Analizando los viajes que hemos hecho por Ávila, me doy cuenta que puede ser una de las grandes provincias que hemos descuidado. Se encuentra en un rango de kilómetros relativamente asequible para un fin de semana, pero sus duras condiciones climáticas la mayor parte del invierno ha imposibilitado que la visitemos más asiduamente. De todas formas, y aunque de pasada, la hemos visitado en un par o tres de ocasiones, centrándonos fundamentalmente en su capital.
Porque si hay algo emblemático de Ávila son sus murallas. Y no podemos dejar de admirarlas cada vez que pasamos cerca. Abrazan el casco antiguo de la ciudad por todos sus rincones, sin dejar ni un resquicio. La única manera de entrar es a través de alguna de sus imponentes puertas. Quizá la mejor manera de ver todo su conjunto es desde el mirador de los cuatro postes, situado en las afueras, en la N-110. Y luego, no tienes más que adentrarte en la ciudad por el Arco de San Vicente -por poner un ejemplo-, donde tendremos a tiro de piedra la Basílica de San Vicente, extramuros y de estilo románico-gótico, y la Catedral, ya protegida por las murallas y de un estilo gótico muy sobrio, como toca en una provincia tan recia y castellana como Ávila.
El paseo por el casco antiguo es muy agradable, lleno de palacios señoriales y callejuelas estrechas. Un buen lugar donde alojarse es el hotel Palacio de Monjaraz, donde fácilmente te puedes trasladar a otra época de caballeros y señores. Para comer existe una amplísima variedad de restaurantes donde elegir platos de la zona. Nosotros nos decantamos por El fogón de Santa Teresa, donde degustamos unas patatas revolconas y un buen chuletón de Ávila, como debe ser.
Y la asignatura pendiente se encuentra en el resto de la provincia. Intentamos visitar el castillo de Castronuevo, en Rivilla de Barajas, pero es una finca privada, donde no encontramos la manera de llegar. Y en la agenda de futuribles visitas se encuentra el pequeño pueblo de Navaluenga, con su puente romano.
En definitiva, Ávila es un lugar quizá demasiado cercano y conocido para los de la capital, pero para el resto se muestra con ese encanto de lo inaccesible -al menos durante buena parte del año, hasta que los días no sean más largos- y de lo auténticamente castellano, donde estoy deseando volver.
Albacete es una de esas provincias en las que injustamente no piensas cuando planificas un viaje. De buenas a primeras no se te ocurre ningún punto de interés que justifique una ruta por sí misma, pero al atravesarla en ruta hacia algún otro lugar, te das cuenta que tiene golpes escondidos.
Albacete capital es una ciudad amable, con un centro paseable y agradable. Si he de destacar algún lugar que me interesó turística y fotográficamente, es el Pasaje de Lodares, un pequeño pasadizo cubierto que no deja de ser una de las primeras galerías comerciales del país. Las tiendas se agolpan a uno y otro lado, mientras los balcones de viviendas centenarias te enmarcan en una foto sacada de otro tiempo. Muy recomendable. Y si hablamos de cenar, el Asador Concepción nos proporcionó unas tapas exquisitamente elaboradas.
En la provincia no puedo dejar de destacar las Hoces del Júcar. Las descubrimos casi por casualidad en un regreso desde Alicante, y no dudamos en visitarlas más profundamente en un viaje posterior hacia el sur. La recomendación es comenzar el recorrido en Alcalá de Júcar, bajando hasta el pueblo desde el norte por una carretera con unas vistas excepcionales mientras baja al cañón. Después de visitar la población (no te pierdas el puente romano) debes seguir por la carretera B-5 que te llevará hasta Jorquera rodeado por las paredes del cañón, de formas caprichosas y curiosas. Y allí desvíate hasta el mirador de la población que hay en la AB-880. Y luego vuelve a bajar al pueblo, para seguir hacia el oeste nuevamente por la B-5, carreterita muy estrecha que te llevará por diversas poblaciones compuestas exclusivamente por casas-cueva incrustadas en las paredes de las hoces. En Alcozarejos se acabó la diversión y las hoces.
Continúan en mi lista de lugares a visitar diferentes puntos de la provincia, como las Hoces del Cabriel, en la frontera con la Comunitat Valenciana, la ermita de Ves, el túnel del Molinar, en el embalse de mismo nombre o el pintoresco pueblo de Ayna. Así que como dijo Terminator… «volveré».
La primavera estaba al llegar, y los días comenzaban a alargarse. Salir de Zaragoza por la A-2 como tantas otras veces, era diferente, como siempre. El atardecer teñía de un rojo imposible todo el horizonte que lograba ver a través de mi casco. Delante, Belén afrontaba los primeros kilómetros de autopista con esa mezcla de ilusión y temores que siempre tiene al iniciar las rutas. Allí al fondo, la silueta del Moncayo esperaba pacientemente a que cayera la noche.
Después de los más de 170 kilómetros de aburrida autovía, solamente quedaban veinte para llegar a Sigüenza, un viernes más nuestro campo base. La carretera serpentea ligeramente, y a pesar de ser noche cerrada, se agradecía después de tanta recta. Miré al retrovisor. El pequeño faro de la Derbi Terra negociaba con precisión y autoridad las curvas que nos vamos encontrando. No dejo de sorprenderme de lo que ha aprendido Belén en tan poco tiempo. Es una clara muestra de lo que podemos conseguir si realmente queremos conseguirlo. El castillo de Sigüenza, que domina en lo alto de una loma todo el pueblo, me sacó de mis pensamientos, y nos indicó el final del trayecto.
Nuevamente nos alojamos en La Casona de Lucía. La familiaridad del trato, así como unas instalaciones fantásticas, nos hicieron repetir. Manolo, su dueño, se preocupaba por nosotros como si fuéramos de su familia.
-¿Dónde habéis aparcado las motos?- nos pregunta.
-Al lado del container, estarán bien allí- respondo.
-No me gusta el sitio. El camión de la basura puede hacerles algo -se preocupa- Ahora iremos a verlas y os indicaré el mejor lugar. Pero casi mejor que las dejéis en el garaje que tengo no muy lejos de aquí.
-No se preocupe -dije- Las moveremos cuando vayamos a cenar.
Nos cambiamos rápidamente y salimos a reponer fuerzas. Manolo, como no, nos acompañó calle arriba para certificar que dejábamos las motos en buen sitio.
-¿Habéis cogido las llaves de la habitación?- preguntó con un tono paternalista.
La taberna Seguntina estaba completamente vacía. A pesar de ello, nos sentamos a cenar. Sopa castellana, pimientos del piquillo rellenos de carne y cabrito asado. No fue la mejor cena de nuestras vidas, seguramente no repetiremos sitio. Los tres camareros entraban del comedor por una puerta y salían por otra, observándonos y preguntándonos repetidamente por nuestra cena. Uno detrás de otro, como esas figuritas que salen de algunos relojes a la hora en punto.
De vuelta al hotel, recorriendo las silenciosas calles de Sigüenza, pensé que ni nos habíamos propuesto dar una vuelta por la plaza Mayor o la catedral. Las habíamos visto hace menos de tres meses. Y también el año pasado. Me sentí cómodo, vagando por calles ya conocidas, sin la presión autoimpuesta del turismo por el turismo. Mañana sería otra cosa. Visitaríamos los llamados pueblos Negros y Dorados de Guadalajara. Nunca había estado allí y me apetecía conocerlos, respirarlos, sentirlos. Y eso afortunadamente no es turismo.
Salimos de Sigüenza por la mañana inmersos en un día radiante. Los buitres trazaban círculos perfectos sobre nuestras cabezas, volando tan elegantemente que tenía que frenar las ganas de conducir mirando constantemente al cielo. A nuestro alrededor, campos marrones y verdes se extendían por las laderas de las pequeñas colinas, peinados como de domingo. Perfectamente arados, y algunos con los incipientes brotes de una nueva cosecha. Dejamos el castillo de Jadraque a la izquierda y seguimos hacia Cogolludo, que se esparce distraídamente por la ladera de la montaña. Camino de Campillejo, atravesando bosques a derecha e izquierda, el aire olía intensamente a pino. Las laderas rocosas mostraban una pizarra negra y elegante, anunciándonos que nos acercamos a los Pueblos Negros.
En la comarca, son bien diferenciales los llamados Pueblos Negros, con casas construidas íntegramente de pizarra -de ahí su nombre- de los Pueblos Dorados, que utilizan cuarcita para su construcción, de un color más amarillento. Geográficamente están separados por la sierra del Ocejón, dejando los negros al oeste, y los dorados al este de esta frontera natural.
Majaelrayo es quizá el mayor exponente de pueblo negro. Para llegar hasta allí, dejando la sierra a nuestra derecha, pasamos por campos repletos de romero, que traspasaron completamente mis cinco sentidos. Pocas veces había notado esa bofetada de olores tan brutal. Pocas veces una bofetada como esa me había hecho sonreír. Majaelrayo está primorosamente conservado, excepto alguna que otra casa desvencijada. Un paseo por sus calles es siempre muy recomendable.
Para visitar los pueblos dorados, tuvimos que volver hacia atrás unos cuantos kilómetros, volviendo a pasar por los campos de romero, los pinares y las curiosas formaciones rocosas de la ciudad encantada de Tamajón. Cuando volvimos a tomar rumbo norte, ahora con la sierra del Ocejón a nuestra izquierda, comenzamos a descubrir los Pueblos Dorados. Villaverde de los Arroyos es el alter ego de Majaelrayo, esta vez en tonos amarillentos. El pueblo es un punto de inicio de muchas excursiones por la sierra, por lo que los aparcamientos habilitados a la entrada suelen estar abarrotados. Nos tomamos nuestro fuet en la plaza del pueblo, y tras recorrerlo a pie salimos hacia Ayllón.
Puede que fuera la carretera, o puede que fuera la hora de la siesta. Pero las curvas se nos iban atragantando. Sin ritmo ni armonía alguna, y con un asfalto tirando a malo, era imposible prever el su radio y su cadencia. Atravesamos ese hora mala como pudimos hasta llegar a Ayllón, para ya entrar en la provincia de Segovia y encontrar mejores carreteras. La idea era recorrer los casi cien kilómetros que nos separaban de la ciudad del acueducto para pasar allí la noche.
La primera parada fue precisamente en ese acueducto varias veces milenario. Belén quería la foto de rigor con su moto y su ya casi famoso salto, como quien recoge una pegatina a modo de trofeo de su ruta. Mientras, el acueducto, impertérrito, se dejó retratar. Toqué suavemente sus piedras. Hace mil años, cuando nosotros iniciábamos tímidamente la Reconquista, estos arcos ya tenían mil años. Da que pensar.
En Segovia elegimos El Sitio para la cena. Una estupenda ensalada de queso de cabra, unas patatas revolcones y una pierna de cordero rellena de boletus y patatas panaderas exquisitas. Un colofón espectacular a una buena ruta. Tras el festín, nos retiramos a nuestros aposentos casi faraónicos en el hotel Cándido, a las afueras de la ciudad. Muy buenos precios para un hotel casi de lujo. Recomendable si tienen ofertas.
Debíamos levantarnos relativamente pronto si queríamos llegar a Zaragoza a la hora de la comida. Nos quedaban 360 kilómetros de carreteras nacionales que nos llevarían por San Esteban de Gormaz, Soria y Tarazona. A nuestra derecha, la imponente Somosierra completamente nevada refulgía con los primeros rayos de sol. El ambiente era soleado, y nos permitió recorrer el camino casi sin enterarnos.
Al aparcar las motos, ya en Zaragoza, las acaricié en silencio. Monturas inanimadas, a pesar de que a veces hablamos con ellas. No saben el bien que nos hacen. No saben que la próxima ruta será en primavera, con toda la naturaleza en flor. Les da igual. Siguen ronroneando con nieve, viento, sol o lluvia, sirviendo a sus amos sin rechistar. Sonreí. Porque yo sí se que no hay nada más bonito que rodar en primavera.
Puedes leer los pensamientos de Belén sobre esta ruta en su blog
Aunque los grandes viajes son los más deseados, las pequeñas perlas que te encuentras en el camino de la vida los fines de semana son el combustible necesario para poder afrontar con ilusión los días de trabajo. Albarracín, las hoces de Beteta, Cuenca y la ruta del mimbre fueron los escogidos para ese frío fin de semana de febrero. Carretera en buena compañía, relax, buenos manjares y mejores sonrisas. Corta pero intensa. Aquí tenéis un pequeño vídeo que a ciencia cierta sabrá a poco.
A estas alturas de año, salir en moto después del trabajo en busca de la aventura del fin de semana significa rodar de noche. Y en muchas ocasiones, con frío. Esta vez no era tanta la sensación de frío como la de hace un par de semanas, cuando con la BMW y la Derbi llegamos hasta Sigüenza a escaso medio grado positivo, y tuvimos que volver al día siguiente casi con el rabo entre las piernas tras un quitanieves, abortando nuestra ruta del Camino del Cid. De ese fin de semana me quedo con los mejores boletus que he probado en mi vida en el restaurante Nöla de Sigüenza, con la amabilidad del dueño de La Casona de Lucía, el alojamiento rural donde dormimos, y con la valentía de Belén, que afrontó la nieve y el hielo con decisión y sin miedo, aunque quizá en parte por desconocimiento del peligro.
Para la ruta de este fin de semana había elegido la Sierra de la Demanda, donde multitud de leyendas mágicas se agolpan en esta zona caballo entre La Rioja, Burgos y Soria, siempre bordeando el paralelo 42, zona de energías misteriosas y de núcleos claves en la historia de las religiones de todo el mundo. No se esperaba tanto frío, como así fue, mientras recorríamos la aburrida carretera de Logroño a ritmo de camión. El hotel elegido era el F&G Logroño, con una excelente relación calidad-precio y un curioso y moderno patio interior triangular, adornado con una auténtica fachada del siglo XVI transportada piedra a piedra desde la calle Mayor de la ciudad. Cena cerca de la famosa calle Laurel logroñesa con cardo, carrilleras y entrecot, regado como no puede ser de otra forma con un rioja espectacular. Y todo por 16€ el cubierto. Magnífico.
Hay momentos que pasan en un suspiro. Son instantes que casi de una manera fantasmagórica, casi etérea, se cuelan por tus sentidos sumiéndote en un estado de magia extraña. Entrar de noche en el hotel y ver en la penumbra ese patio interior, con la majestuosa fachada de piedra apenas tenuemente iluminada, fue uno de esos momentos. El silencio lo embriagaba todo, quizá ayudado por el rioja de la cena. Me pareció estar en la plaza de un pequeño pueblecito solitario, donde únicamente faltaba el rítmico cantar de los grillos y un cielo estrellado como esos del verano. Como por arte de magia, me vi elevado sobre el terreno, observando ese imaginaria plaza desde las alturas. «Planta tres»- dijo la voz metálica del ascensor acristalado despertándome de ese instante de ensoñación. Las puertas se abrieron y volví a la realidad.
-Ha llegado lo más bonito del barrio- dijo la camarera de la cafetería del hotel cuando entró la cuadrilla de barrenderos a hacer una pausa regada con vino y pincho de tortilla. Era la mañana del sábado y fuera llovía sin prisa pero sin pausa, mientras la camarera a la que llamaremos Teresa, seguía con su particular bombardeo de piropos a los asiduos del bar.
-Aquí tienes tu cortado, corazón- vociferaba mientras servía con una mano y cobraba con la otra. La escuchaba mientras desayunábamos un croissant a la plancha y un mini bocadillo de pechuga empanada. Teresa es menuda, nerviosa y trabajadora. No para de hacer cosas mientras agasaja casi de forma patológica a todo el que se acerca a la barra. Desprende alegría, ganas de agradar y buen rollo. Tan buen rollo que casi dejó de importarme la persistente lluvia de ahí fuera mientras me cobraba con un algo más recatado «gracias, caballero». Cualquier otro -yo mismo- estaría amargado trabajando un sábado, con el bar a tope y sin ninguna ayuda. Pero Teresa no. A ella le encanta su trabajo. Y aunque sus modales no encajan exactamente con lo que se espera de una camarera de un hotel de cuatro estrellas con spa, no me cabe la menor duda que ese amor por el trabajo la mantiene día a día, sábado a sábado en su puesto. Toda una lección que aprender.
De camino a San Millán de la Cogolla salimos de Logroño con la precaución necesaria. El asfalto frío y mojado no es lo que mejor le va a Belén, que a pesar de su poca experiencia motera ya lo hace fenomenal. Tanto, que rápidamente dejé de mirar su rueda levantando miles de gotas de agua y empecé a mirar de una manera más despreocupada el paisaje. Y su melena rubia que se esparcía por su espalda aún algo recta y tensa. La imagino dentro de unos meses, cuando ya más relajada pueda disfrutar más de lo que hace ahora de nuestras rutas en moto.
La carretera surca tierras rojizas, haciendo honor a la región y al vino que de ella emana. Extensos viñedos ondulados mostraban sus últimas hojas vestidas de un ocre otoñal mientas dejamos atrás los monasterios de Suso y Yuso, envueltos en el misterio de San Millán y de los cuerpos de los siete infantes de Lara. Tras Bobadilla la carretera se retuerce y se arruga mientas atravesamos los desfiladeros que el río Najerilla deja a su paso por Anguiano, cuna del bandido Nuño y del Monasterio de Nuestra Señora de Valvanera. Seguimos por la CL-113 hasta el tranquilo embalse de Mansilla, cabalgando sobre baches empapados, entre pacientes vacas que buscan el calor del asfalto y rodeados de paisajes tranquilos y solitarios.
Vizcaínos, Jaramillo de la Fuente, San Millán de Lara o San Pedro de Arlanza nos recibieron a nuestro paso con espléndidas iglesias románicas pero ningún lugar donde reposar, calentarnos y comer algo. Eran más de las tres de la tarde cuando llegamos a Quintanilla de las Viñas para ver su pequeña iglesia visigótica, lugar mágico por excelencia de la zona. Seguía lloviendo, no había parado desde la noche y la temperatura no subía de 4°C. Lo cierto es que no apetecía parar en ningún lado ni a grabar ni a visitar nada. Esas no eran maneras de hacer una ruta, así que prescindimos del dolmen de Mazariegos, de Salas de los Infantes y de sus siete cabezas o del enhiesto surtidor de sombra y sueño que es el ciprés del Monasterio de Silos. Enfilamos la N-234 hacia San Esteban de Gormaz donde acababa nuestra ruta. Muy poco después, un letrero luminoso anunciaba posada y comida en Hortigüela, por lo que entramos en el pueblo y nos refugiamos en la cuidada posada.
-¿Puedo quedarme con esto?- decía un hombre rechoncho, con gafas de intelectual y camisa a rayas sentado delante de su entrecot muy hecho. Sostenía un pequeño artefacto, no más que una peana con un corazón y una pinza en su extremo que el restaurante utilizaba para poner el cartel de reservado en las mesas. -Es un perfecto elemento de lo que Joan Brossa llama arte conceptual. El amor, simbolizado por el corazón, acaba siendo posesión, en forma de esta pinza que atenaza-. La camarera y a su vez dueña del local lo miraba casi sin comprenderlo. María, que así la llamaremos, estaba acostumbrada a las conversaciones de ese cliente habitual, agradable pero algo snob, que desparramaba cultura por el mesón todos los fines de semana.
Comimos una sopa, y sendos platos de pollo de corral. Exquisitos, elaborados con cariño a pesar de las intempestivas horas, quizá muy tardías para seguir teniendo la cocina abierta. Pero el mesón, haciendo alarde de su más profunda definición, cumple el deber sagrado de acoger, alimentar y calentar al caballero, que por tierras de Castilla se adentre cual Quijote en busca de las más disparatadas aventuras.
María es una artista. Y no solamente por sus platos, que cobra a un precio irrisorio. De tener un bullicioso puesto de fruta en el mercado de La Mina, conflictivo barrio de Barcelona, ha pasado a la tranquilidad y soledad de un pequeño pueblo de la provincia de Burgos, pasando previamente por un par de divorcios, tres hijos y muchos problemas. María tiene ganas de hablar. De hablarte de ella, y de escuchar historias similares a la suya. De sentirse comprendida, quizá. De saberse algo más arropada de lo que puede ofrecerle un intelectual amante del arte conceptual de Brossa. Necesitaba explicar el por qué de su retiro desde la agitada Barcelona hasta este tranquilo rincón de ninguna parte. Tenía ganas de ser protagonista de su particular huida hacia delante. Y por eso la escuchamos, cerca de su virgen del Pilar que la miraba calmada y tranquila desde su lugar de privilegio, pintada en unos azulejos que presiden su comedor.
Escuchamos a María hasta que la noche cayó sobre Hortigüela. Preguntamos a su pareja Fernando por la mejor ruta hasta San Esteban de Gormaz. La temperatura había bajado, rozando los 0ºC. Había dejado de llover, pero el asfalto continuaba empapado.
-En estas condiciones no os aconsejo acortar por comarcales- dijo Fernando. -Por allí no pasan los quitanieves, y tal como está la cosa, seguro que hay hielo-. A pesar de tener la mejor tecnología, tres aplicaciones diferentes de meteorología para el móvil, o de poder consultar el estado de las carreteras en la página de la DGT, lo mejor es siempre preguntar a la gente de la zona. Y hacerles caso. Así que aunque serían cincuenta kilómetros más, decidimos volver por la nacional hasta casi la entrada de Burgos para luego bajar por al A-1 y la N-122 a San Esteban de Gormaz.
Una vez instalados en el hotel, buscamos insistentemente el restaurante El Bomba para cenar, encandilados por su carta micológica. Si no comes setas en otoño, ¿cuándo las vas a comer? Después de pasear por el pueblo con la temperatura por debajo de lo aconsejable, no lo encontramos. Y es que no deberíamos haberlo buscado, ya que El Bomba resultó ser el restaurante de nuestro hotel.
-Hola, soy Gerardo, el gerente. ¿Todo bien?- nos dijo un hombre delgado, completamente Calvo y con mirada complicada. Iba vestido de manera informal, con unos tejanos y una camisa a cuadros. Dejamos de degustar las setas de cardo, regadas con un Pago de los Capellanes para atenderle.
-Pues sí, todo perfecto, gracias- contesté.
-¡Ah, venís en moto!-dijo Gerardo reparando en nuestras cazadoras. -Yo también soy motero. De hecho la que tengo ahora es la número 69. Y no me la cambio porque me gusta el número- dijo. Sonreí. El dueño del restaurante prometía amenizarnos el final de la cena.
-Tengo una Harley, ahora lleva 300.000 kilómetros y le acabo de cambiar el motor. La tengo en rodaje- siguió. Y siguió, y siguió hablando de él. Y de sus descapotables, de su Morgan con el que planea dar la vuelta a España, de su bodega donde invita a grandes de la música a dar conciertos íntimos, de su club de fumadores… De mil y una cosas. Dejé de ver a Gerardo, el gerente y comencé a ver a Gerardo, el escaparate. Porque como en un escaparate, siguió exhibiendo lo mejor de él, como hacen las personas inseguras que necesitan reafirmarse en sus bondades. Pero Gerardo lo explica con pasión. Con la pasión típica de las cosas que te llenan.
-Acabo de venir de Barcelona, de ayudar al traslado de mi hijo. Y de paso he recogido unos chorizos espectaculares que me hacen especialmente. ¡Esperad!- dijo emocionado mientras se pedía por la puerta abatible que daba a las cocinas. Al poco salió con una bolsa de plástico con un par de grandes chorizos envasados al vacío. -¡Ya veréis lo cojonudos que están!- asentía mientra me acercaba la bolsa. Y siguió, y siguió hablando de sus cosas, de su amigo Paco de Lucía, de su moto número 69,… El hombre escaparate, todo pasión. Como pudimos, intentando cortar lo más elegantemente posible la charla, subimos a nuestra habitación, dejando a Gerardo conversando animadamente con otros clientes.
El domingo amaneció radiante. El más absolutamente limpio de los azules dominaba el cielo. Las motos, aún cubiertas de la escarcha de la noche, descansaban ya listas para cubrir los escasos trescientos kilómetros hasta Zaragoza. Hielo en los arcenes, nieve en muchos de los parajes por los que pasamos y sobre todo un esponjoso, mayestático y enorme Moncayo completamente cubierto de nieve. El impaciente invierno estaba llamando insistentemente a la puerta.
Y así finalizó una ruta que pretendía versar sobre leyendas medievales y paisajes románicos, pero que acabó siendo de personajes. Personajes como Teresa la camarera, como María la cocinera o como Gerardo el gerente. Porque en casi todos los rincones puede aparecer alguien que te llene tanto como un bello paisaje, una preciosa iglesia o un mágico patio interior de un hotel. Porque, amigo lector, no hay paisaje más bonito como el de la alegría, la fuerza o la pasión que se desprenden de la gente que encuentras por el camino. Esa es la magia que encontramos en el paralelo 42, la magia de las personas.
Mirar el mapa y no encontrar huecos entre las zonas ya visitadas te causa una sensación de triunfo y frustración a partes iguales. Triunfo por haber visitado ya prácticamente todas las zonas que quedan en el radio de acción que te proporciona un fin de semana. Frustración por no tener mucha idea de dónde ir en el próximo. Es cierto que la mayoría de veces no exploramos la zona en profundidad, sino que solo pasamos de puntillas, pero el ansia de descubrir nuevos parajes me puede. Había leído cosas sobre el Canal de Castilla, gran obra de ingeniería del s. XVIII que servía como vía fluvial de comunicación, salvando con espectaculares esclusas los desniveles de terreno en diversos puntos. Suficientemente atractivo para mí. Pero si lo completamos con la conocida ruta de los pantanos en el norte de la provincia, no había nada más que pensar: ese fin de semana recorreríamos La Ruta Palentina.
La tantas y tantas veces recorrida autovía de Zaragoza había cambiado sus ropajes. Los campos de cereales, algunas veces verdes y otras doradas cedieron el protagonismo a los almendros en flor. Pequeñas notas de un elegante blanco que difunden un atisbo de la alegría que proporcionará la ya cercana primavera. Esos topos blanco se transformaron, en las cercanías de Lleida, en un impresionante manto rosáceo que lo inundó todo. Los campos frutales estaba en su máximo esplendor!
Una pequeña pausa en Zaragoza, y enfilamos, -ya con Belén- la autopista de Logroño para no llegar excesivamente tarde a Burgos. La noche comenzaba a hacerse fuerte, mientras el viento bandeaba los más de 300kg de la BMW de lado a lado. Una franja de negros nubarrones nos amenazaba desde arriba, pero me seguía preocupando -y mucho- las ráfagas de viento que atacaban desde barlovento. Inclinar la moto, pegarme a los matorrales de la mediana,… Ninguna estrategia fue efectiva para librarnos del viento. Así que apreté los dientes y las manos en el manillar e intentamos capear el temporal. Al final, el viento se tornó lluvia y las temperaturas gélidas nos acompañaron hasta Burgos, 650 kilómetros después de la salida.
Un día gris y frío amaneció en Burgos. Pero el día sería radiante a pesar del hombre del tiempo. Comenzamos con la magnífica carretera N-623, que sale hacia el norte, buscando el Cantábrico. Afortunadamente la A-67, su hermana pequeña, es una autovía, lo que deja a esta nacional venida a menos, un tráfico prácticamente nulo. Tiene un asfalto no en excesivo buen estado, pero lo bastante para ir cómodamente con la GS. En Escalona nos desviamos por una pequeña carreterita local que discurre junto a un incipiente río Ebro casi en pañales, pero con la suficiente bravura como para formar las magníficas hoces que culminan en la maravillosa localidad de Orbaneja del Castillo. Almenas imposibles cortan su horizonte, de ahí si nombre. Y es que los riscos de caprichosas formas -habías visto antes a dos camellos besándose?- coronan al puñado de casas que rodean la interesante cascada que fluye hasta la misma carretera. Desde luego un acierto planificar por aquí la ruta.
Seguimos el curso del Ebro hacia el oeste por una carretera ya bastante más bacheada pero muy divertida, tanto por su trazado como por su paisaje, aún cerca del serpenteante río y a caballo entre Cantabria, Burgos y Palencia . Finalmente llegamos a Aguilar de Campoo, donde se inicia la conocida y recomendable Ruta de los Pantanos, en el Parque Natural de Fuentes Carrionas donde, bordeando los semisecos pantanos has de esquivar miles de boñigas de las vacas de grandes cuernos que, junto con los caballos, pacen tranquilamente tanto a los lados como en plena carretera. Mientras, el sol iba saliendo tímidamente a retazos entre la grises nubes y las nevadas montañas palentinas, vecinas de los cercanos Picos de Europa.
Después de visitar alguna que otra iglesia románica del norte de la provincia, nos acercamos a Frómista para ver esa Después de visitar alguna que otra iglesia románica del norte de la provincia, nos acercamos a Frómista para ver esa obsoleta maravilla de la ingeniería española que son las exclusas del Canal de Castilla. A pesar de llevar poca agua, los saltos entre los diversos niveles rodeados por paredes ojivales de un tono rojizo, le daban magia al lugar. El relajante sonido del agua, el sol escondiéndose en el horizonte, el olor a tierra húmeda… todo ese encanto hacía que el viaje hasta allí hubiera valido la pena. De camino a Ribas de Campos, ya cerca de la capital, comenzó a llover tímidamente, mientras que el sol seguía iluminando con sus, últimos rayos, inventando un tímido arco iris que dio el broche de oro a los 400 kilómetros de ruta.
La mañana del domingo amaneció soleada, aunque con pocas ganas de regresar. Aranda de Duero y las tierras vinícolas de la Ribera del Duero nos subieron el ánimo mientras observábamos las enormes extensiones de viñedos que nos rodeaban. Las ya conocidas poblaciones de San Esteban de Gormaz y Burgo de Osma nos vieron pasar buscando otra parada en Almazán y su plaza mayor, para tomar un aperitivo a base de pinchos y hacer menos duro el regreso a Zaragoza y Barcelona. Mientras, allá en lo alto las cigüeñas comienzan a poblar nuestros cielos, a volar pesadamente a nuestro lado, o a mirarnos curiosas desde sus grandes nidos colocados en un equilibrio imposible. La primavera comienza a inundarlo todo con su fragancia fresca. Y como cada año, yo me dejaré conquistar por sus encantos, esos que alimentan mis ansias de aventura.
Una pequeña pincelada de lo que vivimos ese fin de semana en la Serranía de Cuenca. Personalmente, me encanta llevar un cámara que permita sacar planos como éstos. Gracias, Belén!
Después de redescubrir Soria hace unos meses, busqué con casi desespero otro lugar para explorar, a una distancia razonable de casa como para ir y volver en un fin de semana. Y el lugar elegido fue Cuenca. Mi ansia por haceros llegar mis experiencias lo más fiel y puntualmente posible pasaba esta vez por twittear todo el viaje (en la medida de lo posible), así que esta vez mis dedos han estado más pegados al móvil, twitteando y 4squareando todo lo que hacía.
@DrJaus: En unos minutos comienza mi ruta motera a Cuenca. Cielos grises en BCN. Huele a lluvia. #rutaacuenca #BMW #R1200GS.
Y es que la previsión meteorológica no auguraba un buen fin de semana. Los cielos habían comenzado a oscurecerse hacía horas en Barcelona, y lo peor estaba aún por llegar.
@DrJaus: Parada a la media horita para repostar. Ahora, del tirón hasta Zaragoza. #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
Un repostaje en la gasolinera de El Bruc, como tantas y tantas veces en otras rutas, es el pistoletazo de salida a los más de 1200km que me esperaban. La A-2, ya casi tan conocida como el pasillo de casa, serviría para saborear nuevamente el placer dulce y meloso de las rutas en moto. Esta vez probaría algo distinto, no me metería por la autopista en Soses, sin que seguiría por la carretera, algo que hacía años que no probaba. Afloraban imágenes desde lo más profundo de mi recuerdo… Los Monegros, Peñalba,… Pequeños pueblos iban sucediéndose kilómetro tras kilómetro de manera mucho más agradable que por la insulsa autopista.
@DrJaus: En Peñalba. Carretera nacional. Divertido adelantar camiones, aunque el viento hace que haya que estar atento. #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
Y finalmente, Zaragoza. Final de etapa por hoy. Punto de inicio de otras rutas, y punto y seguido en ésta. Estaba más cansado de lo habitual, posiblemente debido al viento, que golpeaba con fuerza desde el sur, desplazando la gran tormenta que ya había descargado en tierras andaluzas. Si mis previsiones se cumplían, el frente nuboso pasaría Zaragoza por la noche, dejándonos el sábado algo más sereno de lo inicialmente previsto.
@DrJaus: Primera etapa concluida. Zaragoza. Mucho viento y algo cansado, más de lo que me gustaría. Hay que entrenar más. #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
Y así fue. Noche pasada por agua, que arreciaba con fuerza sobre el tejado, dejando una mañana aún lluviosa pero con visos de mejorar.
@DrJaus: Tras una noche de tapas, copas y repiqueteos de lluvia en el tejado, toca levantarse y comenzar la #rutaacuenca. Llueve. #BMW #R1200GS.
@DrJaus: El pronóstico es bueno. En pocos km al sur dejará de llover. #rutaacuenca http://yfrog.com/h3v4xrdj
@DrJaus: Con dos horas y media de retraso… pero comenzamos ruta!! #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
Y se cumplieron las previsiones. En pocos minutos, aún por la autovía Mudéjar, camino de Cariñena, dejó de llover. El problema se centraba ahora en la gasolina. Desde que salimos de Zaragoza no había visto ninguna señal anunciando la estación de servicio que tanto necesitaba. Como hacía escasas dos semanas, volviendo de Carcassonne, el ordenador de la BMW marcó la fatídica cuenta atrás. 3… 2… 1… Y las tres rayitas indicando que no podía calcular cuantos kilómetros de autonomía quedaban, volvieron a aparecer.
@DrJaus: Nuevamente me he quedado a 0km de rango de gasolina. Ya repostando. #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
Una vez hecho el repostaje, proseguimos nuestro camino hacia el sur, envueltos en una niebla que nos acompañó durante la travesía por el Puerto de la Paniza, con unas curvas coquetas y orgullosas, y un asfalto que acusaba ya los achaques de la edad, haciendo trabajar de lo lindo a las suspensiones de la BMW. Al llegar a Daroca, nos dimos el primer respiro para contemplar las sorpresas que depara la población al viajero que allí se detiene. Sus iglesias, su calle principal plagada de comercios sacados de otra época, y por qué no, sus maravillosas bravas nos ayudaron a reponer fuerzas y ánimos.
Campos de tierra roja se iban sucediendo a un lado y otro del asfalto. Una tierra roja casi africana, donde comenzaban a despuntar tímidos toques de verde, presagiando la primavera y una nueva cosecha en el ondulado horizonte, salpicado aquí y allá por redondas encinas y floridos almendros desperdigados sin orden ni concierto alguno.
Y así llegamos a Molina de Aragón, que ni tiene molinos, ni está ya en Aragón. Como no podía ser de otra forma, la información digital de mi Garmin y la analógica de mi rutómetro casero no coincidieron por primera vez en la ruta. Me decanté por las indicaciones rancias del roadbook elaborado días antes con amor y cariño, equivocándome de manera casi consentida, buscando nuevos horizontes rojizos y paisajes por descubrir a cada kilómetro que me separaba de la buena ruta. A pesar de ello, nos íbamos acercando al nacimiento del Río Cuervo mientras la nieve nos observaba, aburrida y esperando el deshielo, a ambos lados de la carretera. Una parada junto a un bosque, cuatro fotos y un estirar las piernas. Eso y nada más nos acompañaba en una encrucijada inventada en la nada, a pocos kilómetros del Río Cuervo y a otros tantos de Solan de Cabras. Nada más excepto el silencio, tanto silencio que dolía.
El Nacimiento del Río Cuervo nos explotó en la cara. Cuando no esperas mucho y encuentras todo pasan esas cosas. Cientos de pequeños manantiales caían entre las ramas y el musgo, rompiendo aquí y allá en brillantes hilos de agua entre la vegetación, formando un pequeño lago de un verde esmeralda que haría palidecer la mejor de las joyas. Paz. Naturaleza. Una nueva sonrisa vital apareció en mi semblante, haciéndome recordar que para mí, como supongo para la mayoría de los viajeros, estas pequeñas perlas inesperadas son el alimento de los pesares y penurias de la ruta. Recordé otros viajes casi masoquistas, donde la recompensa estuvo siempre acorde con el sacrificio realizado en la ruta. Para rubricar estos pensamientos casi de exaltación teresiana, un rayo de sol lo inundó todo, haciendo más bellos si cabe este tesoro escondido.
Seguimos la ruta por carreteras secundarias, perdidas entre pequeñas localidades, descubriendo rincones anónimos, pequeños secretos que solamente conocen los lugareños, hasta llegar al Ventano del Diablo, ya cerca de la capital conquense. A ritmo del reguetón que vomitaba el Astra tuneado del pequeño parking, comenzamos a percibir que las expectativas sobre dicho ventano no iban a ser cumplidas. Un pequeño lugar, suspendido a una considerable altura, formado por varios arcos de roca que cuesta creer sean naturales, no ofrecían las vistas que yo imaginaba. Quizá el reguetón que seguía de fondo tenía algo que ver.
Reculamos unos pocos kilómetros para visitar la Ciudad Encantada. Hacía años (más de 25) que no paseaba por esas formaciones rocosas caprichosas -kársticas con “k”, me dijeron- que esta vez me resultaron ciertamente rancias. Carteles pintados a mano por manos poco hábiles iban explicando lo que una mente supuestamente imaginativa había visto en las rocas. “Amantes de Teruel” o “Lucha entre elefante y cocodrilo” eran algunas de las visiones en las que debías tener fe. Casi con el ocaso cortándonos la retirada, huimos hacia la ciudad, por una agradable carretera que mostraba los últimos rayos de sol en lo alto de sus montes.
Y así llegamos a Cuenca, donde ya las casas colgadas anónimas -no las famosas- se encargaron de darnos la bienvenida, como el aperitivo suculento que luego deja pobre el plato principal. Una primera visita al hotel, cambio de indumentaria y saldríamos a cenar. La bodeguilla de Basilio, fuertemente recomendada para cenar, se nos resistió nuestra primera embestida. Creo que toda la ciudad se encontraba dentro, intentando degustar esas famosas tapas en un ambiente más parecido a un autobús en hora punta que a un local donde disfrutar de la cena. Así que desafortunadamente para nosotros, tuvimos que cenar en otro lugar, no tan famoso, no tan suculento, pero igual de rancio como lo fue la Ciudad Encantada.
@DrJaus: Ya en el hotel. He de pedir la clave del wifi. Poniendo en orden los apuntes para hacer la entrada del blog y luego a cenar. #rutaacuenca.
@DrJaus: Cuenca amanece completamente escondida tras la niebla. Y hoy toca retratarla convenientemente. Esperemos que disipe pronto. #rutaacuenca.
Y vaya si disipó la niebla. En cuanto pasé la mano por el cristal y comprobé que lo que en un primer momento parecía niebla, no era más que el vaho acumulado en la ventana, que se encontraba justo encima del radiador de la habitación. Un agradable paseo por Cuenca, ahora con sol, ahora nublado, nos descubrió las Casas Colgadas y su puente, la Catedral con su curiosa y única fachada, y un educadísimo gitano armado con una guitarra que bordaba, más que cantaba, una versión aflamencada del Mammy Blue al estilo de José Mercé. Fue corto, pero intenso.
Dejamos la ciudad rumbo a la Hoz de Beteta, un cañón poco conocido que nos retornaría primero a Guadalajara y después a Aragón por la llamada “Ruta del Mimbre”. El cañón no creo que merezca excesiva atención ni por sus curvas ni por su angostura, aunque nos ofreció bellas imágenes para recordar. Pero la desconocida ruta del mimbre nos cautivó. Pequeños pueblos como Priego, Cañamares o Cañizares presentaban a su alrededor curiosos campos plagados de altos y elegantes arbustos que comenzaban en un color verde intenso para acabar en un llamativo rojo anaranjado, en penachos perfectamente ordenados. El mimbre estaba en su momento de más esplendor, y muchos de esos campos ya lo mostraban recogido y apilado en coloristas pirámides casi surrealistas. Otro de esos secretos bien guardados y misteriosos que hacen que viajar sea esa experiencia tan placentera y adictiva.
Volvimos a Molina de Aragón con su castillo y sus tres torres gemelas que presiden el pueblo. Allí, y guiándonos por el instinto y por sendos coches de la Guardia Civil -que como los camioneros generalmente no se equivocan en la elección de los bares de carretera- degustamos una suerte de tapas, a cuál más apetecible, sobre todo cuando el hambre comienza a hacerte mella.
@DrJaus: En Zaragoza. Primera parte del retorno concluido. La #BMW se porta fenomenal. #rutaacuenca.
Y como viene siendo habitual, pequeño parón en Zaragoza para descansar, y luego vuelta a recorrer la A-2 camino de casa, ya cansado pero con el alma saciada de hambre de viaje, gracias a esa suerte de perlas que, como de manera invariable pasa en ruta, te vas encontrando por el camino, sea donde sea que se viaje.
@DrJaus: Retornando a casa. Palazo a estas horas, pero es lo que hay. 3 horitas más de #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
@DrJaus: En Terrassa, después de 1200km. Los últimos 14, todo de curvas, ha sido una delicia. La guinda del pastel. #BMW #R1200GS #rutaacuenca.
Este fin de semana hemos recorrido 1282 kilómetros en 13 horas y 49 minutos, a una media de 93km/h. El consumo total ha sido de 5,7 l/100 km. Como viene siendo habitual, la ruta la tenéis aquí:
Vuelvo a recorrer la A2 camino a Zaragoza, vieja amiga hasta casi la intimidad, no en vano conozco sus secretos curva a curva, bache a bache, radar a radar. Esta vez el otoño me regaló esos colores rojizos en sus extensos campos de perales cercanos a Lleida o los amarillos de los majestuosos álamos que rodean los escasos riachuelos, casi a punto de ser despojados de las hojas que pronto inundarán las carreteras secundarias como si de una mullida y acogedora alfombra se tratara. El sol, siempre al frente en las tardes de viernes, cubría todo el paisaje con ese manto anaranjado de las últimas horas de luz.
Después de una breve parada en Zaragoza para cargar pasaje y equipaje, retornamos a la A2, ahora dirección a Madrid y ya de noche cerrada. Las frecuentes obras que nos encontramos en la autovía nos demoran algo del horario previsto. En Calatayud abandonamos la vía rápida -cuando no hay obras, claro- y por la N-234 llegamos y sobrepasamos Soria, no sin antes ser iluminados a traición por algún flash noctámbulo, gajes del oficio. Nuestro campamento base sería Ucero, en el extremo sur del magnífico Cañón del Río Lobos, y para llegar hasta allí el travieso GPS se marcó un camino de cuento, entre oscuros bosques y pequeños salpicones de piedras que en su día alguien llamó pueblos. Muriel, Talvella o Fuentecantales quedaron a los márgenes de esa oscura carretera comarcal.
Finalmente llegamos a Ucero, alojándonos en la magnífica Posada Los Templarios, algo esquiva al principio, a pesar de encontrarse pared con pared con la iglesia del pueblo. Sabiendo este dato, no hubo más que otear el oscuro horizonte en busca del austero campanario para encontrar nuestro lugar de reposo. Más de 500 km recorridos en un viernes laborable, pero que se hicieron livianos gracias a las excelentes cualidades ruteras de la BMW R1200GS.
El nuevo día amaneció en la Posada con el aire impregnado de tostadas y zumo de naranja recién exprimido, mientras fuera comenzaba a desperezarse un magnífico día. Los 6 kilómetros que nos separaban del parking del Cañón del Río Lobos no dieron tiempo a que se nos quitara el calor acogedor de la casa de piedra con esos muros de más de medio metro donde habíamos pasado la noche. Unas breves palabras con el guarda forestal nos invitan a seguir hasta el segundo (y último) parking dentro del espacio natural. Desde allí, un agradable paseo de ida y vuelta entre chopos y pinos nos deja, en menos de 1 kilómetro en la ermita de San Bartolomé, rodeada de abruptas paredes de piedra repletas de jirones, nidos de buitres y quién sabe qué alimañas.
Después de adentrarnos unos pocos metros en una gran cueva cercana, y de asomarnos al precipicio de una de las hoces del Río Lobos, emprendimos nuevamente la marcha hacia San Leonardo de Yagüe, por una carretera zigzagueante que va ganando altura por el cañón. Allí ascendimos hasta el Castillo Abaluartado, prácticamente en ruinas donde se puede obtener una buena vista sobre el recoleto pueblo.
Por carreteras secundarias, similares a las del día anterior, nos dirigimos al sur, pasando por paisajes cambiantes, desde cerros de piedra salpicadas de pequeños bosquecillos de pinos, hasta suaves colinas peinadas de infinitos ocres e incipientes verdes que comienzan a dar color a la próxima cosecha. Nos atrevemos incluso con alguna pista fácil, haciendo los primeros pinitos con las suspensiones electrónicas de la BMW fuera del familiar asfalto.
Llegamos así a San Esteban de Gormaz. De esta agradable población me quedo con el puente de piedra sobre el Río Duero, aún joven y chisposo por estas latitudes, y con sus jardines amarillentos que desprenden melancolía otoñal. También agradable fue el paseo por el casco antiguo hasta la Iglesia de Nuestra Señora de Rivero, que preside, junto a su arruinado castillo, las partes altas de la villa. A pesar de que estaba cerrada -y es que ya es casi la hora de comer- fue interesante el porche románico que protege la entrada lateral de la iglesia, y desde donde se tiene una buena vista de los alrdedores del pueblo.
A unos pocos kilómetros se encuentra Burgo de Osma, de obligada visita si el viajero pasa por estas tierras. Como lo primero es lo primero, dimos presta cuenta de las viandas que nos ofreció uno de los varios asadores que allí se encuentran ubicados. Sopa castellana y un crujiente cochinillo asado, como no podía ser de otra manera, nos proporcionaron energía suficiente para pasar la tarde. Interesante la Calle Mayor, que conecta la imponente catedral y su campanario con el Ayuntamiento, algo más austero.
Ya con la caída del sol, más temprana de lo deseado, enfilamos rumbo norte por la rectilínea carretera que une Burgo de Osma con Ucero, donde nos esperaba un relajante circuito de spa, incluido junto con la sofisticada pero rural cena, entre las exquisiteces que ofrece la Posada Los Templarios.
Ya era domingo y llovía en Soria. Poca cosa, eso sí, pero lo suficiente como para empaparlo todo. Afortunadamente el agua nos respeta mientras cargamos la moto, y comienza nuevamente cuando danzamos otra vez por las carreteras secundarias sorianas, altamente embaucadoras y peligrosas, sobre todo en mojado. Llegamos a Catalañazor al mediodía -sí, salimos muy tarde del hotel…- En lo alto de la peña se erige una villa casi de cuento medieval, desafiando a los campos de cientos de colores que la rodean. Una agradable visita a su castillo donde apenas queda la Torre del Homenaje y cuatro murallas mal contadas, da paso posteriormente a pasear por las empedradas y cuidadas callejuelas del pueblo, curioseando en las múltiples casas rurales, restaurantes y tiendas de souvenirs y recuerdos. El plan era comer en Zaragoza, así que continuamos ruta con la lluvia acompañándonos hasta poco antes de Calatayud. Poco después, incluso saldría el sol. Tras comer y descansar unas horas salí nuevamente para Barcelona, ya de noche y nuevamente con lluvia, pero cargado de buenos recuerdos y sensaciones -y algún que otro virus que me ha fastidiado el inicio de la semana- de un siempre estimulante viaje a Soria.
Como suele ser habitual, la ruta la podéis ver aquí: