ellos desconocidos en la realidad. Internet es lo que tiene, que te permite conocer las vidas y andanzas de gente interesante. Pero no por ello deja de ser más interesante si cabe conocerlos en persona. Fue una delicia compartir unos días, unos cuantos desayunos, comidas, cenas y algunas copas con gente como Charly Sinewan (Madrid-Sydney en moto), Fernando Retor (múltiples destinos en una 125cc), Lluís Oromí (África de sur a Norte), Lone Wolf y Txoni (Campeones de España de mototurismo), Eduard y Simona de Ride to Roots, Fernando Prieto de Exploramoto, David y Ana de 2TMoto y por supuesto a los organizadores Coco, Rafa y Goldfinger de IMM Rent & Tours. Risas aseguradas, buenas anécdotas y mucha pasión por la moto. Faltaba Belén. Seguro que le hubiera gustado conocerlos.

Dos tardes viendo vídeos, escuchando las aventuras de los protagonistas y compartiendo experiencias, reforzando amistades y sellando vínculos en una isla estupenda con un clima fantástico que nos dejó algo de tregua durante todo el puente.

El lunes pudimos realizar una ruta por la parte más agreste de la isla, por la parte norte de la Sierra de Tramuntana, desde Formentor hasta Lluc. Carreteras estupendas, buenos amigos en moto (se unieron otros conocidos virtuales como Pere con su V-Strom), unas cuantas curvas para disfrutar y varias secuencias de video para un futuro reportaje.

En definitiva, miles de momentos de esos que abres bien los ojos, como cuando era niño escuchando aventuras imposibles. Pero las aventuras que me contaron estos días se que son ciertas. Me las narraron los propios protagonistas con los ojos incluso más abiertos que los míos. Y concluimos que el gran viajero no es aquél que atraviesa continentes, sino aquél que se propone un reto a pesar de saberlo imposible, y se lanza a la carretera para cumplirlo. Y de esos grandes viajeros, conocí a muchos este fin de semana. Incluso algunos habían atravesado continentes. Y ahora, son mis amigos.

 

Más abajo, el vídeo y la ruta.

 


Mallorca, evento IMM por Dr_Jaus

Una vuelta por Mallorca


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Las hoces del Duratón y la Ruta de Segovia

Clonk! Noté un fuerte golpe en la parte trasera de la BMW. Me había acostumbrado al ruido de las piedras que saltaban con fuerza al paso de la moto. Las secas pistas de los Monegros están mayoritariamente compuestas de terreno duro y piedras sueltas. Pero este ruido era diferente. Sin parar eché una fugaz mirada a la parte trasera. La cámara de vídeo, convenientemente montada en un velcro sobre la maleta había desaparecido. En su lugar, la cinta que la aseguraba bailaba libremente al viento. Detuve la moto con un frenazo. En ese momento, media docena de buitres levantaron pesadamente el vuelo a pocos metros de mi. Un vuelo lento y majestuoso que me hizo abstraerme durante unos segundos del problema. Cuando se alejaron, bajé de la moto y me puse a buscar la cámara.

Mi deseo de practicar sobre tierra con la GS 1200 varió mi habitual ruta por autovía a Zaragoza. Disponía de unas horas libres y decidí perderlas entre el calor y el polvo de los Monegros. Había trazado una ruta en el mapa, un poco al tuntún, y quería comprobar si sería capaz de seguirla. Los Monegros es un laberinto de caminos y pistas que van y vienen de aquí a allá sorteando campos, pequeños bosques o montañas de blanquecina y delicada roca terrosa. Tras unos primeros kilómetros para coger confianza en los desgastados neumáticos mixtos, me di cuenta que la cosa no era tan difícil, mientras no usara el freno delantero, no hiciera cambios bruscos de dirección ni tuviera excesiva alegría con el gas.


Monegros Sep 2011 por Dr_Jaus

 

 

 

El calor apretaba, el sol aún estaba alto y los monótonos paisajes esteparios me evocaban soñados viajes por Mongolia o por Atacama. Diversos cambios aleatorios de dirección me llevaron a improvisados y áridos campos de golf -vestidos de césped artificial que simulaban perfectos y verdes greens-, multitud de casas en ruina, aún utilizadas para resguardar el ganado, o grandes acequias que alimentaban el antinatural riego por aspersión de los maizales. En mis múltiples paradas para consultar el GPS o hacer alguna foto, el denominador común era el silencio. Con el viento en calma y ningún ser humano en kilómetros a la redonda, la soledad se traducía en un silencio que lo llena todo en cuanto apagaba el motor de la BMW. Un silencio calmado, relajante y adictivo que hacía juego con las grandes extensiones de terreno vacío que inundaban mi vista.

 

 

Desde Fraga llegué hasta Sariñena, y de allí bajé hasta Monegrillos atravesando la sierra de Lanaja. Una ruta facilona para un inexperto como yo. Después de hora y media de masticar polvo ya era hora de llegar a Zaragoza por las larguísimas y rectilíneas carreteras locales. Había recuperado la cámara de vídeo en un estado lamentable. Seguramente funionaría cuando le acoplara otra batería, porque la que llevaba decidió quedarse a vivir en los Monegros, al lado de los buitres.

Una vez recogida Belén, iniciamos el trayecto, ya casi de noche, hasta Sigüenza. La autovía de Madrid estaba transitada pero sin aglomeraciones. Negros nubarrones ocultaban el horizonte, y cada poco tiempo un relámpago iluminaba la escena. De golpe, aunque de manera previsible, comenzó a llover. Grandes goterones se empeñaron en limpiarnos el polvo del desierto, cosa que consiguieron en parte. La tormenta fue intensa pero corta, el tiempo de superar el Alto de la Perdiz. Llegamos a Sigüenza a las diez de la noche, just para contemplar maravillados su grande y hermosa catedral iluminada. Su interior y el famoso Doncel deberían esperar a mañana.

Me encanta escuchar las campanas de las iglesias de los pueblos dar sus últimos tañidos nocturnos, cuando ya todo está oscuro y en silencio. Y despertarte nuevamente con ellos te da una vitalidad y una fuerza que añoramos los urbanitas. Nos levantamos en un soleado día dispuestos a contemplar la maravillosa estampa del Doncel, reclinado y rendido a la literatura mientras la sangre y la muerte de las batallas bailaba a su alrededor. Al entrar en la Catedral nos recibió por sorpresa la alegre, elaborada y envolvente música de Bach que salía a raudales de los enormes tubos cobrizos del órgano. Una música espléndida para un lugar eepléndido. El Doncel, encerrado en su alojamiento, seguía leyendo paciente hasta la visita concertada de las 12. De todas formas, se dejaba ver entre las rejas, con un semblante más propio de los vivos que de las estatuas de mármol.

Avanzamos por desiertas carreteras secundarias de Guadalajara y Segovia hasta llegar a Riaza, recomendación personal de Alicia Sornosa. Típico pueblo castellano, con robusta iglesia de piedra blanca y plaza mayor porticada. Desgraciadamente esta última estaba ocupada en su totalidad con una plaza de toros desmontable donde gran parte del pueblo se deleitaba con el final del encierro. Y es que Riaza estaba en fiestas. Aprovechamos entonces para degustar en uno de sus bares unos maravillosos torreznos que nos abastecieron de grasa para lo que queda de mes.

En Sepúlveda visitamos la iglesia de El Salvador, quizá la obra más antigua del románico de la zona. Data del siglo XI y mantiene elementos decorativos más propios del prerrománico. Pero lo que nos llevó hasta allí es la privilegiada vista que tiene de todo el pueblo. Tejados, tejadillos patios y terrazas pugnan por un hueco allá abajo. Al otro lado, las hoces del río Duratón comenzaban a formarse y nos llamaban irremediablemente. Así que nos subimos nuevamente en la moto rumbo hacia allí.

La carretera discurre primero desde lo alto de los riscos, desde donde puedes contemplar cómo el río va labrando la orografía. Asfalto correcto, sin pretensiones. Curvas que invitan más a paladear el paisaje que a enroscar el puño. Luego la ruta desciende hacia el río, aún joven y estrrecho, rodeado por una verde y refrescante vegetación. Una vez cruzado, volvimos a ascender y a separarnos de su cuenca, hasta Villaseca, donde nace la pista forestal que nos llevaría a la ermita de San Frutos. Ancha y sin más problemas que los grandes socavones que aparecían sin avisar o el rizado típico de las pistas por donde pasan multitud de coches. Eran las dos de la tarde, y a pesar de eso, una romería de coches iban y venían por el camino. Tras llegar al aparcamiento, aún quedan unos diez minutos andando para llegar a la ermita, estratégicamente situada en medio de una fantástica curva del río Duratón. Pero antes, se ha de atravesar por un puente una brecha en la piedra, la llamada cuchillada de San Frutos, formada milagrosamente para alejar a los sarracenos del santo y de la ermita.

Bajo el altar se encuentra la piedra del santo. Dice la leyenda que dando tres vueltas a ella (acuclillándose por un estrechísimo pasadizo) se curan las hernias. Otros dicen que se cumplen deseos, por lo que no pudimos dejar de probar suerte. Para el dolor de muelas deberíamos dar una vuelta entera a la ermita. Nosotros fuimos más allá, donde el acantilado dejaba paso a la grandiosidad de los meandros del río. Al frente, decenas de buitres descansaban en los riscos, mientras otros nos sobrevolaban en formación, rompiendo el silencio del lugar con el silbido del viento en sus alas. Con el compromiso del santo de cumplir nuestros deseos, desandamos el penoso camino hasta el aparcamiento bajo un sol abrasador, y sin un triste trago de agua que llevarnos a la boca.

En poco menos de una hora llegamos a Segovia. Los últimos rayos del día se posaron en el famoso Acueducto, que cruza majestuoso y altivo el centro de la ciudad. Una sobre otra en un frágil equilibrio, las piedras graníticas forman unos arcos gráciles pero sólidos, elegantes a la vez que sobrios. Desde allí parte una concurrida y animada calle peatonal donde paisanos y turistas disfrutaban de terrazas y restaurantes con olor a cochinillo. Llegamos a la catedral, que con la rotundez de su campanario parece reivindicar un protagonismo perdido en favor de su vecino acueducto. La hora azul, con sus colores eléctricos y saturados, cubrió la plaza mayor mientras nosotros buscábamos un buen lugar para degustar una maravillosa sopa castellana y un buen cochinillo. Con los niveles de grasa en su máximo nivel, despedimos nuevamente a la Catedral y al Acueducto, mientras nosotros reposábamos nuevamente al amparo de las cercanas campanas que tocaban a la medianoche.

El otoño apareció de noche, sin avisar. La mañana se presentó detrás de la capa fina de nubes que auguraban un frío día. La temperarura bajó bruscamente, y de los más de treinta grados del día anterior, hoy no veíamos más allá de los trece. Apertrechados como pudimos, iniciamos el camino de regreso a casa previa parada en el otro icono de la ciudad. Las murallas del Alcázar, que acaban formando una afilada proa que desafía a los vientos de poniente, realzan la fortificación que se muestra altiva y señorial, suspendida en lo alto de una loma.

Desde allí, y otra vez por pistas improvisadas, partimos rumbo a la carretera de Soria. De pasada, visitamos Ayllón, que se nos despistó a la ida. Rodeamos las callejuelas adyacente a su rotunda iglesia, mientras todo el pueblo desprendía un insinuante olor a refrito de ajos. El día avanzaba tímidamente, como perezoso, mientras nosotros devorábamos la carretera dirección Zaragoza, donde llegamos a mediodía. Unas horas de descanso sirvieron para reponer fuerzas y afrontar, ya de noche, la última etapa de la ruta hasta Barcelona. El viento tomó el protagonista cerca de Lleida, pero no impidió que llegara, al filo de la medianoche sano y salvo a destino, aunque algo cansado. Cansado tras más de 1500 kilómetros, pero contento por haber podido disfrutar de los paisajes segovianos, de las pistas monegrenses y por supuesto de la inestimable compañía de la mejor copiloto que nunca soñé.

 

Las Hoces del Duratón y la Ruta de Segovia


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