En el Puerto de Ventana
Que sí, que nuevamente estábamos en Burgos. Tercera vez que repetíamos en el Silken Gran Teatro, un cuatro estrellas a precio de tres. Y cerquita del centro, para ir a cenar andando y poder volver a rastras, si así lo deseas. Pero no fue el caso. Y es que siempre tenemos problemas para cenar en Burgos. Y mira que hay sitio de tapeo. Pero es que los viernes, después de currar ocho horas y de pegarte casi seiscientos kilómetros en moto, lo que menos te apetece es cenar de pie. Y nunca encontramos el lugar idóneo: o están llenos, o no acaba de agradarnos. Aunque esta vez se nos cruzó un ángel en forma de tabla de surtido de pinchos que estaban preparando en El Veintidós. ¡Qué pinta tenían! ¡Y había sitio en una de las tres mesas del local! Así que esa noche dormimos a gusto, tras las tapas, la cerveza y nuestra visita obligada a la catedral burgalesa, que siempre me sorprende. ¡Qué belleza, tanto de noche como de día!
La catedral de Burgos
El sábado amaneció frío, con algo de viento y con una ligera llovizna que molestaba. Cruzamos la calle del hotel hasta el Bar Sandro, otro de nuestros clásicos de Burgos. Sandro es un señor entrado en años, calvo y con ojos azules, que tiene un bar con una foto de cuando era mozo y debía ser un ligón. Pero no una foto pequeña, no. Un pedazo de póster que preside la barra. Quien tuvo, retuvo. Desayunamos unos pinchos de tortilla, un zumo de naranja (natural, por supuesto) y un café con leche, que me encargué de desparramar por toda la mesa. No sería la última vez que desparramara algo ese fin de semana.
Y a la moto, dirección Asturias, pasando por Aguilar de Campoo y sus galletas, Reinosa y su Ebro y finalmente la ría de Tina Menor, en Cantabria, pero muy cerquita ya de Asturias. ¡Qué preciosidad! Vas aumentando tu altura mientras que los márgenes de la ría, que cuenta con algunas pequeñas playas de arena, van quedando abajo. Mira que me gusta el Cantábrico, y más cuando sopla algo de viento -no mucho, tampoco nos pasemos- y el oleaje es recio y abnegado, batiéndose el cobre contra las rocas de la costa. Llanes es muy turística, vale. Pero es que mola. La primera vez que la visité hace ya seis años, vine atraído por sus cubos de hormigón pintados de mil colores de su espigón. Los Cubos de la Memoria. Molan. Sobre todo el contraste con la costa, escarpada y coronada por praderas de verde primavera. Esta vez, para qué engañarnos, venía también a ver los cubos. Pero no creo que vuelva. Al menos hasta que los repinten. Porque daban pena verlos. ¡Con lo que ellos han sido!
Llanes y sus Cubos de la Memoria
Pocos kilómetros más allá, y prácticamente sin señalizar, se encuentra la playa de Gulpiyuri.
—Ya verás, es una playa como nunca has visto ninguna— le decía a Belén mientras aparcábamos las motos.
—Hombre, alguna parecida habré visto— contestó.
—No. Ya verás que no.
Playa de Gulpiyuri
No le dije nada, mientras al acercarnos por el pequeño sendero oíamos ya cómo rompían las olas. Nos cruzábamos con los que ya regresaban de verla, y yo intentaba descubrir en sus rostros la mirada de aquellos que acaban de ver algo inaudito. De pronto, una enorme hondonada se abrió a nuestros pies, y la playa sin mar de Gulpiyuri se iba llenando de agua a cada embestida del mar, que bombeaba torrentes con fuerza a través de la gruta subterránea. Sí, ya sé que es mejor verla en pleamar, y no era el caso. Pero el oleaje entrando por su escondite secreto es también espectacular. Sin duda, al regresar a las motos, los que acababan de llegar adivinaron en mi rostro la sonrisa tonta de quien ha visto cosas imposibles.
Como la playa de Cuevas del Mar, a la que se accede desde Nuevas por una carreterita que a primeras horas de la tarde de un sábado de finales de abril se ve muy tranquila. Desde el pequeño parking, que no es más que un triste descampado, se puede ver cómo el furibundo Cantábrico se esfuerza en entrar por la estrecha abertura entre montañas hasta la pequeña ensenada. Y lo consigue, pero completamente mermado de fuerza. La enorme pared azul que se deshoja en jirones de espuma se convierte en una pacífica onda que muere mansamente en la playa.
Playa de Cuevas del Mar
Pero si ha habido un lugar que me ha sorprendido en Asturias ese es la entrada al pueblo de Cuevas. Se le llama La Cuevona, y yo, tras verla en fotos multitud de veces, no me la imaginaba como realmente es. Y, querido lector, ahora mientras escribo me entra la duda de si tengo que intentar describirla, o simplemente animarte a que la visites, para que la sorpresa sea mayúscula. Solo te daré un par de pinceladas: una gran cueva, atravesada por una carretera. A la entrada, un parking. Pero ni se te ocurra dejar la moto allí, ya deberías saber que los paisajes son mucho mejores encima de tu moto. Así que sigue por la carretera y adéntrate en las profundidades. Estalactitas y estalagmitas, enormes cavidades iluminadas y la sorpresa detrás de cada una de las tres o cuatro curvas, eso es lo que encontrarás. Aún me parece oír el eco de mi carcajada al comprobar que realmente estaba en un lugar completamente mágico.
La Cuevona
Covadonga siempre ha despertado mi atención. Y no por la Virgen (o quizá sí un poco, igual que me atrae el Pilar, Montserrat o Lourdes), sino porque recuerdo de pequeño las lecciones de historia: aquí comenzó la Reconquista. Don Pelayo y unos cuantos más comenzaron, cuatrocientos años después, a expulsar musulmanes -mi imaginación de niño hacía que fueran Pelayo y un par más, ayudados por la Virgen, tirando piedras desde la cueva a los moros que había debajo-. Pero como siempre pasa en estos lugares, el turismo lo invade todo a poco que haga buen tiempo. Rápida visita a la gruta de Covadonga, y deseo fustrado de ir a los lagos de Enol, ya que había comenzado ya las restricciones de paso con vehículo privado que se imponen en verano. Otro año será.
Santuario de Covadonga
Camino a Lastres, pasamos por el Mirador de Fitu, tras unas cuantas curvas rodeados de bosque, con los Picos de Europa a nuestras espaldas. Hasta allí se habían desplazado los turistas en masa: cola para subir al mirador, que se asemeja a un pequeño platillo volante suspendido en lo alto de la montaña, con los picos nevados a un lado, y el Cantábrico al otro. Lástima de los empujones y codazos para procurarse un buen lugar para la foto.
Mira que me gustan las listas. Y Lastres aparece en la mayoría de listas de los pueblos más bonitos de España. Pues bien, las listas están hechas fundamentalmente para discrepar de ellas. Y yo discrepo en este punto. Y no es que Lastres no sea bonito, que lo es. El problema es que un pueblo encaramado en la ladera de la montaña y que se desparrama hasta el mar, solamente es visible desde el mar -a excepción de algunos pueblos italianos, en la Costa Amalfitana o en las Cinque Terre-. En definitiva, que no tienes un buen lugar desde donde contemplar la belleza del pueblo. Quizá desde el puerto -parcialmente-, o desde la carretera -también parcialmente-, pero sin un lugar seguro desde donde pararse.
Lastres
Oviedo me encanta. Es la típica ciudad grande donde te sientes a gusto. Zonas modernas, hoteles de calidad -y a buen precio, como el AC Forum-, y una oferta de sidrerías bien concentradas para poder elegir. La cosa es que como no vamos tan frecuentemente como a Burgos, no me acordaba de la zona de sidrerías. Y para que conste de manera indefinida, lo pongo en este post a modo de recordatorio: calle Gascona. Allí degustamos esta vez un pulpo y una ternera espectaculares.
No os llevéis a engaño como hice yo en alguna de mis visitas anteriores a Oviedo: Santa María del Naranco no está cerca del Naranco de Bulnes. Está a las afueras de Oviedo. Y sería imperdonable que no la visitéis. Es una iglesia prerrománica que… pero ¿qué estoy diciendo? ¡Santa María del Naranco es LA iglesia prerrománica por excelencia! Situada a las afueras, rodeada de una cuidada zona de césped reluce con los primeros rayos de sol. Bueno, los primeros primeros no eran, pero puede valer. De una planta simplemente rectangular, sus paredes laterales solamente tienen contrafuertes y una entrada a la que se accede por una doble escalera. Pero en sus extremos, toda la rudeza del prerrománico se torna delicadeza pura, con una tríada de arcos que deja paso a una pequeña balconada. Espectacular.
Santa María del Naranco
Y muy cerca de ahí, a un par de curvas más allá, otra de las iglesias prerrománicas que estudiábamos en el cole: San Miguel de Lillo. Ésta es algo más elaborada en su diseño, y presenta unas celosías labradas en piedra de lo más interesante. Al verlas me pregunto dos cosas: ¿A santo de qué a los prerrománicos estos les dio por hacer ese par de iglesias tan juntas? ¿Tan faltos de Dios estaban por la zona? Y la segunda pregunta: siendo exponentes tan importantes del arte prerrománico en España… ¿a nadie se le ha ocurrido habilitar un pequeño parking de vehículos para incentivar las visitas? Aunque bien mirado, mejor que estas maravillas queden en el secreto, que celosamente guardaremos, entre vosotros y yo.
San Miguel de Lillo
Salimos de Oviedo para volver al norte, a su costa cantábrica que era la que nos había llevado hasta esas -para nosotros- lejanas tierras. Cudillero, ¡ese sí que es un pueblo precioso y no Lastres! Aunque claro, la fama del Doctor Mateo solamente recala en Lastres. Era mi tercera visita a Cudillero, segunda en moto, que es cuando se saborean mejor las bellezas. Y la vez anterior diluviaba. Y a pesar de eso ya era un pueblo precioso… Pues esa mañana tocaba sol. Ver las casas de colores desparramándose por la ladera abrazando el antiguo puerto es de una delicadeza exquisita. Me recuerda a otros pueblos que tengo en mi memoria como de lo mejorcito que he visto, si hablamos de pueblos costeros. Del nivel de Positano, en la italiana Costa Amalfitana. Un consejo: si podéis elegir, mejor visitarlo una soleada tarde, ya que así el sol no quedará en contraluz a la hora de las fotos de postureo.
Cudillero
Cerca de allí existe una playa de nombre sugerente: playa del Silencio. ¿Cómo no íbamos a visitarla? El caminito sobre el acantilado hasta acceder al sendero peatonal es de lo más bonito para hacer en moto: a ambos lados la verde hierba, omnipresente en la costa cántabra, mientras muchos metros más abajo, el gran azul del mar. Sí, gran azul, no sé definirlo de otra manera, tened en cuenta que soy hombre y solo distinguimos cuatro colores, entre ellos el azul. Y este azul es grande, inmenso. La playa del Silencio, vista desde arriba es espectacular, de las que te deja mudo -de ahí el nombre, pienso-. Una ensenada de color verde turquesa, protegida por un gran peñasco cubierto de verde, mientras que al otro lado la costa se rompe en decenas de solitarias y verticales peñas donde el mar se desgarra con fuerza. No dejéis de echarle un ojo.
Playa del Silencio
Y seguimos hacia el oeste, cada vez más lejos de casa, cada vez más cerca del cielo. Luarca es nuestra siguiente parada. Indispensable entrar por la carretera del faro, haciendo una parada justo cuando tengamos el puerto a nuestros pies, y todas las casas con sus característicos ventanales rodeándolo. Y luego, rodear el faro por la estrecha carretera que acaba posándote grácilmente sobre el puerto. Luarca es un pueblo muy animado donde no tendremos problemas para tomarnos una tapa -en nuestro caso fueron chipirones- y una caña. Esta fue nuestra primera visita a Luarca, y en ese momento decidimos, entre chipirón y chipirón, que no será la última. ¡Hasta pronto!
Luarca
Si desde allí nos dirigimos en dirección sur, despidiéndonos definitivamente del mar Cantábrico, nos adentraremos en el Parque Natural de Somiedo. Miles de rutas a pie se nos abrirán por doquier en cualquier recodio de la carretera, de mil y una curvas. ¿Que qué carretera? Da igual. Cualquiera que cojáis es impresionante. Lo mismo encontraréis suaves colinas de esponjosa hierba que estrechos e impresionantes desfiladeros. Nuestro destino eran los lagos de Saliencia, a los que se llega por una pista en teoría fácil. Bueno, fácil hasta que te encuentras una lengua de nieve que deja unos dos palmos bien embarrados entre la nieve y el barranco.
–Por ahí no podemos pasar– dijo Belén con buen criterio. Siempre me asombraré de la buena cabeza que tienen las mujeres para prever el peligro.
–No, es fácil– dije. –Ya paso yo tu moto. Solo tienes que ponerte al lado del barranco por si se me escurre la rueda.– Ingenuo de mí, pretendía que ella sola, casi sin espacio, parara los más de doscientos cincuenta kilos de mi moto si el barro me hacía una mala jugada.
Así que con más ilusión que pericia, comencé a avanzar por la estrecha cinta marrón de barro, apoyándome con los pies en el hielo. Poco a poco, como debe ser en un inútil total como yo cuando salgo del asfalto. Me acordaba de los miles de kilómetros sobre el hielo de la Expedición Aurora Borealis, pero claro, en esa ocasión llevaba clavos… y no había opción de retroceder. O subiendo al puerto de Someiller, en un memorable verano alpino off road donde una similar lengua de nieve nos impidió llegar más allá de los 3000 metros.
Y entonces me cagué. No literalmente, pero cuando faltaba poco menos de un par de metros para superar el obstáculo, me acordé del precario estado de mi neumático trasero, que se llevaba bastante mal con el barro. Y paré. Craso error. Porque cuando paras con el barro, ya sabes lo que suele pasar al arrancar de nuevo: Efectivamente, que derrapas. Y no tenía mucho margen de error para que se me desplazara lateralmente la moto, sopena de enviarla, junto con Belén, al fondo del barranco. Y no me apetecía mucho esa opción. Así que guardé el rabo entre las piernas -simbólicamente, claro…- y no sin esfuerzo, empujamos la moto hacia atrás. Los lagos, que quedaban a escasos tres kilómetros, tendrían que esperar. Porque querido lector, es bueno siempre dejar algo pendiente para volver a un lugar que te sorprende, aunque esté tan lejos como Asturias.
A última hora de la tarde, paramos en mi querida León, donde vuelvo siempre que puedo a admirar su catedral y sus vidrieras. La pulcra leonina, la llaman. Con eso os lo digo todo. Esta vez la visita se quedó en un refrigerio en la Calle Ancha, frente a la Casa Botines. Mira que me gusta el modernismo de Gaudí. Y mira que me sorprende que haya muestras de él en León. Y no una, sino dos tazas. Porque el Palacio Episcopal de la cercana Astorga también es de traca. Si no lo conocéis, ya estáis programando una rutilla.
Casa Botines
No todos los días se duerme en un monasterio. Bueno, de día incluso menos -festival del humor-. Pero esa noche, nosotros lo hicimos. En el Real Monasterio de San Zoilo, en Carrión de los Condes. Habitación regia, cena de ministro. Si váis alguna vez, en el restaurante de la sala de las vigas, junto a una de las paredes de ladrillo, veréis mi marca. No, no la hice con la llave, que eso es de vándalos. Me dio durante la cena por hacer malabarismos inintencionados con la copa de vino, que no llegó a caer, pero que desparramó todo por la pared. Al principio quedó rojo, como suponía. Pero luego todo el manchurrón de la pared se fue tornando de un verde grisáceo que se hacía cada vez más evidente. La estrategia fue despistar a las camareras cada vez que nos acercaban los platos (sopa castellana y carrilleras, si tenéis curiosidad), pero no sé si lo conseguimos. Al menos ellas disimularon. Si algún responsable de la restauración de esos centenarios muros lee mi humilde blog, desde aquí pido perdón. En serio, soy cada vez más torpe, pero no lo hago adrede.
De Carrión de los Condes hasta Zaragoza, lo hicimos en un plis. Primero, sobre el Camino de Santiago, cruzándonos con infinidad de peregrinos que no trabajan los lunes. Frómista y su Canal de Castilla -múltiples veces visitado- quedó atrás, demasiado rápidamente. Si tenéis ocasión, no dejéis de verlo. Y ya puestos, la iglesia de San Martín, de un exquisito románico como todo el palentino. Después, atravesando las largas rectas de la ancha Castilla, llegamos a Lerma, que pasamos rápidamente ya que la visitamos hace un par de meses. Y luego Covarrubias, el Monasterio de Arlanza y finalmente Soria. Y si pongo estos nombres del camino es por si el lector avezado y masoquista que ha llegado hasta aquí, quiera descubrir verdaderas joyas castellanas. Cualquiera de estas poblaciones será de vuestro agrado, me la juego.
San Martín de Frómista
Y esto ha sido todo. ¿Lo mejor de todo? Buf, tantas cosas… El Cantábrico es un auténtico tesoro vayas cuando vayas. Asturias siempre será mi soñado edén, tan lejos como para anhelarlo, tan cerca como para poder alcanzarlo tras una pequeña penitencia de setecientos kilómetros. Y la oportunidad de observar cómo va cambiando el paisaje, poco a poco, desde la furiosa costa cántábrica, las verdes colinas del interior, pasando bruscamente a la planicie castellana y finalmente al valle del Ebro. Hemos recorrido media España cambiando de paisajes paulatinamente, casi sutilmente. Y eso no puedes notarlo viajando por autovías. Ni en avión, por supuesto. ¿Sabéis? Me siento afortunado.