(vídeo al final)
Me encanta la sensación de estar aprovechando cualquier momento para viajar en moto. Es por eso que ese espacio mágico que hay entre las fiestas de Navidad y las de fin de año es idóneo para ello, rompiendo la monotonía de los turrones y las comilonas. Además, había que trasladar la Derbi de Belén desde Barcelona a Zaragoza y… ¿qué mejor manera de hacerlo dando una vueltecita?
Nos habíamos marcado un objetivo complicado para el primer día. Más de seiscientos kilómetros para la 125cc de Belén quizá eran demasiado para hacerlos íntegramente con luz de día. Pero es que a ella la noche le confunde. Así que salimos con las primeras luces del alba desde Terrassa, enfilando lo antes posible la N-340. Siempre me ha gustado esa carretera, mil veces en parte recorrida durante mi infancia. Pensar que siguiéndola hacia el sur me llevaría sin desvíos hasta la lejana Cádiz me abrumaba. Ahora sé que esas cintas de asfalto negro me conectan, sin solución de continuidad, con lugares tan remotos como Estambul o Cabo Norte. Y tengo ganas de comprobar que siguen incluso más allá.
Con una temperatura agradable pasamos por Tarragona y Salou, dejando de lado el Delta del Ebro, casi acariciándolo. Castellón y Valencia siguieron después, dejando definitivamente la N-340 ya pasado el mediodía. Habían aparecido las nubes, y la A-3 dirección Madrid escalaba algunos pequeños puertos de montaña entre Requena y Utiel. Nada del otro mundo, pero combinados con el viento de cara, impedían que la pequeña Derbi adelantera con soltura a los mastodónticos camiones. Mi BMW y yo lo contemplábamos desde la retaguardia, sin poder hacer nada más que intentar dar rebufo a Belén y su Terra. Si en la ruta de la Camarga Belén luchó contra la oscuridad, esta vez la pelea era contra el viento.
Después de una reconfortante sopa en el área de servicio del Rebollar, seguimos hacia el oeste sin más novedad que un cielo cada vez más cubierto. Llegamos a Alcázar de San Juan casi de noche, cumpliendo el plan de viajar siempre de día. Sus cuatro molinos en lo alto del cerro aún podían verse en la penumbra, observándonos altivos desde su privilegiado mirador. El Convento de Santa Clara fue nuestro hotel. Acogedor, aunque podría haberlo sido más, al menos por lo austero de sus habitaciones, rememorando quizá las antiguas celdas de las novicias. El menú de la cena tiene una relación calidad-precio insuperable, por lo que recomiendo encarecidamente reservar la media pensión. Croquetas caseras, embutidos ibéricos y solomillo exquisito.
La mañana amaneció en Alcázar de San Juan con las calles aún mojadas de la persistente lluvia de la noche, pero con los cielos casi completamente despejados y la atmósfera excepcionalmente limpia. Los molinos de Consuegra aparecieron muchos kilómetros antes, allá en lo alto, acompañando al castillo que casi todo el mundo olvida. Las paredes encaladas reflejaban un sol potente, pero incapaz de paliar la sensación de frío que traía el viento del norte. Rodando entre los molinos de la Mancha, confundiéndolos con gigantes, admirándolos bajo sus aspas, dejándose acariciar por la fría brisa manchega… Una inyección de calma.
Debíamos llegar a comer a Ávila, así que no teníamos mucho tiempo que perder entre los castillos que íbamos descubriendo a ambos lados de la autovía hacia Toledo, por el que pasamos casi de puntillas, saludando con la mirada al imponente Alcázar que domina la ciudad. Después, ya por carretera, ascendemos el puerto de Paramera, donde la temperatura descendió progresivamente hasta unos 2ºC, mientras la nieve decoraba intermitentemente alguno de los arcenes. Después nos encontramos, casi de sorpresa, a Ávila y sus murallas, que la abrazan como quien protege un tesoro.
Entramos en la zona intramuros, donde sus callejuelas adoquinadas forman un verdadero laberinto. Encontramos fácilmente el restaurante La Acazaba, donde teníamos nuestra reserva para comer. Variado de primeros típicos, donde no falta la sopa castellana, las migas o las famosas patatas revolconas. Y para rematar, un generoso surtido de carnes a la brasa. Con el estómago bien lleno y esa luz de la tarde que lo hace todo especial, paseamos entre las murallas y las iglesias abulenses, admirando la riqueza cultural y arquitectónica que tenemos en España, sin duda una de las más impresionantes y variadas del mundo.
A Salamanca llegamos por la autovía, justo con la puesta de sol, mientras un fotogénico pero peligroso frente nuboso dejaba algunas lluvias dispersas allá en el horizonte. Las últimas luces se filtraba entre las diversas cortinas de agua formando un abanico de grises y azules que fueron nuestro divertimento durante los últimos kilómetros. El hotel Tryp Montalvo se encuentra a las afueras de la ciudad, rodeado de polígonos pero a muy pocos minutos del centro. Es un cuatro estrellas muy recomendable, con un precio muy bajo para lo que realmente ofrecen. Una vez alojados y duchados, y con el frío que comenzaba a apretar esperándonos en la calle, nos fuimos al centro de Salamanca, para redescubrir nuevamente la ciudad.
Salamanca es diferente cada vez que la visitas, aunque siempre preciosa y sorprendente. Sin lugar a dudas es una de mis ciudades favoritas. Esta vez las decoraciones navideñas, y sobre todo la exquisita iluminación de sus monumentos principales le pusieron el traje de gala. Disfrutamos de la casa de las conchas, de la Universidad, con su Fray Luis de León siempre expectante, de las catedrales -porque Salamanca tiene dos-, y por supuesto de la plaza Mayor, sin duda una de las más bonitas de España. Y como colofón, unos pinchos de jamón y de morcilla en Musicarte, en la Plaza del Corrillo.
El frío era intenso a esas horas, pero seguiría paseando horas y horas entre esas paredes de piedra amarillenta, primorosamente iluminadas, con esos grafitos color burdeos de otro siglo, rotulando en castellano antiguo cada uno de los principales atractivos de la ciudad. Satisfechos y contentos por haber dejado que la ciudad nos pinte de noche sus recuerdos, decidimos volver al hotel, con la certeza -como siempre que voy a Salamanca- que volveremos.
El día amaneció cubierto de una espesísima niebla. Al mirar por la ventana de nuestra habitación, apenas se podía distinguir el otro lado de la calle. Eran las ocho de la mañana, así que di media vuelta y seguí durmiendo, a la espera que disipe la niebla. Hora y media más tarde la situación ha mejorado bastante, por lo que desayunamos frugalmente y partimos por la CL-501 hacia Ávila, desechando definitivamente volver por la autovía. La niebla iba y venía, observando por momentos cómo se levantaba el techo de nubes, que volvíamos a tocar en cuanto la carretera ascendía ligeramente. Las dehesas con sus árboles, salpicados sin ton ni son, se sucedían a ambos lados de la carretera, y alguna que otra manada de toros bravos nos miraron con curiosidad. La niebla, ya residual, daba al paisaje un toque entre misterioso y romántico que nos hizo disfrutar del paisaje durante toda esa mañana.
Habíamos quedado con Pablo y sus amigos en Villacastín, y después de un pequeño aperitivo, salimos hacia Madrid por el alto de los Leones. La temperatura seguía bajando, hasta rozar los 2ºC, y la escarcha teñía de blanco la copa de los abetos, en una estampa típicamente navideña. En Madrid, ya con Pablo, Anhaí, Paco y Raquel degustamos unos bocatas de calamares y un relaxing cup of café con leche en los alrededores de la Plaza Mayor, atiborrada como todo el centro de la capital. Madrid, siempre acogedora y señorial, ofrecía sus mejores galas adornada de Navidad. Esa noche dormiríamos en Boadilla, en casa de Marisa y Javi, abusando como en otras ocasiones de su grandiosa hospitalidad. Gracias!
Al día siguiente, después de una noche helada que dejó recuerdo en forma de escarcha sobre nuestras motos, partíamos hacia Zaragoza, punto final de la ruta. De un tirón, parando únicamente para repostar, recorrimos los trescientos treinta kilómetros. Belén se porta como una auténtica campeona, con un aguante admirable y un espíritu de sacrificio que más de uno quisiera. Creo que está preparada para gestas aún mayores.
Y así concluímos un año lleno de rutas y de kilómetros, un año en el que Belén se estrenó -y con muy buena nota- como motera. Un año en el que junto con Coco y Pablo descubrí los misterios de las auroras boreales y de los peligros del inhóspito norte helado. Un año con nuevos proyectos, aún pendientes y nuevas ilusiones. Acabó el 2013 con la certeza de que el 2014, con toda seguridad, nos aportará aún más aventuras y más kilómetros de sonrisas, satisfacciones y ganas de vivir. Feliz año nuevo!
LaUltimaRutaDel2013 por Dr_Jaus