Clonk! Noté un fuerte golpe en la parte trasera de la BMW. Me había acostumbrado al ruido de las piedras que saltaban con fuerza al paso de la moto. Las secas pistas de los Monegros están mayoritariamente compuestas de terreno duro y piedras sueltas. Pero este ruido era diferente. Sin parar eché una fugaz mirada a la parte trasera. La cámara de vídeo, convenientemente montada en un velcro sobre la maleta había desaparecido. En su lugar, la cinta que la aseguraba bailaba libremente al viento. Detuve la moto con un frenazo. En ese momento, media docena de buitres levantaron pesadamente el vuelo a pocos metros de mi. Un vuelo lento y majestuoso que me hizo abstraerme durante unos segundos del problema. Cuando se alejaron, bajé de la moto y me puse a buscar la cámara.
Mi deseo de practicar sobre tierra con la GS 1200 varió mi habitual ruta por autovía a Zaragoza. Disponía de unas horas libres y decidí perderlas entre el calor y el polvo de los Monegros. Había trazado una ruta en el mapa, un poco al tuntún, y quería comprobar si sería capaz de seguirla. Los Monegros es un laberinto de caminos y pistas que van y vienen de aquí a allá sorteando campos, pequeños bosques o montañas de blanquecina y delicada roca terrosa. Tras unos primeros kilómetros para coger confianza en los desgastados neumáticos mixtos, me di cuenta que la cosa no era tan difícil, mientras no usara el freno delantero, no hiciera cambios bruscos de dirección ni tuviera excesiva alegría con el gas.
El calor apretaba, el sol aún estaba alto y los monótonos paisajes esteparios me evocaban soñados viajes por Mongolia o por Atacama. Diversos cambios aleatorios de dirección me llevaron a improvisados y áridos campos de golf -vestidos de césped artificial que simulaban perfectos y verdes greens-, multitud de casas en ruina, aún utilizadas para resguardar el ganado, o grandes acequias que alimentaban el antinatural riego por aspersión de los maizales. En mis múltiples paradas para consultar el GPS o hacer alguna foto, el denominador común era el silencio. Con el viento en calma y ningún ser humano en kilómetros a la redonda, la soledad se traducía en un silencio que lo llena todo en cuanto apagaba el motor de la BMW. Un silencio calmado, relajante y adictivo que hacía juego con las grandes extensiones de terreno vacío que inundaban mi vista.
Desde Fraga llegué hasta Sariñena, y de allí bajé hasta Monegrillos atravesando la sierra de Lanaja. Una ruta facilona para un inexperto como yo. Después de hora y media de masticar polvo ya era hora de llegar a Zaragoza por las larguísimas y rectilíneas carreteras locales. Había recuperado la cámara de vídeo en un estado lamentable. Seguramente funionaría cuando le acoplara otra batería, porque la que llevaba decidió quedarse a vivir en los Monegros, al lado de los buitres.
Una vez recogida Belén, iniciamos el trayecto, ya casi de noche, hasta Sigüenza. La autovía de Madrid estaba transitada pero sin aglomeraciones. Negros nubarrones ocultaban el horizonte, y cada poco tiempo un relámpago iluminaba la escena. De golpe, aunque de manera previsible, comenzó a llover. Grandes goterones se empeñaron en limpiarnos el polvo del desierto, cosa que consiguieron en parte. La tormenta fue intensa pero corta, el tiempo de superar el Alto de la Perdiz. Llegamos a Sigüenza a las diez de la noche, just para contemplar maravillados su grande y hermosa catedral iluminada. Su interior y el famoso Doncel deberían esperar a mañana.
Me encanta escuchar las campanas de las iglesias de los pueblos dar sus últimos tañidos nocturnos, cuando ya todo está oscuro y en silencio. Y despertarte nuevamente con ellos te da una vitalidad y una fuerza que añoramos los urbanitas. Nos levantamos en un soleado día dispuestos a contemplar la maravillosa estampa del Doncel, reclinado y rendido a la literatura mientras la sangre y la muerte de las batallas bailaba a su alrededor. Al entrar en la Catedral nos recibió por sorpresa la alegre, elaborada y envolvente música de Bach que salía a raudales de los enormes tubos cobrizos del órgano. Una música espléndida para un lugar eepléndido. El Doncel, encerrado en su alojamiento, seguía leyendo paciente hasta la visita concertada de las 12. De todas formas, se dejaba ver entre las rejas, con un semblante más propio de los vivos que de las estatuas de mármol.
Avanzamos por desiertas carreteras secundarias de Guadalajara y Segovia hasta llegar a Riaza, recomendación personal de Alicia Sornosa. Típico pueblo castellano, con robusta iglesia de piedra blanca y plaza mayor porticada. Desgraciadamente esta última estaba ocupada en su totalidad con una plaza de toros desmontable donde gran parte del pueblo se deleitaba con el final del encierro. Y es que Riaza estaba en fiestas. Aprovechamos entonces para degustar en uno de sus bares unos maravillosos torreznos que nos abastecieron de grasa para lo que queda de mes.
En Sepúlveda visitamos la iglesia de El Salvador, quizá la obra más antigua del románico de la zona. Data del siglo XI y mantiene elementos decorativos más propios del prerrománico. Pero lo que nos llevó hasta allí es la privilegiada vista que tiene de todo el pueblo. Tejados, tejadillos patios y terrazas pugnan por un hueco allá abajo. Al otro lado, las hoces del río Duratón comenzaban a formarse y nos llamaban irremediablemente. Así que nos subimos nuevamente en la moto rumbo hacia allí.
La carretera discurre primero desde lo alto de los riscos, desde donde puedes contemplar cómo el río va labrando la orografía. Asfalto correcto, sin pretensiones. Curvas que invitan más a paladear el paisaje que a enroscar el puño. Luego la ruta desciende hacia el río, aún joven y estrrecho, rodeado por una verde y refrescante vegetación. Una vez cruzado, volvimos a ascender y a separarnos de su cuenca, hasta Villaseca, donde nace la pista forestal que nos llevaría a la ermita de San Frutos. Ancha y sin más problemas que los grandes socavones que aparecían sin avisar o el rizado típico de las pistas por donde pasan multitud de coches. Eran las dos de la tarde, y a pesar de eso, una romería de coches iban y venían por el camino. Tras llegar al aparcamiento, aún quedan unos diez minutos andando para llegar a la ermita, estratégicamente situada en medio de una fantástica curva del río Duratón. Pero antes, se ha de atravesar por un puente una brecha en la piedra, la llamada cuchillada de San Frutos, formada milagrosamente para alejar a los sarracenos del santo y de la ermita.
Bajo el altar se encuentra la piedra del santo. Dice la leyenda que dando tres vueltas a ella (acuclillándose por un estrechísimo pasadizo) se curan las hernias. Otros dicen que se cumplen deseos, por lo que no pudimos dejar de probar suerte. Para el dolor de muelas deberíamos dar una vuelta entera a la ermita. Nosotros fuimos más allá, donde el acantilado dejaba paso a la grandiosidad de los meandros del río. Al frente, decenas de buitres descansaban en los riscos, mientras otros nos sobrevolaban en formación, rompiendo el silencio del lugar con el silbido del viento en sus alas. Con el compromiso del santo de cumplir nuestros deseos, desandamos el penoso camino hasta el aparcamiento bajo un sol abrasador, y sin un triste trago de agua que llevarnos a la boca.
En poco menos de una hora llegamos a Segovia. Los últimos rayos del día se posaron en el famoso Acueducto, que cruza majestuoso y altivo el centro de la ciudad. Una sobre otra en un frágil equilibrio, las piedras graníticas forman unos arcos gráciles pero sólidos, elegantes a la vez que sobrios. Desde allí parte una concurrida y animada calle peatonal donde paisanos y turistas disfrutaban de terrazas y restaurantes con olor a cochinillo. Llegamos a la catedral, que con la rotundez de su campanario parece reivindicar un protagonismo perdido en favor de su vecino acueducto. La hora azul, con sus colores eléctricos y saturados, cubrió la plaza mayor mientras nosotros buscábamos un buen lugar para degustar una maravillosa sopa castellana y un buen cochinillo. Con los niveles de grasa en su máximo nivel, despedimos nuevamente a la Catedral y al Acueducto, mientras nosotros reposábamos nuevamente al amparo de las cercanas campanas que tocaban a la medianoche.
El otoño apareció de noche, sin avisar. La mañana se presentó detrás de la capa fina de nubes que auguraban un frío día. La temperarura bajó bruscamente, y de los más de treinta grados del día anterior, hoy no veíamos más allá de los trece. Apertrechados como pudimos, iniciamos el camino de regreso a casa previa parada en el otro icono de la ciudad. Las murallas del Alcázar, que acaban formando una afilada proa que desafía a los vientos de poniente, realzan la fortificación que se muestra altiva y señorial, suspendida en lo alto de una loma.
Desde allí, y otra vez por pistas improvisadas, partimos rumbo a la carretera de Soria. De pasada, visitamos Ayllón, que se nos despistó a la ida. Rodeamos las callejuelas adyacente a su rotunda iglesia, mientras todo el pueblo desprendía un insinuante olor a refrito de ajos. El día avanzaba tímidamente, como perezoso, mientras nosotros devorábamos la carretera dirección Zaragoza, donde llegamos a mediodía. Unas horas de descanso sirvieron para reponer fuerzas y afrontar, ya de noche, la última etapa de la ruta hasta Barcelona. El viento tomó el protagonista cerca de Lleida, pero no impidió que llegara, al filo de la medianoche sano y salvo a destino, aunque algo cansado. Cansado tras más de 1500 kilómetros, pero contento por haber podido disfrutar de los paisajes segovianos, de las pistas monegrenses y por supuesto de la inestimable compañía de la mejor copiloto que nunca soñé.
Las Hoces del Duratón y la Ruta de Segovia
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