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LRP. Etapa 10. Praga. La ciudad que nunca defrauda

Parecía que nunca iba a llegar. Las casas aisladas dieron paso a los edificios, de pronto apareció el tranvía y los primeros semáforos. Adoquines en el suelo y bastante gente por las aceras. Estábamos acercándonos al centro y se me comenzaban a poner los pelos de punta. Siempre me asalta una sensación extraña cuando llego en moto a algún sitio donde ya estuve anteriormente por otros medios. Una sensación como de conquista. ¡Habíamos conquistado Praga!

Dice un proverbio japonés que un hombre con dos relojes nunca sabe qué hora es. Yo podría decir que un viajero con dos GPS sabe dónde está pero no hacia dónde irá. Por cosas que pasan perdí el track de la etapa de hoy en el Garmin, así que cargué con la wifi del hotel los mapas en el iPhone y decidí seguir la ruta que me sugería. Salimos de Cracovia y en menos de cinco minutos estábamos ya metidos en una autopista. Bueno, no era tan mala idea, teniendo en cuenta que había más de quinientos kilómetros hasta Praga y que debíamos llegar a una hora prudencial para poder visitarla.

Lo que no contaba es que la autopista fuera de peaje. Tampoco era tan cara, algo más de un euro al cambio. El problema lo tuvo la señorita de la garita con mi tarjeta. Al parecer se equivocó en el importe y la devolución requería de autorizaciones varias. Así que comenzó llamando por teléfono y acabó saliendo de la garita hacia las oficinas de control. Y mientras nosotros esperábamos y esperábamos formando una cola que comenzaba a tener dimensiones considerables. Finalmente acudió la supervisora, autorizó la devolución y nos cobró el importe correcto. En total, diez minutos. Lo que esperaba ganar yendo por la autopista de momento lo estábamos perdiendo.

Entramos en la República Checa por la aduana más fantasma que he cruzado nunca. De hecho no vi ni un triste cartel indicador. Solamente el cambio en las matrículas de los coches y en la tipografía de las señales me hicieron darme cuenta de que estábamos ya en otro país. (Sí, yo soy de los que se fija en el tipo de letra de los carteles indicadores). Comenzaba nuevamente una autopista donde al parecer es necesaria la viñeta de peaje para circular. Así que paramos en la primera gasolinera para comprarla. La grata sorpresa fue que las motos no necesitan esa pegatina. Así que seguimos viento en popa hacia Praga.

Al poco rato, hartos de autopista, decidimos seguir las indicaciones que llevaba en mi roadbook. A pesar de llevar dos GPS, me fío siempre más de lo que he trabajado y apuntado en el roadbook. Y la verdad es que excepto dos errores de bulto durante este viaje, nos ha llevado siempre a la perfección. Otra cosa es que sea mucho más cómodo seguir la flechita del Garmin cuando entramos en las ciudades, pero para la ruta sigue yendo de fábula.

Tengo por costumbre desde hace unos años ver el documental “La vuelta al mundo con Ewan McGregor” (The Long Way Round) cuando comienza el verano. Uno de los lugares por los que pasan es el Osario de Kostnice, una de esas capillas donde se amontonan miles de huesos y calaveras formando grotescas lámparas y objetos decorativos de dudoso gusto. Esbocé una sonrisa espontánea cuando me vi en el mismo lugar en el que Ewan McGregor y Charlie Boorman bromeaban y se sorprendían de la extraña decoración. Lo cierto es que había plasmado ese punto en el roadbook justo después de ver el documental nuevamente el mes pasado. Tengo predilección por visitar lugares curiosos que he visto en la tele o en alguna foto. Me encanta saber que estoy en esos mismos lugares con los que yo me quedaba boquiabierto en la comodidad del sofá de piel blanco de mi casa.

Y por fin llegamos a Praga. La ciudad que nunca defrauda. Siempre impresiona. Sus elegantísimas torres rematadas en afilados tejados de pizarra que desafían las leyes de la gravedad, el negro intenso de sus piedras, el inigualable paseo por el puente de Carlos al anochecer mientras allá al fondo el castillo y la catedral comienzan a iluminarse… Es imposible no enamorarse de Praga. Había estado allí otras veces, pero era la primera vez que llegaba en moto. Y es que llegar en moto cambia la manera de percibir las cosas. Es la sensación de conquista, de haber llegado allí casi por tus propios medios. Es dejar de lado la irrealidad de coger un avión y teletransportarte. Es notar que saliendo desde mi casa puedo llegar a casi cualquier lugar del planeta siguiendo una simple carretera. Es saber que ponga donde ponga la chincheta en el mapa de mi despacho puedo llegar en moto solamente con proponérmelo. Es sentirte el dueño del mundo.