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Una abuela en los Monegros

El pasado fin de semana estuve dando tumbos por los Monegros con la Adventure. No voy a negarlo, soy una abuela haciendo pistas. A pesar de mi Aurora Borealis o los Alpes off road, lo cierto es que casi no me despeino en la tierra. Pero no me despeino de lo lento que voy. El vídeo que podréis ver ahora es una mezcla entre «Paseando a Miss Daisy» y «Una historia verdadera» Sí, la del viejo que se cruzó Estados Unidos montado en un cortacésped. Y por qué no negar mi estilo «abuelero» haciendo off? Seguro que me hace falta más de una masterclass de las de Isaac para que salga algo decente en el próximo vídeo.


La Ruta de los Pueblos Negros


La Ruta De Los Pueblos Negros por Dr_Jaus

La primavera estaba al llegar, y los días comenzaban a alargarse. Salir de Zaragoza por la A-2 como tantas otras veces, era diferente, como siempre. El atardecer teñía de un rojo imposible todo el horizonte que lograba ver a través de mi casco. Delante, Belén afrontaba los primeros kilómetros de autopista con esa mezcla de ilusión y temores que siempre tiene al iniciar las rutas. Allí al fondo, la silueta del Moncayo esperaba pacientemente a que cayera la noche.

Después de los más de 170 kilómetros de aburrida autovía, solamente quedaban veinte para llegar a Sigüenza, un viernes más nuestro campo base. La carretera serpentea ligeramente, y a pesar de ser noche cerrada, se agradecía después de tanta recta. Miré al retrovisor. El pequeño faro de la Derbi Terra negociaba con precisión y autoridad las curvas que nos vamos encontrando. No dejo de sorprenderme de lo que ha aprendido Belén en tan poco tiempo. Es una clara muestra de lo que podemos conseguir si realmente queremos conseguirlo. El castillo de Sigüenza, que domina en lo alto de una loma todo el pueblo, me sacó de mis pensamientos, y nos indicó el final del trayecto.

Nuevamente nos alojamos en La Casona de Lucía. La familiaridad del trato, así como unas instalaciones fantásticas, nos hicieron repetir. Manolo, su dueño, se preocupaba por nosotros como si fuéramos de su familia.

-¿Dónde habéis aparcado las motos?- nos pregunta.

-Al lado del container, estarán bien allí- respondo.

-No me gusta el sitio. El camión de la basura puede hacerles algo -se preocupa- Ahora iremos a verlas y os indicaré el mejor lugar. Pero casi mejor que las dejéis en el garaje que tengo no muy lejos de aquí.

-No se preocupe -dije- Las moveremos cuando vayamos a cenar.

Nos cambiamos rápidamente y salimos a reponer fuerzas. Manolo, como no, nos acompañó calle arriba para certificar que dejábamos las motos en buen sitio.

-¿Habéis cogido las llaves de la habitación?- preguntó con un tono paternalista.

La taberna Seguntina estaba completamente vacía. A pesar de ello, nos sentamos a cenar. Sopa castellana, pimientos del piquillo rellenos de carne y cabrito asado. No fue la mejor cena de nuestras vidas, seguramente no repetiremos sitio. Los tres camareros entraban del comedor por una puerta y salían por otra, observándonos y preguntándonos repetidamente por nuestra cena. Uno detrás de otro, como esas figuritas que salen de algunos relojes a la hora en punto.

De vuelta al hotel, recorriendo las silenciosas calles de Sigüenza, pensé que ni nos habíamos propuesto dar una vuelta por la plaza Mayor o la catedral. Las habíamos visto hace menos de tres meses. Y también el año pasado. Me sentí cómodo, vagando por calles ya conocidas, sin la presión autoimpuesta del turismo por el turismo. Mañana sería otra cosa. Visitaríamos los llamados pueblos Negros y Dorados de Guadalajara. Nunca había estado allí y me apetecía conocerlos, respirarlos, sentirlos. Y eso afortunadamente no es turismo.

Salimos de Sigüenza por la mañana inmersos en un día radiante. Los buitres trazaban círculos perfectos sobre nuestras cabezas, volando tan elegantemente que tenía que frenar las ganas de conducir mirando constantemente al cielo. A nuestro alrededor, campos marrones y verdes se extendían por las laderas de las pequeñas colinas, peinados como de domingo. Perfectamente arados, y algunos con los incipientes brotes de una nueva cosecha. Dejamos el castillo de Jadraque a la izquierda y seguimos hacia Cogolludo, que se esparce distraídamente por la ladera de la montaña. Camino de Campillejo, atravesando bosques a derecha e izquierda, el aire olía intensamente a pino. Las laderas rocosas mostraban una pizarra negra y elegante, anunciándonos que nos acercamos a los Pueblos Negros.

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En la comarca, son bien diferenciales los llamados Pueblos Negros, con casas construidas íntegramente de pizarra -de ahí su nombre- de los Pueblos Dorados, que utilizan cuarcita para su construcción, de un color más amarillento. Geográficamente están separados por la sierra del Ocejón, dejando los negros al oeste, y los dorados al este de esta frontera natural.

Majaelrayo es quizá el mayor exponente de pueblo negro. Para llegar hasta allí, dejando la sierra a nuestra derecha, pasamos por campos repletos de romero, que traspasaron completamente mis cinco sentidos. Pocas veces había notado esa bofetada de olores tan brutal. Pocas veces una bofetada como esa me había hecho sonreír. Majaelrayo está primorosamente conservado, excepto alguna que otra casa desvencijada. Un paseo por sus calles es siempre muy recomendable.

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Para visitar los pueblos dorados, tuvimos que volver hacia atrás unos cuantos kilómetros, volviendo a pasar por los campos de romero, los pinares y las curiosas formaciones rocosas de la ciudad encantada de Tamajón. Cuando volvimos a tomar rumbo norte, ahora con la sierra del Ocejón a nuestra izquierda, comenzamos a descubrir los Pueblos Dorados. Villaverde de los Arroyos es el alter ego de Majaelrayo, esta vez en tonos amarillentos. El pueblo es un punto de inicio de muchas excursiones por la sierra, por lo que los aparcamientos habilitados a la entrada suelen estar abarrotados. Nos tomamos nuestro fuet en la plaza del pueblo, y tras recorrerlo a pie salimos hacia Ayllón.

Puede que fuera la carretera, o puede que fuera la hora de la siesta. Pero las curvas se nos iban atragantando. Sin ritmo ni armonía alguna, y con un asfalto tirando a malo, era imposible prever el su radio y su cadencia. Atravesamos ese hora mala como pudimos hasta llegar a Ayllón, para ya entrar en la provincia de Segovia y encontrar mejores carreteras. La idea era recorrer los casi cien kilómetros que nos separaban de la ciudad del acueducto para pasar allí la noche.

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La primera parada fue precisamente en ese acueducto varias veces milenario. Belén quería la foto de rigor con su moto y su ya casi famoso salto, como quien recoge una pegatina a modo de trofeo de su ruta. Mientras, el acueducto, impertérrito, se dejó retratar. Toqué suavemente sus piedras. Hace mil años, cuando nosotros iniciábamos tímidamente la Reconquista, estos arcos ya tenían mil años. Da que pensar.

En Segovia elegimos El Sitio para la cena. Una estupenda ensalada de queso de cabra, unas patatas revolcones y una pierna de cordero rellena de boletus y patatas panaderas exquisitas. Un colofón espectacular a una buena ruta. Tras el festín, nos retiramos a nuestros aposentos casi faraónicos en el hotel Cándido, a las afueras de la ciudad. Muy buenos precios para un hotel casi de lujo. Recomendable si tienen ofertas.

Debíamos levantarnos relativamente pronto si queríamos llegar a Zaragoza a la hora de la comida. Nos quedaban 360 kilómetros de carreteras nacionales que nos llevarían por San Esteban de Gormaz, Soria y Tarazona. A nuestra derecha, la imponente Somosierra completamente nevada refulgía con los primeros rayos de sol. El ambiente era soleado, y nos permitió recorrer el camino casi sin enterarnos.

Al aparcar las motos, ya en Zaragoza, las acaricié en silencio. Monturas inanimadas, a pesar de que a veces hablamos con ellas. No saben el bien que nos hacen. No saben que la próxima ruta será en primavera, con toda la naturaleza en flor. Les da igual. Siguen ronroneando con nieve, viento, sol o lluvia, sirviendo a sus amos sin rechistar. Sonreí. Porque yo sí se que no hay nada más bonito que rodar en primavera.

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Puedes leer los pensamientos de Belén sobre esta ruta en su blog

La Ruta del Mimbre


LaRutaDelMimbre por Dr_Jaus

Aunque los grandes viajes son los más deseados, las pequeñas perlas que te encuentras en el camino de la vida los fines de semana son el combustible necesario para poder afrontar con ilusión los días de trabajo. Albarracín, las hoces de Beteta, Cuenca y la ruta del mimbre fueron los escogidos para ese frío fin de semana de febrero. Carretera en buena compañía, relax, buenos manjares y mejores sonrisas. Corta pero intensa. Aquí tenéis un pequeño vídeo que a ciencia cierta sabrá a poco.

 

La Última Ruta del 2013

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(vídeo al final)

Me encanta la sensación de estar aprovechando cualquier momento para viajar en moto. Es por eso que ese espacio mágico que hay entre las fiestas de Navidad y las de fin de año es idóneo para ello, rompiendo la monotonía de los turrones y las comilonas. Además, había que trasladar la Derbi de Belén desde Barcelona a Zaragoza y… ¿qué mejor manera de hacerlo dando una vueltecita?

Nos habíamos marcado un objetivo complicado para el primer día. Más de seiscientos kilómetros para la 125cc de Belén quizá eran demasiado para hacerlos íntegramente con luz de día. Pero es que a ella la noche le confunde. Así que salimos con las primeras luces del alba desde Terrassa, enfilando lo antes posible la N-340. Siempre me ha gustado esa carretera, mil veces en parte recorrida durante mi infancia. Pensar que siguiéndola hacia el sur me llevaría sin desvíos hasta la lejana Cádiz me abrumaba. Ahora sé que esas cintas de asfalto negro me conectan, sin solución de continuidad, con lugares tan remotos como Estambul o Cabo Norte. Y tengo ganas de comprobar que siguen incluso más allá.

Con una temperatura agradable pasamos por Tarragona y Salou, dejando de lado el Delta del Ebro, casi acariciándolo. Castellón y Valencia siguieron después, dejando definitivamente la N-340 ya pasado el mediodía. Habían aparecido las nubes, y la A-3 dirección Madrid escalaba algunos pequeños puertos de montaña entre Requena y Utiel. Nada del otro mundo, pero combinados con el viento de cara,  impedían que la pequeña Derbi adelantera con soltura a los mastodónticos camiones. Mi BMW y yo lo contemplábamos desde la retaguardia, sin poder hacer nada más que intentar dar rebufo a Belén y su Terra. Si en la ruta de la Camarga Belén luchó contra la oscuridad, esta vez la pelea era contra el viento.

Después de una reconfortante sopa en el área de servicio del Rebollar, seguimos hacia el oeste sin más novedad que un cielo cada vez más cubierto. Llegamos a Alcázar de San Juan casi de noche, cumpliendo el plan de viajar siempre de día. Sus cuatro molinos en lo alto del cerro aún podían verse en la penumbra, observándonos altivos desde su privilegiado mirador. El Convento de Santa Clara fue nuestro hotel. Acogedor, aunque podría haberlo sido más, al menos por lo austero de sus habitaciones, rememorando quizá las antiguas celdas de las novicias. El menú de la cena tiene una relación calidad-precio insuperable, por lo que recomiendo encarecidamente reservar la media pensión. Croquetas caseras, embutidos ibéricos y solomillo exquisito.

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La mañana amaneció en Alcázar de San Juan con las calles aún mojadas de la persistente lluvia de la noche, pero con los cielos casi completamente despejados y la atmósfera excepcionalmente limpia. Los molinos de Consuegra aparecieron muchos kilómetros antes, allá en lo alto, acompañando al castillo que casi todo el mundo olvida. Las paredes encaladas reflejaban un sol potente, pero incapaz de paliar la sensación de frío que traía el viento del norte. Rodando entre los molinos de la Mancha, confundiéndolos con gigantes, admirándolos bajo sus aspas, dejándose acariciar por la fría brisa manchega… Una inyección de calma.

Debíamos llegar a comer a Ávila, así que no teníamos mucho tiempo que perder entre los castillos que íbamos descubriendo a ambos lados de la autovía hacia Toledo, por el que pasamos casi de puntillas, saludando con la mirada al imponente Alcázar que domina la ciudad. Después, ya por carretera, ascendemos el puerto de Paramera, donde la temperatura descendió progresivamente hasta unos 2ºC, mientras la nieve decoraba intermitentemente alguno de los arcenes. Después nos encontramos, casi de sorpresa, a Ávila y sus murallas, que la abrazan como quien protege un tesoro.

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Entramos en la zona intramuros, donde sus callejuelas adoquinadas forman un verdadero laberinto. Encontramos fácilmente el restaurante La Acazaba, donde teníamos nuestra reserva para comer. Variado de primeros típicos, donde no falta la sopa castellana, las migas o las famosas patatas revolconas. Y para rematar, un generoso surtido de carnes a la brasa. Con el estómago bien lleno y esa luz de la tarde que lo hace todo especial, paseamos entre las murallas y las iglesias abulenses, admirando la riqueza cultural y arquitectónica que tenemos en España, sin duda una de las más impresionantes y variadas del mundo.

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A Salamanca llegamos por la autovía, justo con la puesta de sol, mientras un fotogénico pero peligroso frente nuboso dejaba algunas lluvias dispersas allá en el horizonte. Las últimas luces se filtraba entre las diversas cortinas de agua formando un abanico de grises y azules que fueron nuestro divertimento durante los últimos kilómetros. El hotel Tryp Montalvo se encuentra a las afueras de la ciudad, rodeado de polígonos pero a muy pocos minutos del centro. Es un cuatro estrellas muy recomendable, con un precio muy bajo para lo que realmente ofrecen. Una vez alojados y duchados, y con el frío que comenzaba a apretar esperándonos en la calle, nos fuimos al centro de Salamanca, para redescubrir nuevamente la ciudad.

Salamanca es diferente cada vez que la visitas, aunque siempre preciosa y sorprendente. Sin lugar a dudas es una de mis ciudades favoritas. Esta vez las decoraciones navideñas, y sobre todo la exquisita iluminación de sus monumentos principales le pusieron el traje de gala. Disfrutamos de la casa de las conchas, de la Universidad, con su Fray Luis de León siempre expectante, de las catedrales -porque Salamanca tiene dos-, y por supuesto de la plaza Mayor, sin duda una de las más bonitas de España. Y como colofón, unos pinchos de jamón y de morcilla en Musicarte, en la Plaza del Corrillo.

El frío era intenso a esas horas, pero seguiría paseando horas y horas entre esas paredes de piedra amarillenta, primorosamente iluminadas, con esos grafitos color burdeos de otro siglo, rotulando en castellano antiguo cada uno de los principales atractivos de la ciudad. Satisfechos y contentos por haber dejado que la ciudad nos pinte de noche sus recuerdos, decidimos volver al hotel, con la certeza -como siempre que voy a Salamanca- que volveremos.

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El día amaneció cubierto de una espesísima niebla. Al mirar por la ventana de nuestra habitación, apenas se podía distinguir el otro lado de la calle. Eran las ocho de la mañana, así que di media vuelta y seguí durmiendo, a la espera que disipe la niebla. Hora y media más tarde la situación ha mejorado bastante, por lo que desayunamos frugalmente y partimos por la CL-501 hacia Ávila, desechando definitivamente volver por la autovía. La niebla iba y venía, observando por momentos cómo se levantaba el techo de nubes, que volvíamos a tocar en cuanto la carretera ascendía ligeramente. Las dehesas con sus árboles, salpicados sin ton ni son, se sucedían a ambos lados de la carretera, y alguna que otra manada de toros bravos nos miraron con curiosidad. La niebla, ya residual, daba al paisaje un toque entre misterioso y romántico que nos hizo disfrutar del paisaje durante toda esa mañana.

Habíamos quedado con Pablo y sus amigos en Villacastín, y después de un pequeño aperitivo, salimos hacia Madrid por el alto de los Leones. La temperatura seguía bajando, hasta rozar los 2ºC, y la escarcha teñía de blanco la copa de los abetos, en una estampa típicamente navideña. En Madrid, ya con Pablo, Anhaí, Paco y Raquel degustamos unos bocatas de calamares y un relaxing cup of café con leche en los alrededores de la Plaza Mayor, atiborrada como todo el centro de la capital. Madrid, siempre acogedora y señorial, ofrecía sus mejores galas adornada de Navidad. Esa noche dormiríamos en Boadilla, en casa de Marisa y Javi, abusando como en otras ocasiones de su grandiosa hospitalidad. Gracias!

Al día siguiente, después de una noche helada que dejó recuerdo en forma de escarcha sobre nuestras motos, partíamos hacia Zaragoza, punto final de la ruta. De un tirón, parando únicamente para repostar, recorrimos los trescientos treinta kilómetros. Belén se porta como una auténtica campeona, con un aguante admirable y un espíritu de sacrificio que más de uno quisiera. Creo que está preparada para gestas aún mayores.

Y así concluímos un año lleno de rutas y de kilómetros, un año en el que Belén se estrenó -y con muy buena nota- como motera. Un año en el que junto con Coco y Pablo descubrí los misterios de las auroras boreales y de los peligros del inhóspito norte helado. Un año con nuevos proyectos, aún pendientes y nuevas ilusiones. Acabó el 2013 con la certeza de que el 2014, con toda seguridad, nos aportará aún más aventuras y más kilómetros de sonrisas, satisfacciones y ganas de vivir. Feliz año nuevo!


LaUltimaRutaDel2013 por Dr_Jaus

La mágica Ruta de la Demanda

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(busca el vídeo más abajo)

A estas alturas de año, salir en moto después del trabajo en busca de la aventura del fin de semana significa rodar de noche. Y en muchas ocasiones, con frío. Esta vez no era tanta la sensación de frío como la de hace un par de semanas, cuando con la BMW y la Derbi llegamos hasta Sigüenza a escaso medio grado positivo, y tuvimos que volver al día siguiente casi con el rabo entre las piernas tras un quitanieves, abortando nuestra ruta del Camino del Cid. De ese fin de semana me quedo con los mejores boletus que he probado en mi vida en el restaurante Nöla de Sigüenza, con la amabilidad del dueño de La Casona de Lucía, el alojamiento rural donde dormimos, y con la valentía de Belén, que afrontó la nieve y el hielo con decisión y sin miedo, aunque quizá en parte por desconocimiento del peligro.

Para la ruta de este fin de semana había elegido la Sierra de la Demanda, donde multitud de leyendas mágicas se agolpan en esta zona caballo entre La Rioja, Burgos y Soria, siempre bordeando el paralelo 42, zona de energías misteriosas y  de núcleos claves en la historia de las religiones de todo el mundo. No se esperaba tanto frío, como así fue, mientras recorríamos la aburrida carretera de Logroño a ritmo de camión. El hotel elegido era el F&G Logroño, con una excelente relación calidad-precio y un curioso y moderno patio interior triangular, adornado con una auténtica fachada del siglo XVI transportada piedra a piedra desde la calle Mayor de la ciudad. Cena cerca de la famosa calle Laurel logroñesa con cardo, carrilleras y entrecot, regado como no puede ser de otra forma con un rioja espectacular. Y todo por 16€ el cubierto. Magnífico.

Hay momentos que pasan en un suspiro. Son instantes que casi de una manera fantasmagórica, casi etérea, se cuelan por tus sentidos sumiéndote en un estado de magia extraña. Entrar de noche en el hotel y ver en la penumbra ese patio interior, con la majestuosa fachada de piedra apenas tenuemente iluminada, fue uno de esos momentos. El silencio lo embriagaba todo, quizá ayudado por el rioja de la cena. Me pareció estar en la plaza de un pequeño pueblecito solitario, donde únicamente faltaba el rítmico cantar de los grillos y un cielo estrellado como esos del verano. Como por arte de magia, me vi elevado sobre el terreno, observando ese imaginaria plaza desde las alturas. «Planta tres»- dijo la voz metálica del ascensor acristalado despertándome de ese instante de ensoñación. Las puertas se abrieron y volví a la realidad.

-Ha llegado lo más bonito del barrio- dijo la camarera de la cafetería del hotel cuando entró la cuadrilla de barrenderos a hacer una pausa regada con vino y pincho de tortilla. Era la mañana del sábado y fuera llovía sin prisa pero sin pausa, mientras la camarera a la que llamaremos Teresa, seguía con su particular bombardeo de piropos a los asiduos del bar.

-Aquí tienes tu cortado, corazón- vociferaba mientras servía con una mano y cobraba con la otra. La escuchaba mientras desayunábamos un croissant a la plancha y un mini bocadillo de pechuga empanada. Teresa es menuda, nerviosa y trabajadora. No para de hacer cosas mientras agasaja casi de forma patológica a todo el que se acerca a la barra. Desprende alegría, ganas de agradar y buen rollo. Tan buen rollo que casi dejó de importarme la persistente lluvia de ahí fuera mientras me cobraba con un algo más recatado «gracias, caballero». Cualquier otro -yo mismo- estaría amargado trabajando un sábado, con el bar a tope y sin ninguna  ayuda. Pero Teresa no. A ella le encanta su trabajo. Y aunque sus modales no encajan exactamente con lo que se espera de una camarera de un hotel de cuatro estrellas con spa, no me cabe la menor duda que ese amor por el trabajo la mantiene día a día, sábado a sábado en su puesto. Toda una lección que aprender.

De camino a San Millán de la Cogolla salimos de Logroño con la precaución necesaria. El asfalto frío y mojado no es lo que mejor le va a Belén, que a pesar de su poca experiencia motera ya lo hace fenomenal. Tanto, que rápidamente dejé de mirar su rueda levantando miles de gotas de agua y empecé a mirar de una manera más despreocupada el paisaje. Y su melena rubia que se esparcía por su espalda aún algo recta y tensa. La imagino dentro de unos meses, cuando ya más relajada pueda disfrutar más de lo que hace ahora de nuestras rutas en moto.

La carretera surca tierras rojizas, haciendo honor a la región y al vino que de ella emana. Extensos viñedos ondulados mostraban sus últimas hojas vestidas de un ocre otoñal mientas dejamos atrás los monasterios de Suso y Yuso, envueltos en el misterio de San Millán y de los cuerpos de los siete infantes de Lara. Tras Bobadilla la carretera se retuerce y se arruga mientas atravesamos los desfiladeros que el río Najerilla deja a su paso por Anguiano, cuna del bandido Nuño y del Monasterio de Nuestra Señora de Valvanera. Seguimos por la CL-113 hasta el tranquilo embalse de Mansilla, cabalgando sobre baches empapados, entre pacientes vacas que buscan el calor del asfalto y rodeados de paisajes tranquilos y solitarios.


La Ruta De La Demanda por Dr_Jaus

Vizcaínos, Jaramillo de la Fuente, San Millán de Lara o San Pedro de Arlanza nos recibieron a nuestro paso con espléndidas iglesias románicas pero ningún lugar donde reposar, calentarnos y comer algo. Eran más de las tres de la tarde cuando llegamos a Quintanilla de las Viñas para ver su pequeña iglesia visigótica, lugar mágico por excelencia de la zona. Seguía lloviendo, no había parado desde la noche y la temperatura no subía de 4°C. Lo cierto es que no apetecía parar en ningún lado ni a grabar ni a visitar nada. Esas no eran maneras de hacer una ruta, así que prescindimos del dolmen de Mazariegos, de Salas de los Infantes y de sus siete cabezas o del enhiesto surtidor de sombra y sueño que es el ciprés del Monasterio de Silos. Enfilamos la N-234 hacia San Esteban de Gormaz donde acababa nuestra ruta. Muy poco después, un letrero luminoso anunciaba posada y comida en Hortigüela, por lo que entramos en el pueblo y nos refugiamos en la cuidada posada.

-¿Puedo quedarme con esto?- decía un hombre rechoncho, con gafas de intelectual y camisa a rayas sentado delante de su entrecot muy hecho. Sostenía un pequeño artefacto, no más que una peana con un corazón y una pinza en su extremo que el restaurante utilizaba para poner el cartel de reservado en las mesas. -Es un perfecto elemento de lo que Joan Brossa llama arte conceptual. El amor, simbolizado por el corazón, acaba siendo posesión, en forma de esta pinza que atenaza-. La camarera y a su vez dueña del local lo miraba casi sin comprenderlo. María, que así la llamaremos, estaba acostumbrada a las conversaciones de ese cliente habitual,  agradable pero algo snob, que desparramaba cultura por el mesón todos los fines de semana.

Comimos una sopa, y sendos platos de pollo de corral. Exquisitos, elaborados con cariño a pesar de las intempestivas horas, quizá muy tardías para seguir teniendo la cocina abierta. Pero el mesón, haciendo alarde de su más profunda definición, cumple el deber sagrado de acoger, alimentar y calentar al caballero, que por tierras de Castilla se adentre cual Quijote en busca de las más disparatadas aventuras.

María es una artista. Y no solamente por sus platos, que cobra a un precio irrisorio. De tener un bullicioso puesto de fruta en el mercado de La Mina, conflictivo barrio de Barcelona, ha pasado a la tranquilidad y soledad de un pequeño pueblo de la provincia de Burgos, pasando previamente por un par de divorcios, tres hijos y muchos problemas. María tiene ganas de hablar. De hablarte de ella, y de escuchar historias similares a la suya. De sentirse comprendida, quizá. De saberse algo más arropada de lo que puede ofrecerle un intelectual amante del arte conceptual de Brossa. Necesitaba explicar el por qué de su retiro desde la agitada Barcelona hasta este tranquilo rincón de ninguna parte. Tenía ganas de ser protagonista de su particular huida hacia delante. Y por eso la escuchamos, cerca de su virgen del Pilar que la miraba calmada y tranquila desde su lugar de privilegio, pintada en unos azulejos que presiden su comedor.

Escuchamos a María hasta que la noche cayó sobre Hortigüela. Preguntamos a su pareja Fernando por la mejor ruta hasta San Esteban de Gormaz. La temperatura había bajado, rozando los 0ºC. Había dejado de llover, pero el asfalto continuaba empapado.

-En estas condiciones no os aconsejo acortar por comarcales- dijo Fernando. -Por allí no pasan los quitanieves,  y tal como está la cosa, seguro que hay hielo-. A pesar de tener la mejor tecnología, tres aplicaciones diferentes de meteorología para el móvil, o de poder consultar el estado de las carreteras en la página de la DGT, lo mejor es siempre preguntar a la gente de la zona. Y hacerles caso. Así que aunque serían cincuenta kilómetros más, decidimos volver por la nacional hasta casi la entrada de Burgos para luego bajar por al A-1 y la N-122 a San Esteban de Gormaz.

Una vez instalados en el hotel, buscamos insistentemente el restaurante El Bomba para cenar, encandilados por su carta micológica. Si no comes setas en otoño, ¿cuándo las vas a comer?  Después de pasear por el pueblo con la temperatura por debajo de lo aconsejable, no lo encontramos. Y es que no deberíamos haberlo buscado, ya que El Bomba resultó ser el restaurante de nuestro hotel.

-Hola, soy Gerardo, el gerente. ¿Todo bien?- nos dijo un hombre delgado, completamente Calvo y con mirada complicada. Iba vestido de manera informal, con unos tejanos y una camisa a cuadros. Dejamos de degustar las setas de cardo, regadas con un Pago de los Capellanes para atenderle.

-Pues sí, todo perfecto, gracias- contesté.
-¡Ah, venís en moto!-dijo Gerardo reparando en nuestras cazadoras. -Yo también soy motero. De hecho la que tengo ahora es la número 69. Y no me la cambio porque me gusta el número- dijo. Sonreí. El dueño del restaurante prometía amenizarnos el final de la cena.

-Tengo una Harley, ahora lleva 300.000 kilómetros y le acabo de cambiar el motor. La tengo en rodaje- siguió. Y siguió, y siguió hablando de él. Y de sus descapotables, de su Morgan con el que planea dar la vuelta a España, de su bodega donde invita a grandes de la música a dar conciertos íntimos, de su club de fumadores… De mil y una cosas. Dejé de ver a Gerardo, el gerente y comencé a ver a Gerardo, el escaparate. Porque como en un escaparate, siguió exhibiendo lo mejor de él, como hacen las personas inseguras que necesitan reafirmarse en sus bondades. Pero Gerardo lo explica con pasión. Con la pasión típica de las cosas que te llenan.

-Acabo de venir de Barcelona, de ayudar al traslado de mi hijo. Y de paso he recogido unos chorizos espectaculares que me hacen especialmente. ¡Esperad!- dijo emocionado mientras se pedía por la puerta abatible que daba a las cocinas. Al poco salió con una bolsa de plástico con un par de grandes chorizos envasados al vacío. -¡Ya veréis lo cojonudos que están!- asentía mientra me acercaba la bolsa. Y siguió, y siguió hablando de sus cosas, de su amigo Paco de Lucía, de su moto número 69,… El hombre escaparate, todo pasión. Como pudimos, intentando cortar lo más elegantemente posible la charla, subimos a nuestra habitación, dejando a Gerardo conversando animadamente con otros clientes.

El domingo amaneció radiante. El más absolutamente limpio de los azules dominaba el cielo. Las motos, aún cubiertas de la escarcha de la noche, descansaban ya listas para cubrir los escasos trescientos kilómetros hasta Zaragoza. Hielo en los arcenes, nieve en muchos de los parajes por los que pasamos y sobre todo un esponjoso, mayestático y enorme Moncayo completamente cubierto de nieve. El impaciente invierno estaba llamando insistentemente a la puerta.

Y así finalizó una ruta que pretendía versar sobre leyendas medievales y paisajes románicos, pero que acabó siendo de personajes. Personajes como Teresa la camarera, como María la cocinera o como Gerardo el gerente. Porque en casi todos los rincones puede aparecer alguien que te llene tanto como un bello paisaje, una preciosa iglesia o un mágico patio interior de un hotel. Porque, amigo lector, no hay paisaje más bonito como el de la alegría, la fuerza o la pasión que se desprenden de la gente que encuentras por el camino. Esa es la magia que encontramos en el paralelo 42, la magia de las personas.

La Ruta Cántabra: rozando los límites

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(Para los impacientes, vídeo al final)

Al enfrentarme cara a cara con el mapa de España, automáticamente aparecen unos límites a priori infranqueables. Y no son fronteras, ni líneas que separan Comunidades Autónomas ni nada de eso. No creo en ellas. Los montes, los valles o las costas marítimas no saben de fronteras. Ni yo tampoco. Los límites a los que me refiero son más simples, pero más importantes para mi. Delimitan la distancia que puedo hacer cómodamente en un viaje en moto de fin de semana. Y ahí, justo en ese límite se encuentra Cantabria.

Conozco todo el litoral del norte desde Ondarribia hasta Cudillero, aunque no con la profundidad que se merece la costa Cantábrica. Es por ello que una visita a Santander y alrededores, la patria de mi amigo Juan Oso, me ilusionaba especialmente. A pesar de que el viaje ya roza mis límites. Salir del trabajo y enfilar la A-2 hacia Zaragoza esta vez fue especial. Como todos los fines de semana. A partir de Zaragoza activé el particular «modo aventura» en mi Garmin Montana: la distancia más corta. Así me ahorro las autopistas y descubro pequeñas carreteras que me acercan más al paisaje y a la tierra. Tardo más tiempo, por supuesto. Pero siempre es un tiempo bien empleado.

Pero el redescubrimiento de la N-232 entre Alagón y Mallén quizá sí fue una pérdida de tiempo. Kilómetros y kilómetros de grandes rectas con estupenda visibilidad capadas por una absurda línea contínua cuya única finalidad parece ser que te metas en la carísima autopista de Logroño. Es sin duda «la carretera de la vergüenza». Porque vergüenza me daría ser el que ordenó pintar esa fatídica línea.

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Mientras pasaban los kilómetros lentamente detrás de un camión, la noche cayó casi de repente, y una espectacular luna llena salía a nuestras espaldas. Redonda, amarilla y elegante, inundaba mis retrovisores de una luz especial. Y es que ese fin de semana sería especial desde principio a fin. Como casi todos los fines de semana.

Ya en La Rioja, casi en oscuridad total, recorremos las carreteras secundarias danzando entre bodegas de prestigio y otras más anónimas, algunas iluminadas ostentosamente y otras anunciadas únicamente con un simple cartel. Pero todas destilando olor a una vendimia cercana que las delataba. Mientras, la carretera iba jugando con las fronteras imaginarias entre La Rioja y Álava, para acabar, en un golpe de efecto inesperado al entrar en Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos, donde haríamos noche. Pero a pesar de tanto cambio de comunidad autónoma, el paisaje continuaba igual de negro.

A paso calmado recorrimos las calles de la ciudad hasta encontrar el tranquilo río y sus señoriales puentes. Una más que merecida cena en «La vasca» fue el colofón a un viernes que olía a un fin de semana magnífico. Como suelen ser casi todos los fines de semana.

La mañana del sábado la llenamos de pequeñas carreteras alavesas, recoletas, coquetas y sorprendentes como curiosos toboganes inesperados entre caseríos y pastos verdes. Finalmente llegamos a Castro-Urdiales por el Alto de las Muñecas, desde donde ya se divisa el Cantábrico, azul y potente. Por calles peatonales llegamos a los pies del faro-castillo, que domina todo el litoral de la población. El conjunto del faro y la pequeña iglesia adyacente es precioso, aunque me quedo con las vistas del puerto y de las casas señoriales del paseo.

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Desde allí hasta Laredo, donde enormes playas enmarcan un casco viejo repleto de bares y tabernas ofreciendo manjares a precios razonables que no pudimos evitar. Así que nuestras típicas «ensaladísimas» se quedaron en la maleta de la BMW esperando una mejor ocasión. De la cercana Santoña me quedo con sus marismas, que destilan un olor a mar que casi se puede embotellar. Aroma untuoso, denso y salado. Como cuando te mojas los labios después de un refrescante chapuzón marino. Decenas de pescadores prueban suerte en los múltiples puentes sobre la ría, mientas nosotros buscamos el Fuerte de San Martín, situado al final de un agradable y tranquilo paseo al borde del mar.

Y finalmente Santander. Tras un breve paso por el centro, bullicioso a esas horas de la tarde del sábado, elegante y noble, nos dirigimos hacia nuestro hotel, al final de la famosa playa de El Sardinero, y con una excepcionales vistas a todo el frontal marítimo. Daban ganas de quedarse para siempre en la terraza de la habitación contemplando cómo iba oscureciendo poco a poco.

El Palacio de La Magdalena, la Plaza de Pombo, la Plaza Porticada, la Catedral o el Banco de Santander lucían magníficos en esa noche cálida y serena. Al final, cena en «La Bombi», también muy recomendable. Las anchoas con ventresca y pimientos, la lubina o el lenguado fueron un espectacular broche de oro a ese fantástico día.

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El domingo amaneció lentamente, como pudimos contemplar desde nuestra terraza. El sol salió majestuoso inundándolo todo como lo suele hacer cuando quiere. Es nuestro día de regreso de una rápida pero intensa visita a Cantabria, así que nos cuesta más de lo normal montarnos en la moto y salir dirección Bilbao, no sin antes pasar ignorantes por delante de las narices de McBaman, que también se encontraba en la ciudad. Me lo imagino sonreír al ver pasar un casco fosforito y otro blanco como los suyos.

El retorno fue por autopista pura y dura hasta Zaragoza. 400 kilómetros para llegar a comer a la capital aragonesa, no sin antes disfrutar nuevamente del espectacular entorno de las verdes colinas vasco-cantábricas o de los inacabables viñedos riojanos, que comenzaban a teñir los paisajes de un ocre otoñal.

Fue un fin de semana especial. Por las vistas, y por supuesto por la compañía de Belén. Como casi todos los fines de semana. Disfrutar es la palabra clave. Donde estés y a donde vayas, no importa. Los límites y las fronteras, tampoco. Porque a pesar de haber nacido en el Mediterráneo, no me importaría ser adoptado por el Cantábrico. O quizá es que sean lo mismo. Porque los únicos límites que importan son los que tú te pones. Y esos, amigo mío, son los primeros que deberías saltarte.


La Ruta Cántabra por Dr_Jaus
La Ruta Cántabra at EveryTrail

La Ruta de los Grandes Viajeros

No puedo imaginar ningún motoviajero (fea palabra, por cierto) que no tenga ansias de viajar cada vez más lejos. Algunos lo consiguen, y como si de un gotero se tratara, van desgranándose unos pocos, que salen a hincharse de mundo encima de sus motos. Otros nos quedamos en tierra, observándoles desde la distancia con la esperanza de ser, en un futuro más o menos cercano, uno de ellos. Tanto unos como otros nos consideramos compañeros. Porque lo que nos une no es lo que hacemos, sino lo que anhelamos. Y así lo viví en la Reunión de Grandes Viajeros en Albacete. Pero esta historia comienza unos días antes, esperando un ferry que venía de Mallorca.

1. LA GRAN EVASIÓN

– ¿Por aquí saldrán los que vienen de Mallorca?- pregunté al aburrido vigilante que montaba guardia en una de las puertas de acceso al muelle, en el puerto de Barcelona. Mataba el tiempo haciendo unos obsoletos crucigramas de una revista de pasatiempos ya amarillenta.

– No. Saldrán por la otra puerta.- dijo señalando con desgana una barrera que se encontraba a pocos metros. Tras agradecerle la información, seguí circulando por la acera a paso de tortuga con la BMW.

A poco de esperar en la puerta indicada, llegó Domingo desde Montjuïch, explorando el terreno que haríamos poco después con nuestros invitados. Llevaba uno de esos ridículos cascos setenteros de los que nadie osaría comprar, con sus dorados metalizados. Un look perfecto de hombre bala. Y es que Domingo es así. Siempre dispuesto para unas risas, siempre a punto para unas curvas. Un auténtico lobo con piel de cordero.

Y llegaron los mallorquines. Obviamente por otra puerta, era imposible que el vigilante crucigramero me hubiera dado la información correcta. Era miércoles por la tarde, y nos esperaban cuatro días de autentico placer motero. Y todo comenzaría con unas curvitas hasta Terrassa y una cena de bienvenida, donde a todos se nos caería la baba escuchando las historias de Eduard «RideToRoots», que acudió recién llegado de Sudáfrica. Esto no podía comenzar mejor!!

Jueves, 8:30 de la mañana. Comenzaba la ruta. Rellinars fue el inicio, pero le siguieron Montserrat y sus fantásticas vistas, Igualada, Montblanc, el Montsant y la Serra de Prades. Un descubrimiento para los mallorquines y un placer para todos. Carreteras desiertas con un asfalto impecable y un trazado de locos. Seis estupendas motos y seis moteros (o motoristas,… o viajeros, llamadnos como queráis) disfrutando de la ruta, de las bromas y de las risas en las paradas. Qué os voy a contar a vosotros que no sepáis de lo bien que se pasa haciendo lo que te gusta con amigos… Como el anuncio de la cerveza, pero en vivo y en directo!

Me pasé la mañana viendo a Coco evolucionar sobre su pesada Adventure a pocos metros de mi GS. Trazábamos las curvas al unísono, como si se tratara de ballet o natación sincronizada. Derecha, izquierda… rozando líneas y arcenes, rápido pero seguros, trayectorias en sintonía. Avanzábamos al ritmo que nos marcaba la carretera, siguiendo un pentagrama secreto que solo nosotros éramos capaces de descifrar sobre el asfalto.

La tarde la pasamos en Alcañiz, conociendo a uno de los pilotos que seguramente será grande. Quique Ferrer, amigo de Coco, nos invitó a conocerle a él y a los entresijos del Paddock del CEV, aún a medio montar. Otro gran tipo agregado a mi timeline de Twitter, que cada vez tiene a más buena gente! (Jo, no sabéis qué buen rollito me está entrando escribiendo esta crónica…).

Y desde allí, a Morella. Carreteras de tercera llenas de baches, de desconchones y de parches de asfalto, todo ello aderezado con un tiempo fantástico y unos paisajes privilegiados. Qué más queremos? A Morella entramos por la trastienda, casi de puntillas. No nos dejó ver su espectacularidad hasta el día siguiente, aunque sus empinadas calles, sus soportales con columnas de madera y su excelente cocina nos recibieron de manera acogedora. Ah, no dejéis de probar la cuajada morellana, sería un pecado perdérsela!

Y allí fue donde la vimos. Arrinconada y cubierta de polvo, en el parking del hotel esperando a que alguien la admirara. Una magnífica Honda setentera, con sus cilindros en V en plan Guzzi. A Tomeu se le iban los ojos detrás de ella. Y es que su segunda pasión son las motos antiguas. Y la tercera las modernas. Le faltó tiempo para darle el teléfono al recepcionista para intentar contactar con el dueño de esa joya e incorporarla a su ya extensa colección.

El segundo día de ruta por el Maestrazgo discurrió por las pequeñas y mal asfaltadas carreteras de la zona. Cantavieja, el órgano de Montoro, el nacimiento del Pitarque… Nada mejor para Pere y su V-Strom, deseoso de devorar cuantos más kilómetros con curvas mejor. A pesar de su semblante siempre calmado y reposado, sus ojos brillaban con la ilusión de un niño que traza sus primeras curvas. Y mira que ya tiene kilómetros a sus espaldas!

Avanzamos hacia la abandonada central térmica de Aliaga, a través de valles calcinados por incendios recientes. Miraba por el retrovisor y sonreía. Detrás de mi seis amigos trazando curvas, riendo en cada parada y disfrutando de la vida. La serpiente motera acababa siempre en un punto fluorescente. El chaleco reflectante de Goldfinger se veía a distancia. Él marca la referencia de que todo está correcto, de que el grupo está controlado y podemos seguir adelante. Con su ritmo pausado pero constante, disfruta del paisaje desde la vista privilegiada que su Triumph le va ofreciendo en cada curva. Incluso en la distancia a través de mi espejo, lo veía paladeando y saboreando los paisajes perdidos del Maestrazgo.

Y así llegamos a Teruel, donde paramos a comer. Casi sin esperar el postre los abandoné a su suerte, camino de Albacete. A mí me quedaban 350 kilómetros de más para ir a buscar a Belén. Porque a pesar de que el día estaba saliendo redondo, me faltaba Belén. Me faltaba poder compartir esta gran escapada con ella, poder tocar su rodilla y notar sus ligeros abrazos subidos en la GS, síntoma de que no podíamos estar en mejor lugar que a lomos de la BMW. Por ello no me dolieron los más de 800 kilómetros que hice ese día para llevarla a Grandes Viajeros. Por eso tampoco me dolió ver a la pareja de la Guardia Civil dándome el alto por haber marcado en su radar la respetable cifra de 151 km/h. Todo acabó en una amigable charla sobre motos, dos puntos menos y algo de propina para las arcas del Estado. Pero yo seguía contento y feliz.

2. GRANDES VIAJEROS

Este ha sido un fin de semana de reencuentros. Reencuentros de gente que la primera vez que la conocí pensaba que no volvería a ver. Afortunadamente me equivoqué, y cada vez que coincido con estos amigos tengo un subidón de energía intenso. Y es que me encanta discutir con Sinewan, abrazar a Retor, conversar con Rafa, con David, Sergio, VíctorSergi, Roberto, o tantos otros. O intimar con McBauman encima de la Perla Negra. En Albacete lo de menos era escuchar historias sobre vueltas al mundo en Vespa o recorrer África en Impala. Lo importante era con quién las escuchabas. Y sin duda estaba con la mejor de las compañías. Llámales colegas, compis, o como quieras. Porque a pesar de vernos de higos a peras, somos amigos. O como dice Coco, «somos esa familia que te gustaría tener».

Un día y dos noches de risas, de anécdotas, de compartir inquietudes, vinos y gintonics. De dormirse mientras nos explican todos los tipos de pizza que se venden en los cuatro rincones de USA. De abrazos, más risas y de compartir proyectos. Eso y no otra cosa es Grandes Viajeros.

3. POR AQUÍ… SÍ ERA

Y llegó el gran día. Sin quererlo, como suelen venir los grandes días. Medio planificas una cosa para hacer otra completamente opuesta. Por estar unas horas más con los amiguetes, decidimos volver a Zaragoza pasando por Cuenca, acompañando a los que iban a Madrid. Los mallorquines, que embarcaban en Valencia también decidieron desviar su ruta. Y así comenzó la aventura. Porque a pesar de no estar en Ghana, ni en Indonesia, ni atravesar el Ecuador, hacer 100 kilómetros en toda una mañana para quedar a 25 kilómetros del punto de salida es una aventura. Sobre todo si dejas al gran McBauman dirigir el grupo de 8 motos. A la primera de cambio se salió del asfalto y comenzamos a adentrarnos por los campos albaceteños. Primero entre campos de cultivo, atravesando pequeños barrizales formados por los riegos a aspersión. Luego,… Bueno, luego ya no sé por dónde fuimos, porque el polvo era tan denso que me costaba saber hacia dónde iba la pista. Pero no importaba. El Sultán dirigía el grupo con decisión, así que ninguno dudamos de que llegaríamos a buen puerto. Ni cuando teníamos que dar la vuelta al acabarse el camino. La ruta pistera concluyó cuando nuestros estómagos demandaron comer algo y nuestras bocas decidieron enjuagar el polvo del camino con algo fresco.

Tras unas hamburguesas especiales que harían palidecer a todas las pizzas que se pueden comer en los cuatro rincones de USA, el grupo se fragmentó. Los mallorquines hacia Valencia, y el resto hacia Cuenca. Y así fue como McBauman, Sinewan, José Mª y Pilar proseguimos camino hacia el norte, ya por carreteras. Y luego por autovía, ya solamente con Mac, que iba más al norte, cerca de donde se esconden los verdes más bonitos de la tierra. Y así fue cómo Belén y yo llegamos a Zaragoza primero y a Barcelona después.

En la vida es importante saber hacia dónde vas. O eso creía. Planificar tu futuro puede ser importante, como lo es escoger bien el camino. Sabíamos que la ruta escogida aquél día no era ni la más corta ni la más rápida, pero sin duda había sido un atajo. Un atajo hacia nuestros más ansiados y deseados sueños.


La Ruta de los Grandes Viajeros por Dr_Jaus

Ruta Grandes Viajeros


EveryTrail – Find trail maps for California and beyond

La Ruta Navarra – El vídeo.

Si quieres descubrir los verdes escondidos de Navarra de los que hablaba en el post, este vídeo es la mejor manera que he encontrado para que lo hagas cómodamente sentado delante del ordenador. Aunque te soy franco: te recomiendo que levantes el culo y vayas a verlos por ti mismo. En moto, si es posible. Me lo agradecerás. Corre, que el verano ya está aquí y estos colores huyen del calor!


La Ruta Navarra por Dr_Jaus

La Ruta Navarra

Cuenta la leyenda que todos los diferentes tonos de verde habitan escondidos en el Pirineo navarro. Verde musgo, verde bosque, verde pasto, verde agua,… Pero solamente durante la primavera se atreven a mostrarse y engalanar valles, montes y praderas para deleite de los humanos que se aventuren a adentrarse en los recónditos parajes. Esta es la historia sobre cómo los descubrimos.

Calor. Recién habíamos estrenado el mes de mayo y ya hacía un calor de muerte. De pleno verano. Los más de 37ºC en las cercanías de Zaragoza nos recordaban al empalagoso ambiente del verano anterior en los Balcanes. Eran casi las siete de la tarde y el sol estaba parcialmente oculto tras unas pequeñas y delgadas nubes. A pesar de ello, el aire era caliente, pegajoso, dejando un gusto rancio en el paladar. Nunca pensé que el calor tuviera sabor. Debíamos atravesar la provincia de Zaragoza hacia el noroeste, hasta Sangüesa, que a la postre es la primera población navarra que nos encontraríamos. Pensé que cuanto más al norte, menos sufriríamos esas agobiantes temperaturas. Pero me equivocaba. Tauste y sus minas de sal no contribuyeron demasiado a quitarnos esa sensación. Las rocas y los últimos vestigios de algún charco presentaban esa costra blancuzca que deja la sal, como si de un árido desierto se tratara.

Diferentes carreteras secundarias iban desapareciendo bajo las ruedas de la BMW. Los baches hacían trabajar las suspensiones de una manera frenética. Me encanta ver cómo suben y bajan las botellas de la horquilla absorbiendo las irregularidades del terreno de manera impecable. Alcé la vista y ahí estaba. El horizonte. En toda su extensión. Hectáreas y hectáreas de campos, arrozales anegados de agua, mares de cereales que ondeaban al unísono, campos de colza de un amarillo casi insultante… Ese es el verdadero motivo del viaje: pintar horizontes de colores en nuestra memoria.

Avanzábamos por la comarcal cuando la silueta de un castillo se perfiló en uno de esos horizontes casi soñados. El castillo de Sádaba tiene la forma exacta de un castillo dibujado por un niño de ocho años. Altos muros rematados en cada esquina por una torre rectangular. Era lo suficientemente atractivo como para hacernos desviar la ruta. Un ilustre viajero me dijo una vez que él nunca pregunta dónde se encuentra el aparcamiento. Él entra hasta la cocina con su moto. Y si eso, ya le echarán. Apliqué ese sabio principio y llegué hasta el mismísimo portalón de entrada, mientras el sol comenzaba a ocultarse. A lo lejos, rompiendo esos horizontes que ya pertenecen a mi memoria, unos oscuros nubarrones parecían querer aguar la fiesta. Debíamos darnos prisa.

Finalmente llegamos a Sangüesa, a orillas del río Aragón. Su iglesia de Santa María parece debatirse constantemente entre el gótico y el románico. La sorprendente armonía de la discordia. Cruzamos el puente de hierro y llegamos a nuestro hostal, no más de una humilde posada de peregrinos. En ese momento, se hizo oscuro y comenzó a llover.

El sábado amaneció soleado y algo menos bochornoso de lo que fue el viernes. La primera parada fue en el Monasterio de Leyre, cerca del pantano de Yesa. Pagamos una simbólica entrada que nos daba derecho a ver la iglesia y la cripta. Nos dieron una llave con la que debíamos abrir la puerta principal y encerrarnos dentro. Curioso, cuanto menos. Sobre todo teniendo en cuenta que cada visitante recibía su propia llave. La cripta se encuentra justo debajo del altar mayor, como debe ser. Es un bosque de columnas de muy bajo talle que confieren a la estancia una atmósfera muy especial. Al menos hasta que entraron el grupo de alemanes, momento que aprovechamos para la huída.

Proseguimos hacia el norte por el valle del Roncal, donde múltiples arroyos nos dieron la bienvenida despeñándose por las rocas hasta abrazar la carretera. Verde musgo. Mientras, los pinos desprendían esa fresca fragancia de principios de primavera. Los desfiladeros se fueron alternando con los bosques, primero de hayas, luego de abetos. Verde bosque. En Isaba nos desviamos hacia el oeste. La carretera comenzó a subir y subir. Los bosques desaparecieron dejando el protagonismo a las increíbles praderas de un verde eléctrico que bordeaban la carretera. Subimos por encima de las nubes. Navegamos entre la hierba y la niebla en lo alto de la selva de Irati. Verde felicidad.

El día discurría bajo las ruedas de la GS, y en nuestro continuo traslado de valle a valle, llegamos a Roncesvalles. O eso parecía. La espesa niebla lo cubría todo, y solamente acertamos a ver algunos autocares desembarcando hordas de aprendices de peregrino deseosos de iniciar su camino de Santiago. Ah, si. Espera. Que eso de ahí parece una ermita. O no. No lo se. Verde Roncesvalles. Y continuamos hacia el norte. Solamente las innumerables gasolineras y los grandes almacenes nos advertían que estábamos saliendo de España. El último reducto patrio se encontraba invadido por cientos de franceses que se abastecían en los más baratos comercios españoles. La crisis, dicen.

Ya de bajada a Pamplona, nos paramos en Lesaka, no por nada en concreto sino porque el nombre me era familiar. Una vuelta por el pueblo  y llegamos, sin preguntar por el aparcamiento, hasta la puerta de la iglesia, encaramada en lo alto de una loma. Allí dentro nos esperaba una grata sorpresa. Y lo noté nuevamente. Una ligera sonrisa apareció en mi cara, la mirada se perdía entre la gran multitud de estatuas, columnas, hornacinas y recovecos del gigantesco retablo dorado. Ligero, eso si, pero noté un síndrome de Stendhal en toda regla. Como el de Florencia o el de las vidrieras de la catedral de León. Y con esa sonrisa tonta y esa expresión de bobalicón enfilamos hacia Pamplona.

La capital navarra nos acogió de mala manera. La manifestación del 15-M nos obligó a acercarnos a trompicones hasta el hotel, que se encontraba muy céntrico, quizá demasiado. Al final pudimos descargar el equipaje y los verdes horizontes, para disfrutar livianos la Pamplona de los recuerdos de mi infancia. Recuerdos de ver la televisión casi de madrugada y contemplar sus populares encierros con una mezcla de admiración y nerviosismo. Cuesta de Santo Domingo, Mercaderes, Estafeta… Esa noche estaban llenas no de morlacos sino de una miríada de pamplonicas degustando vinos y pinchos. Acabamos el día en el Café Iruña, toda una institución en la ciudad, saboreando un café y una tarta de chocolate, antes de volver a reposar a nuestro hotel.

No me gustan los retornos. Pero por norma general hay que volver. Igual en el futuro encuentro la manera de no hacerlo, pero hoy por hoy no veo solución a ese problema. El día acompañaba a la tristeza y melancolía. Las nubes cubrían el cielo, pero sin amenazar realmente. No había ni dramatismo en el ambiente. Solamente indiferencia. La idea era acercarnos a Sos del Rey Católico, por donde pasamos el viernes pero no dio tiempo a la visita. Villa medieval plagada de calles y callejones estrechos y empedrados. La iglesia, de extraña forma y cuidada cripta, la plaza medieval, o los edificios señoriales. Nada de eso podía competir con lo vivido el día anterior. Y es que la tristeza entiende de colores, y el color marrón piedra no ayuda. Ni el color de Ruesta, pequeño pueblo maldito y abandonado, donde acudimos casi por encargo. Su torre de defensa y su iglesia permanecen secuestradas tras unas inquisidoras vallas metálicas. Así que desandamos la carretera hacia Sos, que no era más que un sinfín de curvas salpicadas de miles de traicioneros baches. Eso que en otro momento me hubiera vuelto a dibujar una sonrisa en el rostro, ahora no era capaz de hacerlo. Parada en Ejea de los Caballeros, en un bar que no llega a ser ni de carretera, donde la mitad de la comida quedó en el plato. Retornos…

Y finalmente Zaragoza. Casi como en casa. Lugar para recapacitar lo vivido. Lugar para recordar los horizontes pintados en la memoria y los verdes navarros. Lugar para sonreír. Era el momento de alegrarse al saber que los verdes habían ganado la batalla a los grises indiferentes del retorno. Porque siempre existirá el verde. Verde esperanza.

La Ruta Navarra


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