Después de la turra que os di en el post pasado con Burgos, esta semana va a ser bastante más ligerito. Y es que Cáceres puede tener muchas cosas buenas, pero tiene una fundamentalmente mala: está muy lejos de casa, y no me es posible planificar un fin de semana en condiciones por la zona. Así que, como me ha pasado con otras provincias, nuestros viajes por Extremadura han sido mero trayecto aprovechando, eso sí, para ver alguna que otra cosita (pocas).
De Cáceres capital destaco por supuesto su casco antiguo, repleto de callejuelas, palacios e iglesias que se atiborran a un lado de la plaza Mayor. El turismo es intenso en esta zona, y hay que saber encontrar los rincones para tapear o para descubrir esa foto mágica. No te vayas de allí sin degustar unas tostadas con torta del Casar, para mi uno de los mejores quesos de España (¡y mira que me gustan todos!). En Cáceres he estado un par de veces, una por trabajo en un congreso, y otra hace más de 7 años volviendo de Andalucía. Mucho calor, mucha gente y unos feos focos que por la noche se vuelven imprescindibles para iluminar toda la zona monumental, pero que por el día afean y mucho todo el entorno.
De Trujillo soy un enamorado, y vuelvo siempre que puedo. De hecho hace pocos meses dormimos allí sin pasar por Cáceres, solamente para admirar nuevamente su plaza Mayor con la estatua de Pizarro, la iglesia de San Martín o los palacios de los juzgados y del marqués de la Conquista. Todo concentrado en una plaza donde se respira historia por los cuatro costados. Y si de comer se trata, el restaurante Hermanos Marcelo, en la calle Tiendas junto a la plaza, ofrecen una relación calidad-precio inmejorable. Para dormir, el Eurostars Palacio de Santa Marta sin duda: lujo de cuatro estrellas a precios de derribo. Y otro de mis lugares emblemáticos es el Puente Romano de Alcántara, que descubrí casi por casualidad volviendo de Portugal y que volvimos a visitar cuando regresamos hace unos meses a Lisboa. Impresionante mole de piedra de milenios de antigüedad, que queda algo afeada por la enorme presa del embalse, pero que se puede evitar fotografiando con cuidado.
Como véis, debemos volver a Cáceres urgentemente, ya que es un territorio prácticamente inexplorado para nosotros. De momento, en mi lista de futuribles, tengo el Monasterio de Guadalupe, Granadilla, Trevejo y Valencia de Alcántara. ¡Te invito a que completes esta lista en los comentarios!
The Long Way North cambió rumbo sur. Y con otra montura. Todo proyecto evoluciona, y lo que fue un diario de viaje de una aventura se ha convertido en un diario diario de la aventura de la vida. Y la vida (y mi flamante BMW R1200GS) me llevó al cálido sur de la península. La idea era simple: aprovechar el puente del Pilar para un viaje relámpago a Sevilla. Un par de días junto a la Giralda y al Barrio de Santa Cruz siempre me han sentado bien y me recargan las pilas. La vuelta, por Madrid, pero pasando por la desconocida (al menos para mí) Extremadura.
Todo comenzó el viernes, después del trabajo. Como viene siendo habitual, la A2 hasta Zaragoza desapareció en un plis-plas bajo la GS. La comodidad de su asiento casi insultante para una moto y la protección aerodinámica rivalizan con el motor lleno de par en ser los protagonistas. Después de pasar noche en la capital aragonesa, y huyendo un poco de todo el bullicio pilarense, enfilamos rumbo a Madrid, ya acompañado. A pesar del aspecto algo elevado del asiento del pasajero, continúa siendo casi tan cómodo como un butacón del AVE, gracias al respaldo que forma el top-case de la BMW. A unos 150 km de Madrid se cumplieron las predicciones de lluvias torrenciales para ese sábado, y la N-2 fue cortada en diversos puntos a nuestro paso. Así continuó el viaje, a un ritmo lo suficientemente elevado como para no tener que sufrir por la hora de llegada a Sevilla, cuando nos adentramos en Ciudad Real y finalmente Córdoba. Los olores a tierra mojada y a canela (sí, a canela… no sé de dónde salía, pero a mí me olía a canela…) nos iban acompañando en el viaje por las larguísimas cintas de asfalto que discurre entre mares infinitos de olivos perfectamente dispuestos, como topos verdes sobre un fondo rojizo de un imaginario traje de sevillana. Largas rectas y algún que otro puerto de montaña amenizaron el viaje, mucho más interesante por las nacionales 401 y 420 que por la insulsa autovía A4.
A mediodía parecía que la lluvia amainaba, y comenzamos a ver los primeros girones azules entre las nubes. Ahora eran los pueblos blancos los que salpicaban las tierras empapadas de agua de lluvia, salpicando de viruela el paisaje que comenzaba a iluminarse con el sol. Montoro surgió de la nada tras una curva, como un gran pañuelo blanco extendido sobre el monte andaluz. Córdoba nos recibió con todo su esplendor bañada del sol de la tarde, que la hizo más bella si cabe. Su mezquita, siempre altiva y elegante, nos abrió sus puertas, nos acogió en su imponencia, y nos dejó salir para contemplar una tarde magnífica, clara y luminosa, que nos acompañó hasta Sevilla. Al entrar en la capital andaluza, el cielo comenzaba a lagrimear tímidamente, pero estábamos seguros que nos brindaría todo su sol a la mañana siguiente.
Sevilla seguía siendo magnifica en Otoño. No desprendía ese característico olor a azahar de la primavera, pero la agradable temperatura y la radiante luz invitaban a pasear. La Catedral y su Giralda, el Barrio de Santa Cruz y sus callejuelas imposibles, sus balcones salpicados de geranios y sus paredes tan blancas que dolían… La Plaza de España aún en obras, intentando recuperar la elegancia que otrora tuvo, o Triana, con su fiesta contínua y su calle Betis a orillas del Guadalquivir. El cazón en adobo, los boquerones fritos, el fino y la cerveza fueron compañeros de ese día de ensueño en la capital andaluza.
El lunes partimos hacia el norte, hacia Cáceres. Día soleado y pocos kilómetros por delante (menos de 300 kilómetros es “pecata minuta” para la gran GS…). Partimos tarde de Sevilla, como remoloneándonos en una ciudad que siempre cautiva. Tras 70 km de autovía, acompañados por sendas R1200GS que viajaban a un ritmo más tranquilo que el nuestro. Cansados de tanta recta, decidimos seguir la N-630, que discurre paralela a la autovía (que se me antoja desmesurada para el tráfico que vimos), y mucho más divertida. Los olivos se convirtieron en encinas y los campos en dehesas, donde seguramente engordan jamones y paletillas en grupos de 4 en 4.
Corta parada en Mérida, junto al acueducto romano. El resto de bellezas latinas de la ciudad quedarán para otra ocasión, ya que priorizamos el llegar a comer a Cáceres. Además, en los viajes siempre es bueno dejarse algo en el tintero, para tener una buena excusa para volver. El centro histórico de Cáceres parecía jugar al escondite con nuestro GPS, y se hizo tremendamente esquivo. Tras varias acometidas por diferentes puntos cardinales, pudimos asaltar la Plaza Mayor, que desgraciadamente también se encontraba en obras. Unas migas y unos huevos rotos, con la exquisitez previa de unas tostadas con torta del Casar nos alimentaron tanto el cuerpo como el alma. Nos costó trabajo visitar las maravillas arquitectónicas de la parte histórica de Cáceres con esa pesadez de estómago. Pero lo que realmente me lo revolvió fue ver decenas de focos y atalajes metálicos que afeaban tremendamente los palacios, con el único fin de embellecerlos con sus luces al anochecer. Pero antes de que eso sucediera, salimos huyendo hacia Trujillo, que nos impresionó, ya de noche, con su plaza y su gigantesca estatua de Pizarro. Una cena ligera y al hote Izan, antiguo convento, a dormir.
La mañana siguiente es la del retorno. Rápida visita diurna a Pizarro y su plaza, y carretera (autovía, más bien) hacia Madrid, donde llegamos tras tragarnos alguna caravana tempranera del día del Pilar. Arroz magnífico en Chueca y 300 kilómetros más para hacer la digestión camino de Zaragoza, donde llegamos ya de noche. El retorno a casa sería al día siguiente, con los 300 kilómetros de rigor que ya me son tan familiares. En definitiva, un puente con una buena moto, unas buenas ciudades y una inmejorable compañía.