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LRB. Etapa 5. Mostar. Los fantasmas de la guerra

Un Passat azul. Llegó como una exhalación desde atrás. Yo iba a un ritmo tranquilo, pero a pesar de que le hubiera sido muy fácil adelantarme, no lo hizo. Llevaba ahí detrás un buen rato, demasiado para mi gusto. Si un coche que viene más rápido que tú te alcanza pero no te adelanta cuando puede, es signo inequívoco de que le interesas. Para bien o para mal. No necesitaba repostar, pero bruscamente hice un movimiento evasivo metiéndome en la gasolinera. Miré por el retrovisor. El Passat azul también paró.

A los pocos kilómetros de salir de Sinj, comenzó el ascenso. Al final del pequeño puerto de montaña se halla la frontera con Bosnia y Herzegovina. Ya entramos en Bosnia el año pasado sin ningún problema, pero me seguía poniendo nervioso tener que hablar con gente armada, en un país donde hace muy pocos años se iban pegando tiros unos a otros. Paradójicamente la mujer policía de la garita croata se entretuvo con mi documentación mucho más que el hombretón bosnio.

De lo primero que me di cuenta al entrar al país es que mi GPS había dejado de mostrar carreteras, aunque él se empeñaba en buscarlas infructuosamente. Rápidamente dejé de hacerle caso. Realmente solo lo llevo para tener una idea de la hora de llegada, y saber si me puedo entretener más o menos. Hoy era una etapa corta, así que no lo necesitaba para nada, me bastaría con el mapa Michelin y mi roadbook.

Iba despacio, mirando a todos lados y empapándome de lo que veía. Comenzaban a verse mezquitas, con sus altos y esbeltos minaretes. También observé diversos montones de paja cubiertos con enormes telas de camuflaje: la economía de postguerra te hace aprovechar cualquier cosa. El paisaje era alpino, no en vano estábamos a más de 1000 metros de altura, con unas anchas y verdes praderas salpicadas muy de vez en cuando con algún árbol.

Y así fue transcurriendo el corto itinerario. En Jablanica cogí la carretera a Mostar, que discurre al lado del río, que se va ensanchando al acercarse a alguna de las presas de su recorrido. Me deleitaba mirando el paisaje, viendo cómo las escarpadas montañas se hundían en el agua de un verde… de un verde extraño. Deberé pedirle consejo a McBauman para que me defina ese color. Unos cuantos puentes y kilómetros más y entré en Mostar.

No, no me olvidaba del Passat. Paró en la gasolinera, si. Me pude fijar en la matrícula. Serbia. Del coche descendió un hombretón de unos cincuenta años y de casi dos metros de alto por dos de ancho. Mostacho poblado y pelo corto al estilo militar. Cruzamos las miradas durante un instante, quizá casi un segundo. De pronto, entró en la gasolinera y pidió tabaco. Pagó con un billete de 200 euros, de esos amarillos que nadie ha visto. Casi a la par, yo sacaba mi VISA Oro para pagar la gasolina. Mientras esperaba que se marchara, unos hilillos de sudor me bajaban por la espalda. Era, con total seguridad, un fantasma de la guerra.

En Mostar llegó el caos. Intentad buscar un hotel, en una ciudad extraña y sin GPS. Lo dicho, el caos. Tras unas infructuosas vueltas por el centro, decidí preguntar en un chiringuito de información al turista. Muy poco oficial, la verdad. No dejaba de ser un pequeño mostrador en medio de la acera con un mapa detrás. Me atendió Fabio (o algo parecido) en un español más que correcto. Al indicarle el nombre del hotel, vi cómo asentía y bajaba una de mis estriberas traseras.

– Yo te indico. Arranca – espetó mientras se montaba.

– ¡Pero si no llevas casco! – le advertí.

– Pues no corras – me dijo.

Y así, poco a poco, me fue llevando por calles peatonales, calles en contra dirección y aceras muy concurridas. Una vez llegamos al hotel, me dijo:

– Ahora ya sabes ir. Por favor, llévame donde estaba.

Así que intentando memorizar el camino, volví a dejarlo en su chiringuito. Ahora ya sabía ir.

Yo recuerdo la guerra de los Balcanes. Recuerdo las noticias de la noche con imágenes de muerte y destrucción. Recuerdo a Pérez Reverte como reportero de guerra. Y me parecía lejano. Pero ahora puedo decir que está solo a 4 días en moto. O a dos horas en avión. Todos esos recuerdos se me agolparon en la mente mientras veía casas y más casas derruidas. La mayoría sin tejado, pero conservando las cuatro paredes. Unas paredes llenas de agujeros como marcadas para siempre. Me sobrevino una mezcla de curiosidad y pudor a la hora de intentar fotografiarlas. Curiosidad por el desconocimiento sobre la guerra y sus secuelas. Pudor porque al verme con la cámara en mano, algún lugareño deje de pensar en la cotidianidad de los agujeros de bala de su casa para darse cuenta de que son excepcionales. Excepcionalmente macabros. Los fantasmas de la guerra.

Balcanes 5


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Etapa 16. Sarajevo y los agujeros

Agujeros. A miles. Por todos lados. Pero esta vez no estaban en el asfalto. Solamente había que mirar hacia arriba. Gran parte de los edificios del centro de Sarajevo están llenos de agujeros. Agujeros de bala. No puedo dejar de imaginar a los francotiradores al otro lado de la calle. No puedo dejar de recordar imágenes de guerra en esta ciudad hoy pacífica y bulliciosa.

Salir de Belgrado nos costó lo suyo. Después de ver las vistas al Danubio desde el castillo, la consigna a seguir en principio era clara: Suroeste. Y ya está, no había más. El rutómetro marcaba seguir la carretera 22, pero vete tú a saber dónde queda la carretera 22. Al suroeste, seguro. Tras hora y media de atascos, semáforos, giros indebidos y sosas autovías, logramos despedirnos de la ciudad. El calor ya rondaba los 38 grados, cosa que auguraba un día calentito.

Viajar brújula en mano tiene su encanto. Sabes a dónde quieres ir, pero no sabes ni cómo irás ni lo que te encontrarás por el camino. Visto así, hasta parece más auténtico que ir siguiendo las indicaciones del GPS. Pero cuando 280 kilómetros se convierten en 430… la cosa cambia. Y es que la mayoría de las indicaciones en Serbia están en alfabeto cirílico. Y así es más complicado seguir la ruta, claro. Mucho más complicado.

La frontera bosnia era lo que me esperaba. Un triste chamizo con una barrera y un señor de uniforme dormitando en una pobre silla desvencijada. Me preguntó si tenía la carta verde y se llevó los pasaportes dentro de la garita. Pocos segundos después los trajo convenientemente sellados y abrió la barrera. Ya estábamos en Bosnia y Herzegovina. Los primeros kilómetros transcurrieron por una carretera recién asfaltada entre montañas y bosques, tal y como habíamos dejado Serbia. Pequeños pueblos de montaña iban salpicando el paisaje, con casas medio destruidas, o a medio construir, quién sabe. Comencé a buscar vestigios de la guerra. Y es que a todos nos gustan las películas bélicas, hasta que te das cuenta de que algunas, hasta fueron realidad.

En algunos momentos estábamos relativamente perdidos. Relativamente porque el GPS indicaba la posición exacta, solo faltaría. Pero nada más. Ni una triste raya que insinuara una carretera cercana. Para Garmin, Bosnia solamente eran cuatro ciudades y tres carreteras. Para Garmin, estábamos en medio de la nada.

Desde Visegrad, la carretera sigue el caprichoso cauce del río. Preciosas montañas lo atrapan haciéndolo ahora ancho, ahora más estrecho, pero siempre con un verde esmeralda impactante. Decenas de túneles intentan hacer el trayecto algo más rectilíneo, y a cada salida del puente el escenario cambia. Nuevas montañas, nuevos riscos, pero siempre con el color esmeralda ahí al lado. Cuando la carretera y el río deciden tomar diferentes caminos, la garganta se hace mucho más angosta hasta diluirse con el paisaje. Estamos a veinte kilómetros de Sarajevo -o eso dice el GPS- y a más de mil metros de altura.

Sarajevo sorprende. Un jueves a las diez de la noche y parece estar toda la ciudad en la calle. Miles de bares de copas y locales nocturnos flanquean la calle principal, que conecta la catedral con la mezquita, casi una al lado de la otra, en perfecta armonía. Pero lo que más me llamó la atención son los agujeros de bala. Si no los buscas, no los ves… o al menos no los reconoces como tales. Algunos edificios los tienen tapados, aunque se nota el diferente color del cemento. Señores de Sarajevo, no tapen esos agujeros con el cemento del olvido. Porque la memoria a veces flaquea. Y los errores siempre es mejor recordarlos.

Etapa 16: De Belgrado a Sarajevo


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