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Un día por… El Moncayo

A ver, que seguimos  con la tendencia de viajes de un solo día, y esta Semana Santa planteamos una ruta para rodear el Moncayo. Que en realidad es un decir, porque al Moncayo se le admira más desde lejos, surgiendo como un macizo solitario espolvoreado de las últimas nieves del invierno. Pero dejemos la cursilería a un lado y vamos a lo que vamos: Si vas por su parte suroeste verás unas carreteritas estrechas y bacheadas ideales para testar las suspensiones de las Multistradas. Si bien mi 950 S tiene el tarado estándar algo duro para mi gusto, la posibilidad de escoger entre cinco tipos de dureza me permite ponerlas algo más blandas en su mapa “Touring”. Menos mal de las vistas, con pueblos colgados de las faldas del Moncayo como Purujosa, porque la carreteras se nos presenta con curvas muy bacheadas, asfalto lleno de parches y gravilla en infinidad de puntos.

Ya en la provincia de Soria nos dispusimos a enfrentarnos con el Puerto de Piqueras que nos acercaba a Logroño, pero antes teníamos que pararnos a ver el Castillo de Magaña. Te lo encuentras así de sopetón, al salir de una curva. En lo alto, como toca estar a un castillo que se precie. Tienes una zona parar parar justo al lado de un viejo puente. Muy recomendable. Y eso que como ya viene siendo habitual, no subimos al castillo.

Pues lo dicho, sierra de Cebollera para arriba, algo de fresco en el Puerto de Piqueras (que recorrimos íntegramente por sus ocho o diez tornanti, pasando del moderno túnel que lo atraviesa. El mirador… pse. Luego, por la zona de Cameros y tras comer el ya habitual bocata de tortilla de atún de Belén rodeados de vacas y terneros que nos “deleitaron” con su concierto de cencerros, llegamos al mirador del cañón del río Leza. Espectacular, sobre todo si te da por asomarte al abismo.

La tarde se nos pasó entre darnos cuenta que ya habíamos estado en Cornago, en volver a ver el monasterio de FItero, ya en Navarra, conocer el milagro del Bardal (que paso de transcribir aquí, que lo explico en el vídeo) y hacer una visita rápida a Corella. Teníamos previsto volver por Tarazona y Vera del Moncayo, para que la vuelta al mismo quedara perfectamente delimitada, pero mira,… que al final decidimos llegar a Zaragoza de día dejarlo quizá para otra excursión de esas del día. Que hay más días que longanizas.

La Ruta del Maestrazgo

Una sonrisa invadió mi rostro. No estaba contento, de hecho estaba molesto. Era de esas sonrisas sarcásticas que a veces te autoregalas. Estaba molesto conmigo mismo y con el azar. Pensaba que no era posible -incluso estadísticamente imposible- que me volviera a quedar al límite de mi depósito de gasolina al intentar realizar la Ruta del Maestrazgo. Hace unas semanas, con una Suzuki GSR750 de pruebas no pude culminar la ruta por ese motivo. Ahora, con mi BMW R1200GS parecía un juego de niños. Pues no, me equivocaba. Así lo confirmaba el odioso chivato amarillo del cuadro de mandos y la señal de que solamente me quedaban doce kilómetros de autonomía. Y el siguiente pueblo importante estaba a diez. Esperaba que la suerte me acompañara y que encontrara una gasolinera en Belchite. De hecho estaba seguro que así sería. Pero como ya sabéis, en moto nunca existe la seguridad plena. Ese es precisamente uno de sus encantos.

Todo comenzó a primera hora de la mañana, en Zaragoza. El día empezaba a clarear, y se adivinaba un sol poderoso y altivo a pesar del invierno. No era el frío lo que me preocupaba. El viento bramaba tras la persiana, intentando arrancarla de cuajo. El cierzo parecía hacer peligrar la ruta. De todas maneras nos desperezamos, desayunamos rápidamente y nos echamos a la carretera sin mas. Sí, el viento era molesto, pero haría falta mucho para torcernos los planes.

La primera parte de la ruta fue un calco de la anterior. Fuendetodos aparecía al final de una carretera fuertemente bacheada, que no suponía ninguna dificultad para mi BMW. El pueblo continuaba como hacía unas semanas, casi desierto, a pesar de albergar la casa natal de Goya. La siguiente parada obligada en Belchite, para adentrarnos en sus ruinas de una guerra civil que poco a poco cae en el olvido, donde sus protagonistas van muriendo uno a uno, y donde una memoria histórica intenta -a veces sin mucho acierto, otras con todo el acierto del mundo- recordarnos lo que nunca debe volver a pasar. Y es que de utopías también se vive.

Proseguimos viaje hacia Ejulve, y luego a Villarluengo, lo que ya era territorio desconocido para mi. La carretera era de lo peorcito, parches de asfalto, socavones y pequeños desprendimientos hacían que tuviera que poner todos los sentidos en la conducción y poco en el paisaje. Nos recordaba esas carreteras a medio hacer -o a medio destruir- de Albania, cuando tenían a bien usar el asfalto y no la simple tierra. Sea como fuere, el estado de la vía no impidió que llegáramos hasta el llamado «Órgano de Montoro», una formación rocosa que convierte el lateral de la montaña en un gigantesco órgano con sus infinitos tubos desafiando el viento.

En los laterales aún se amontonaba la nieve caída días antes, que ahora se deshacía lánguidamente invadiendo la carretera con cientos de regueros, que mezclados con el blancuzco resto de sal anticongelante, no invitaba a inclinar la BMW más de lo estrictamente necesario. Atravesar la Sierra Carrascosa, con sus interminables curvas, sus estrechos desfiladeros y sus desérticos parajes estaba siendo de lo más reconfortante, a pesar de las molestias propias de esta época del año. Entre curva y curva me dio tiempo de apuntar mentalmente que debía volver en primavera.

Nos paramos a pocos kilómetros de la Cañada de Benatanduz a tomar unas fotos de esos campos salpicados de nieve que parece azúcar, ni demasiada como para empalagar, ni demasiado escasa como para no endulzar. Vinieron a mi mente polvorones, pastelitos adornados con azúcar glasé, dulces nevaditos… La proximidad de la hora de comer y la dieta comenzaban a hacer estragos en mi mente cuando de pronto sucedió un hecho que seguramente recordaré toda la vida.

Flap, flap, flap… No eran ni uno ni dos, sino quizá seis o siete los enormes buitres que levantaron pesadamente el vuelo a pocos metros de nosotros. El batir de sus gigantescas alas resonaban en el valle mientras a duras penas pude coger la cámara para inmortalizarlos. Se alejaron lentamente, ascendiendo poco a poco y comenzando a volar en círculos sobre el resto del festín que seguramente habíamos interrumpido. Y es que la fascinación que me provoca ver volar estos enormes bichos es -casi- tan grande como la de recorrer carreteras y pistas en busca de ese tesoro íntimo y personal que son las sensaciones. Y para mí, el episodio de los buitres será una de esas sensaciones recordada por siempre. Seguro.

En Cantavieja comimos, bajo unos enormes soportales magistralmente restaurados. El pollo con pimientos o la tortilla de espinacas habían sustituido a los tradicionales bocadillos, pero lograron eficazmente que desaparecieran de mi cabeza esos postres glaseados que me asaltaban hacía unas horas. El sol calentaba con fuerza, y bajo los arcos de piedra que nos resguardaba del ya escaso viento pudimos recargar baterías para continuar el viaje. La Iglesuela del Cid y sobre todo Ares del Maestre, ya en Castellón, llamaron nuestra atención. Encaramada en un peñasco, Ares disfruta de unas vistas tremendas sobre su entorno, sobre todo desde el mirador. El sol comenzaba a bajar, y a estas alturas del invierno el camino que ha de recorrer hasta ocultarse es más bien corto, por lo que nos apresuramos en llegar al destino final del día.

Apareció como de la nada, tras un recodo de la -ahora sí- espléndida y divertida carretera. Así la recordaba yo de mis viajes de niño. Morella inundó el paisaje de una manera casi insultante, con poderío. Nadie puede dejar de admirar la ciudad amurallada cuando llegas desde el sur. Su castillo en lo alto preside una ciudadela que se desparrama por la ladera hasta acabar cercada por su muralla intacta. Mientras intentábamos cerrar la boca del asombro, me fijo en dos empleados de la gasolinera cercana, que continuaron barriendo a pesar del espectáculo que diariamente se despliega ante sus ojos. Y es lo que tienen las sensaciones, que no son iguales para todos y que desafortunadamente acabas por acostumbrarte a ellas.

Atravesamos las murallas y nos adentramos en callejuelas prohibidas a la circulación de foráneos, intentando desesperadamente llegar al hotel, que se muestra esquivo, a pesar de que el GPS se esfuerza en mostrarnos el camino. Callejones sin salida, calles en contra dirección o simplemente calles escalonadas nos cortan el paso. Tras preguntar, decidimos recorrer unos doscientos metros en dirección contraria para llegar a la puerta. Una vez alojados y con la moto a buen recaudo en el parking del hotel, nos dispusimos a visitar la ciudad que se encontraba en plena efervescencia, debido a la festividad de San Antón. Decenas de jóvenes vestidos de labriegos añejos y algo pasados con el vino y la cerveza representaban una ancestral función por las calles, mientras seguían bebiendo y comiendo. Unas sopas morellanas y algo de carne precedieron al descanso merecido.


Las campanas de la cercana iglesia nos despertaron, de la misma manera que nos habían arropado la noche anterior. Entre tañido y tañido, el inmaculado silencio de la noche agotaba su mandato. Tras el desayuno, abandonamos la bella Morella y enfilamos hacia el norte, en busca de Zorita y su Santuario de la Balma. Empotrado en una muesca de la roca, el pequeño santuario surgía casi en precario equilibrio, como lo haría un pequeño brote de un matorral. A esas horas aún permanecía cerrado, por lo que continuamos camino hacia Alcañiz, Caspe y el Monasterio de Rueda, a orillas del Ebro. Un retorno rápido, con buen tiempo y que sirvió para llegar a Zaragoza a la hora de la comida. Solamente faltaba el retorno a Barcelona unas horas más tarde para acabar la ruta, ya de noche cerrada. Un fin de semana de sensaciones, algunas revividas y otras nuevas. Y es que entre unas y otras pintamos de colores nuestro día a día. Y cuando el lunes grisáceo amanece invariablemente, solamente hay que esperar unos cuantos días a que salga el arco iris. Si lo buscas, siempre aparece. Créeme.

 

La Ruta del Maestrazgo


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El Valle de Hecho. Primera ruta con la R1200GS

En estas semanas he estado meditando cuál tenía que ser el futuro de este blog. Su nombre hace referencia al viaje del verano pasado, que cada vez está más lejano ahora que comienza a refrescar. Aún quedan algunos flecos para cerrar el círculo y algunas entradas relacionadas con aspectos mas funcionales de la organización de la ruta. Por descontado escribir el blog ha sido uno de los grandes placeres del viaje, y no quiero dejarlo en el abandono. Mis andanzas ruteras o no tan ruteras en moto seguirán esparciéndose por “la nube”. The Long Way North hace referencia a un punto mítico para todo motero, por lo que finalmente he decidido conservar el nombre y seguir contando estas modestas aventuras a quien quiera escuchar, sean o no sean hacia el norte. Por lo tanto, bienvenido al nuevo The Long Way North, que apuntará a partir de ahora en todas direcciones, y no solamente hacia arriba.

Estrenar moto con una ruta de varios días era algo muy apetecible. Sobre todo cuando es una BMW R1200GS. Llevaba años deseándola, y por fin se hizo realidad. Planifiqué una ruta por una zona del Pirineo de Huesca que hacía tiempo no visitaba, antes de que comenzaran los rigores del invierno. Desde Barcelona, y siempre por carretera, haría la primera parada en Zaragoza. Para ello enfilaría rumbo sur, hacia Reus para luego acercarme a la capital aragonesa por Alcañiz.

La N340 la conocía desde hacía muchos años. Bajar hasta cerca de El Vendrell cada fin de semana por el Puerto del Ordal era una rutina desde los 7 años de edad, en un Seat 131. Así que, a pesar de sus múltiples cambios y variantes, la carretera era una vieja conocida. Pero como cuando te reencuentras con alguien al que hace tiempo que no ves, pero con el que no tienes nada de que hablar, me resultó pesada. Pocos lugares para adelantar, muchos camiones y mucho tráfico para un jueves por la tarde, solamente festivo en Barcelona. Finalmente llegué a Reus, donde comenzaría la diversión. La R1200GS se estaba adormilando detrás de tanto coche. La N420 me acercó a Alcañiz por lugares tan vinícolas como Falset o Gandesa, sobre todo en esta época de vendimia. Las carreteras estaban plagadas de cientos de tractores transportando la uva a los cellers y cooperativas. El ambiente estaba impregnado de ese olor agridulzón de la cosecha. Curvas de radio generoso, ideales para ir a 90 km/h disfrutando del paisaje y de la conducción, con un ritmo muy similar al que llevé por las carreteras escandinavas hace unos meses. Los poderosísimos bajos de la 1200 me sacaban de cada curva en volandas, y las magníficas suspensiones me proporcionaban el aplomo necesario para negociar las curvas sin ningún contratiempo, a pesar de los muchos kilos que llevaba entre maletas y equipaje.

Nada más entrar en Aragón, a la altura de Calaceite comenzó a oscurecer y a llover. Primero de manera tímida, pero luego de forma mucho más intensa. Bajé el ritmo, extremé las precauciones y conecté los puños calefactados, y a pesar de estar en Septiembre agradecía la cálida sensación en las palmas de mis manos. Reposté en Alcañiz, y siguiendo las largas rectas de la N232 llegué a Zaragoza entrada ya la noche, y con la meteorología algo más serena, después de la importante tromba de agua que había tenido que soportar.

El sábado enfilamos hacia el norte, camino de Huesca, y desviándonos por carreteras comarcales por el embalse de la Sotonera. Un fuertísimo viento de más de 40 km/h arreciaba desde el noroeste, lo que no impidió que disfrutáramos de la ruta. La gran protección aerodinámica de la GS y el modo “confort” de las suspensiones electrónicas minimizaron sobremanera el molesto viento y los peligrosos baches. La BMW parecía volar grácilmente sobre el asfalto arrugado. Tras una parada en el Castillo de Loarre, continuamos hasta que los Mallos de Riglos aparecieron majestuosos en el horizonte y comenzamos a disfrutar de una carretera que cada vez serpenteaba más. Después de atravesar Puente la Reina llegamos al valle de Hecho rodeados de bosques que comenzaban a teñirse tímidamente de otoño. Siresa y su Monasterio de San Pedro nos permitieron comer y reposar del viaje. Tras reponer fuerzas, continuamos hacia el norte hasta la Selva de Oza, adentrándonos en lo más profundo del valle por unas pistas que comenzaban a ser de barro. Los modos “enduro” de las suspensiones trabajaron perfectamente una vez más. Después de algunas fotos, tocaba desandar la pista hasta Hecho, donde pasaríamos la noche.

El domingo partimos hacia el embalse de Yesa, realizando una breve parada en Artieda, pequeño pueblo cerca del embalse. Seguimos ruta por carreteritas comarcales hasta llegar a Javier, famoso por su castillo, que visitamos tranquilamente. El viento no era tan fuerte como el día anterior, pero aumentaba cuanto más nos separábamos del abrigo de las altas montañas pirenaicas. Las sinuosas y divertidísimas carreteras que llegaban a Sos del Rey Católico pusieron la diversión del día. El modo “Sport” de las suspensiones las endurecieron para que las curvas fueran cayendo una tras otra. A partir de allí, largas rectas por Tauste y Alagón, hasta volver a Zaragoza.

El retorno a Barcelona fue de noche y por autovía, con altos ritmos que me hicieron apreciar la comodísima R1200GS, comparándola con mi anterior F800GS. Los kilómetros literalmente desaparecieron iluminados como nunca por el magnífico foco que transformaba la noche en día, de una manera jamás vista. Llegué a casa al filo de la medianoche, sin ningún atisbo de cansancio y con una sonrisa de oreja a oreja… Comenzaba a sentir que la 1200GS era mi nueva moto. Comenzaba a sentirla como mía. Una digna sucesora de la anterior. Desde luego.

Puedes ver la ruta aquí:

Barcelona – Valle de Echo


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Barcelona-Biarritz, proyecto Kawa Z1000. La ida

Es un lujo tener amigos. Pero lo es más si son capaces de posibilitarte fines de semana como éste. En mi afán por hacer kilómetros y kilómetros de prueba de cara al TheLongWayNorth, desde la revista Solo Moto me facilitaron una moto como la Kawasaki Z1000 del 2010. La idea era realizar un viaje de fin de semana, totalmente rutero, con una moto que de por sí no es que sea muy rutera. Obviamente no pude negarme!

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Como suele pasar siempre que sales de Barcelona, los primeros kilómetros transcurren por autopista. Autovía en este caso, hacia Zaragoza. No es el mejor medio para que se desenvuelva una naked, pero me sorprendió gratamente lo que puede llegar a proteger la minicúpula que lleva… siempre que te muevas en velocidades estrictamente legales. Durante esos 300 km la emoción la puso el sol, jugando con la lluvia caprichosamente: ahora hace sol, ahora diluvia… ahora vuelve a hacer sol. Afortunadamente llevaba conmigo los guantes de invierno -impermeables- y los usé… vaya si los usé! Los negros nubarrones intentaban acallar al sol kilómetro a kilómetro, pero éste siempre encontraba una pequeña rendija para colarse e iluminar todo ese paisaje empapado.
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El trayecto desde Zaragoza hacia el norte tampoco estuvo exento de lluvia y de nubes. Los campos peinados con esas pequeñas colinas vírgenes salpicadas aquí y allá forman el paisaje maño. Halcones en la carretera intentando cazar su presa a pie de arcén, el olor a tierra mojada y los campos de cultivo tímidamente bañados por el sol configuran el escenario que me voy encontrando. En las carreteras con curvas rápidas y buen asfalto es donde la Z1000 se encuentra en su salsa. Acelerar esos más de 130 caballos entre curva y curva es de lo más gratificante. Cuando la carretera se arruga, como desperezándose y querer despegarse del suelo, es cuando peor lo pasa la Kawa: sus suspensiones relativamente rígidas hacen que la moto se aguante de fábula en curvas rápidas, pero penaliza cuando hay socavones en la carretera. Y así fueron pasando los kilómetros, mientras el sol y las nubes continuaban con su particular orgía: ahora lluvia, ahora sol, ahora calma…

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Riglos, Jaca, Sabiñánigo, Bielsa y Panticosa, antes de entrar en Francia. Los últimos metros españoles, ahora sin lluvia, fueron de lo más deliciosos. Una vez en Francia pude disfrutar de sus carreteras nacionales, con buen asfalto y mejores conductores, que automáticamente se apartaban a mi paso. Adelantar con la Z1000 en sexta a golpe de gas hacía las cosas mucho más fáciles.

Finalmente llegué a Biarritz, la población glamourosa de la costa atlántica francesa. Muchos surferos, muchos turistas y un casino (bastante feo, por cierto). El sol había ganado finalmente la batalla e iluminaba la ciudad con esos tintes rojizos de las últimas horas del atardecer. Una pequeña escapada a Zarautz (65 km) para hacer unas fotos que me habían encargado, y vuelta a Biarritz a cenar y a descansar.

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