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La Ruta Navarra – El vídeo.

Si quieres descubrir los verdes escondidos de Navarra de los que hablaba en el post, este vídeo es la mejor manera que he encontrado para que lo hagas cómodamente sentado delante del ordenador. Aunque te soy franco: te recomiendo que levantes el culo y vayas a verlos por ti mismo. En moto, si es posible. Me lo agradecerás. Corre, que el verano ya está aquí y estos colores huyen del calor!


La Ruta Navarra por Dr_Jaus

La Ruta Navarra

Cuenta la leyenda que todos los diferentes tonos de verde habitan escondidos en el Pirineo navarro. Verde musgo, verde bosque, verde pasto, verde agua,… Pero solamente durante la primavera se atreven a mostrarse y engalanar valles, montes y praderas para deleite de los humanos que se aventuren a adentrarse en los recónditos parajes. Esta es la historia sobre cómo los descubrimos.

Calor. Recién habíamos estrenado el mes de mayo y ya hacía un calor de muerte. De pleno verano. Los más de 37ºC en las cercanías de Zaragoza nos recordaban al empalagoso ambiente del verano anterior en los Balcanes. Eran casi las siete de la tarde y el sol estaba parcialmente oculto tras unas pequeñas y delgadas nubes. A pesar de ello, el aire era caliente, pegajoso, dejando un gusto rancio en el paladar. Nunca pensé que el calor tuviera sabor. Debíamos atravesar la provincia de Zaragoza hacia el noroeste, hasta Sangüesa, que a la postre es la primera población navarra que nos encontraríamos. Pensé que cuanto más al norte, menos sufriríamos esas agobiantes temperaturas. Pero me equivocaba. Tauste y sus minas de sal no contribuyeron demasiado a quitarnos esa sensación. Las rocas y los últimos vestigios de algún charco presentaban esa costra blancuzca que deja la sal, como si de un árido desierto se tratara.

Diferentes carreteras secundarias iban desapareciendo bajo las ruedas de la BMW. Los baches hacían trabajar las suspensiones de una manera frenética. Me encanta ver cómo suben y bajan las botellas de la horquilla absorbiendo las irregularidades del terreno de manera impecable. Alcé la vista y ahí estaba. El horizonte. En toda su extensión. Hectáreas y hectáreas de campos, arrozales anegados de agua, mares de cereales que ondeaban al unísono, campos de colza de un amarillo casi insultante… Ese es el verdadero motivo del viaje: pintar horizontes de colores en nuestra memoria.

Avanzábamos por la comarcal cuando la silueta de un castillo se perfiló en uno de esos horizontes casi soñados. El castillo de Sádaba tiene la forma exacta de un castillo dibujado por un niño de ocho años. Altos muros rematados en cada esquina por una torre rectangular. Era lo suficientemente atractivo como para hacernos desviar la ruta. Un ilustre viajero me dijo una vez que él nunca pregunta dónde se encuentra el aparcamiento. Él entra hasta la cocina con su moto. Y si eso, ya le echarán. Apliqué ese sabio principio y llegué hasta el mismísimo portalón de entrada, mientras el sol comenzaba a ocultarse. A lo lejos, rompiendo esos horizontes que ya pertenecen a mi memoria, unos oscuros nubarrones parecían querer aguar la fiesta. Debíamos darnos prisa.

Finalmente llegamos a Sangüesa, a orillas del río Aragón. Su iglesia de Santa María parece debatirse constantemente entre el gótico y el románico. La sorprendente armonía de la discordia. Cruzamos el puente de hierro y llegamos a nuestro hostal, no más de una humilde posada de peregrinos. En ese momento, se hizo oscuro y comenzó a llover.

El sábado amaneció soleado y algo menos bochornoso de lo que fue el viernes. La primera parada fue en el Monasterio de Leyre, cerca del pantano de Yesa. Pagamos una simbólica entrada que nos daba derecho a ver la iglesia y la cripta. Nos dieron una llave con la que debíamos abrir la puerta principal y encerrarnos dentro. Curioso, cuanto menos. Sobre todo teniendo en cuenta que cada visitante recibía su propia llave. La cripta se encuentra justo debajo del altar mayor, como debe ser. Es un bosque de columnas de muy bajo talle que confieren a la estancia una atmósfera muy especial. Al menos hasta que entraron el grupo de alemanes, momento que aprovechamos para la huída.

Proseguimos hacia el norte por el valle del Roncal, donde múltiples arroyos nos dieron la bienvenida despeñándose por las rocas hasta abrazar la carretera. Verde musgo. Mientras, los pinos desprendían esa fresca fragancia de principios de primavera. Los desfiladeros se fueron alternando con los bosques, primero de hayas, luego de abetos. Verde bosque. En Isaba nos desviamos hacia el oeste. La carretera comenzó a subir y subir. Los bosques desaparecieron dejando el protagonismo a las increíbles praderas de un verde eléctrico que bordeaban la carretera. Subimos por encima de las nubes. Navegamos entre la hierba y la niebla en lo alto de la selva de Irati. Verde felicidad.

El día discurría bajo las ruedas de la GS, y en nuestro continuo traslado de valle a valle, llegamos a Roncesvalles. O eso parecía. La espesa niebla lo cubría todo, y solamente acertamos a ver algunos autocares desembarcando hordas de aprendices de peregrino deseosos de iniciar su camino de Santiago. Ah, si. Espera. Que eso de ahí parece una ermita. O no. No lo se. Verde Roncesvalles. Y continuamos hacia el norte. Solamente las innumerables gasolineras y los grandes almacenes nos advertían que estábamos saliendo de España. El último reducto patrio se encontraba invadido por cientos de franceses que se abastecían en los más baratos comercios españoles. La crisis, dicen.

Ya de bajada a Pamplona, nos paramos en Lesaka, no por nada en concreto sino porque el nombre me era familiar. Una vuelta por el pueblo  y llegamos, sin preguntar por el aparcamiento, hasta la puerta de la iglesia, encaramada en lo alto de una loma. Allí dentro nos esperaba una grata sorpresa. Y lo noté nuevamente. Una ligera sonrisa apareció en mi cara, la mirada se perdía entre la gran multitud de estatuas, columnas, hornacinas y recovecos del gigantesco retablo dorado. Ligero, eso si, pero noté un síndrome de Stendhal en toda regla. Como el de Florencia o el de las vidrieras de la catedral de León. Y con esa sonrisa tonta y esa expresión de bobalicón enfilamos hacia Pamplona.

La capital navarra nos acogió de mala manera. La manifestación del 15-M nos obligó a acercarnos a trompicones hasta el hotel, que se encontraba muy céntrico, quizá demasiado. Al final pudimos descargar el equipaje y los verdes horizontes, para disfrutar livianos la Pamplona de los recuerdos de mi infancia. Recuerdos de ver la televisión casi de madrugada y contemplar sus populares encierros con una mezcla de admiración y nerviosismo. Cuesta de Santo Domingo, Mercaderes, Estafeta… Esa noche estaban llenas no de morlacos sino de una miríada de pamplonicas degustando vinos y pinchos. Acabamos el día en el Café Iruña, toda una institución en la ciudad, saboreando un café y una tarta de chocolate, antes de volver a reposar a nuestro hotel.

No me gustan los retornos. Pero por norma general hay que volver. Igual en el futuro encuentro la manera de no hacerlo, pero hoy por hoy no veo solución a ese problema. El día acompañaba a la tristeza y melancolía. Las nubes cubrían el cielo, pero sin amenazar realmente. No había ni dramatismo en el ambiente. Solamente indiferencia. La idea era acercarnos a Sos del Rey Católico, por donde pasamos el viernes pero no dio tiempo a la visita. Villa medieval plagada de calles y callejones estrechos y empedrados. La iglesia, de extraña forma y cuidada cripta, la plaza medieval, o los edificios señoriales. Nada de eso podía competir con lo vivido el día anterior. Y es que la tristeza entiende de colores, y el color marrón piedra no ayuda. Ni el color de Ruesta, pequeño pueblo maldito y abandonado, donde acudimos casi por encargo. Su torre de defensa y su iglesia permanecen secuestradas tras unas inquisidoras vallas metálicas. Así que desandamos la carretera hacia Sos, que no era más que un sinfín de curvas salpicadas de miles de traicioneros baches. Eso que en otro momento me hubiera vuelto a dibujar una sonrisa en el rostro, ahora no era capaz de hacerlo. Parada en Ejea de los Caballeros, en un bar que no llega a ser ni de carretera, donde la mitad de la comida quedó en el plato. Retornos…

Y finalmente Zaragoza. Casi como en casa. Lugar para recapacitar lo vivido. Lugar para recordar los horizontes pintados en la memoria y los verdes navarros. Lugar para sonreír. Era el momento de alegrarse al saber que los verdes habían ganado la batalla a los grises indiferentes del retorno. Porque siempre existirá el verde. Verde esperanza.

La Ruta Navarra


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