Ya no sé cuántas rutas de los Pirineos llevamos, unas cuantas. Pero es un destino donde puedes encontrar paisajes que quitan el hipo, pueblos de montaña con encanto, y sobre todo -y eso era lo que buscábamos esta vez- temperaturas agradables en verano.
Pero el viernes fue día de tormenta veraniega, y tuvimos que anular algunos de las visitas previstas para no exponernos mucho a la lluvia. Incluso tuvimos que pasar unos minutos en un bar de Torà esperando que pasara el frente fuerte de tormenta. Pero finalmente llegamos a Andorra incluso con tiempo de realizar algunas compras moteras. Y por la noche, la tradicional -para nosotros- cena en una pequeña pizzería donde hacen unas sopas de cebolla de muerte.
Por la mañana, y ya pasando frío en el Pas de la Casa, bajamos por la vertiente francesa con una copiosa niebla (no habíamos venido a por el fresquito? Pues TOMA DOS TAZAS!). El primer destino eran las grottes de Mas d’Azil, una cueva enorme -pasa la carretera y un río por dentro- muy similar a la Cuevona de Asturias, quizá algo más grande, pero con menos encanto. De todas formas, destino curioso.
Luego la idea era recorrer diferentes puertos de montaña del Pirineo francés, así que enfilamos el Portet d’Aspet, el Peyresourde y el Col d’Aspin. Pero lo más destacable fueron los pequeños pueblos en los que paramos o a descansar o a tomar un café, que nos sorprendieron sin esperarlo, como deben ser las sorpresas: Saint-Girons, con su relajante río, su mercadillo y bullicio, o luego Bordères-Louron, por citar alguno.
Nos saltamos el Tourmalet, ya algo cansados, para llegar a Lourdes a una hora decente. ¡Qué cantidad de gente! De todos los países imaginables. Peregrinos MUY entraditos en años que paseaban entre las callejuelas repletas de tiendas de merchandising católico con sus sillas de ruedas… Cenamos estupendamente unas galettes bretonas en L’Epi d’Or y luego nos acercamos a la basílica para ver a cientos de fieles con sus velas rezando a la caída del sol…
Y el domingo, de vuelta. El Portalet siempre reconforta, con sus espectaculares vistas, sobre todo por su lado francés. Y después, dos pequeñas perlas, la iglesia de San Juan de Busa, una peculiar iglesia románica, y el monasterio de Santa María de Obarra, que a pesar de ser más grande, no me pareció una visita recomendable.
Y así acabó el día, esperando ya al próximo fin de semana, donde nos adentraremos ya más a las profundidades de Europa. De momento, ya sabéis que en el apartado Libros de Ruta de este mismo blogtenéis disponibles el track de esta ruta y el pdf de nuestro cuaderno de viaje.
Hemos pasado nuestro última mañana de viaje viendo aviones. Mira, soy así de friki. El museo Aeroscopia de Toulouse abrió sus puertas hace algo más de un año, y tenía muchas ganas de verlo. Sobre todo para admirar al Concorde, y los otros aviones que allí se exponen. Pero de eso ya hablaremos más adelante en otro blog.
Pues no, al final no hemos pillado el Concorde para volver a Zaragoza. Hemos ido por carretera y tal. Por cierto, menudo calorazo solo pasar el túnel de Bielsa! Hemos batido el récord del viaje, con 37,5ºC!! Y yo que temía por las temperaturas balcánicas!
Lo que sí me ha parecido supersónico es cómo se han pasado de rápidas estas cuatro semanas. Ha sido un viaje intenso y muy variado, casi día a día. Casi 10.000 kilómetros de ruta, catorce países y muchos recuerdos. Como el romanticismo de la Piazza San Marcos de Venecia, desde ahora siempre muy especial para nosotros. O el silencio incómodo en la base aérea abandonada de Zeljava, en Croacia. Me quedo con el encanto de Mostar y su puente, en Bosnia y Herzegovina. O la grandiosidad del Piva Canyon en Montenegro, el encanto de la puesta de sol en el lago Ohrid de Macedonia, o las montañas de Belogradchik de Bulgaria. Recordaré siempre los monasterios pintados de Rumanía y las vistas de la ribera del Danubio en Budapest, Hungría. O el paseo a media tarde por Bratislava en Eslovaquia, y la majestuosa plaza de Oloumoc. Y como no, Hallstatt, el pueblo de postal de Austria, los imponentes Dolomitas y el Passo San Boldo de Italia, o las imperdibles Gorges del Tarn en Francia.
Hemos atravesado los Cárpatos dos veces, los Alpes, los Dolomitas y los Pirineos, y las motos no han dado ni una sola queja. Y por supuesto he de acordarme de la valentía de Belén, que como en otras ocasiones se ha lanzado a la aventura por países complicados para conducir como Albania, Bosnia o Rumanía. Además, ha tenido que aguantarme 28 días, y eso es de mucho mérito ya de normal. Así que imagínate lo que ha sido en mi estado. Porque no lo he dicho en ningún momento, pero una hernia discal me ha hecho la pascua durante todo el viaje, dejándome como un auténtico inválido en cuanto me bajaba de la moto. Por todo ello, gracias, Belén.
Y gracias a vosotros, que me habéis aguantado las crónicas, las fotos desde la habitación del hotel o los restaurantes al aire libre. De verdad, es duro ponerse a escribir a las once de la noche, pero es impresionante la fuerza que dáis para hacerlo y compartir lo que ha sido nuestro viaje. Gracias de verdad.
Y ahora qué? Pues a hacer coladas. Que la lavadora ya está pidiendo que le saquemos la primera tanda de ropa sucia. Y en un par de días, el resumen estadístico y de gastos del viaje. En unos días, los vídeos del viaje. Y durante los próximos meses, toda la información turística que he recopilado la iré desgranando en el blog El Rutómetro de Jaus. Estáis invitados.
Y como decía aquél, vámonos a la cama que esta gente querrá irse a casa. Buenas noches!
Si quieres descubrir los verdes escondidos de Navarra de los que hablaba en el post, este vídeo es la mejor manera que he encontrado para que lo hagas cómodamente sentado delante del ordenador. Aunque te soy franco: te recomiendo que levantes el culo y vayas a verlos por ti mismo. En moto, si es posible. Me lo agradecerás. Corre, que el verano ya está aquí y estos colores huyen del calor!
Cuenta la leyenda que todos los diferentes tonos de verde habitan escondidos en el Pirineo navarro. Verde musgo, verde bosque, verde pasto, verde agua,… Pero solamente durante la primavera se atreven a mostrarse y engalanar valles, montes y praderas para deleite de los humanos que se aventuren a adentrarse en los recónditos parajes. Esta es la historia sobre cómo los descubrimos.
Calor. Recién habíamos estrenado el mes de mayo y ya hacía un calor de muerte. De pleno verano. Los más de 37ºC en las cercanías de Zaragoza nos recordaban al empalagoso ambiente del verano anterior en los Balcanes. Eran casi las siete de la tarde y el sol estaba parcialmente oculto tras unas pequeñas y delgadas nubes. A pesar de ello, el aire era caliente, pegajoso, dejando un gusto rancio en el paladar. Nunca pensé que el calor tuviera sabor. Debíamos atravesar la provincia de Zaragoza hacia el noroeste, hasta Sangüesa, que a la postre es la primera población navarra que nos encontraríamos. Pensé que cuanto más al norte, menos sufriríamos esas agobiantes temperaturas. Pero me equivocaba. Tauste y sus minas de sal no contribuyeron demasiado a quitarnos esa sensación. Las rocas y los últimos vestigios de algún charco presentaban esa costra blancuzca que deja la sal, como si de un árido desierto se tratara.
Diferentes carreteras secundarias iban desapareciendo bajo las ruedas de la BMW. Los baches hacían trabajar las suspensiones de una manera frenética. Me encanta ver cómo suben y bajan las botellas de la horquilla absorbiendo las irregularidades del terreno de manera impecable. Alcé la vista y ahí estaba. El horizonte. En toda su extensión. Hectáreas y hectáreas de campos, arrozales anegados de agua, mares de cereales que ondeaban al unísono, campos de colza de un amarillo casi insultante… Ese es el verdadero motivo del viaje: pintar horizontes de colores en nuestra memoria.
Avanzábamos por la comarcal cuando la silueta de un castillo se perfiló en uno de esos horizontes casi soñados. El castillo de Sádaba tiene la forma exacta de un castillo dibujado por un niño de ocho años. Altos muros rematados en cada esquina por una torre rectangular. Era lo suficientemente atractivo como para hacernos desviar la ruta. Un ilustre viajero me dijo una vez que él nunca pregunta dónde se encuentra el aparcamiento. Él entra hasta la cocina con su moto. Y si eso, ya le echarán. Apliqué ese sabio principio y llegué hasta el mismísimo portalón de entrada, mientras el sol comenzaba a ocultarse. A lo lejos, rompiendo esos horizontes que ya pertenecen a mi memoria, unos oscuros nubarrones parecían querer aguar la fiesta. Debíamos darnos prisa.
Finalmente llegamos a Sangüesa, a orillas del río Aragón. Su iglesia de Santa María parece debatirse constantemente entre el gótico y el románico. La sorprendente armonía de la discordia. Cruzamos el puente de hierro y llegamos a nuestro hostal, no más de una humilde posada de peregrinos. En ese momento, se hizo oscuro y comenzó a llover.
El sábado amaneció soleado y algo menos bochornoso de lo que fue el viernes. La primera parada fue en el Monasterio de Leyre, cerca del pantano de Yesa. Pagamos una simbólica entrada que nos daba derecho a ver la iglesia y la cripta. Nos dieron una llave con la que debíamos abrir la puerta principal y encerrarnos dentro. Curioso, cuanto menos. Sobre todo teniendo en cuenta que cada visitante recibía su propia llave. La cripta se encuentra justo debajo del altar mayor, como debe ser. Es un bosque de columnas de muy bajo talle que confieren a la estancia una atmósfera muy especial. Al menos hasta que entraron el grupo de alemanes, momento que aprovechamos para la huída.
Proseguimos hacia el norte por el valle del Roncal, donde múltiples arroyos nos dieron la bienvenida despeñándose por las rocas hasta abrazar la carretera. Verde musgo. Mientras, los pinos desprendían esa fresca fragancia de principios de primavera. Los desfiladeros se fueron alternando con los bosques, primero de hayas, luego de abetos. Verde bosque. En Isaba nos desviamos hacia el oeste. La carretera comenzó a subir y subir. Los bosques desaparecieron dejando el protagonismo a las increíbles praderas de un verde eléctrico que bordeaban la carretera. Subimos por encima de las nubes. Navegamos entre la hierba y la niebla en lo alto de la selva de Irati. Verde felicidad.
El día discurría bajo las ruedas de la GS, y en nuestro continuo traslado de valle a valle, llegamos a Roncesvalles. O eso parecía. La espesa niebla lo cubría todo, y solamente acertamos a ver algunos autocares desembarcando hordas de aprendices de peregrino deseosos de iniciar su camino de Santiago. Ah, si. Espera. Que eso de ahí parece una ermita. O no. No lo se. Verde Roncesvalles. Y continuamos hacia el norte. Solamente las innumerables gasolineras y los grandes almacenes nos advertían que estábamos saliendo de España. El último reducto patrio se encontraba invadido por cientos de franceses que se abastecían en los más baratos comercios españoles. La crisis, dicen.
Ya de bajada a Pamplona, nos paramos en Lesaka, no por nada en concreto sino porque el nombre me era familiar. Una vuelta por el pueblo y llegamos, sin preguntar por el aparcamiento, hasta la puerta de la iglesia, encaramada en lo alto de una loma. Allí dentro nos esperaba una grata sorpresa. Y lo noté nuevamente. Una ligera sonrisa apareció en mi cara, la mirada se perdía entre la gran multitud de estatuas, columnas, hornacinas y recovecos del gigantesco retablo dorado. Ligero, eso si, pero noté un síndrome de Stendhal en toda regla. Como el de Florencia o el de las vidrieras de la catedral de León. Y con esa sonrisa tonta y esa expresión de bobalicón enfilamos hacia Pamplona.
La capital navarra nos acogió de mala manera. La manifestación del 15-M nos obligó a acercarnos a trompicones hasta el hotel, que se encontraba muy céntrico, quizá demasiado. Al final pudimos descargar el equipaje y los verdes horizontes, para disfrutar livianos la Pamplona de los recuerdos de mi infancia. Recuerdos de ver la televisión casi de madrugada y contemplar sus populares encierros con una mezcla de admiración y nerviosismo. Cuesta de Santo Domingo, Mercaderes, Estafeta… Esa noche estaban llenas no de morlacos sino de una miríada de pamplonicas degustando vinos y pinchos. Acabamos el día en el Café Iruña, toda una institución en la ciudad, saboreando un café y una tarta de chocolate, antes de volver a reposar a nuestro hotel.
No me gustan los retornos. Pero por norma general hay que volver. Igual en el futuro encuentro la manera de no hacerlo, pero hoy por hoy no veo solución a ese problema. El día acompañaba a la tristeza y melancolía. Las nubes cubrían el cielo, pero sin amenazar realmente. No había ni dramatismo en el ambiente. Solamente indiferencia. La idea era acercarnos a Sos del Rey Católico, por donde pasamos el viernes pero no dio tiempo a la visita. Villa medieval plagada de calles y callejones estrechos y empedrados. La iglesia, de extraña forma y cuidada cripta, la plaza medieval, o los edificios señoriales. Nada de eso podía competir con lo vivido el día anterior. Y es que la tristeza entiende de colores, y el color marrón piedra no ayuda. Ni el color de Ruesta, pequeño pueblo maldito y abandonado, donde acudimos casi por encargo. Su torre de defensa y su iglesia permanecen secuestradas tras unas inquisidoras vallas metálicas. Así que desandamos la carretera hacia Sos, que no era más que un sinfín de curvas salpicadas de miles de traicioneros baches. Eso que en otro momento me hubiera vuelto a dibujar una sonrisa en el rostro, ahora no era capaz de hacerlo. Parada en Ejea de los Caballeros, en un bar que no llega a ser ni de carretera, donde la mitad de la comida quedó en el plato. Retornos…
Y finalmente Zaragoza. Casi como en casa. Lugar para recapacitar lo vivido. Lugar para recordar los horizontes pintados en la memoria y los verdes navarros. Lugar para sonreír. Era el momento de alegrarse al saber que los verdes habían ganado la batalla a los grises indiferentes del retorno. Porque siempre existirá el verde. Verde esperanza.
Desde que pasé tanto calor este verano vengo pensando en una solución. Mi chaqueta Dainese, va fenomenal en invierno y en entretiempo, pero es excesivamente calurosa en verano. Fue imposible aguantar los más de 40ºC que tuvimos que soportar en más de la mitad del viaje a Estambul. Tras barajar diferentes posibilidades, y asesorado convenientemente, finalmente me he decantado por la RevIt! Defender GTX. La gente de MotoSprint-Shop de Andorra me ha tratado de una manera excepcional, con una profesionalidad extraordinaria.
Una chaqueta tricapa, de GoreTex con ventilaciones suficientes para soportar viajes al Sahara y material térmico como para no pasar frío en excursiones invernales.
Esa fue la excusa para pegarnos una pequeña ruta desde Barcelona, pasando por Zaragoza para recoger a Belén, hasta Andorra. Hemos descubierto carreteras tan bonitas como la de Aínsa a Castejón de Sos, con unos cañones de vértigo. Hemos visto las primeras nieves en el Pas de la Casa. En definitiva, hemos disfrutado de otro fantástico fin de semana rutero. Por desgracia, cuando llegamos a casa nos enteramos de la trágica muerte de Marco Simoncelli. A pesar del blanco inmaculado de mi chaqueta RevIt!, el mundo motero está de luto. Va por tí, SuperSic!
Me gusta la sensación de circular con buen tiempo por carreteras de montaña rodeadas de nieve, ahora que comienza la primavera. El paisaje se engrandece cuando está vestido completamente de blanco, como una novia a punto de dar el «sí, quiero», y el asfalto no es más que una cinta negra -más negra de lo habitual- que lo corta de manera caprichosa y ondulante. Ese era el objetivo para estos tres días moteros, además de «entrenar» para el próximo viaje del verano, que ya está completamente confirmado, y que explicaré en breve.
La primera etapa de la ruta, como ya es bastante habitual, discurría entre Barcelona y Zaragoza, por la Autovía hasta Fraga y posteriormente por la nacional. Son algo menos de tres horas que pasan casi en un suspiro, entre paisajes ya conocidos pero cambiantes con los calores de la estación. Los ocres invernales pasaron hace semanas a incipientes verdes de los campos de trigo y los primeros brotes de los frutales de Lleida. Ahora, los amarillos de la colza salpicaban con fuerza diversos cultivos de formas irregulares. Estos pequeños descubrimientos desvanecen la monotonía del viaje casi semanal.
El sábado, y ya con Belén como pasajera, enfilamos los primeros 100 kilómetros por autopista hacia Huesca, pasando por el espectacular puerto de Monrepós, que tras un primer tramo de subida, te deja en un privilegiado balcón desde donde contemplar los Pirineos antes de comenzar la rápida bajada. El día estaba brumoso, por lo que la esperada vista desmereció bastante, pero no me importó en exceso, ya que en las próximas horas nos empaparíamos de Pirineos hasta los huesos. Sabiñánigo, Biescas y Panticosa fueron desapareciendo por los retrovisores rápidamente, y seguimos subiendo hacia la frontera francesa, en El Portalet, donde ya divisamos las primeras nieves. Las curvas entre las grandes moles nevadas, los giros entre grandes peñascos, los recodos del camino cerca de incipientes cascadas, las viradas sobre tímidas pero ya verdes praderas… Todo eso es lo que habíamos venido a buscar. Desde allí nos dirigiríamos a 6 puertos de montaña más, ya en la vertiente francesa, escenario de épicas tardes de Julio en el Tour de Francia.
El primero de ellos fue el Col d’Aubisque, de 1709 metros de altura. Bordeamos el valle hacia Gourette, pueblo dedicado enteramente al esquí, que encontramos fantasmagóricamente desierto. Comenzaban las primeras rampas, ahora en la otra cara del valle, dejando al descubierto la impresionante mole nevada del Pic de Ger, mientras la estrecha carretera se empeñaba en seguir ascendiendo. Ya en la cima, la primera decepción: una enorme barrera nos cerraba el paso por la D918 hacia el Col du Soulor, siguiente puerto en nuestra lista. Al parecer, se daba paso alternativo (de 6 a 13 en un sentido, y de 13 a 19 en el otro). Pero la barrera cerrada daba mala espina. Paramos el motor de la BMW, como para que el particular silencio de la alta montaña nos diera la inspiración sobre el siguiente paso a a seguir. Y la inspiración llegó de la mano de un esforzado ciclista que ascendía penosamente al otro lado de la barrera. Esperé pacientemente a que la cruzara con la bicicleta a cuestas, se hidratara y recuperara un poco el fuelle.
-Hola, buenos días. ¿Sabes si está cerrado el Col du Soulor?- le dije en mi macarrónico francés de supervivencia.
-Hola. Sí, está cerrado. Ha habido una avalancha y hay unos cien metros cubiertos de nieve. No sé si podrás pasar con la moto… Está un poco peligroso- me contestó. -Ahora, la ruta es muy bonita.
Después de darle las gracias al ciclista comencé a toquetear el GPS para conseguir una ruta alternativa hacia los siguientes puertos de montaña, saltándome el Col du Soulor. Deberíamos desandar todo el camino del valle, virar al norte y salirnos prácticamente de los Pirineos, para volver a entrar en el siguiente valle. No pasaba nada, solamente un pequeño retraso y un desvío. Esa pequeña avalancha no podría con nosotros. La nueva ruta nos acercaba a Lourdes para retornar hacia el sur, camino de los dos grandes puertos del día: el Luz Ardiden y el Tourmalet. Los nevados picos pirenaicos se volviern a ver en el horizonte, y retomamos la ruta con renovada ilusión, hasta que un fatídico cartel se cruzó en nuestro camino:
«Col du Tourmalet, FERMÉ».
Mierda! No puede ser!! El Tourmalet cerrado? Los dos grandes se fueron al traste (la ascensión al Luz Ardiden se realizar desde la carretera que va al Tourmalet). La ruta de los Pirineos se estaba convirtiendo en una suave excursioncilla campestre por los alrededores de Lourdes, como hacen los jubilados franceses esperando pacientemente una sarta de milagros imposibles. Los grandes picos nevados, las carreteras reviradas plagadas de aventura, la naturaleza en estado puro revitalizada por una primavera recién estrenada se iban desvaneciendo. Comenzaba a tener mis dudas de si podríamos pasar a la Vall d’Aran por la Bonaigua, si «pequeños» puertos de escasos 1700 metros se encontraban cerrados… Cogimos nuestras caras de preocupación, nuestras ilusiones algo maltrechas y nuestra sed de aventuras, y reculamos nuevamente hacia Lourdes, siguiendo la nueva ruta propuesta por el Señor Garmin.
La carretera discurría ahora entre parajes menos agrestes y más mediterráneos. Las encinas habían sustituido a los abetos, y el asfalto estaba cubierto de una fina capa de gravilla en algunas curvas. La senda se volvía cada vez más estrecha ascendiendo el Col de Lingous, y había que estar atento ante cualquier eventualidad. Y la eventualidad acudió hacia nosotros a 60 kilómetros por hora en forma de Peugeot. Un inconsciente, imberbe e inexperimentado galo apareció tras una curva intentando sin mucha maña mantener su coche en el lado derecho de la vía. Su cara de susto, claramente visible a través del cristal, vislumbraba que la situación no la tenía para nada controlada, mientras yo intentaba frenar, sobre la gravilla, los más de 300 kilos de la BMW. A todo esto, había que contar con que la carretera no tenía anchura suficiente para su coche y mis maletas, así que reduje la velocidad a la mínima expresión, me pegué todo lo que pude al margen derecho y comencé a rezar, esperando que haber pasado por Lourdes hacía escasos minutos sirviera de algo. Aún no sé cómo pasamos los dos; yo creo que entre su puerta y mi maleta no pasaba ni un pelo púbico de esos que el «francés volador» aún no tenía… Sea como fuere, el susto quedó grabado para la eternidad, y no solamente en nuestras retinas. Aquí tenéis el video:
Nuestra improvisada ruta hacia la Vall d’Aran discurría ahora por el Col d’Aspin, un bonito puerto de montaña, rodeado de abetos y con unas cuantas paellas y curvas de todo tipo. Durante la ruta, me he ido dando cuenta de que no tengo un buen feeling con las carreteras francesas. Me cuesta cogerles el ritmo a sus curvas, y siempre hay alguna que otra que se me atraganta. No estaba especialmente cómodo. El Col de Peyresource nos daría acceso a Bagneres de Luchon, rodeada de frondosos valles con más tonalidades de verde de las que mi retina masculina es capaz de distinguir. Sea como fuere, continuamos ruta hasta Bòssots y Vielha, siempre a la vera del Garona. La ascensión del Port de la Bonaigua iba a ser, a la postre, la mayor de la jornada, con sus más de 2000 metros de altura. En las inmediaciones de Baqueira, allá donde la naturaleza se torna pija en extremo, puede observarse la perfección del extremo oriental del Valle de Arán, como si hubiera pasado por la visita de alguno de los cirujanos plásticos que por allá esquían para dejar unas laderas perfectas y un valle dibujado a escuadra y cartabón. Desde Esterri d’Aneu hasta Sort la carretera es rápida, divertida y con asfalto impecable. A pesar de los más de 500 kilómetros a nuestras espaldas desde Zaragoza, volví a divertirme con las curvas paisanas y descendimos como flotando, la BMW, Belén y yo, bailando a ritmo de vals a tres bandas. Las curvas se hicieron cada vez más cerradas cuanto más nos acercábamos a la Seu d’Urgell, pero no por ello el ritmo de nuestro vals descendió ni un solo ápice. Solamente quedaba atravesar la Seu y ascender por la carretera de acceso a Andorra, sortear el siempre complicado tráfico y llegar justo a tiempo para disfrutar de un ansiado relax mecido por las termales aguas de Caldea…
Después de una mañana de merecido descanso por Andorra, comenzamos a ascender el Pas de la Casa (2050 metros) en nuestra ruta de regreso a Francia. La ladera norte estaba completamente nevada, al contrario que la sur, que ya acusaba los calores primaverales. La ruta hacia Aix-Les-Thermes, con curvas rápidas y bonitas, fue un sinparar de adelantar otros vehículos que también regresaban a Francia. Desde allí, por el los Cols de Chioula, d’en Ferret y de Marmare (de unos 1400 metros), se llega hasta Prades. El paisaje era ya primaveral, no como hace unas semanas, volviendo de Carcassonne, donde la nieve rodeaba todo lo que alcanzaba la vista, excepto la carretara -afortunadamente-. Pero no por ello la ruta era menos vistosa. A pesar del cambiante asfalto, a veces algo malo, otras veces en perfecto estado, las últimas curvas del Col des Bans y du Portel, antes de llegar a Quillan son especialmente agradables.
Quillan era la población más grande que nos íbamos a encontrar por los alrededores, y ya habíamos pasado ampliamente la hora de la comida en Francia. A pesar de ello, intentamos buscar un lugar donde comer en el pueblo, que a estas horas parecía completamente desierto. Varias pizzerías se encontraban cerradas, y al llegar a lo que se supone era el centro del pueblo, solamente un bar donde no tenían visos de servir nada comestible seguía abierto. Allí, unos cuantos lugareños y algún que otro foráneo (nos pareció ver a dos moteros españoles que habían llegado en una Burman) saboreaban sus respectivas bebidas mientras nosotros, como dos lastimeros personajes abandonados a su suerte y a su hambre, dábamos cuenta sentados en el bordillo, de las últimas reservas de comida que llevábamos encima: un par de Huesitos que supieron a gloria.
La carretera fue entonces a tomar las planicies formadas por el río Boulzane, entre dos cadenas montañosas agrestes y amenazantes. Buscaba con la mirada la brecha por la que cruzaríamos la sierra que nos quedaba a nuesta izquierda, y que desde Saint-Paul-de-Fenouillet formaría las famosas Gorges de Galamus. Ya las había recorrido hacía unas semanas, y me parecieron fantásticas, a pesar de su escasa longitud. Curvas imposibles, que había que negociar casi con el pie en el suelo, surcando los huecos que la carretera formaba en sus rocas, hasta el punto de formar casi túneles de piedra, se alternaban con acantilados estrechísimos y profundos. En algunos puntos parecía que podrías tocar la pared del otro extremo de la garganta, mientras el río sonaba con fuerte estruendo unas decenas de metros más abajo. Lástima de lo transitado de la zona, con múltiples coches de frente con los que tenías que alternar el paso, además del reguero de personas que circulaban a pie para apreciar mejor la belleza del lugar. Ahora que rememoro ese tramo, me hubiera gustado recorrerlo también en el otro sentido, hacia el sur, para asomarme de manera más decidida a sus grandes acantilados y conocer todos sus recovecos y vistas.
Ya por carreteras más normales, siempre secundarias pero algo insulsas, nos dirigimos al este, hacia el castillo de Peyrepertuse. El GPS me indicaba que estábamos cerca, que había que rodear esos grandes riscos que aparecieron a nuestra derecha. Pero… espera! ¿Qué es eso que asoma en lo alto de los escarpados peñascos? Es… es el castillo! Como de la nada, completamente mimetizado con su entorno, y como si fuera una prolongación de las ya de por sí altísimas e inexpugnables paredes rocosas, aparecieron las murallas del castillo. Es mucho más grande de lo que imaginaba, ocupando toda la cima del risco, dominando las alturas y con una excepcional vista a una y otra vertiente. La ascensión desde el parking fue mucho más dura de lo previsto y nos dejó sin respiración, pero te da una idea de lo poderoso que debía de ser el castillo en su época, donde un posible ejército invasor solamente podía avanzar de uno en uno hasta la puerta del castillo. Una vez en sus almenas, la vista de todo el conjunto, con ese sol del atardecer de la primavera que lo encharca todo con sus cálidos tonos rojizos, nos dejó nuevamente sin aliento.
Desde Peyrepertuse recorrimos carreteras no ya secundarias, sino casi cuaternarias, y no solamente por su relativa importancia, sino porque parecían haber recibido su última capa de asfalto aproximadamente por esa época prehistórica. La estrecha línea (negra?) discurría entre viñedos olvidados, remotas casas de campo o pueblos únicamente recordados por inscribir su nombre en un mapa. Fue un retorno al pasado, un viaje al olvido del que parecía no podríamos salir nunca. Pero casi sin avisar, de una manera paulatina y sigilosa, las fábricas, los cruces, las autopistas y el tráfico fueron apareciendo, avisando de la inquietante cercanía de una gran ciudad. Y es que las afueras de Carcassonne son como las de cualquier otra ciudad francesa, con sus supermercados, sus gasolineras o sus establecimientos de comida rápida.
Pero lo que distingue Carcassonne del resto es su extasiante, espectacular, irrepetible y apabullante visión de su Cité amurallada nada más cruzar el puente. Las murallas, almenas y torreones recubiertos de pizarra abarcan toda la vista del horizonte, en una visión que por irreal, parece fantasmagórica. Abres y cierras los ojos varias veces, pero afortunadamente para el viajero ilusionado, nunca desaparece, permanece ahí, en lo alto de la colina, al alcance de tu mano.
Una cena en la Cité, un merecido descanso en el hotel y una rápida visita por la mañana precedieron al inicio del fin. El viaje de regreso discurriría por la costa, desde cerca de Narbonne hasta Lloret de Mar, pasando por excelentes carreteras como la de Collioure a Cerbère, o la clásica Sant Feliu-Tossa-Lloret de Mar. Mil y una curvas a ras de mar, siguiendo los caprichos de la costa, resultado del apasionado encuentro entre los Pirineos y el Mediterráneo. A pesar de las fuertes rachas de viento que azotaron la BMW entre Sigean y Collioure, la ruta fue un magnífico broche de oro a tres días moteros de lo más variado: de las nevadas cumbres del Pirineo francés a espléndidas calas escondidas del litoral catalán. De la contundente cassoulette de Carcassonne a los fantásticos crêpes de Collioure. Un efectivo, productivo y necesario entrenamiento casi moldeado a medida para lo que será la ruta de este verano: La ruta de Oriente.
Cuando la primavera comienza a desperezarse de su traje de invierno, y las temperaturas son más acordes con el anhelado verano que con el aún cercano invierno, dan más ganas de viajar en moto. El sol y el aire en la cara, los olores de la naturaleza recién despierta, el ocaso que alarga y estira el día… Ha comenzado la época de los placeres!
Ese sábado decidimos hacer una ruta por Huesca, partiendo desde Zaragoza. De los sobrios y austeros Monegros, donde cuesta aún sentir la primavera, hasta la explosión de colorido, de agua y aún de nieve de los mejores valles del Pirineo de Huesca. Un abanico de paisajes, colores y olores, todo un muestrario de sensaciones a pocos kilómetros de Zaragoza. En total, algo menos de 600 kilómetros, que servirán de particular entrenamiento del boceto de viaje veraniego que comenzamos a imaginar. Pero no adelantemos acontecimientos.
Los Monegros siempre me han atraído como un imán. Solamente pasar por la autopista, o incluso en el AVE y observar los espacios yermos, únicamente salpicados por algún que otro árbol solitario, me hacen soñar con volar sobre sus polvorientas pistas en busca de alguna aventura cercana. Por ello, no pude dejar de atravesarlos de camino a Alquézar, aunque esta vez por sus escasas carreteras de maltrecho asfalto. A pesar de que la mayoría de sus campos ondulados se encuentran semiabandonados, algunos de ellos mostraban todo el esplendor del verde de los cereales recién brotados, que alfombraban caprichosamente el paisaje con sus formas irregulares y redondeadas. Aquí y allá, de una manera completamente brusca e inesperada, el verde se tornaba de un amarillo intenso por los campos de colza ya florecidos: la sorpresa colorista de la primavera también había llegado al desierto.
Ya más al norte, ya pasados Monegrillos o Castejón de Monegros, el paisaje se volvió más mediterráneo, con encinas y sotobosque por doquier, mientras era la genista la que coloreaba los márgenes de las carreteras con su casi insultante amarillo. La ruta iba transcurriendo poco a poco con la BMW R1200GS absorbiendo los múltiples baches de manera implacable. Este tipo de carreteras secundarias, que son las que realmente te trasladan a lugares remotos lejos de la monotonía de las grandes autopistas o nacionales, parecen especialmente pensadas para las grandes trail. No hacen falta grandes desiertos, agrestes montañas o complicadas pistas para disfrutarlas. La BMW es capaz de convertir como por arte de magia un asfalto precario llenos de baches en suaves y mullidas moquetas gustosas de ser pisoteadas.
Y como de la nada surgió Alquézar. Sus piedras amarillentas no hacían más que camuflarse con las rocas y los barrancos de los alrededores. Cuando te aproximas al obligatorio parking de visitas, lo haces desde arriba, y la visión de los tejados y sus intrincadas calles, coronado todo por su imponente Colegiata, no deja a nadie indiferente. A pesar del calor, inusual para la época del año, decidimos con buen criterio dar una vuelta por sus empinadas calles, yendo de un barranco a otro, empapándonos del espíritu excursionista y barranquista que destila la población.
Desde Alquézar hacia Aínsa la carretera sigue siendo fiel a su calificativo de «secundaria», como olvidada -y que así continúe- de las rutas más transitadas de la comarca. Largos rodeos para salvar agrestes barrancos, puentes de vértigo sobre pequeños riachuelos de aguas turquesas, rocas de múltiples colores que forman paisajes difícilmente imaginables… Las nevadas cumbres de los Pirineos se dejaban apenas adivinar en la lejanía, a pesar de la bruma típica de los días de calor bochornoso, mientras valorábamos hacer un alto en el camino para comer, o ya continuar -como finalmente decidimos- hacia la imponente Aínsa.
El castillo y sus murallas, que ahora cercan de manera inútil una gran esplanada, nos dieron la bienvenida. Más allá, la siempre bella -a pesar de las obras- Plaza Mayor, de la que salen las dos calles principales que recorren las casas más nobles de la antigua villa. Aínsa nunca defrauda. Esta vez nos regaló su vista de pájaro sobre la confluencia de sus dos ríos -el Cinca y el Ara-, mientras dábamos cuenta de nuestro tardío almuerzo. Café bajo los arcos de la plaza, y nuevamente a la carretera, siempre hacia el norte, en busca de las montañas del Pirineo.
De Aínsa a Bielsa, la excelente carretera discurre por curvas rápidas y amables a la vera del Cinca, dejándote oír el refrescante repiqueteo de sus aguas aún vírgenes. Las cumbres nevadas, ya no tan lejanas, comenzaban a protagonizar todo el horizonte de este a oeste, mientras nos acercábamos a Bielsa. Desde allí enfilamos la carretera que lleva al Parador de Pineta, que discurre entre las altísimas montañas presididas, allá al frente, por el Monte Perdido. El sol, que comenzaba a esconderse detrás de las nevadas cumbres, bañaba con esa luz anaranjada cada árbol, cada roca, cada cascada, dándonos una sensación de paz y de harmonía con la naturaleza difícil de explicar encima de un ruidoso enjendro con motor de explosión. Esa paz nos siguió envolviendo una vez paramos los 1200 centímetros cúbicos de la BMW y pudimos apreciar cómo el paisaje mejoraba ostensiblemente con la banda sonora de las cascadas cercanas. Como siempre, el valle de Pineta no defraudó.
La aventura puede encontrarse en muchos rincones, incluso en los más cercanos. La aventura es la vivencia de los logros imposibles, el reconforte de haber conseguido lo que unas horas antes se antojaba algo menos que imposible. Con ya más de 300 kilómetros recorridos, la carretera que desde Escalona nos llevaría a Broto y al inicio del valle de Ordesa fue casi una aventura. Socavones, gravilla y curvas casi imposibles se iban sucediendo ahora en subida, ahora en bajada pronunciada, perfilando los caprichosos valles prepirenaicos. De vez en cuando, la majestuosa estampa de los picos nevados se asomaba entre los montes. Incluso el cruce con otros moteros y sus BMW en esas carreteras tan estrechas requirió de toda la concentración posible, para repartir el pequeño espacio disponible entre sus maletas y las nuestras. Las comunicaciones entre Belén y yo se restringieron hasta lo imprescindible, y los dos, en nuestras respectivas soledades de nuestros cascos, deseábamos que el martirio concluyera lo antes posible. Pero así es la aventura. Si no fuera por estos momentos de sufrimiento y lucha contigo mismo, ésta no dejaría de ser una simple ruta en moto, y posiblemente no sea tan recordada.
La recompensa llegó después de Broto en forma de la magnífica carretera que nos acercó hasta Biescas, con excelente y ancho asfalto, previsibles curvas redondeadas y paisajes aún extasiantes. Desde allí, hasta Baños de Panticosa, ya con las últimas luces que aún dejaban ver las improvisadas cascadas que desbordaban agua sobre la carretera, y la nieve que se acumulaba a pocos metros de nosotros. La parada a orillas del lago, con los enormes saltos de agua al fondo, y el balneario a nuestras espaldas, sirvió para reponer algo de fuerzas, que ya comenzaban a escasear. Era momento de recapacitar. Desde los inhabitados campos de los Monegros, hasta varios de los mejores valles del Pirineo de Huesca, todo en un día y con un calor asfixiante en algunos momentos. Un buen entrenamiento para mayores logros que vendrán. Ahora solamente quedaba volver a ponerse el forro de la chaqueta -seguimos estando a principios de primavera, en un valle a más de 1300 metros y ya casi era noche cerrada-, volver a montarse en la GS y enfilar rumbo sur, ahora hacia Sabiñánigo, el puerto de Monrepós y la autovía de Huesca a Zaragoza. Fueron casi 600 kilómetros que comenzaban a pesar a estas horas, pero que como suele pasar, dejaban una sonrisa de satisfacción en nuestras caras, y quiero pensar que también en mi querida BMW. Desde luego, había sido un inicio de primavera genial. Y aún quedaban muchos meses para los fríos. Habrá que aprovecharlos!
La ciudad amurallada, tantas y tantas veces vista desde la autopista camino de Toulouse, siempre ha sido esquiva conmigo. Unas cosas u otras habían impedido en el pasado visitarla. Ahora, a lomos de mi fiel cabalgadura, acompañado de otros caballeros, armadura bien encinchada y con la certeza del éxito, me disponía a conquistarla.
Sobre las 8:30 de la mañana, y no sin antes haber tenido algún que otro problema en la nueva colocación del GPS, partíamos Vicente, Montse, Juan Pedro y Mayka hacia La Jonquera. Teníamos por delante toda una autopista, algo de frío pero un día radiante y estupendo. Después de la parada para desayunar, comenzaba lo bueno. Una ruta por carreteras secundarias francesas, descubriendo pueblos perdidos, trazando curvas imposibles, cabalgando por baches amables,… disfrutando de la moto, de los paisajes y del día primaveral.
En Saint-Paul-de-Fenouillet comienza una carretera (es mucho decir, pero lo dejaremos ahí) que se adentra en el Bosc del Gran Bac, pasando por la garganta. Corta pero intensa, de las que sin lugar aparente por donde pasar, la pista queda colgada del barranco, ahondada en la roca durante varios cientos de metros. Allá abajo se adivina el ruido de los rápidos que durante miles de años han esculpido este paso. Una vez superado el tramo, continuamos hacia el norte, acercándonos poco a poco a Carcassonne.
Juan Pedro y su F800R deciden amenizarnos la tarde con un pinchazo de esos lentos pero efectivos, que le iban desinflando tanto su neumático como sus pretensiones de conquistar la ciudad amurallada. Logramos sin excesivos problemas, como cualquier aventurero urbano que se precie, localizar un taller de neumáticos donde intentaron infructuosamente reparar el pinchazo. Salimos de allí con la rueda convenientemente hinchada y la promesa de un neumático nuevo -ya le tocaba- en Carcassonne.
Comenzó a llover, primero tímidamente, luego con más fuerza, como si el destino quisiera impedir, de una manera algo ingenua y como ya lo hizo otras veces, que tomara Carcassonne. Pero no pudo. La ciudad -la cité y su castillo- me aparecieron de bruces a través de la visera de mi casco nada más cruzar un puente, allí colgada en el peñasco, como flotando por encima del vulgar pueblo. Pero la aventura no había acabado; teníamos que encontrar el taller donde cambiarían la rueda de la BMW. Y entonces ocurrió el milagro; de la nada, apareció una Z750 a la que paramos para preguntar por el taller. Como no podía ser de otra manera, y haciendo gala del mejor espíritu motero, el señor -entradito en años, aunque aún hacemos apuestas sobre cuántos- dio media vuelta y recorrió media ciudad bajo la lluvia para acompañarnos al taller.
Una hora y 210 euros después, ya teníamos todo dispuesto para llegar al hotel, cambiarnos y visitar la ciudad amurallada. Un pasaje casi secreto nos adentró en sus murallas, amparados por la oscuridad incipiente de la noche y camuflados por el ruido de las gotas de lluvia al caer sobre el empedrado. La ciudad que se supone infestada de turistas estaba casi vacía, como correspondía a un lluvioso fin de semana de invierno. Paseamos por las callejuelas a nuestro antojo, eligiendo con parsimonia el lugar donde repondríamos fuerzas. Luego, una excursión -planeada a medias- alrededor de las murallas para bajar las viandas y un feliz reposo nocturno.
La mañana del domingo se presentaba perezosa, luchando con las nubes y la lluvia, que no se decidía a retirarse. Comenzamos ruta nuevamente hacia el sur. Cambiamos planes, ya que tras conquistar la fortaleza uno se siente con fuerzas de conquistar paredes más altas, como quizá la del Col de Porté-Puymorens. Y hacia allí dirigimos nuestras R1200GS, F800R y GTR1400, peleándonos nuevamente con mil curvas, cientos de baches y decenas de paisajes inolvidables, salpicados primero, inundados después de millones de copos de nieve.
Me las prometía felices con la conquista, pero subestimé el poder del destino, que intentaba cercenar mi retirada haciéndome pensar que podía llegar con la gasolina que me quedaba hasta tierras donde las gasolineras tienen gente trabajando los domingos. El ordenador me iba disminuyendo, lenta pero inexorablemente, la cuenta atrás. 50 km de autonomía… 40… 30 y enfilando las primeras paellas llenas de nieve… 6!!! al iniciar el ascenso al Col de Porté-Puymorens… Y ni una gasolinera. 5…4…3…2…1… y el cero no apareció. En su lugar, unas insípidas tres rallitas ( – – – ) indicaban que el ordenador se había quedado sin números para calcular. Sorprendentemente llegué a la cima del Col y bajé… y llegué hasta Puigcerdà, 30 km más allá de las tres rallas. Había vuelto a ganar al destino. Había conquistado los Pirineos!!
El retorno a casa, ya por Berga y vías extremadamente rápidas, fue como un paseo triunfal a este fin de semana donde se conquistó Carcassonne y los Pirineos. Fue casi perfecto. Lo mejor de todo es que lo que le queda para la perfección tendré ocasión de conquistarlo en otra ocasión, esta vez sin tanto espacio en las maletas y con el asiento trasero de la BMW algo más… ocupado. Verdad?
Hemos realizado 641km en dos días, a una media de 51,1 km/h y un consumo medio de 5,8 l/100km. Como siempre, puedes ver la ruta aquí:
En estas semanas he estado meditando cuál tenía que ser el futuro de este blog. Su nombre hace referencia al viaje del verano pasado, que cada vez está más lejano ahora que comienza a refrescar. Aún quedan algunos flecos para cerrar el círculo y algunas entradas relacionadas con aspectos mas funcionales de la organización de la ruta. Por descontado escribir el blog ha sido uno de los grandes placeres del viaje, y no quiero dejarlo en el abandono. Mis andanzas ruteras o no tan ruteras en moto seguirán esparciéndose por “la nube”. The Long Way North hace referencia a un punto mítico para todo motero, por lo que finalmente he decidido conservar el nombre y seguir contando estas modestas aventuras a quien quiera escuchar, sean o no sean hacia el norte. Por lo tanto, bienvenido al nuevo The Long Way North, que apuntará a partir de ahora en todas direcciones, y no solamente hacia arriba.
Estrenar moto con una ruta de varios días era algo muy apetecible. Sobre todo cuando es una BMW R1200GS. Llevaba años deseándola, y por fin se hizo realidad. Planifiqué una ruta por una zona del Pirineo de Huesca que hacía tiempo no visitaba, antes de que comenzaran los rigores del invierno. Desde Barcelona, y siempre por carretera, haría la primera parada en Zaragoza. Para ello enfilaría rumbo sur, hacia Reus para luego acercarme a la capital aragonesa por Alcañiz.
La N340 la conocía desde hacía muchos años. Bajar hasta cerca de El Vendrell cada fin de semana por el Puerto del Ordal era una rutina desde los 7 años de edad, en un Seat 131. Así que, a pesar de sus múltiples cambios y variantes, la carretera era una vieja conocida. Pero como cuando te reencuentras con alguien al que hace tiempo que no ves, pero con el que no tienes nada de que hablar, me resultó pesada. Pocos lugares para adelantar, muchos camiones y mucho tráfico para un jueves por la tarde, solamente festivo en Barcelona. Finalmente llegué a Reus, donde comenzaría la diversión. La R1200GS se estaba adormilando detrás de tanto coche. La N420 me acercó a Alcañiz por lugares tan vinícolas como Falset o Gandesa, sobre todo en esta época de vendimia. Las carreteras estaban plagadas de cientos de tractores transportando la uva a los cellers y cooperativas. El ambiente estaba impregnado de ese olor agridulzón de la cosecha. Curvas de radio generoso, ideales para ir a 90 km/h disfrutando del paisaje y de la conducción, con un ritmo muy similar al que llevé por las carreteras escandinavas hace unos meses. Los poderosísimos bajos de la 1200 me sacaban de cada curva en volandas, y las magníficas suspensiones me proporcionaban el aplomo necesario para negociar las curvas sin ningún contratiempo, a pesar de los muchos kilos que llevaba entre maletas y equipaje.
Nada más entrar en Aragón, a la altura de Calaceite comenzó a oscurecer y a llover. Primero de manera tímida, pero luego de forma mucho más intensa. Bajé el ritmo, extremé las precauciones y conecté los puños calefactados, y a pesar de estar en Septiembre agradecía la cálida sensación en las palmas de mis manos. Reposté en Alcañiz, y siguiendo las largas rectas de la N232 llegué a Zaragoza entrada ya la noche, y con la meteorología algo más serena, después de la importante tromba de agua que había tenido que soportar.
El sábado enfilamos hacia el norte, camino de Huesca, y desviándonos por carreteras comarcales por el embalse de la Sotonera. Un fuertísimo viento de más de 40 km/h arreciaba desde el noroeste, lo que no impidió que disfrutáramos de la ruta. La gran protección aerodinámica de la GS y el modo “confort” de las suspensiones electrónicas minimizaron sobremanera el molesto viento y los peligrosos baches. La BMW parecía volar grácilmente sobre el asfalto arrugado. Tras una parada en el Castillo de Loarre, continuamos hasta que los Mallos de Riglos aparecieron majestuosos en el horizonte y comenzamos a disfrutar de una carretera que cada vez serpenteaba más. Después de atravesar Puente la Reina llegamos al valle de Hecho rodeados de bosques que comenzaban a teñirse tímidamente de otoño. Siresa y su Monasterio de San Pedro nos permitieron comer y reposar del viaje. Tras reponer fuerzas, continuamos hacia el norte hasta la Selva de Oza, adentrándonos en lo más profundo del valle por unas pistas que comenzaban a ser de barro. Los modos “enduro” de las suspensiones trabajaron perfectamente una vez más. Después de algunas fotos, tocaba desandar la pista hasta Hecho, donde pasaríamos la noche.
El domingo partimos hacia el embalse de Yesa, realizando una breve parada en Artieda, pequeño pueblo cerca del embalse. Seguimos ruta por carreteritas comarcales hasta llegar a Javier, famoso por su castillo, que visitamos tranquilamente. El viento no era tan fuerte como el día anterior, pero aumentaba cuanto más nos separábamos del abrigo de las altas montañas pirenaicas. Las sinuosas y divertidísimas carreteras que llegaban a Sos del Rey Católico pusieron la diversión del día. El modo “Sport” de las suspensiones las endurecieron para que las curvas fueran cayendo una tras otra. A partir de allí, largas rectas por Tauste y Alagón, hasta volver a Zaragoza.
El retorno a Barcelona fue de noche y por autovía, con altos ritmos que me hicieron apreciar la comodísima R1200GS, comparándola con mi anterior F800GS. Los kilómetros literalmente desaparecieron iluminados como nunca por el magnífico foco que transformaba la noche en día, de una manera jamás vista. Llegué a casa al filo de la medianoche, sin ningún atisbo de cansancio y con una sonrisa de oreja a oreja… Comenzaba a sentir que la 1200GS era mi nueva moto. Comenzaba a sentirla como mía. Una digna sucesora de la anterior. Desde luego.