Y para aquellos que siempre esperan a la peli en lugar de leerse el vídeo, aquí está el vídeo de La Ruta del Maestrazgo.
La Ruta Del Maestrazgo por Dr_Jaus
Y para aquellos que siempre esperan a la peli en lugar de leerse el vídeo, aquí está el vídeo de La Ruta del Maestrazgo.
La Ruta Del Maestrazgo por Dr_Jaus
Una sonrisa invadió mi rostro. No estaba contento, de hecho estaba molesto. Era de esas sonrisas sarcásticas que a veces te autoregalas. Estaba molesto conmigo mismo y con el azar. Pensaba que no era posible -incluso estadísticamente imposible- que me volviera a quedar al límite de mi depósito de gasolina al intentar realizar la Ruta del Maestrazgo. Hace unas semanas, con una Suzuki GSR750 de pruebas no pude culminar la ruta por ese motivo. Ahora, con mi BMW R1200GS parecía un juego de niños. Pues no, me equivocaba. Así lo confirmaba el odioso chivato amarillo del cuadro de mandos y la señal de que solamente me quedaban doce kilómetros de autonomía. Y el siguiente pueblo importante estaba a diez. Esperaba que la suerte me acompañara y que encontrara una gasolinera en Belchite. De hecho estaba seguro que así sería. Pero como ya sabéis, en moto nunca existe la seguridad plena. Ese es precisamente uno de sus encantos.
Todo comenzó a primera hora de la mañana, en Zaragoza. El día empezaba a clarear, y se adivinaba un sol poderoso y altivo a pesar del invierno. No era el frío lo que me preocupaba. El viento bramaba tras la persiana, intentando arrancarla de cuajo. El cierzo parecía hacer peligrar la ruta. De todas maneras nos desperezamos, desayunamos rápidamente y nos echamos a la carretera sin mas. Sí, el viento era molesto, pero haría falta mucho para torcernos los planes.
La primera parte de la ruta fue un calco de la anterior. Fuendetodos aparecía al final de una carretera fuertemente bacheada, que no suponía ninguna dificultad para mi BMW. El pueblo continuaba como hacía unas semanas, casi desierto, a pesar de albergar la casa natal de Goya. La siguiente parada obligada en Belchite, para adentrarnos en sus ruinas de una guerra civil que poco a poco cae en el olvido, donde sus protagonistas van muriendo uno a uno, y donde una memoria histórica intenta -a veces sin mucho acierto, otras con todo el acierto del mundo- recordarnos lo que nunca debe volver a pasar. Y es que de utopías también se vive.
Proseguimos viaje hacia Ejulve, y luego a Villarluengo, lo que ya era territorio desconocido para mi. La carretera era de lo peorcito, parches de asfalto, socavones y pequeños desprendimientos hacían que tuviera que poner todos los sentidos en la conducción y poco en el paisaje. Nos recordaba esas carreteras a medio hacer -o a medio destruir- de Albania, cuando tenían a bien usar el asfalto y no la simple tierra. Sea como fuere, el estado de la vía no impidió que llegáramos hasta el llamado «Órgano de Montoro», una formación rocosa que convierte el lateral de la montaña en un gigantesco órgano con sus infinitos tubos desafiando el viento.
En los laterales aún se amontonaba la nieve caída días antes, que ahora se deshacía lánguidamente invadiendo la carretera con cientos de regueros, que mezclados con el blancuzco resto de sal anticongelante, no invitaba a inclinar la BMW más de lo estrictamente necesario. Atravesar la Sierra Carrascosa, con sus interminables curvas, sus estrechos desfiladeros y sus desérticos parajes estaba siendo de lo más reconfortante, a pesar de las molestias propias de esta época del año. Entre curva y curva me dio tiempo de apuntar mentalmente que debía volver en primavera.
Nos paramos a pocos kilómetros de la Cañada de Benatanduz a tomar unas fotos de esos campos salpicados de nieve que parece azúcar, ni demasiada como para empalagar, ni demasiado escasa como para no endulzar. Vinieron a mi mente polvorones, pastelitos adornados con azúcar glasé, dulces nevaditos… La proximidad de la hora de comer y la dieta comenzaban a hacer estragos en mi mente cuando de pronto sucedió un hecho que seguramente recordaré toda la vida.
Flap, flap, flap… No eran ni uno ni dos, sino quizá seis o siete los enormes buitres que levantaron pesadamente el vuelo a pocos metros de nosotros. El batir de sus gigantescas alas resonaban en el valle mientras a duras penas pude coger la cámara para inmortalizarlos. Se alejaron lentamente, ascendiendo poco a poco y comenzando a volar en círculos sobre el resto del festín que seguramente habíamos interrumpido. Y es que la fascinación que me provoca ver volar estos enormes bichos es -casi- tan grande como la de recorrer carreteras y pistas en busca de ese tesoro íntimo y personal que son las sensaciones. Y para mí, el episodio de los buitres será una de esas sensaciones recordada por siempre. Seguro.
En Cantavieja comimos, bajo unos enormes soportales magistralmente restaurados. El pollo con pimientos o la tortilla de espinacas habían sustituido a los tradicionales bocadillos, pero lograron eficazmente que desaparecieran de mi cabeza esos postres glaseados que me asaltaban hacía unas horas. El sol calentaba con fuerza, y bajo los arcos de piedra que nos resguardaba del ya escaso viento pudimos recargar baterías para continuar el viaje. La Iglesuela del Cid y sobre todo Ares del Maestre, ya en Castellón, llamaron nuestra atención. Encaramada en un peñasco, Ares disfruta de unas vistas tremendas sobre su entorno, sobre todo desde el mirador. El sol comenzaba a bajar, y a estas alturas del invierno el camino que ha de recorrer hasta ocultarse es más bien corto, por lo que nos apresuramos en llegar al destino final del día.
Apareció como de la nada, tras un recodo de la -ahora sí- espléndida y divertida carretera. Así la recordaba yo de mis viajes de niño. Morella inundó el paisaje de una manera casi insultante, con poderío. Nadie puede dejar de admirar la ciudad amurallada cuando llegas desde el sur. Su castillo en lo alto preside una ciudadela que se desparrama por la ladera hasta acabar cercada por su muralla intacta. Mientras intentábamos cerrar la boca del asombro, me fijo en dos empleados de la gasolinera cercana, que continuaron barriendo a pesar del espectáculo que diariamente se despliega ante sus ojos. Y es lo que tienen las sensaciones, que no son iguales para todos y que desafortunadamente acabas por acostumbrarte a ellas.
Atravesamos las murallas y nos adentramos en callejuelas prohibidas a la circulación de foráneos, intentando desesperadamente llegar al hotel, que se muestra esquivo, a pesar de que el GPS se esfuerza en mostrarnos el camino. Callejones sin salida, calles en contra dirección o simplemente calles escalonadas nos cortan el paso. Tras preguntar, decidimos recorrer unos doscientos metros en dirección contraria para llegar a la puerta. Una vez alojados y con la moto a buen recaudo en el parking del hotel, nos dispusimos a visitar la ciudad que se encontraba en plena efervescencia, debido a la festividad de San Antón. Decenas de jóvenes vestidos de labriegos añejos y algo pasados con el vino y la cerveza representaban una ancestral función por las calles, mientras seguían bebiendo y comiendo. Unas sopas morellanas y algo de carne precedieron al descanso merecido.
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