Subimos la escalera en silencio. Al entrar en la sala una chica salía con los ojos visiblemente húmedos. Estaba emocionada. Y no era para menos. Allí, detrás de una enorme vitrina, se amontonaban miles de viejos zapatos. Cada par de ellos significaba una persona que perdió la vida en el campo de concentración de Auschwitz. Y fueron más de un millón. Bajamos nuevamente dejando pasar a un grupo de personas con semblante serio. Mi mirada se cruzó durante un segundo con la de un señor de mediana edad. Ambos la apartamos rápidamente. Es un lugar incómodo. Me avergonzaba tanto pertenecer a la especie humana que me era imposible mirar a nadie a la cara.
La de hoy prometía ser una jornada relajada. Unos trescientos cincuenta kilómetros íntegramente por autovía para llegar temprano a Auschwitz y poder visitar el campo de concentración. Lo cierto es que una autovía polaca no es nada cómoda, ya sufrí este mismo recorrido hace un par de años. Pero lo de hoy fue hasta peor. Ya no habían roderas enormes en el carril de la derecha. Ya no habían semáforos ni pasos de peatones en medio de la autovía. Ya no había repentinas limitaciones a 60km/h que nadie respetara. Lo que había era una caravana enorme. Obras durante ciento cincuenta kilómetros, todos a 70 por hora y sin poder adelantar. Soporífero. Y mortal para nuestro planning del día.
Llegamos a Auschwitz dos horas antes de que cerraran. Hace un par de años ya escribí mis impresiones al visitarlo. Esta vez creía estar curado de espanto. Pero no. Me siguen conmocionando ver las fotos de los que allí sufrieron y murieron y mirarles a los ojos. Me sigue estremeciendo imaginar sus últimos días, sus últimos pensamientos cuando ya sabían a ciencia cierta que morirían. Por mucho que escriba no podría describir lo que allí se respira. Belén y yo nos acercamos a un ventanal del fondo de uno de los pabellones. La ventana estaba abierta. Fuera llovía con ganas. A pocos metros la doble valla electrificada separaba la vida de la muerte. En ese momento me pareció sentir que me invadían mil almas de esos pobres desgraciados, que miraban con anhelo lo poco que podía verse detrás de esas vallas: unas ganas tremendas de vivir.