Me despierto a las 6:45. Creo que no me da tiempo de ver la salida del sol, pero me levanto igualmente. Aún somnoliento, abro la puerta de nuestra habitación, que da a una espectacular terraza que ocupa todo el tejado de la kasbah. Lo que veo ante mis ojos me despierta en décimas de segundo. El sol hace poco que ha salido, y se oculta en una pequeña nube sobre el horizonte. Un horizonte mágico. De arena rojiza. El impresionante Erg Chebbi ya estaba ayer cuando llegamos, pero ni lo intuimos. Enormes dunas de suaves curvas abrazan pequeños grupos de palmeras aquí y allá. El silencio reina en el ambiente y la temperatura comienza a subir rápidamente. Estamos en la puerta del desierto.
Hoy pasaremos el día con Eduard López. Decidió cambiar su piso de Barcelona por una pequeña casa aquí justo cuando acabó su espectacular viaje a Ciudad del Cabo en moto. Ride to Roots. En aquel viaje quería viajar a las raíces de la humanidad, volviendo a lo más básico y sin cosas superfluas que desvirtúen todo. No sé si lo consiguió en su viaje. Pero después de pasar un día entero con él y Simona, estoy seguro de que ahora lo han conseguido. Y me dan envidia.
Quedamos a primera hora en la gasolinera de la zona, punto de encuentro de cientos de 4×4, quads y motos de los europeos que vienen a este lugar a desfogarse. Espero al menos que respeten el ambiente y el paisaje. Hacemos una ruta corta y facilona por la zona, hasta el lago Jasmine, que resultó que no suele tener agua. Primer contacto con la arena. Dos personas en una GS 1200 no es la mejor manera de aprender, pero gracias a los consejos de Eduard pude salvar cada vez con mayor destreza los pequeños bancos de arena.
La Baraka, el lago Jasmine,… Justo en el borde de las dunas, que se muestran altivas, y por qué no, algo desafiantes. Es de personas inteligentes saber dónde está el límite. Y yo sé dónde está el mío. Justo aquí, a pie de duna.
La comida y el té transcurrieron entre charlas y cambios de impresiones. Sin prisas, como se hacen las cosas en el desierto. Hasta que el sol se puso. Fue el momento de ver la nueva kasbah y de escuchar las explicaciones de Simona y Eduard sobre su acondicionamiento. Nuevamente me dieron una envidia muy sana.
El trayecto por pistas de noche hasta el hotel nos dio una nueva dosis de aventura. Seguir la pista correcta a oscuras se antoja imposible a pesar de seguir el track del Garmin. Casi lo conseguimos. Solamente a quinientos metros del objetivo decidí marcarme una “ruta creativa” por una pista demasiado arenosa para nuestro gusto. Ese chute de adrenalina hizo que saboreáramos más si cabe el estupendo plato de nombre difícil de recordar que nos prepararon en nuestra kasbah.
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Tengo un sexto sentido para despertarme cuando toca sin tener que usar ningún despertador. 06:05. Justo la hora en la que el sol comienza a desperezarse tras las dunas de Merzouga. Despierto a Belén. En silencio, apoyados en una de las almenas de nuestro castillo particular, vemos cómo amanece.
La ruta hasta las gargantas de Todra y Dades atraviesa un terreno extremadamente árido y seco. Pequeñas montañas de negras rocas y alguna que otra tímida duna de arena desaparecen rápidamente en el retrovisor. De tanto en tanto cruzamos algunos pequeños pueblos, donde la gente trabaja en la supuesta acera. Herreros, carniceros o carpinteros sacan sus trabajos al fresco, a la luz. A pesar de ser domingo. A las afueras, cientos de niños alzan sus manos esperando únicamente que les devolvamos el saludo.
Llegamos a Tinghir, el pueblo de donde nacen las gargantas del Todra. Encaramado al risco, observa a sus pies las frondosas veredas del río, escondido entre enormes palmerales. Casi invisible, la carretera se va introduciendo literalmente en las montañas, que forman paredes gigantescas a ambos lados del penoso asfalto. Al lado el río Todra, de no más de un palmo de profundidad, sirve de refresco a cientos de marroquíes que han decidido pasar el domingo allí. Tras un par de kilómetros, los puestos de artesanía y la gente desaparece, y nos quedamos solos con la garganta que durante varias decenas de kilómetros va jugando con la carretera, llevándola a derecha e izquierda.
Desandamos el camino muy a mi pesar. Existe una pista que conecta ambas gargantas, la del Todra y la del Dades, pero hoy debemos llegar a Ouarzazate, que aún está lejos. Las gargantas del Dades tardan en aparecer. Solamente el palmeral de su lecho nos garantiza que vamos en la ruta correcta. Después de observar las curiosas formaciones rocosas llamadas “los dedos de mono”, encontramos las gargantas. El valle se estrecha y la carretera comienza a zigzaguear para ascender por la escarpadísima ladera rocosa. Tras unos cuantos “tornanti” llegamos arriba. Desde allí, la vista de la carretera es muy efectista. Y es tampoco hay tantas curvas, pero todas las que hay, se ven desde allí.
El camino hasta Ouarzazate es pesado y tedioso. Múltiples pueblos ralentizan la marcha, mientras cientos de puestos a pie de carretera venden agua de rosas, típica de la zona. En algunos momentos se puede incluso percibir la fragancia a rosas. La carretera ha ganado en autenticidad. Los preparadísimos 4×4 del desierto de Merzouga, la mayoría españoles, dejan paso a desvencijados Mercedes con mil y un remiendos.
El sol se pone tras las altas montañas del Atlas justo cuando llegamos a la ciudad. Ouarzazate suena a leyenda. Espero descubrirla al anochecer.