Faltaban pocos kilómetros para nuestro destino. Atrás quedaron los más de quinientos cincuenta que llevábamos. Grandes y negruzcos nubarrones tapaban casi todo el cielo, allá donde se suponía que estaba Gdansk. De repente, Belén señaló a lo lejos, por nuestra izquierda. El sol salió por un pequeño resquicio que quedaba entre las nubes y el horizonte bañándolo todo con su luz rojiza. Las nubes se tornaron de mil colores que iban desde el anaranjado hasta el malva más intenso. A pesar de que comenzaban a caer los primeros goterones sonreí dentro del casco. ¿Acaso alguien osaría preguntarme por qué me gusta ir en moto? Está claro. Por momentos como ese.
¡Qué grande es Berlín! Llevábamos más de quince kilómetros de ruta y aún seguíamos viendo enormes bloques de pisos al más puro estilo soviético. Decidimos ir por carretera, para saborear más la vida del país. Alrededor de ellas es donde se teje el día a día de un pueblo. Gente que va y viene, campos, comercios… La autopista solamente te teletransporta dejándote en otro lugar muy diferente al de partida, casi sin transiciones. La carretera es un degradado en si misma. Los paisajes, las personas, las casas y las costumbres van cambiando tan poco a poco que a veces resulta imperceptible.
Entrar en Polonia fue un visto y no visto. Cosas de la comunidad europea. Lo que cambió radicalmente fue el comportamiento de los conductores. Los mismos que pocos kilómetros antes se esmeraban por llevar la velocidad correcta, ahora parecían desbocados, persiguiendo vete a saber qué. Polonia comenzaba con un intenso olor a pino. Atravesamos espesos y oscuros bosques donde los vendedores de setas y las putas exhibían su mercancía uno detrás de otro. Mientras, en el asfalto comenzaban las típicas roderas de los camiones. Primero eran tímidas, pero se fueron mostrando cada vez más pronunciadas conforme nos íbamos adentrando en el país.
Llegamos a Poznan al mediodía. Nos recibieron las calles casi desiertas y un viento fuerte. Aprovechamos para comer allí y descansar un poco. Quizá descansamos demasiado, pero hora y media después proseguimos camino entre pequeños pueblos, curiosos molinos de madera y más camiones y camiones. Polonia es el país de los camiones.
La conducción por carretera obligaba a estar alerta. No solamente para adelantar a los abundantes trailers, sino para esquivar a los coches que venían de frente adelantando sin ningún miramiento. Nadie respeta los límites de velocidad -a veces ni los propios camiones-, los conductores se ríen de los tristes radares que parecen muertos, y los camiones van a la suya perpetuando las ya profundas roderas de la carretera.
Torun, ciudad natal de Copérnico -sí, el que puso a la Tierra en su sitio alrededor del Sol- fue la siguiente parada. Precioso centro histórico peatonal, con múltiples edificos de ladrillo visto, a juego con la catedral. Se respiraba tranquilidad por sus calles, todo lo contrario de lo que encontramos en las carreteras. Parecía un mundo aparte. Estábamos ya algo cansados, no en vano llevábamos ya más de cuatrocientos kilómetros. De repente, apareció una autopista como de la nada. No salía ni en el GPS ni en nuestro mapa Michelin. Pero ahí estaba, con un enorme cartel -en Polonia los carteles son gigantescos, desmesurados- que ponía “Gdansk”. En ese momento, necesitábamos un teletransporte, así que nos metimos de cabeza.
Ciento cincuenta kilómetros después, y mientras el sol se despedía por nuestra izquierda con toda una gama cromática, comenzaba a llover. Afortunadamente fueron solo cuatro gotas, lo justo para mojar el asfalto. Y llegamos a Gdansk. Solo faltaba buscar el hotel y salir a cenar. Demasiado tarde para andar con visitas culturales. Eso ya lo dejaremos para mañana.
Me encantan las puestas de sol. Cada día son diferentes, siempre impresionantes. No hace falta recorrer cuatro mil kilómetros para darse cuenta de ello, solo tienes que abrir una de esas ventanas que a veces cierras sin darte cuenta y mirar. Pero me fascina estar tan lejos de casa y ver ese mismo sol hacer de las suyas pintando las nubes. Hace que me sienta pequeño. Seguramente Copérnico se sintió igual al descubrir que no somos el centro del Universo. Pero cuando veo esos colores tan sorprendentes, siento que al menos en ese instante, estoy en el mismísimo centro.