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Día 18. 10 de Agosto. Siauliai

-¿Es su primera vez en Estonia? -preguntó.

– Sí- respondí yo escuetamente.

– ¿Sabe que lo que ha hecho puede ser castigado con la cárcel? Acompáñeme al coche patrulla– dijo el enorme policía.

Mientras le acompañaba al vehículo iba repasando mentalmente las circunstancias que me habían llevado hasta esa situación.

Todo comenzó al salir de Tallinn. No había cargado en el GPS la cartografía específica de la ciudad (un fallo que ya me sucedió en Copenhague, y que seguro me volvería a pasar), y por lo tanto salí de la ciudad un poco “a ciegas”, dirigiéndome al sur y esperando llegar a una zona cartografiada. Cuando ya me establecí en la carretera nº 2, me adelantaron un par de moteros con sendas Harley Davidson que pertenecían a los Mercenarios de Tallinn, como rezaba en sus chalecos de cuero. Me uní a ellos en cuanto uno de ellos me hizo una señal para que adelantara a los coches que nos precedían. Iban en formación, uno al lado del otro, y prácticamente no la abandonaron ni para adelantar. Así transcurrieron unos cuantos kilómetros, sin importarnos los radares ya que estaban de cara, como en la mayoría de países que voy atravesando. Una gozada para las motos.

De pronto, el GPS me desvió de la ruta, y yo le hice caso. Me despedí de los dos moteros con un pitido y un saludo con el brazo. Mi nueva ruta transcurría por carreteras secundarias, y yo no estaba excesivamente seguro de si iba bien. A unos centenares de metros del inicio de unas obras, un individuo con chaleco fluorescente sale al medio de la carretera y me hace parar en el arcén. Mientras me acerco, me dí cuenta de que no era un obrero que me hacía parar, sino que la palabra “POLITSEI” destacaba en su chaleco amarillo.

– Buenos días- me dijo. -¿Solamente habla inglés?- me preguntó. Yo podía haberle dicho que también hablaba castellano y catalán, pero creo que no era el momento.

– Sí- respondí.

-¿Sabe a qué velocidad circulaba?- Esta pregunta es invariable independientemente del país donde te paren. Parece como si el policía de tráfico quiera jugar a que adivines la velocidad, y siempre me ha parecido que si la acertaba, me llevaría de premio una conmuta de la multa. Y esta vez lo tenía fácil, porque de reojo pude ver un “83” en la pistola radar que aún sostenía en la mano. Pero no quise hacerme el listo; no sabía nada sobre la policía estonia, no sabía si aún eran muy soviéticos o ya más europeos… y no quise averiguarlo.

– A unos 70 por hora -mentí.

– Pues no. Circulaba a 83 km/h – me dijo. – Y doscientos metros más atrás tiene usted una señal de 50. Ha sobrepasado el límite en 30 km/h, y esto puede traerle problemas- aclaró el joven y espigado policía.

Y allí estaba yo, dirigiéndome al coche patrulla -escondido en un camino cercano- sin saber a ciencia cierta para qué. Tras 40 minutos de papeleo y explicaciones, finalmente me dijo que podía aceptar la multa -que tenía una rebaja sustancial de la cuantía- o no. A mí me sonó eso a soborno, pero me dejé llevar.

– Y si usted fuera yo, ¿qué haría? -le pregunté.

– La aceptaría – dijo convencido.

– ¿Y tengo que pagar aquí mismo?

– No, no. Tiene 15 días para pagar. Le daré un número de cuenta -dijo.

Y respiré aliviado, porque no me encontraba demasiado a gusto con la idea del soborno. Al final, todo este lío fue por una infracción que me va a costar 480 coronas estonias. Respiré mucho más aliviado cuando al hacer el cálculo mental me dí cuenta que eran unos 30 míseros euros. Recogí los papeles y pude continuar la ruta.

Tartu, segunda ciudad estonia, no me ofreció mucho. Tan solo algunas casas de madera desvencijadas me llamaron la atención. Así que continué hacia el suroeste, por unas carreteras llenas de baches y badenes, que incluso llegaron a empeorar en Letonia (¿Por qué este país siempre me recuerda a una marca de leche?).

A media tarde llegué a Riga, capital letona. La entrada a la ciudad por sus suburbios me indicaron que algo estaba cambiando. Aceras que son simplemente un bordillo medio enterrado por la arena y el polvo, gente parada sin hacer nada, motoristas sin casco, niños sin isofix… El centro de la ciudad sí que está mucho más cuidado. No es tan grande ni espectacular como Tallinn, pero también es algo menos “Disney” que la capital de Estonia.

Como viene siendo habitual, tampoco tenía la cartografía de Riga, y utilicé el mismo método que con Tallinn. Salida hacia el sur, hasta que encontré una carretera que pensaba que sería la buena. La carretera se convirtió en camino -en bastante mejor estado que algunas partes de la nacional por donde venía-. Hice varios cambios de dirección buscando la A8 que me llevaría hasta Lituania, pero mis esfuerzos me llevaron a una carretera paralela, al otro lado de las vías de tren. Mi camino se truncó cuando acabé en una especie de almacenes abandonados, donde desaparecía la ruta. Perros ladrando, maquinaria pesada medio desvencijada, el sol que comenzaba a ponerse… Pintaba mal la cosa.

Y apareció un individuo ataviado con un calzón verde militar y una camiseta imperio gastada, de un color entre amarillento y crudo. Bien podría haber sido el “carnicero de Riga” o un antiguo miembro de la KGB soviética. Decidí atacar en lugar de defenderme:

– Du yu espic inglis?- le dije.

– Niet (o algo parecido)- contestó. De todas maneras, continué, y enseñándole el GPS dije:

– Quiero ir a la A8, que está detrás de las vías del tren- aclaré. El agente ruso me miraba perplejo. Me hizo una señal con la mano, y desapareció dentro de un barracón. A los pocos segundos apareció con unas gafas de cerca.

Aún no sé cómo pero le indiqué ciudades que estaban en mi ruta, por si las reconocía. Él permanecía impasible hasta oír “Jelgava”. Se le iluminaron los ojos:

– Ahhhh, Jelgava. Edredsfkga sreda, garaergasd Most. Fefrfza sdfrfaerg – clarificó. Afortunadamente con la mano y un móvil hacía la señal de cruzar un puente. Le dí las gracias, y no muy convencido desandé unos cuantos kilómetros hasta llegar al puente, donde como dijo claramente el agente ruso, pude cruzar a la carretera correcta.

La frontera lituana, como había pasado con las anteriores del viaje, pasó sin pena ni gloria, pero de soslayo pude ver una especie de garita con unos precios. “La viñeta!”- pensé. Y es que recordaba que para entrar en Lituania había que comprar una pegatina. Paré la moto y me acerqué a la ventanilla de la garita, que se encontraba muy baja. La única manera de hablar con la señorita que se encontraba dentro era agacharse tanto que acabé en cuclillas. En esta cómica pose me comunicó que las motos no necesitan viñeta.

Y así llegué a Siauliai, sano y salvo, después de los múltiples incidentes protagonizados. Mañana me acercaré a ver la “colina de las cruces”.

Hoy he recorrido 628 kilómetros en 7 horas y 58 minutos, a una media de 79 km/h. El consumo ha sido de 4,8 l/100 km. Hemos superado los 10.000 kilómetros, llevamos exactamente 10.308. La ruta del día la tenéis aquí:

The Long Way North. Day 18


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