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LRP. Etapa 9. Cracovia. Las sombras de la historia

Subimos la escalera en silencio. Al entrar en la sala una chica salía con los ojos visiblemente húmedos. Estaba emocionada. Y no era para menos. Allí, detrás de una enorme vitrina, se amontonaban miles de viejos zapatos. Cada par de ellos significaba una persona que perdió la vida en el campo de concentración de Auschwitz. Y fueron más de un millón. Bajamos nuevamente dejando pasar a un grupo de personas con semblante serio. Mi mirada se cruzó durante un segundo con la de un señor de mediana edad. Ambos la apartamos rápidamente. Es un lugar incómodo. Me avergonzaba tanto pertenecer a la especie humana que me era imposible mirar a nadie a la cara.

La de hoy prometía ser una jornada relajada. Unos trescientos cincuenta kilómetros íntegramente por autovía para llegar temprano a Auschwitz y poder visitar el campo de concentración. Lo cierto es que una autovía polaca no es nada cómoda, ya sufrí este mismo recorrido hace un par de años. Pero lo de hoy fue hasta peor. Ya no habían roderas enormes en el carril de la derecha. Ya no habían semáforos ni pasos de peatones en medio de la autovía. Ya no había repentinas limitaciones a 60km/h que nadie respetara. Lo que había era una caravana enorme. Obras durante ciento cincuenta kilómetros, todos a 70 por hora y sin poder adelantar. Soporífero. Y mortal para nuestro planning del día.

Llegamos a Auschwitz dos horas antes de que cerraran. Hace un par de años ya escribí mis impresiones al visitarlo. Esta vez creía estar curado de espanto. Pero no. Me siguen conmocionando ver las fotos de los que allí sufrieron y murieron y mirarles a los ojos. Me sigue estremeciendo imaginar sus últimos días, sus últimos pensamientos cuando ya sabían a ciencia cierta que morirían. Por mucho que escriba no podría describir lo que allí se respira. Belén y yo nos acercamos a un ventanal del fondo de uno de los pabellones. La ventana estaba abierta. Fuera llovía con ganas. A pocos metros la doble valla electrificada separaba la vida de la muerte. En ese momento me pareció sentir que me invadían mil almas de esos pobres desgraciados, que miraban con anhelo lo poco que podía verse detrás de esas vallas: unas ganas tremendas de vivir.

LRP. Etapa 8. Varsovia. Sorprendentemente bella.

Era imposible ver las indicaciones del GPS. De hecho, prácticamente no veía ni la carretera. Algunos árboles de considerable tamaño habían sido arrancados de cuajo, y exponían sus raíces casi de manera obscena. Notaba cómo algunas gotas se escurrían entre el traje y mi piel. El frío comenzó a apoderarse de mi, mientras mis guantes chorreaban. Estaba diluviando, las gotas casi hacían daño. No nos quedaba más alternativa que parar en aquella gasolinera a resguardarnos.

La primera sorpresa del día fue pasear por las calles peatonales de Gdansk, entre sus elegantes y señoriales casas estrechas pero esbeltas, de diferentes colores guardando una apariencia similar pero cada una diferente. Desde el muelle, eran incluso más impresionantes. Todas las calles del centro eran similares, aunque algunas estuvieran llenas de turistas -y de tiendas de souvenirs- y algunas prácticamente desiertas. El sol iba y venía, cambiando por completo los colores de las casas. Gdansk nos sorprendió muy gratamente. Es de esos lugares de donde no quieres marchar, a pesar de ser tarde ya. No quería parar de mirar cada una de esas casas que daban una inmensa paz, a pesar de estar rodeado de bulliciosos turistas.

De allí nos dirigimos a Malbork entre algunas gotas de lluvias y algunos retazos de sol. Espléndido castillo en ladrillo, el más grande en su género. Se mostraba potente y señorial a orillas del río, y a espaldas del resto de ciudad. Masivo, rojizo y extraño, con sus generosos tejados parcialmente decorados y su foso ahora tapizado de verde. Lo conforman diversos edificios que salen de la misma base, todos en ladrillo y configurando un caos organizado de volúmenes y tejados.

Las carreteras secundarias polacas nos ofrecieron una nueva sorpresa al pasar entre delicadas y preciosas colinas donde los cereales ya se han cosechado. A ambos lados de la mojada carretera se alzaban árboles tan altos como gigantes, envolviéndonos con sus verdes ramas, de donde goteaban los restos de la tormenta reciente. El cielo era de lo más plomizo que puedo recordar, con esas ramas gigantescas alzándose ante nosotros, iluminadas por el sol y contrastando con el oscuro horizonte. La tormenta había sido fuerte, y bastantes de estos gigantes yacían en el suelo, tumbados y con las raíces boca arriba.

Y en Illawa comenzó el diluvio universal. No nos quedó otra que pararnos en la gasolinera, a abrigarnos un poco y a esperar que pasara la tormenta. No duró mucho, apenas unos minutos, mientras nosotros nos calentábamos a base de un capucchino y un chocolate. Grunwald nos dejó algo fríos. Es cierto que quizá para un polaco la gran batalla librada ahí en 1410 posiblemente le llegue a emocionar, como pasear entre las colinas de césped admirando los escasos monumentos conmemorativos. Para nosotros no fue más que otro enclave, ni más ni menos. Pero no es mi intención quitarle importancia. Para nada. De hecho es el lugar donde se libró la batalla medieval más numerosa y sangrienta de la historia, con más de veinte mil teutones muertos o hechos prisioneros a manos del los polacos.

Y finalmente Varsovia. Nos dio tiempo por la noche de hacer un recorrido express, descubriendo su barrio viejo perfectamente reconstruido tras la Segunda Guerra Mundial. La plaza está conformada por casas estrechas y esbeltas al estilo de las que vimos en Gdansk, con múltiples colores y decoraciones. Pasear por sus calles peatonales te transporta a otra época, sosegada y calmada. Contrasta con las grandes avenidas flanqueadas por enormes edificios gubernamentales de la época soviética, con el maravilloso edificio de la cultura como estandarte. Regalo de los rusos para unos, símbolo del dominio comunista para otros. Pero precioso para los ojos del turista que hasta allí se acrece sin hacerse demasiadas preguntas. A su lado, los nuevos rascacielos de Varsovia no solamente no lo ensombrecen sino que lo realzan y lo destacan del resto. Simplemente magnífico, iluminado para recortar el negro cielo polaco.

Al otro lado del río el barrio de Praga nos mostró la típica ciudad dormitorio de la época comunista. Algunos edificios incluso mostraban sus fachadas de ladrillo ennegrecido por el tiempo. Otros se conformaban con un desconchado revestimiento de cemento. Importante visita para hacerse una idea de la vida en los tiempos del dominio soviético, a pesar de que hoy en día sigue siendo un barrio popular y humilde.

Varias caras de una misma Polonia. De la delicadeza extrema del centro histórico de Gdansk, a los barrios obreros de la época comunista, pasando por maravillosos campos ondulados de cereales recién cogidos y de lugares importantes de la historia medieval. Sorprendente cuanto menos. Porque no es más gozoso el que más tiene sino el que más encuentra. Nosotros esperábamos poco de Polonia y sorprendentemente hemos encontrado mucho. Hoy es uno de esos días en los que piensas que valió la pena llegar hasta aquí. Ahora toca volver. Y lo haremos por otros lugares que nos sorprenderán igual o más que Polonia. Seguiremos con los ojos bien abiertos, esto no ha hecho más que comenzar!

LRP. Etapa 7. Gdansk. En Polonia!

Faltaban pocos kilómetros para nuestro destino. Atrás quedaron los más de quinientos cincuenta que llevábamos. Grandes y negruzcos nubarrones tapaban casi todo el cielo, allá donde se suponía que estaba Gdansk. De repente, Belén señaló a lo lejos, por nuestra izquierda. El sol salió por un pequeño resquicio que quedaba entre las nubes y el horizonte bañándolo todo con su luz rojiza. Las nubes se tornaron de mil colores que iban desde el anaranjado hasta el malva más intenso. A pesar de que comenzaban a caer los primeros goterones sonreí dentro del casco. ¿Acaso alguien osaría preguntarme por qué me gusta ir en moto? Está claro. Por momentos como ese.

¡Qué grande es Berlín! Llevábamos más de quince kilómetros de ruta y aún seguíamos viendo enormes bloques de pisos al más puro estilo soviético. Decidimos ir por carretera, para saborear más la vida del país. Alrededor de ellas es donde se teje el día a día de un pueblo. Gente que va y viene, campos, comercios… La autopista solamente te teletransporta dejándote en otro lugar muy diferente al de partida, casi sin transiciones. La carretera es un degradado en si misma. Los paisajes, las personas, las casas y las costumbres van cambiando tan poco a poco que a veces resulta imperceptible.

Entrar en Polonia fue un visto y no visto. Cosas de la comunidad europea. Lo que cambió radicalmente fue el comportamiento de los conductores. Los mismos que pocos kilómetros antes se esmeraban por llevar la velocidad correcta, ahora parecían desbocados, persiguiendo vete a saber qué. Polonia comenzaba con un intenso olor a pino. Atravesamos espesos y oscuros bosques donde los vendedores de setas y las putas exhibían su mercancía uno detrás de otro. Mientras, en el asfalto comenzaban las típicas roderas de los camiones. Primero eran tímidas, pero se fueron mostrando cada vez más pronunciadas conforme nos íbamos adentrando en el país.

Llegamos a Poznan al mediodía. Nos recibieron las calles casi desiertas y un viento fuerte. Aprovechamos para comer allí y descansar un poco. Quizá descansamos demasiado, pero hora y media después proseguimos camino entre pequeños pueblos, curiosos molinos de madera y más camiones y camiones. Polonia es el país de los camiones.

La conducción por carretera obligaba a estar alerta. No solamente para adelantar a los abundantes trailers, sino para esquivar a los coches que venían de frente adelantando sin ningún miramiento. Nadie respeta los límites de velocidad -a veces ni los propios camiones-, los conductores se ríen de los tristes radares que parecen muertos, y los camiones van a la suya perpetuando las ya profundas roderas de la carretera.

Torun, ciudad natal de Copérnico -sí, el que puso a la Tierra en su sitio alrededor del Sol- fue la siguiente parada. Precioso centro histórico peatonal, con múltiples edificos de ladrillo visto, a juego con la catedral. Se respiraba tranquilidad por sus calles, todo lo contrario de lo que encontramos en las carreteras. Parecía un mundo aparte. Estábamos ya algo cansados, no en vano llevábamos ya más de cuatrocientos kilómetros. De repente, apareció una autopista como de la nada. No salía ni en el GPS ni en nuestro mapa Michelin. Pero ahí estaba, con un enorme cartel -en Polonia los carteles son gigantescos, desmesurados- que ponía “Gdansk”. En ese momento, necesitábamos un teletransporte, así que nos metimos de cabeza.

Ciento cincuenta kilómetros después, y mientras el sol se despedía por nuestra izquierda con toda una gama cromática, comenzaba a llover. Afortunadamente fueron solo cuatro gotas, lo justo para mojar el asfalto. Y llegamos a Gdansk. Solo faltaba buscar el hotel y salir a cenar. Demasiado tarde para andar con visitas culturales. Eso ya lo dejaremos para mañana.

Me encantan las puestas de sol. Cada día son diferentes, siempre impresionantes. No hace falta recorrer cuatro mil kilómetros para darse cuenta de ello, solo tienes que abrir una de esas ventanas que a veces cierras sin darte cuenta y mirar. Pero me fascina estar tan lejos de casa y ver ese mismo sol hacer de las suyas pintando las nubes. Hace que me sienta pequeño. Seguramente Copérnico se sintió igual al descubrir que no somos el centro del Universo. Pero cuando veo esos colores tan sorprendentes, siento que al menos en ese instante, estoy en el mismísimo centro.

Día 20. 12 de Agosto. Krakóv

Me es tremendamente difícil escribir algo coherente después de haber visitado el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. No soy capaz de hilar palabras para expresar todo lo que allí sentí. Así que hoy escribiré poco. Las imágenes hablarán por sí mismas.

Para llegar a Auschwitz desde Varsovia tuve que recorrer más de 200 kilómetros por las autovías polacas. Ya había probado las carreteras y sus roderas, pero lo de las autovías no tiene nombre. De momento, es lo más peligroso que he hecho durante el viaje. Intentaré resumirlo.

Imagina una autovía donde por el carril de la izquierda se circula a 140 km/h, cuando está limitado a… pues no ví ni un cartel indicador, pero supongamos que a 100 km/h. Imagina un carril de la derecha plagado de peligrosísimas roderas con camiones circulando a 90 km/h. Imagina que cada 2 o 3 kilómetros te encuentras un semáforo, o un cruce, o un pequeño espacio a la izquierda para realizar cambios de sentido… y una limitación a 70 km/h. Imagina radares en esos puntos que se quedan impasibles ante los veloces coches del carril izquierdo. No ví destellar ni uno. Imagina que los camiones de la derecha no frenan ni se ponen a 70 km/h cuando toca. Y ahora imagíname a mí allí en medio. Una locura.

Y a mediodía llegué a Auschwitz. Al entrar, tuve un bastante mal sabor de boca. Es gratuito, cosa que me parece muy bien, ya que se alza como monumento mundial contra el holocausto. Pero… de 10 a 15 solamente se puede entrar con guía… que has de pagar. La moto la has de dejar en un parking… que has de pagar. Y la visita con guía desmerece mucho. Y no es que diera datos poco interesantes, no. Es que Auschwitz es un lugar que invita a la

reflexión. A la reflexión personal. A veces encontraba un momento para evadirme del grupo y “sentir” en soledad todo aquello. La entrada en la cámara de gas… -cuántas veces habremos oído esas palabras y cuántas veces no reparamos en lo que significa- … la cámara de gas es… como si todo el peso de esa historia te chafara y aplastara el cerebro y las neuronas… Tus problemas dejan de serlo en comparación con lo que adivinas que pasó allí dentro.

Y finalmente Cracovia. Un oasis tras el duro día. Y no de kilómetros, sino de sensaciones. Agradable ciudad, con su casco viejo muy animado, con multitud de terrazas plagadas tanto de turistas como de locales que salieron a disfrutar de la agradable temperatura de un viernes por la tarde.

Hoy tenemos vídeo. El viaje al Lejano Este. Algo triste, ya vendrán momentos más alegres.


El lejano Este
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Hoy he recorrido 399 kilómetros en 4 horas y 57 minutos, a una media de 81 km/h. El consumo ha sido de 4,8 l/100km. Llevamos recorridos 11.456 kilómetros. La ruta de hoy, la tienes aquí.

The Long Way North. Day 20


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Día 19. 11 de Agosto. Warsaw

– Perdone- dije-. ¿Sabe usted dónde está el hotel Barnabitów?

Había repetido esta frase al menos 4 o 5 veces en la última media hora, mientras vagaba por uno de los barrios satélites de Varsovia. Y la verdad es que la zona no parecía ser capaz de albergar un hotel… al menos un hotel normal. Pero comencemos por el principio.

Faltan palabras para describir la sobrecogedora sensación de estar en la Colina de las Cruces, en Siauliai. Si digo que hay millones de cruces, no peco de exagerado, y seguramente me quedaré corto. Cruces colgadas de otras cruces, cruces clavadas encima de otras cruces… Cruces fractales, en definitiva. Es una pequeña colina, en medio de ningún lado, que se ha ganado la fama por sí misma. La tranquilidad y la solemnidad del lugar se ve truncada únicamente por el estruendo lejano de algún avión despegando.

Y continué ruta por Lituania hacia su capital, Vilnius. Por el camino me encontré cigüeñas andando por los campos, trenes pasando sin barreras y arcenes de tierra que los camiones se encargaban de levantar a su paso.

Vilnius es más moderna pero sin tanta gracia como sus hermanas Riga o por supuesto Tallinn. Tiene alguna calle señorial y una catedral más bien sosa, amén del barrio financiero donde refulgían cristales y cromados.

El camino hacia Polonia transitó por carreteras secundarias que parecen trasladarte a otra época: gallinas en los márgenes de la calzada, caballos tirando de carros, señoras con largas faldas de colores imposibles y pañuelo en la cabeza. Me encontré bosques enteros echados abajo y caravanas y cabañas destrozadas, seguramente por las mismas lluvias que azotaron hace algunos días su vecina Polonia.

Y finalmente Polonia, entrando por el norte, entre enormes y altísimos bosques, por carreteras rectilíneas que se tornaron insulsas en cuanto desaparecieron los árboles. El único aliciente que presentaron fueron las enormes y famosas roderas que dejan los miles de camiones que transitan por ellas. Algunas pueden tener hasta 20 centímetros de profundidad.

Durante el primer repostaje en tierras polacas descubrí que se había roto el herraje de cierre de una de las maletas. Nada serio que no se pudiera arreglar con un par de bridas. Pero me preocupaba que ahora se me puedieran llevar la maleta entera armados con unas tijeras. Anteriormente necesitaban un destornillador, por lo que el cambio tampoco era muy a peor. Ya está mandada una foto y una consulta al departamento técnico de TheLongWayNorth. Durante mi labor de reparación, descubrí a un empleado de la gasolinera haciendo “negocios” con tres o cuatro tipejos más. Se intercambiaban bolsitas por billetes… No quise mirar más y salí de ahí cuanto antes.

Y llegué a Varsovia. Pasaron más de 45 minutos desde que ví el cartel hasta que llegué a la dirección donde tenía que haber un hotel. Y allí no había nada. Mejor dicho, no había ningún hotel. Era un típico barrio satélite, compuesto por centenares de edificios alargados todos idénticos, de la época prosoviética, que parecían estanterías. Pero no había ningún hotel. Una rápida llamada al equipo de apoyo en España -gracias, Belén- y obtuve una nueva dirección. Pero tampoco. O almenos eso creía. Ya era de noche, y seguía en el mismo barrio, donde las únicas luces provenían de los neones de los abundantes sexshops y locales de comida turca.

– Por favor, ¿Sabe usted dónde está el hotel Barnabitów?- seguía preguntando. El GPS me había llevado a la dirección exacta, pero allí lo único que se llamaba Barnabitów era un supermercado y un “Centro Cultural”, que se encontraba adosado a una iglesia. Sin mucha fe entré en el centro cultural, un edificio sobrio -muy sobrio- de hormigón gris. Ventanas todas oscuras y el neón azul que rezaba “Centrum Kulturalne Ojcow Barnabitow”. Había una especie de recepción, donde pregunté a una señora de pelo canoso si sabía dónde estaba el Hotel Barnabitów.

– Es aquí -me dijo. No me lo podía creer, el hotel parecía más un albergue para exiliados de la guerra fría. Pero al fin había llegado. Eran más de las 10 de la noche.

Hoy he recorrido 743 kilómetros en 9 horas y 33 minutos, a una media de 78 km/h. El consumo medio ha sido de 4,9 l/100km. Llevamos ya 11.056 kilómetros recorridos.

La ruta de hoy la tienes como siempre aquí

The Long Way North. Day 19


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Preparando el retorno: Cabo Norte – Barcelona


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Retorno épico. Los días se acortan cuanto más al sur me encuentre… Y sobre el mapa esos días se me antojan cortos, aunque el contador de kilómetros diarios me da vértigo. 
Ya tengo fecha de salida, el sábado 24 de julio. Y eso quiere decir, que con toda la ruta programada, tendría que tener fecha de regreso: 18 de agosto. 26 días encima de la moto. Para quererla o para odiarla, eso está por ver. Serán unos 14.000 kilómetros, 2.000 más de los previstos, a una media de 590 kilómetros diarios, si descuento el par de días de descanso (previstos en Helsinki y en Tallinn). Demasiados? El tiempo lo dirá. Despliego el mapa y observo: De Barcelona a Bali en línea recta no llegan a 13.000… Bufffff…. Las comparaciones son odiosas…
Los Países del Este bien merecerían un viaje para ellos solos, y si mi relación con mi querida BMW no se trunca tras tantos kilómetros con ella, podría ser un próximo destino. Pero ahora el tiempo apremia y el turismo ya está hecho en Noruega. Así que (con ligeras licencias) este será un retorno a tiro hecho.  He planificado paradas indispensables en las capitales bálticas, en Cracovia, Bratislava y Budapest. Así, recorreré Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Eslovaquia, Hungría, Croacia, Eslovenia, Italia y Francia, para regresar nuevamente a España. Junto con los países de la ida, serán 16. Un buen ramillete. Me cabrán todos los escudos pegados en las maletas?