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La Ruta Germánica – El vídeo

Este verano nuestro viaje ha sido corto, de menos de diez días. Pero no por eso hemos dejado de visitar cosas muy recomendables. Viaje intenso y variado, pasando por Alsacia, la Selva Negra, el oeste de Alemania, Holanda, Bélgica y algunos pueblos del Perigord francés. Completito, vamos. Al ser la ruta corta no he querido hacer crónica diaria (para eso tenéis las de Belén en su blog super fresco y espontáneo). Pero aquí tenéis el vídeo de nuestro viaje. Nosotros nos echamos unas cuantas risas, así que espero que os guste.

 

Por cierto, en nada tendréis el track de la ruta y el cuaderno de viaje (que esta vez está saliendo espectacular). Así que atentos!

La Ruta de los Pirineos. Agosto 2018

IMG_1568Ya no sé cuántas rutas de los Pirineos llevamos, unas cuantas. Pero es un destino donde puedes encontrar paisajes que quitan el hipo, pueblos de montaña con encanto, y sobre todo -y eso era lo que buscábamos esta vez- temperaturas agradables en verano.

Pero el viernes fue día de tormenta veraniega, y tuvimos que anular algunos de las visitas previstas para no exponernos mucho a la lluvia. Incluso tuvimos que pasar unos minutos en un bar de Torà esperando que pasara el frente fuerte de tormenta. Pero finalmente llegamos a Andorra incluso con tiempo de realizar algunas compras moteras. Y por la noche, la tradicional -para nosotros- cena en una pequeña pizzería donde hacen unas sopas de cebolla de muerte.

Por la mañana, y ya pasando frío en el Pas de la Casa, bajamos por la vertiente francesa con una copiosa niebla (no habíamos venido a por el fresquito? Pues TOMA DOS TAZAS!). El primer destino eran las grottes de Mas d’Azil, una cueva enorme -pasa la carretera y un río por dentro- muy similar a la Cuevona de Asturias, quizá algo más grande, pero con menos encanto. De todas formas, destino curioso.

IMG_1552Luego la idea era recorrer diferentes puertos de montaña del Pirineo francés, así que enfilamos el Portet d’Aspet, el Peyresourde y el Col d’Aspin. Pero lo más destacable fueron los pequeños pueblos en los que paramos o a descansar o a tomar un café, que nos sorprendieron sin esperarlo, como deben ser las sorpresas: Saint-Girons, con su relajante río, su mercadillo y bullicio, o luego Bordères-Louron, por citar alguno.

Nos saltamos el Tourmalet, ya algo cansados, para llegar a Lourdes a una hora decente. ¡Qué cantidad de gente! De todos los países imaginables. Peregrinos MUY entraditos en años que paseaban entre las callejuelas repletas de tiendas de merchandising católico con sus sillas de ruedas… Cenamos estupendamente unas galettes bretonas en L’Epi d’Or y luego nos acercamos a la basílica para ver a cientos de fieles con sus velas rezando a la caída del sol…

IMG_1561Y el domingo, de vuelta. El Portalet siempre reconforta, con sus espectaculares vistas, sobre todo por su lado francés. Y después, dos pequeñas perlas, la iglesia de San Juan de Busa, una peculiar iglesia románica, y el monasterio de Santa María de Obarra, que a pesar de ser más grande, no me pareció una visita recomendable.

Y así acabó el día, esperando ya al próximo fin de semana, donde nos adentraremos ya más a las profundidades de Europa. De momento, ya sabéis que en el apartado Libros de Ruta de este mismo blogtenéis disponibles el track de esta ruta y el pdf de nuestro cuaderno de viaje.

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La Ruta de la Camarga, 2018

IMG_1473Siempre que podemos, volvemos a la Camarga. No es más -ni menos- que la desembocadura del Ródano, cerca de Marsella. Para el que no lo conozca, es un espacio natural con multitud de lagunas, aguarales, salinas y fauna salvaje donde abundan hasta flamencos. Y también lugares de interés artístico. Un todo en uno.

La sorpresa de esta nueva visita fue Montpellier. Habíamos dormido ya en algunas ocasiones, pero nunca nos habíamos adentrado en el casco antiguo. Y es espectacular. Callejones pintorescos con infinidad de restaurantes y terrazas repletas -al menos en verano- de gente. Bullicio y alegría por las calles. Un acierto.

El recorrido de esta ruta une los principales lugares de la Camarga, como fueron Le Grau-du-Roi, con su puerto prácticamente integrado en el pueblo que lucía un interesante mercadillo, la siempre interesante ciudad amurallada de Aigues-Mortes, la costera población de Saintes-Maries-de-la-Mer, los enormes estanques de Vaccarès o Fangassier o los tranquilos y delicados canales de Martigues.

IMG_1486Ya por la noche, Arles y su fantástico circo romano, o los lugares inmortalizados por Van Gogh como son la Place du Forum o el puente de Langlois no decepcionan.

IMG_1524Os dejo, en la página de Roadbooks el track de la ruta y nuestro cuaderno de viaje, con impresiones y dibujos rápidos de lo que vimos en esta ruta.

Un fin de semana por… El País Vasco – El vídeo

Calentito de hace un par de días, así es este pequeño vídeo para que quede constancia que seguimos recorriendo la península recordando lugares que nos han encantado y descubriendo otros nuevos. En esta ocasión por Euskadi volvimos a Tolosa, descubrimos Zumárraga y Elantxobe y rememoramos Lekeitio, Ondarroa o Getaria, entre otros. Ahí va el vídeo!

Poker de ases. Los Dolomitas. Retorno al Este. Cap. 21.

Pues sí, hoy nos hemos hecho con un poker de ases. Si empezamos por el Grossglockner, y seguimos por el Passo Gardena, el Sella y el Pordoi, tenemos ganancia asegurada. Y con un día tan espectacular como el de hoy, más aún. Y mira que hemos empezado con mis dudas ya habituales cuando la ruta no está definida. Que si van a a ser muchos kilómetros, que si son muchas curvas, etc. Todo para conseguir el beneplácito de Belén, que sin rechistar dijo «si» a esto también. Pero comencemos por el principio.


El principio fue el paseo matinal por Salzburgo. Tras recorrerlo ayer por la noche casi al trote buscando dónde cenar, decidimos darle un tiempo esta mañana. Total, hoy solamente teníamos que atravesar los Alpes, así que teníamos tiempo de sobra. Y lo cierto es que me gustó más ayer noche que esta mañana. Los edificios iluminados y eso le dan un toque mucho más bonito que los camiones haciendo el reparto de esta mañana. De todo, me quedo con la cúpula de la catedral.


El Grossglockner, a pesar de costar 25€ por moto, vale la pena a la primera curva. Los verdes valles te rodean por todos lados, con los picos aún nevados en lo alto. Las nubes se van formando caprichosamente en las laderas de las montañas y todo es extremadamente bello. El tráfico era fluido a pesar de la gran afluencia de motos, coches y bicicletas. Pero allí nadie va rápido, intentado saborear el paisaje cambiante en cada curva. Es, sin duda muy recomendable. 


Y tras regocijarnos en él, seguimos ruta hacia el sur para encontrarnos con los Dolomitas. Enormes paredes de piedra van surgiendo como setas entre las altísimas montañas repletas de abetos. Cuando parecías haber rodeado una de esas paredes gigantescas, aparecía otra de mayores dimensiones tras la curva. El Gardena sobre todo, pero después el Passo Sella y el Pordoi nos han dado una excelente visión de conjunto de esta zona de los Alpes, quizá de las más recomendables. 


Y con eso que comienza a caer la noche y aún nos quedan más de 60 kilómetros para nuestra pensión. Menos mal que tenía la aprobación matinal de Belén, porque si no, me hubiera caído un rapapolvo como la del Stelvio hace cinco años, donde acabamos subiéndolo de noche tras 700km de puertos de montaña suizos. Belén aún me lo recuerda. Así que cansados pero siguiendo a buen ritmo, finalmente hemos acabado en nuestra habitación. Del temor a preparar una ruta con excesivas curvas ha salido un día excepcional. Excepto por los últimos kilómetros. Supongo que tampoco estaba tan mal planificado. 

Y es que cada día se aprende. Hoy hemos aprendido que a veces temes a las grandes piedras, pero son las pequeñas las que te pueden hacer caer. Lo mejor de todo, es que si te lo propones, siempre acabas levantándote. 

Altercados búlgaros. Retorno al Este. Cap. 9


Hay veces que no te entiendes con la gente. Y si son búlgaros y no tienen ni idea de inglés, más posibilidades tienes. Pues hoy ha sido uno de ellos. No uno ni dos ni tres, sino hasta cuatro veces he llegado a tener malentendidos con búlgaros. Y mira que me esfuerzo.

Todo empezó en la insulsa población de Blagoevgrado, donde debíamos buscar desesperadamente un lugar para desayunar. Y digo desesperadamente porque hoy he podido comprobar que si a Belén no le das un café con leche de buena mañana se trasforma en Mr. Hyde. Pero claro, en una ciudad prácticamente sin turismo encontrar un bar donde conseguir un café con leche y un croissant es complicado (luego comprobé que cruasan entra en su vocabulario, pero a esas horas de la mañana aún no lo sabía). Al final acabamos comprando cuatro cosas en un supermercado.

ALTERCADO 1: Ni se te ocurra subir la moto a la acera delante de la señora que cuida los tickets de la zona azul. Tendría la edad de mi madre (más o menos) e insistía que la moto en la acera nada de nada. Y yo que le decía (en un correctísimo castellano) que había otras motos en la acera un poco más arriba. Y ella erre que erre que nasti de plasti, en un correctísimo búlgaro también. La cosa es que Belén estaba a favor de ella, supongo que debido a la falta de café con leche en sangre. Al final conseguí hacerle entender que en dos minutos habríamos comprado las magdalenas y nos iríamos de allí. Aunque ella no dejó de mirar las motos por el rabillo del ojo.

En un pueblo cercano se encuentran las Stobskite piramidi, que no dejaban de ser unas formaciones montañosas en forma de pirámide. Nos pillaba de camino, así que intentamos llegar hasta ellas. Tras un trozo de pista, llegamos a un parking, una taquilla y una visita guiada. Me negué en redondo, aunque Belén (que aún no tenía su café con leche en el cuerpo) no estaba muy de acuerdo. Sin que sirva de precedente, tratándose de mujeres, logré salirme nuevamente con la mía.

Seguimos camino hasta el Monasterio de Rila. Camino por decir algo, porque nos chupamos veinte kilómetros de obras de ida, y otros veinte de vuelta. En medio de un valle entre montañas, este monasterio pintado a listas blancas y negras alberga en su centro la iglesia de la Natividad, profusamente decorada por dentro, y también por fuera, de vistosos y coloridos frescos. 


Dentro, un par de monjes ortodoxos, de casi dos metros de altura y aspecto tosco y descuidado. Afortunadamente no tuve ningún altercado con ninguno de ellos. 


Hasta Sofía quedaban poco menos de cien kilómetros que los hicimos a caballo entre la carretera y la autopista, para intentar recuperar algo del tiempo perdido en las obras. Era la hora de comer (algo pasada, en realidad incluso para los estándares españoles), así que decidimos ir a un McDonald’s de las afueras de la capital antes de ir al hotel.

ALTERCADO 2: En mis andanzas por el mundo, siempre en algún momento u otro ha caído algún McDonald’s. Suelen ser rápidos, serviciales y tener un nivel aceptable de inglés. Menos en Bulgaria. Prácticamente no había gente y tardaron más de 10 minutos en atendernos. La cara de Mario, el dependiente, era de desprecio absoluto. A duras penas entendió lo de «two menús BigMac with french fries and Coke Zero». Y luego que de Zero nada, que la máquina no iba. Pase. Y después que quería ketchup y Mr Mario Bros me pedía nosequé en Búlgaro. Y yo que le miro interrogativo y abierto a entenderle. Y a él que se le acababa la paciencia por momentos. Hasta que entiendo -casi por infusión divina- que me pedía 1LV por el ketchup. Y todo esto para tener el peor BigMac que he tomado en mi vida, con el pan más que tostado absolutamente quemado. Quiero entender que Mario aún no se había tomado el café de la mañana. 

Sofía es enorme, con grandes avenidas donde el tráfico se diluye y no sufres tanto como en Skopje o Tirana. El centro presenta algunas atracciones turísticas, aunque la más recomendable sin duda es la Catedral de Alexandr Nevski, la segunda iglesia ortodoxa más grande de los Balcanes. 


ALTERCADO 3: Dentro de la catedral ya había visto el cartel de «no fotos», así que ya había guardado la cámara. Había dos o tres señores ataviados con grandes batas negras que se encargaban de reponer las velas, o de avisar a turistas que nada de usar el móvil. Pero hacían caso omiso a una señora que estaba reventando su cámara de tanto hacer fotos. Así que ni corto ni perezoso saco la mía para hacer lo propio. En ese preciso momento se me avalanzan dos de las batas negras al unísono, casi al borde del placaje, gritándome (sí, gritándome) «PHOTOS, TEN LEVA!! PHOTOS TEN LEVA». Vamos, que la señora de la cámara había soltado las 10 levas (unos 5 euros) por poder hacer fotos. En ese mismo momento, guardé la cámara y me puse a admirar los preciosos frescos del interior de la catedral. 

Después de recorrer el centro, y ya casi en nuestro hotel, decidimos cenar en Hadjidraganov’s house. Con ese nombre no podía ser otra cosa que un restaurante típico búlgaro de los que te ponen un menú incomprensible aunque esté en inglés. 

ALTERCADO 4: Cuando la camarera viene a tomarnos la comanda, yo intenté pedir alguna aclaración de unos de los platos. La chica me corta, y con una mirada que podría cortar un cristal blindado me dice «Good evening!!!» Ups! Y yo que creía que mi «Hello» con sonrisa incluida cuando se acercaba ya sería suficiente formalidad… Pues no, se ve que hay que ser extremadamente educado en Bulgaria. Al final, tuvimos hasta el equivalente búlgaro de la tuna tocándonos los grandes éxitos búlgaros de ayer y hoy especialmente para nosotros. 

En definitiva, que hoy he aprendido muchas cosas. Pero con total seguridad la que más me va a servir en la vida es que Belén necesita sí o sí su café con leche por la mañana. 

Bosnia pasada por agua. Retorno al Este. Cap. 5


Sabes de esos días que el sol da con fuerza, el asfalto parece que se derrita bajo tus ruedas y te sobra toda la ropa de la moto? Pues hoy no era ese día. Ya ha amanecido en Zadar algo nublado, aunque la vista de la costa desde el apartamento presagiaba otro día radiante. Solamente hacía falta darse la vuelta para ver los nubarrones. Pero bueno, así hemos llegado hasta Šibenik. Pero nos ha costado lo suyo. Kilómetros y kilómetros de caravanas a poco que llegabas a un pueblo. Como no hacía buen día se supone que los turistas han abandonado las paupérrimas playas para lanzarse a la carretera. Porque allí estaban todos. Fijo. 

En Šibenik, tras una buena caravana de entrada -como no- finalmente hemos encontrado sitio, más o menos, en un aparcamiento de motos. Hemos callejeado hasta la catedral. Es extraña, de esas en las que su fachada principal no vale mucho la pena, su fachada lateral tampoco, y su interior no mata. Pero el conjunto es armonioso y aprueba con nota. 


Luego hemos intentado encontrar el Drazen Petrovi? Memorial, una pequeña estatua conmemorativa al jugador de baloncesto más grande que dio la ciudad. Después de mucho buscar, solamente hemos encontrado un mural, pero sin rastro de la estatua. Y a bien seguro que estaba cerca. Otra vez será.


Y luego ha comenzado el diluvio. Rayos y truenos y lluvia copiosa y continua hasta llegar a la frontera con Bosnia. Y luego más agua y más truenos. Había diseñado una ruta por alguna carretera pintoresca, pero visto el percal he decidido meterle directamente la dirección del hotel en Mostar. Pero sabes de esos días en los que el GPS se pone tontorrón y te quiere buscar las cosquillas? Pues eso. Primero que nos quería meter por unas pistas. Y mira que no le suelo hacer ascos a un poco de tierra, pero las condiciones climatológicas no invitaban a muchas alegrías. Así que recalculando nuevamente, mi Garmin ha decidido que lo mejor es llegar a Mostar por las peores carreteras del mundo. Os juro que sacaba la pierna para sentir el agarre del asfalto y parecía hielo. Sí, una sensación muy parecida a cuando subí a Cabo Norte en invierno. El asfalto bosnio es incompatible con el agua, os lo digo yo. 

Y con mucho cuidado hemos llegado, sin parada para comer, a Mostar. Y nada más llegar al hotel, vemos cómo unas ¿rumanas? eran pilladas por la propia víctima tras mangar unas carteras. Forcejeos gritos… Toda una bienvenida a la ciudad. En ese momento, la recepcionista del hotel nos ha invitado a dejar las motos en un parking interior «para más seguridad». Por supuesto que sí!

Mostar… preciosa al atardecer. Porque a todo esto había dejado de llover pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad. Incluso ha salido un tímido arco iris. Pasear por el casco viejo, descubrir nuevamente el puente, escuchar a los muyaidines vociferar desde cada mezquita… Otro mundo. La puesta de sol nos ha brindado, sin duda, el momentazo del día. Toda una recompensa a un día duro de verdad, en el que Belén, como ya me tiene acostumbrado, se ha portado como una campeona, tras muchas horas sobre la moto y bajo la lluvia y el frío, y sin rechistar ni un solo momento. Ole, valiente!


Seguro que Belén os habla en su crónica de las niñas pidiendo por las calles y todo eso, pero yo prefiero quedarme con los colores del atardecer sobre el río Neretva. 


Mañana seguirá lloviendo, así que puede que improvisemos un cambio de ruta sobre la marcha. Eso me suele estresar, pero en el fondo, me hace sentir vivo. Buenas noches, aventureros!

Sardinas junto al mar en Zadar. Retorno al Este. Cap. 4


En un cubilete de cartón, la chica fue metiendo uno a uno todos los ingredientes. Primero, unas hojas verdes. Luego, una especie de patata asada. Posteriormente unas verduras asadas, juntamente con unos trozos de tomate aliñados y un pesto. Y finalmente las sardinas recién asadas. A rebosar. Como para una boda. Fuimos encontrando todos esos sabores sentados en el muelle de Zadar, con los pies colgando mientras las olas se esforzaban por llegar a nuestros pies. Allá a lo lejos, los relámpagos iluminaban parcialmente un horizonte completamente a oscuras. «Será un recuerdo de esos imborrables«, pensé.

Pero el día había empezado mucho antes, cerca de Opatija. Pasamos brevemente por Bakar, una pequeña población encajonada entre autovías e instalaciones industriales, pero que conserva la esencia de un tranquilo y pequeño puerto de mar. Y luego por Senj, donde existe un monolito que recuerda que allí atravesamos el paralelo 45º. O lo que es lo mismo, que nos encontramos exactamente a la misma distancia del polo norte que del ecuador, pero eso es más que discutible. Cosas del achatamiento de los polos. Y también es discutible que haya exactamente 5.000 kilómetros a cualquiera de esos dos puntos. ¿Exactamente? ¡Anda ya!


Las caravanas de la costa nos estaban volviendo locos. Es mi tercer agosto por estas tierras, y nunca había visto tal densidad de tráfico. Era agobiante. Entre caravana y caravana, nos quedábamos embobados deleitándonos con las vistas de la costa croata. Pero al final decidimos meternos hacia el interior. Y allí comenzaron a aflorar los edificios con desconchones de bala, que nos recuerdan la cercana guerra de los Balcanes. Pero seguro que en los próximos días veremos más de eso. 
Nuestro siguiente objetivo era la base aérea abandonada de Zeljava. Una frikada, vamos. Pero ha molado. De las entradas de los búnkers salía un aire fresco que contrastaba con el ambiente sofocante del exterior. Una señal recuerda que la zona puede tener aún minas, así que había que ir al tanto. Y a nuestro frente, las pistas de aterrizaje. Y de despegue, que son las mismas. Las recorremos con un sentimiento de travesuras difícil de explicar. ¿Quién no ha deseado nunca rodar con tu moto por una auténtica pista de aterrizaje? (O de despegue).


Y tras una comida a pie de carretera con hornillo incluido, acabamos en Zadar. Ya la conocíamos de otro viaje anterior, pero esta vez veníamos a escuchar el órgano marino, un original muelle con unos orificios donde entra el oleaje del mar, creando sonidos armónicos como si de un órgano se tratara. Al principio era un sonido melódico, como de esos que escuchas cuando entras en el Natura. Pero en un momento en el que las olas rompían con fuerza, el órgano pareció encabritarse, aullando estridentes notas a cuál más discordante, como si del final de Encuentros en la Tercera Fase se tratara (sí, hay que ser muy friki para entender el símil, ya sé).

Y tras despedir al sol y ver cómo la descomunal placa solar descargaba miles de colores en el suelo del muelle (pagarán tasa solar, estos?), decidimos cenar. Y aquí es donde vienen las sardinas (el lector poco ducho en lecturas debe saber que a veces se altera el orden de los acontecimientos para dar algo más de interés al inicio de la narración. Pero por supuesto, tú ya lo sabías).

A poco de acostarnos solo espero que la jauría de niños que alborotan la casa donde tenemos nuestro ático se cansen pronto de vociferar por el pasillo, porque soy capaz de invocar a San Herodes como no callen. O lo que viene a ser lo mismo: 

Cuán gritan esos malditos! Más mal rayo me parta, si en concluyendo esta carta no pagan caros sus gritos…

pero en versión moderna. Buenas noches. 

Istria y los melocotones en remojo. Retorno al Este. Cap. 3

La península de Istria es un pedazo de tierra que cuelga de lo alto de Croacia y que en algún que otro viaje por la zona me lo salté. Hasta que la visité y desde entronces no puedo dejar de hacerlo. Y aún no sé por qué. Igual es por no perderme Piran, aún en Eslovenia y su callejuelba a pie de puerto. 

O igual es por Pore?, ya en Croacia y su casco antiguo. Esta vez visitamos la Basílica Eufrásica y sus mosaicos milenarios. O puede ser por Rovinj, que se unía a última hora a la ruta al ver hace poco una foto que quería hacer. Porque no es la primera -ni la última- vez que viajo en pos de una foto concreta. Y hoy la ruta persiguió a esta foto: 

Igual ya no me salto Istria por visitar Pula y su magnífico anfiteatro romano, el quinto mayor del mundo, y todo un desconocido hasta que Toño Aracata fue portada de TheRutaMagazine con él a su espalda. O quizá por la costa este de Istria, con unas vistas al mar Adriático desde lo alto que quitan el hipo, y que no dejan de sorprenderme cada vez que paso por allí. 

Pero ahora hay otro motivo para visitar Istria en cada viaje por Croacia. Y no es otro que recordar a Belén, vestida de moto pero con los pantalones arremangados metiendo los pies en el agua mientras disfruta de un melocotón. Ver su cara de felicidad con tan pequeño gesto, ha valido los 400 kilómetros de hoy, y la caravana que hemos sufrido llegando a Opatija. Pequeños detalles.

Asturias. Piensa en verde

En el Puerto de Ventana

En el Puerto de Ventana

Que sí, que nuevamente estábamos en Burgos. Tercera vez que repetíamos en el Silken Gran Teatro, un cuatro estrellas a precio de tres. Y cerquita del centro, para ir a cenar andando y poder volver a rastras, si así lo deseas. Pero no fue el caso. Y es que siempre tenemos problemas para cenar en Burgos. Y mira que hay sitio de tapeo. Pero es que los viernes, después de currar ocho horas y de pegarte casi seiscientos kilómetros en moto, lo que menos te apetece es cenar de pie. Y nunca encontramos el lugar idóneo: o están llenos, o no acaba de agradarnos. Aunque esta vez se nos cruzó un ángel en forma de tabla de surtido de pinchos que estaban preparando en El Veintidós. ¡Qué pinta tenían! ¡Y había sitio en una de las tres mesas del local! Así que esa noche dormimos a gusto, tras las tapas, la cerveza y nuestra visita obligada a la catedral burgalesa, que siempre me sorprende. ¡Qué belleza, tanto de noche como de día!

La catedral de Burgos

La catedral de Burgos

El sábado amaneció frío, con algo de viento y con una ligera llovizna que molestaba. Cruzamos la calle del hotel hasta el Bar Sandro, otro de nuestros clásicos de Burgos. Sandro es un señor entrado en años, calvo y con ojos azules, que tiene un bar con una foto de cuando era mozo y debía ser un ligón. Pero no una foto pequeña, no. Un pedazo de póster que preside la barra. Quien tuvo, retuvo. Desayunamos unos pinchos de tortilla, un zumo de naranja (natural, por supuesto) y un café con leche, que me encargué de desparramar por toda la mesa. No sería la última vez que desparramara algo ese fin de semana.

Y a la moto, dirección Asturias, pasando por Aguilar de Campoo y sus galletas, Reinosa y su Ebro y finalmente la ría de Tina Menor, en Cantabria, pero muy cerquita ya de Asturias. ¡Qué preciosidad! Vas aumentando tu altura mientras que los márgenes de la ría, que cuenta con algunas pequeñas playas de arena, van quedando abajo. Mira que me gusta el Cantábrico, y más cuando sopla algo de viento -no mucho, tampoco nos pasemos- y el oleaje es recio y abnegado, batiéndose el cobre contra las rocas de la costa. Llanes es muy turística, vale. Pero es que mola. La primera vez que la visité hace ya seis años, vine atraído por sus cubos de hormigón pintados de mil colores de su espigón. Los Cubos de la Memoria. Molan. Sobre todo el contraste con la costa, escarpada y coronada por praderas de verde primavera. Esta vez, para qué engañarnos, venía también a ver los cubos. Pero no creo que vuelva. Al menos hasta que los repinten. Porque daban pena verlos. ¡Con lo que ellos han sido!

Llanes y sus Cubos de la Memoria

Llanes y sus Cubos de la Memoria

Pocos kilómetros más allá, y prácticamente sin señalizar, se encuentra la playa de Gulpiyuri.

—Ya verás, es una playa como nunca has visto ninguna— le decía a Belén mientras aparcábamos las motos.

—Hombre, alguna parecida habré visto— contestó.

—No. Ya verás que no.

Playa de Gulpiyuri

Playa de Gulpiyuri

No le dije nada, mientras al acercarnos por el pequeño sendero oíamos ya cómo rompían las olas. Nos cruzábamos con los que ya regresaban de verla, y yo intentaba descubrir en sus rostros la mirada de aquellos que acaban de ver algo inaudito. De pronto, una enorme hondonada se abrió a nuestros pies, y la playa sin mar de Gulpiyuri se iba llenando de agua a cada embestida del mar, que bombeaba torrentes con fuerza a través de la gruta subterránea. Sí, ya sé que es mejor verla en pleamar, y no era el caso. Pero el oleaje entrando por su escondite secreto es también espectacular. Sin duda, al regresar a las motos, los que acababan de llegar adivinaron en mi rostro la sonrisa tonta de quien ha visto cosas imposibles.

Como la playa de Cuevas del Mar, a la que se accede desde Nuevas por una carreterita que a primeras horas de la tarde  de un sábado de finales de abril se ve muy tranquila. Desde el pequeño parking, que no es más que un triste descampado, se puede ver cómo el furibundo Cantábrico se esfuerza en entrar por la estrecha abertura entre montañas hasta la pequeña ensenada. Y lo consigue, pero completamente mermado de fuerza. La enorme pared azul que se deshoja en jirones de espuma se convierte en una pacífica onda que muere mansamente en la playa.

Playa de Cuevas del Mar

Playa de Cuevas del Mar

Pero si ha habido un lugar que me ha sorprendido en Asturias ese es la entrada al pueblo de Cuevas. Se le llama La Cuevona, y yo, tras verla en fotos multitud de veces, no me la imaginaba como realmente es. Y, querido lector, ahora mientras escribo me entra la duda de si tengo que intentar describirla, o simplemente animarte a que la visites, para que la sorpresa sea mayúscula. Solo te daré un par de pinceladas: una gran cueva, atravesada por una carretera. A la entrada, un parking. Pero ni se te ocurra dejar la moto allí, ya deberías saber que los paisajes son mucho mejores encima de tu moto. Así que sigue por la carretera y adéntrate en las profundidades. Estalactitas y estalagmitas, enormes cavidades iluminadas y la sorpresa detrás de cada una de las tres o cuatro curvas, eso es lo que encontrarás. Aún me parece oír el eco de mi carcajada al comprobar que realmente estaba en un lugar completamente mágico.

La Cuevona

La Cuevona

Covadonga siempre ha despertado mi atención. Y no por la Virgen (o quizá sí un poco, igual que me atrae el Pilar, Montserrat o Lourdes), sino porque recuerdo de pequeño las lecciones de historia: aquí comenzó la Reconquista. Don Pelayo y unos cuantos más comenzaron, cuatrocientos años después, a expulsar musulmanes -mi imaginación de niño hacía que fueran Pelayo y un par más, ayudados por la Virgen, tirando piedras desde la cueva a los moros que había debajo-. Pero como siempre pasa en estos lugares, el turismo lo invade todo a poco que haga buen tiempo. Rápida visita a la gruta de Covadonga, y deseo fustrado de ir a los lagos de Enol, ya que había comenzado ya las restricciones de paso con vehículo privado que se imponen en verano. Otro año será.

Santuario de Covadonga

Santuario de Covadonga

Camino a Lastres,  pasamos por el Mirador de Fitu, tras unas cuantas curvas rodeados de bosque, con los Picos de Europa a nuestras espaldas. Hasta allí se habían desplazado los turistas en masa: cola para subir al mirador, que se asemeja a un pequeño platillo volante suspendido en lo alto de la montaña, con los picos nevados a un lado, y el Cantábrico al otro. Lástima de los empujones y codazos para procurarse un buen lugar para la foto.

Mira que me gustan las listas. Y Lastres aparece en la mayoría de listas de los pueblos más bonitos de España. Pues bien, las listas están hechas fundamentalmente para discrepar de ellas. Y yo discrepo en este punto. Y no es que Lastres no sea bonito, que lo es. El problema es que un pueblo encaramado en la ladera de la montaña y que se desparrama hasta el mar, solamente es visible desde el mar -a excepción de algunos pueblos italianos, en la Costa Amalfitana o en las Cinque Terre-. En definitiva, que no tienes un buen lugar desde donde contemplar la belleza del pueblo. Quizá desde el puerto -parcialmente-, o desde la carretera -también parcialmente-, pero sin un lugar seguro desde donde pararse.

Lastres

Lastres

Oviedo me encanta. Es la típica ciudad grande donde te sientes a gusto. Zonas modernas, hoteles de calidad -y a buen precio, como el AC Forum-, y una oferta de sidrerías bien concentradas para poder elegir. La cosa es que como no vamos tan frecuentemente como a Burgos, no me acordaba de la zona de sidrerías. Y para que conste de manera indefinida, lo pongo en este post a modo de recordatorio: calle Gascona. Allí degustamos esta vez un pulpo y una ternera espectaculares.

No os llevéis a engaño como hice yo en alguna de mis visitas anteriores a Oviedo: Santa María del Naranco no está cerca del Naranco de Bulnes. Está a las afueras de Oviedo. Y sería imperdonable que no la visitéis. Es una iglesia prerrománica que… pero ¿qué estoy diciendo? ¡Santa María del Naranco es LA iglesia prerrománica por excelencia! Situada a las afueras, rodeada de una cuidada zona de césped reluce con los primeros rayos de sol. Bueno, los primeros primeros no eran, pero puede valer. De una planta simplemente rectangular, sus paredes laterales solamente tienen contrafuertes y una entrada a la que se accede por una doble escalera. Pero en sus extremos, toda la rudeza del prerrománico se torna delicadeza pura, con una tríada de arcos que deja paso a una pequeña balconada. Espectacular.

Santa María del Naranco

Santa María del Naranco

Y muy cerca de ahí, a un par de curvas más allá, otra de las iglesias prerrománicas que estudiábamos en el cole: San Miguel de Lillo. Ésta es algo más elaborada en su diseño, y presenta unas celosías labradas en piedra de lo más interesante.  Al verlas me pregunto dos cosas: ¿A santo de qué a los prerrománicos estos les dio por hacer ese par de iglesias tan juntas? ¿Tan faltos de Dios estaban por la zona? Y la segunda pregunta: siendo exponentes tan importantes del arte prerrománico en España… ¿a nadie se le ha ocurrido habilitar un pequeño parking de vehículos para incentivar las visitas? Aunque bien mirado, mejor que estas maravillas queden en el secreto, que celosamente guardaremos, entre vosotros y yo.

San Miguel de Lillo

San Miguel de Lillo

Salimos de Oviedo para volver al norte, a su costa cantábrica que era la que nos había llevado hasta esas -para nosotros- lejanas tierras. Cudillero, ¡ese sí que es un pueblo precioso y no Lastres! Aunque claro, la fama del Doctor Mateo solamente recala en Lastres. Era mi tercera visita a Cudillero, segunda en moto, que es cuando se saborean mejor las bellezas. Y la vez anterior diluviaba. Y a pesar de eso ya era un pueblo precioso… Pues esa mañana tocaba sol. Ver las casas de colores desparramándose por la ladera abrazando el antiguo puerto es de una delicadeza exquisita. Me recuerda a otros pueblos que tengo en mi memoria como de lo mejorcito que he visto, si hablamos de pueblos costeros. Del nivel de Positano, en la italiana Costa Amalfitana. Un consejo: si podéis elegir, mejor visitarlo una soleada tarde, ya que así el sol no quedará en contraluz a la hora de las fotos de postureo.

Cudillero

Cudillero

Cerca de allí existe una playa de nombre sugerente: playa del Silencio. ¿Cómo no íbamos a visitarla? El caminito sobre el acantilado hasta acceder al sendero peatonal es de lo más bonito para hacer en moto: a ambos lados la verde hierba, omnipresente en la costa cántabra, mientras muchos metros más abajo, el gran azul del mar. Sí, gran azul, no sé definirlo de otra manera, tened en cuenta que soy hombre y solo distinguimos cuatro colores, entre ellos el azul. Y este azul es grande, inmenso. La playa del Silencio, vista desde arriba es espectacular, de las que te deja mudo -de ahí el nombre, pienso-. Una ensenada de color verde turquesa, protegida por un gran peñasco cubierto de verde, mientras que al otro lado la costa se rompe en decenas de solitarias y verticales peñas donde el mar se desgarra con fuerza. No dejéis de echarle un ojo.

Playa del Silencio

Playa del Silencio

Y seguimos hacia el oeste, cada vez más lejos de casa, cada vez más cerca del cielo. Luarca es nuestra siguiente parada. Indispensable entrar por la carretera del faro, haciendo una parada justo cuando tengamos el puerto a nuestros pies, y todas las casas con sus característicos ventanales rodeándolo. Y luego, rodear el faro por la estrecha carretera que acaba posándote grácilmente sobre el puerto. Luarca es un pueblo muy animado donde no tendremos problemas para tomarnos una tapa -en nuestro caso fueron chipirones- y una caña. Esta fue nuestra primera visita a Luarca, y en ese momento decidimos, entre chipirón y chipirón, que no será la última. ¡Hasta pronto!

Luarca

Luarca

Si desde allí nos dirigimos en dirección sur, despidiéndonos definitivamente del mar Cantábrico, nos adentraremos en el Parque Natural de Somiedo. Miles de rutas a pie se nos abrirán por doquier en cualquier recodio de la carretera, de mil y una curvas. ¿Que qué carretera? Da igual. Cualquiera que cojáis es impresionante. Lo mismo encontraréis suaves colinas de esponjosa hierba que estrechos e impresionantes desfiladeros. Nuestro destino eran los lagos de Saliencia, a los que se llega por una pista en teoría fácil. Bueno, fácil hasta que te encuentras una lengua de nieve que deja unos dos palmos bien embarrados entre  la nieve y el barranco.

–Por ahí no podemos pasar– dijo Belén con buen criterio. Siempre me asombraré de la buena cabeza que tienen las mujeres para prever el peligro.

–No, es fácil– dije. –Ya paso yo tu moto. Solo tienes que ponerte al lado del barranco por si se me escurre la rueda.– Ingenuo de mí, pretendía que ella sola, casi sin espacio, parara los más de doscientos cincuenta kilos de mi moto si el barro me hacía una mala jugada.

Así que con más ilusión que pericia, comencé a avanzar por la estrecha cinta marrón de barro, apoyándome con los pies en el hielo. Poco a poco, como debe ser en un inútil total como yo cuando salgo del asfalto. Me acordaba de los miles de kilómetros sobre el hielo de la Expedición Aurora Borealis, pero claro, en esa ocasión llevaba clavos… y no había opción de retroceder. O subiendo al puerto de Someiller, en un memorable verano alpino off road donde una similar lengua de nieve nos impidió llegar más allá de los 3000 metros.

Y entonces me cagué. No literalmente, pero cuando faltaba poco menos de un par de metros para superar el obstáculo, me acordé del precario estado de mi neumático trasero, que se llevaba bastante mal con el barro. Y paré. Craso error. Porque cuando paras con el barro, ya sabes lo que suele pasar al arrancar de nuevo: Efectivamente, que derrapas. Y no tenía mucho margen de error para que se me desplazara lateralmente la moto, sopena de enviarla, junto con Belén, al fondo del barranco. Y no me apetecía mucho esa opción. Así que guardé el rabo entre las piernas -simbólicamente, claro…- y  no sin esfuerzo, empujamos la moto hacia atrás. Los lagos, que quedaban a escasos tres kilómetros, tendrían que esperar. Porque querido lector, es bueno siempre dejar algo pendiente para volver a un lugar que te sorprende, aunque esté tan lejos como Asturias.

A última hora de la tarde, paramos en mi querida León, donde vuelvo siempre que puedo a admirar su catedral y sus vidrieras. La pulcra leonina, la llaman. Con eso os lo digo todo. Esta vez la visita se quedó en un refrigerio en la Calle Ancha, frente a la Casa Botines. Mira que me gusta el modernismo de Gaudí. Y mira que me sorprende que haya muestras de él en León. Y no una, sino dos tazas. Porque el Palacio Episcopal de la cercana Astorga también es de traca. Si no lo conocéis, ya estáis programando una rutilla.

Casa Botines

Casa Botines

No todos los días se duerme en un monasterio. Bueno, de día incluso menos -festival del humor-. Pero esa noche, nosotros lo hicimos. En el Real Monasterio de San Zoilo, en Carrión de los Condes. Habitación regia, cena de ministro. Si váis alguna vez, en el restaurante de la sala de las vigas, junto a una de las paredes de ladrillo, veréis mi marca. No, no la hice con la llave, que eso es de vándalos. Me dio durante la cena por hacer malabarismos inintencionados con la copa de vino, que no llegó a caer, pero que desparramó todo por la pared. Al principio quedó rojo, como suponía. Pero luego todo el manchurrón de la pared se fue tornando de un verde grisáceo que se hacía cada vez más evidente. La estrategia fue despistar a las camareras cada vez que nos acercaban los platos (sopa castellana y carrilleras, si tenéis curiosidad), pero no sé si lo conseguimos. Al menos ellas disimularon. Si algún responsable de la restauración de esos centenarios muros lee mi humilde blog, desde aquí pido perdón. En serio, soy cada vez más torpe, pero no lo hago adrede.

De Carrión de los Condes hasta Zaragoza, lo hicimos en un plis. Primero, sobre el Camino de Santiago, cruzándonos con infinidad de peregrinos que no trabajan los lunes. Frómista y su Canal de Castilla -múltiples veces visitado- quedó atrás, demasiado rápidamente. Si tenéis ocasión, no dejéis de verlo. Y ya puestos, la iglesia de San Martín, de un exquisito románico como todo el palentino. Después, atravesando las largas rectas de la ancha Castilla, llegamos a Lerma, que pasamos rápidamente ya que la visitamos hace un par de meses. Y luego Covarrubias, el Monasterio de Arlanza y finalmente Soria. Y si pongo estos nombres del camino es por si el lector avezado y masoquista que ha llegado hasta aquí, quiera descubrir verdaderas joyas castellanas. Cualquiera de estas poblaciones será de vuestro agrado, me la juego.

San Martín de Frómista

San Martín de Frómista

Y esto ha sido todo. ¿Lo mejor de todo? Buf, tantas cosas… El Cantábrico es un auténtico tesoro vayas cuando vayas. Asturias siempre será mi soñado edén, tan lejos como para anhelarlo, tan cerca como para poder alcanzarlo tras una pequeña penitencia de setecientos kilómetros. Y la oportunidad de observar cómo va cambiando el paisaje, poco a poco, desde la furiosa costa cántábrica, las verdes colinas del interior, pasando bruscamente a la planicie castellana y finalmente al valle del Ebro. Hemos recorrido media España cambiando de paisajes paulatinamente, casi sutilmente. Y eso no puedes notarlo viajando por autovías. Ni en avión, por supuesto. ¿Sabéis? Me siento afortunado.

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