Agujeros. A miles. Por todos lados. Pero esta vez no estaban en el asfalto. Solamente había que mirar hacia arriba. Gran parte de los edificios del centro de Sarajevo están llenos de agujeros. Agujeros de bala. No puedo dejar de imaginar a los francotiradores al otro lado de la calle. No puedo dejar de recordar imágenes de guerra en esta ciudad hoy pacífica y bulliciosa.
Salir de Belgrado nos costó lo suyo. Después de ver las vistas al Danubio desde el castillo, la consigna a seguir en principio era clara: Suroeste. Y ya está, no había más. El rutómetro marcaba seguir la carretera 22, pero vete tú a saber dónde queda la carretera 22. Al suroeste, seguro. Tras hora y media de atascos, semáforos, giros indebidos y sosas autovías, logramos despedirnos de la ciudad. El calor ya rondaba los 38 grados, cosa que auguraba un día calentito.
Viajar brújula en mano tiene su encanto. Sabes a dónde quieres ir, pero no sabes ni cómo irás ni lo que te encontrarás por el camino. Visto así, hasta parece más auténtico que ir siguiendo las indicaciones del GPS. Pero cuando 280 kilómetros se convierten en 430… la cosa cambia. Y es que la mayoría de las indicaciones en Serbia están en alfabeto cirílico. Y así es más complicado seguir la ruta, claro. Mucho más complicado.
La frontera bosnia era lo que me esperaba. Un triste chamizo con una barrera y un señor de uniforme dormitando en una pobre silla desvencijada. Me preguntó si tenía la carta verde y se llevó los pasaportes dentro de la garita. Pocos segundos después los trajo convenientemente sellados y abrió la barrera. Ya estábamos en Bosnia y Herzegovina. Los primeros kilómetros transcurrieron por una carretera recién asfaltada entre montañas y bosques, tal y como habíamos dejado Serbia. Pequeños pueblos de montaña iban salpicando el paisaje, con casas medio destruidas, o a medio construir, quién sabe. Comencé a buscar vestigios de la guerra. Y es que a todos nos gustan las películas bélicas, hasta que te das cuenta de que algunas, hasta fueron realidad.
En algunos momentos estábamos relativamente perdidos. Relativamente porque el GPS indicaba la posición exacta, solo faltaría. Pero nada más. Ni una triste raya que insinuara una carretera cercana. Para Garmin, Bosnia solamente eran cuatro ciudades y tres carreteras. Para Garmin, estábamos en medio de la nada.
Desde Visegrad, la carretera sigue el caprichoso cauce del río. Preciosas montañas lo atrapan haciéndolo ahora ancho, ahora más estrecho, pero siempre con un verde esmeralda impactante. Decenas de túneles intentan hacer el trayecto algo más rectilíneo, y a cada salida del puente el escenario cambia. Nuevas montañas, nuevos riscos, pero siempre con el color esmeralda ahí al lado. Cuando la carretera y el río deciden tomar diferentes caminos, la garganta se hace mucho más angosta hasta diluirse con el paisaje. Estamos a veinte kilómetros de Sarajevo -o eso dice el GPS- y a más de mil metros de altura.
Sarajevo sorprende. Un jueves a las diez de la noche y parece estar toda la ciudad en la calle. Miles de bares de copas y locales nocturnos flanquean la calle principal, que conecta la catedral con la mezquita, casi una al lado de la otra, en perfecta armonía. Pero lo que más me llamó la atención son los agujeros de bala. Si no los buscas, no los ves… o al menos no los reconoces como tales. Algunos edificios los tienen tapados, aunque se nota el diferente color del cemento. Señores de Sarajevo, no tapen esos agujeros con el cemento del olvido. Porque la memoria a veces flaquea. Y los errores siempre es mejor recordarlos.
Etapa 16: De Belgrado a Sarajevo
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