En nuestra retina quedaron un millón de imágenes. Algunas pasaron fugazmente, otras permanecen en nuestra memoria. Y unas pocas lograron colarse en la tarjeta de nuestra cámara. Ellas serán nuestros recuerdos. Esta fue nuestra aventura en La Ruta De Oriente.
Todo acaba y toca volver. Pero volvimos descubriendo la desconocida Bulgaria, la sorprendente Rumanía, la histórica Sarajevo o la cosmopolita Serbia. Todo esto, concentrado en unas modestas imágenes, es lo que contiene el siguiente vídeo.
Segunda entrega de los vídeos de La Ruta De Oriente. Desde Eslovenia, bodeamos toda la costa croata hasta Dubrovnik. Atravesamos Montenegro, penetramos en la inexplorada Albania. Exploramos los Monasterios de Meteora, en Grecia y finalmente alcanzamos Asia en Estambul.
Ya no sabía qué botón apretar cuando el joven militar se acercaba ametralladora en ristre con cara de pocos amigos. Un altavoz de la máquina automática de cobro de peaje gritaba cosas en turco. Apagué la moto y esperé a que llegara la autoridad. Ya sabía que algo saldría mal al saltarme el peaje kilómetros antes. No podía creer que nuestra aventura estuviera a punto de acabar con nuestros huesos en una sucia y peligrosa cárcel turca.
Los casi doscientos kilómetros por autopistas griegas fueron realmente un paseo hasta la frontera turca. Allí comenzó el calvario. Cola para comprar la visa, cola para enseñar la visa, cola para revisar los papeles de la moto, ahora vete a esa mesa de ahí para que la señorita te selle nosequé… Pero tras cuarenta minutos de burocracia, finalmente estábamos en Turquía!
Si no hubiera estado en Albania, diría que las carreteras turcas son un desastre. Bacheadas, con unas rotondas algo extrañas, coches en sentido contrario por el arcén… Pero al menos su estado te permite circular a más de ochenta por hora, cosa que sería impensable en Albania. Con resignación y paciencia, los kilómetros fueron pasando. Durante el trayecto nos cruzamos con algunos moteros, -pocos- que a buen seguro venían de cumplir un objetivo como el nuestro: Estambul.
A nuestra derecha podíamos divisar, de vez en cuando el mar algo picado, debido al fuerte viento, que intentaba ponernos difícil conseguir nuestro objetivo. Era el mar de Mármara, último rincón de un Mediterráneo que se acababa. De Algeciras a Estambul, pintando de azul, como dice la canción.
A unos ochenta kilómetros de la ciudad, se nos ocurrió meternos en la autopista que comenzaba allí. Nada más entrar, unas garitas de peaje nos invitaban a… nada. Ni coger ticket, ni pagar… Los coches iban pasando por otros carriles marcados con un “teletac”, mientras que yo esperaba a que saliera un ticket. Llamé por el teléfono de información, pero nadie respondió. Los coches seguían pasando, y vi cómo acercaban una especie de tarjeta al lector… Tarjeta que por supuesto no teníamos. Como no había barrera alguna, optamos por arrancar y seguir adelante, ya le explicaríamos lo sucedido al de la garita de salida de la autopista.
Por supuesto nos fuimos por el primer desvío de la autopista, donde nos encontramos con el puesto de peaje, pero sin garita y con barrera. Otra vez solicité información con el botoncillo, y el turco comenzó a gritar. Del coche de policía que teníamos a pocos metros descendió un chaval, ametralladora en mano, acercándose a nosotros.
– Hola, buenos días -comencé educadamente. -No hemos podido coger ticket en el peaje, y ahora queremos pagar, tenemos tarjeta Visa.
– Deberían comprar una tarjeta de prepago de la autopista- dijo el joven, señalando las siglas KBG (o algo así) con las que estaba rotulada la máquina de peaje. -Pueden comprarla allí.- dijo señalando un pequeño edificio cercano.
De un destartalado camión de fruta aparcado justo a nuestro lado -no me digáis qué hacía allí parado- salió una voz que le decía algo al militar. El chico se nos volvió a nosotros y nos preguntó de qué país éramos.
– Españoles.
– Oh… Spain. ¿Barça o Real?- preguntó.
-Barça, Barça!! -le dije jugándomela al cincuenta por ciento. -Messi.
-Yes!! Piqué! -dijo él. -Yo soy del Fenerbache, que fichó a David Güiza!
El frutero seguía gritando cosas desde la ventana de su desvencijado camión, la máquina de peaje seguía diciendo cosas en turco, la barrera seguía bajada, pero yo estaba hablando de fútbol con un chaval que llevaba una ametralladora al hombro. Surrealista. El chico se echó a un lado y me dijo que pasara por el lado de la barrera, que no había problema. No lo podía creer. El fútbol era tan poderoso que abría cualquier barrera.
Y allí, a nuestro frente, apareció Estambul, mientras teníamos a un lado Asia, y al otro Europa, como el barco pirata. Un tráfico horrible nos hizo perder más de hora y media para llegar al centro, donde se encuentra nuestro hotel. Quizá sea por eso, o por la cantidad de gente que había en las puertas de la Mezquita Azul -incluso hablamos con unos gallegos-, pero a pesar de haber cumplido el objetivo, no era lo mismo que Cabo Norte. Allí, durante los últimos trescientos kilómetros no había nada, y todos íbamos a cumplir el mismo objetivo. De los miles de vehículos que entrábamos en la ciudad turca, muy pocos íbamos a cumplir una meta. Esa sensación de estar solos entre esa marabunta de coches, esa idea de ser los “bichos raros” no acompañaba a la emoción ni a la euforia.
Pero una vez desmontados de la moto, y mirando nuestras camisetas que rezaban “Mary Pomppins y Dr Jaus en LaRutaDeOriente”, nos miramos, sonreímos y supimos que sí, que lo habíamos logrado. Habíamos recorrido casi todo el sur de Europa para llegar allí, siguiendo ese mar tan azul que nos ha acompañado desde Barcelona hasta el Egeo, desde la ventosa Camarga francesa hasta la intrincada costa croata. Desde la Costa Brava al Mar de Mármara… Y es que yo… nací en el Mediterráneo.