Archivo de la etiqueta: Italia

AlpesOff: Etapa 2: La venganza del Destino

20130805-224320.jpg
Despertamos tarde en Sospel. El ritual del desayuno, vestimenta y carga de la moto es cada vez más lento y pesado. Nos quedan cincuenta kilómetros para el inicio de la Ligurische Grenzkammstrasse (LGKS para los amigos). Es una pista que transcurre entre la frontera de Italia y Francia que se proyectó en la Segunda Guerra Mundial para unir los diversos fuertes que vigilaban la zona.

Para llegar hasta allí circulamos por carreteritas imposibles, de esas en la que es posible encontrarse un pueblo con su campanile incluido colgados de la nada. Ese es el caso de Castel Vittorio. Casas apiñadas en un orden imposible y arremolinadas entorno a la iglesia. Después de unos ravioli de espinacas sublimes, iniciamos la LGKS o «Via del Sale«, como la llaman por aquí.

Al principio la pista no es difícil, aunque algunas piedras sueltas y los escarpadísimos barrancos obligan a tomar precauciones. El precipicio nos ayuda a observar la trayectoria de la pista, que va saltando de ladera en ladera, de valle en valle. Nos cruzamos con varios endureros muy preparados y diversos 4×4. Diferentes cordilleras se extienden como si fueran un acordeón, en un degradado tan perfecto como imposible.

20130805-224449.jpg
Tras una nueva bajada por unos tornanti realmente estrechos, llegamos a una barrera. La LGKS está cortada por obras. Hemos recorrido unos treinta de sus ochenta y cinco kilómetros, y ahora toca recular unos veinte, a una pista que nos llevará a La Brige por pistas entre bosques de abetos. Desde allí subimos a la Basse del Peyrefique, con un paisaje bastante más alpino donde los pastos y los riachuelos se van alternando el protagonismo. Podemos ver a lo lejos las ruinas del gran fuerte, justo encima del túnel de Tende. Allá abajo una carretera-pista asciende penosamente en una sucesión de rápidos tornanti, quizá los más seguidos que he visto en mi vida.

20130805-224638.jpg
La idea es acampar en el fuerte, pero eso mismo debieron pensar la cincuentena de campistas que ya preparaban la carne a la brasa. Ante tal aglomeración de gente, optamos por bajar hasta un hotelito de carretera en Limone Piemonte, a degustar los antipasti más exquisitos del mundo.

Al día siguiente realizamos el enlace hasta la siguiente pista, en un valle cercano a Castelmagno. Imponentes moles de roca nos rodean por todos lados, mientras La carretera discurre serpenteando entre verdes colinas, frescos arroyos y domingueros de mesa y mantel. Al llegar al inicio de la pista resulta que está prohibido transitarla los fines de semana de Agosto. Suerte tenemos de que tras varias jornadas de ruta, ya nos hemos olvidado de que hoy es domingo.

La pista es fácil, excepto por alguna piedra suelta. Va saltando de valle a valle, a cuál más espectacular. Paredes de montañas enteras están labradas a lascas, como enormes rebanadas que refulgen al sol como si fueran de plata.

Volvemos a la carretera. Si tenéis prisa, no os paréis a comer en San Damiano Macra. Allí la comida se puede alargar más de dos horas, gracias a la pausada velocidad del servicio. Es tiempo para observar, pensar y disfrutar del paso del tiempo mientras contemplo el campanario de la iglesia cercana.

La carretera hacia Sestriere se hace pesada. Los 35,5°C y la hora de la siesta tampoco ayudan. Nada más llegar, cogemos la pista. Pero la equivocada, la de mañana. Da igual, hemos de acampar por aquí. Pista fácil pero polvorienta que bordea diferentes valles. Las cordilleras cercanas siguen difuminándose en el horizonte y los pastos abundan cada vez más. Es la pista del Col de Asietta, que acaba en una pequeña y recoleta carreterita que asciende al Col de Finestres. Lo subimos, sabiendo que de allí baja una pista que nos puede proporcionar un buen lugar de acampada. La luz del día se extingue cuando llegamos a una zona de picnic con arroyo cercano. Será nuestra segunda noche bajo millones de estrellas.

20130805-224913.jpg
Despertamos al son de los cencerros de las vacas que pastan cercanas. Hoy vamos al Valle Argentiera, quizá uno de los más bonitos de la zona. Al principio, diversos turistas han montado su campamento al borde del río que parte el valle en dos, pero al poco la pista se hace cada vez más escarpada, llevándonos a parajes con preciosas cascadas y valles escondidos. Hasta llegar al final, donde una granja de vacas te impide el paso. La bajada es mucho más fácil de lo que imaginaba, demostrando por enésima vez que las dificultades residen principalmente en nuestras mentes.

Comemos en un restaurante olímpico -al menos el símbolo de los aros se muestra orgulloso en la fachada- antes de afrontar lo que a la postre será la parte más difícil del viaje. El Col de Sommeillier tiene su historia. Dice la leyenda que dos amigos moteros apostaron a ver cuál de ellos era capaz de subir en moto al sitio más alto de Europa. Uno decidió ir al Stelvio. El otro amigo ganó subiendo por las infernales pistas al Sommellier, que se eleva hasta los 3009 metros de altura. Cada año se celebra allí la concentración motera de la Stella Alpina.

El inicio de la pista ya es impresionante, con lagos del azul más verde que he visto en mi vida. Al poco el escenario es de una espectacularidad de difícil descripción. Es una verde planicie, rodeada de enormes masas de roca de donde caen a plomo un par de altísimas cascadas. El paraíso. La pista sigue ascendiendo por imposibles tornanti cada vez más estrechos. El infierno, comienza allí arriba.

20130805-225035.jpg
La pista está formada por enormes rocas sueltas de más de un palmo. Los tornanti son cada vez más complicados. La caída está asomando en cada esquina, con muchos metros de caída a uno de los lados. A unos trescientos metros de la cima, a unos 2900 metros de altura, nos encontramos con nuestro Destino.

Faltan únicamente tres curvas, y una enorme lengua de nieve tapa completamente uno de los tornanti. Fin. No se puede avanzar. Un trialero local que ha llegado hasta allí nos dice que en el Stella Alpina de este año nadie había podido coronar. La escena me recuerda mucho a cuando hace unos meses estábamos a trece kilómetros de Nordkapp en nuestra expedición invernal Aurora Borealis y el encargado del quitanieves nos impedía el paso. Al final el Destino quiso que pudiéramos llegar y tocar la gloria. Hoy, a trescientos metros de la cima, el Destino se ha cobrado su venganza. Esta vez ganas tú, pero que sepas que ahora estamos empatados.

20130805-225150.jpg

AlpesOff. Etapa 1: De Barcelona a Sospel

20130802-200200.jpg
Hace menos de una semana iba a hacer este viaje en solitario. Pero afortunadamente en el último momento se añadió el mejor compañero que podía tener, si exceptuamos por supuesto a Belén. Coco, compañero de aventuras boreales se venía a hacer el loco por las pistas de los Alpes. Con Coco y a lo loco.

Después de reunirnos a la salida del ferry que lo trae de Mallorca, nos adentramos en el caótico tráfico de Barcelona a las ocho de la tarde. Mi BMW y su Triumph Tiger, cargadas hasta los topes, avanzaban torpemente intentando salir de las garras de la gran ciudad. Aprovechamos la autopista a La Jonquera para ponernos al día de nuestras aventuras moteras.

Un personal sospechosamente amable nos atendió en un buffet casi en la frontera, más allá de las 11 de la noche. Curiosamente en mi, aún no hemos decidido hasta dónde llegar en esta jornada. Y es que ya sospechaba que este viaje iba a ser diferente a los demás. Aprovecharía para aprender a improvisar, a acampar con las estrellas sobre mi cabeza y a ir desviándonos de la ruta establecida en función de las necesidades. En definitiva, a subir un escalón más en mi bagaje viajero.

Decidimos tirar hasta Nimes, a casi 250 kilómetros de donde nos encontremos. Eso significa llegar más allá de las dos de la madrugada. La jornada de trabajo yel levantarme a las siete de la mañana empiezan a pesar. Las botas de enduro parecen ser de cemento y los bostezos me asaltan a traición. Pero estoy tranquilo porque sé que poco a poco los kilómetros van pasando, a pesar de llevar un ritmo bajo, por eso de conservar los tacos de los Tourance Karoo T. Cuatrocientos kilómetros después de salir de Barcelona, llegando a Nimes, nos da la bienvenida una luna muy menguada, pero no por ello menos bella. Allá al frente, roja y misteriosa, como mostrándonos el camino. Sin duda fue el momentazo del día. O de la noche.

Después de un reparador sueño, salimos a las once de la mañana con la ruta medio planificada. Improvisación controlada, me gusta. Cuarenta kilómetros de autopista nos llegan a Avignon, ya por carreteritas provenzales, entre viñedos y pueblos con encanto vestidos de piedras ocres y ventanas azules. Subimos al Mont Ventoux entre tupidos bosques y peraltadas curvas envueltas en el dulzón olor a pino. Vamos esquivando ciclistas que van sufriendo rampa a rampa. El final es «extraterréstrico». Laderas de inertes piedras conforman los últimos caracoleos de la carretera hasta llegar a la cima. Desde allí, unas vistas espectaculares a lado y lado de todo lo que nos rodea.

20130802-200303.jpg
La bajada del Mont Ventoux la hacemos por preciosas carreteras que invitan a llevar la moto casi ronroneando, casi dormitando, entre abetos y curvas amables. Y de repente, casi sin avisar si no fuera por su intenso olor a limpio, los campos de lavanda. Hileras perfectamente rectilíneas de ese azul roto característico se esparcen por la colinas. Los olores nos abofetean casi en cada curva, mientras llegamos a Montbrun-les-Bains. El pueblo parece estar en equilibro imposible en la ladera de la montaña, con arcos de piedra que aguantan a duras penas las plazas y las torres-campanario. Estamos a los pies del Col de l’Homme Mort, que recorremos a un ritmo rápido y alegre, trazando curvas al unísono, como si de una coreografía se tratara…

20130802-200350.jpg
Y llegamos al lago de Serre-Ponçon. Enorme, lleno de veleros, de windsurfs y de katesurfers que navegan en un azul casi croata. En Savines-le-Lac paramos a avituallarnos. Al salir del supermercado nos espera la primera gran sorpresa de la ruta. Nuestro amigo Carlos A. Rodríguez, que pasaba por allí rumbo a Rumanía y más allá, nos reconoce y se para. Charlamos unos minutos mientras pienso en la grandeza de esta pasión, que es capaz de hacernos coincidir en el mismo pueblo y a la misma hora, todos con diferentes destinos pero con la misma ilusión en la mirada. ¡Buen viaje, Carlos!

Poco después de las cinco de la tarde comenzamos el track de la primera pista alpina, el Col de Parpaillon. El inicio es algo decepcionante, porque a pesar de las excelentes vistas, un también excelente asfalto nos ayuda a ascender más rápido de lo esperado. Vistas espectaculares en un valle cada vez más estrecho y sin solución aparente de continuidad. De pronto, el asfalto desaparece. Es hora de comenzar lo que hemos venido a hacer.

20130802-200444.jpg
Pista fácil, aunque con alguna piedra rota, ascendiendo por verdes colinas y prados donde las marmotas campan a sus anchas, y huyen alocadas en todas direcciones a nuestro paso. Llegamos al túnel de lo alto del Col de Parpaillon, donde paramos. 2645 metros de altura. Aprovechamos para bajar presiones de los neumáticos y para prepararnos para los más de 500 metros de oscuridad absoluta del estrecho túnel. Charcos, barro y piedras sueltas que sorteamos con menos dificultades de lo esperado. En la otra boca, el espectáculo es fantástico. Un valle totalmente tapizado de verde, con un arroyo que lo parte por la mitad, y la pista caracoleando hasta llegar a él. En este mismo momento, ya sabemos dónde vamos a acampar.

20130802-200534.jpg
Una vez abajo, elegimos el mejor lugar, junto al riachuelo. Nuestras motos a un lado, las dos tiendas a otro. Es fantástico. La claridad va desapareciendo. Los últimos vestigios del ocaso solamente son visibles en algunas de las altas cumbres que nos rodean. Respiro hondo consciente de hacer desde hace muchos meses algo diferente que sin duda cambiará mi manera de viajar. Estoy satisfecho.

Millones de estrellas titilan sobre nuestras cabezas en una oscuridad casi absoluta, únicamente perturbada por el suave arrullo de una cascada cercana que me acuna durante la noche.

Quien no se haya despertado en un valle de los Alpes rodeado de montañas tapizadas de un verde refulgente, no sabe lo que es despertarse. La luz alegre y vigorosa parece dar vitaminas a todo lo que toca. Sin plan estrictamente definido, damos pronta cuenta de lo que queda de pista. Después avanzamos por espectaculares carreteras hasta el Col de la Bonette, a la sazón el más alto de los Alpes, por mucho que se empeñe el Stelvio. 2802 metros de preciosas vistas.

El siguiente plato fuerte del día es el Col de Turini, con toda seguridad muy sobrevalorado. Quizá se salva la parte más cercana a Moulinet, con preciosos «lacetes» (los tornanti italianos o las paellas españolas) enlazados tras cortísimas rectas, y perfiladas con delicadas paredes de piedra. Los hicimos a buen ritmo, seguidos por dos motoristas locales con motos mucho más ligeras que las nuestras. De todas formas, durante muchos kilómetros les demostramos lo que podíamos llegar a hacer.

A las cinco de la tarde, y con una lata de Orangine en las manos, decidimos quedarnos en Sospel a dormir, a cincuenta escasos kilómetros del inicio de lo que será sin duda el plato fuerte de la ruta. Pero eso mejor contarlo en otra ocasión.

20130802-200632.jpg

La Ruta Balcánica (I). De Barcelona a Croacia. El vídeo

El viaje hasta los Balcanes pasando por Italia, liándola en la autopista, recorriendo la península de Istria y encontrando valles escondidos en Croacia. Este es el primero de una serie de vídeos que intentan plasmar mi Ruta Balcánica.


La Ruta Balcánica (I) De Barcelona a Croacia por Dr_Jaus

LRP. Etapa 14. Manosque. Las curvas de la Provenza

Roca rojiza a la derecha. Un precipicio descomunal a la izquierda. Una estrecha carretera al frente. No para correr, no es éste el lugar para ello. De pronto, el asfalto se bifurca, y nuestro carril se introduce en las entrañas de la montaña por un angosto y oscuro túnel, mientras que el carril contrario rodea el peñasco perfilando milimétricamente el barranco. Son las Gorges de Daluis.

Eran más de las once de la mañana y aún no habíamos cargado la moto. Es lo que tiene improvisar la ruta del día. Habíamos cambiado el retorno a casa por un día más de nuestra particular aventura. Nos apetecía pasar por algunas carreteras de la Provenza francesa que ya conocíamos, así que alargamos el regreso. Pero un regreso sigue siendo triste, a pesar de llevar días intentando mentalizarme de lo contrario. Supongo que por eso remoloneaba tanto a la hora de partir.

En realidad, los primeros doscientos kilómetros de autopista se pasaron volando. Fue un visto y no visto. Luego vino una carretera con tráfico y sin ningún interés hasta llegar a Demonte . A partir de allí la carretera se encabrita con curvas rapidísimas y ciegas, de esas que ponen a prueba el valor. Durante un tiempo llevé yo el ritmo, pero finalmente preferí que otros moteros locales con más conocimiento de la ruta y menos peso en la moto se pusieran delante.

De camino a Francia la carretera es estrecha, de esas que no caben dos GS con maletas. Tornantis ajustados nos iban subiendo por la falda de la imponente montaña mientas el valle se iba abriendo lentamente a nuestro paso. 1800… 1900… 2000 metros de altura y seguíamos subiendo. Allí encontré otro de mis valles escondidos. Enorme, lleno de pastos, de abetos y de riachuelos que saltaban entre las rocas. Y al final, un lago tranquilo y coqueto donde parar a descansar unos minutos. Luego la bajada hacia Isola, ya en Francia. Se acabaron los tornanti y las chorradas. Ahora tocaban curvas enlazadas, bonitas y amables, de esas que adivinas cómo va a ser la siguiente. Si ayer bailamos vals y rock and roll, hoy tocaba una buena sesión de jazz! Con las de hoy, a buen seguro completé todos los cromos de mi álbum de curvas.

En el parque de Mercantour seguimos haciendo curvas de todo tipo a un ritmo bastante rápido. Comenzamos a subir montañas de un rojo imposible hasta llegar a Guillaumes. Estaban en fiestas, banda de música incluida. Lo que buscábamos era una gasolinera, ya que habíamos llegado hasta allí casi secos. Finalmente encontramos el pequeño surtidor, lo teníamos enfrente de nuestras narices y no habíamos reparado en ella. Desde allí bajaríamos por las maravillosas Gorges de Daluis.

Quien no conozca las Gorges de Daluis ha de ir a recorrerlas en moto. Junto con las de Verdon y otras carreteras de la zona, son de lo mejorcito que he recorrido. Asfalto impecable, buenas vistas y trazados perfectos. Pero las de Daluis no son para correr. Son para contemplar. Piedra roja, gargantas angostas e inverosímiles, estrechos túneles y precipicios de vértigo. Cada curva, cada salida del túnel hace que una cara de sorpresa se dibuje en tu rostro. Y eso que ya las recorrimos en un viaje anterior muy especial…

Luego volvieron las carreteras para disfrutar, enlazar curvas y sentir cómo la GS hace al instante lo que le ordenas, a pesar de los muchos kilos de equipaje. Insinuar un cambio de trayectoria significa una respuesta segura y automática. Sin duda, es la máquina perfecta para disfrutar de las maravillosas carreteras de la Provenza francesa. Me fascina que sea la misma moto que me sacaba hace apenas unas semanas de las más infectas pistas de piedras de Albania. Sí, me gusta mi BMW, qué le voy a hacer!

Finalmente los quinientos kilómetros del día comenzaron a pasar factura, y durante la última hora, con un asfalto ya bastante peor, solo pensábamos en sobrevivir más que en disfrutar. Botes, rebotes y el sol de frente. Ese era el escenario. Los campos de lavanda a la espera de su particular explosión de color, o ese intenso olor a hinojo nos dieron las últimas energías que necesitábamos para llegar a Manosque, final de la etapa del día.

Las Gorges de Daluis despertaron muchos recuerdos. Hace poco más de dos años realizaba con Belén lo que sería su primer viaje largo. Un fin de semana por la Provenza y la Costa Azul mientras realizaba un reportaje para Solo Moto en una enorme Kawa GTR 1400. Nos encantaron estas gargantas, por eso quisimos volver allí hoy. Nos paramos en los mismos lugares y nos encantó hacer las mismas fotos. Esos recuerdos me hacen ahora sonreír, viendo dónde hemos llegado desde entonces. Yo llegué al Cabo Norte y recorrí los Balcanes. Con Belén llegamos a Estambul y también a la lejana Polonia. Hoy volvemos a estar aquí, recordando lo realizado los últimos años, y soñando con lo que habremos conseguido en los siguientes. Y todo comenzó aquí, contemplando los rojizos desfiladeros de Daluis.

LRP. Etapa 13. Milán. La ruta de las cinco naciones

En mis más de trescientos mil kilómetros de moto no había visto nada igual. Con un desnivel exagerado las galerías, los túneles y los tornanti se iban sucediendo uno tras otro. A veces incluso se solapaban y encontrabas un tornante dentro de una galería. Tras cuatro curvas estábamos exactamente en el mismo punto, pero treinta metros más abajo. ¡Es una carretera de locos!

Amaneció soleado. Bueno, supongo. Porque siempre nos levantamos unas horas después de que amanezca. De hecho generalmente somos los últimos en desayunar en el hotel, y es que entre escribir crónica, editar fotos o preparar la ruta del día siguiente siempre nos acostamos a las tantas. El hecho es que hacía sol, y eso es una novedad. Hoy pisaríamos cinco países. Nunca había hecho nada parecido en un solo día. Comenzaríamos por Alemania, donde nos encontrábamos. En pocos kilómetros pasaríamos a Austria, luego a Liechtenstein, a Suiza y finalmente a Italia. Si, hoy iba a ser un gran día!

Los Alpes nunca defraudan. Aunque los hayas recorrido mil veces, siempre te quedarás con la boca abierta admirando sus enormes montañas, sus espectaculares valles y sus radiantes praderas verdes, de un verde que hace palidecer cualquier otro color. Mires donde mires siempre habrá algo que te impresione, ya sea el paisaje, la carretera o los delicados frescos que tienen las fachadas de los pueblecitos del Tirol austríaco. Muy bien cuidados, con tejados elaborados y asombrosos dibujos en sus paredes.

Liechtenstein no es que tenga excesivos atractivos turísticos, a excepción del castillo, que preside desde lo alto a la capital, Vaduz o el ayuntamiento, recargado y rococó. La capital no es más que una carretera que transcurre al lado de una pequeña calle peatonal donde se agolpan los negocios. Y lo que les sobra a los países con una sola carretera principal, llámese Andorra o Liechtenstein, son atascos. En estas latitudes comienza a apretar el calor, y transitar detrás de un autobús a veinte por hora a pleno sol deja de ser agradable. ¡Casi añoramos el frío de otras latitudes! (bueno, quizá no…).

En Suiza paramos a comer en la placita de un pequeño pueblo. Un anciano se acercó, saludó y se puso a nuestro lado a mirar cómo pasaba la vida delante de sus envejecidos ojos. A veces nos miraba casi a escondidas. Puede que me lo invente, pero me pareció ver un brillo de ilusión en esas miradas cortas pero intensas. Una mirada de envidia, admiración y aceptación. Acabamos nuestra ensaladísima y continuamos ruta para buscar uno de los platos fuertes de la jornada: el Splügenpass.

De todos los puertos de montaña alpinos que he recorrido -y han sido unos cuantos- no he encontrado unos tornanti más fotogénicos que los del Splügenpass. No son muchos kilómetros, pero son perfectos, simétricos y coquetos como el lateral de una Comtessa o como las formas que describe la miel al echarla sobre la cuajada. Y todo eso enmarcado en el constante verde de los veranos alpinos. ¿Se puede pedir más? Y así llegamos a Italia, quinto y último país del día.

La bajada del Splügenpass hacia Chiavenna es de locos. No concibo que el ingeniero que la haya diseñado esté cuerdo. O eso o es un genio. Por segundo año consecutivo recorrimos esos kilómetros de galerías, de túneles de tornantis imposibles que se retuercen sobre sí mismos, a veces suspendidos en endebles columnas, a veces metidos dentro de la montaña en oscuros túneles. Y por segundo año consecutivo me pasé riendo a carcajadas todo lo que duró, sorprendiéndome curva tras curva. Si subiendo el Splügen bailas un vals con las curvas, este tramo es puro rock and roll! Es sin duda mi recorrido alpino favorito. Y no por las vistas, para eso ya hay otros puertos excepcionales. En éste los paisajes no son nada del otro mundo. Bueno, en realidad no lo sé, porque es imposible despegar la mirada de la cinta de asfalto que se contorsiona en dibujos inviables.

El lago di Como apareció abriéndose lentamente entre las montañas. En un primer momento me resultó chabacano, con cientos de turistas acarreando sombrillas, colchonetas de playa y toallas. Cuanto más al sur, lo ordinario deja paso al glamour. Las impresionantes villas italianas, con sus cuidados jardines se van alternando con pequeños pueblecitos con preciosos y delicados campanarios. Los hoteles de lujo con los descapotables en la puerta están a la orden del día. Pero de principio a fin, durante los más de sesenta kilómetros, el lago di Como es un auténtico caos circulatorio. Es un atasco continuo en el que no hay lugares para adelantar. Algo malo debía tener.

Y finalmente, Milán. La ciudad del Duomo más impresionante, afiligranado y puntiagudo que existe. La ciudad de las grandes galerías comerciales, de las enormes avenidas y de las largas calles repletas de vías de tranvía y adoquines. Una cena normalita -aunque en Italia hasta lo normalito está exquisito- y un sablazo en el precio no podrían borrar esta jornada de mi memoria. Me miro al espejo y veo a un viajero cansado, veo las casi cuatro semanas de moto, los catorce mil kilómetros recorridos y los veintisiete post colgados de manera ininterrumpida. Pero también veo la misma mirada que el anciano de la comida. Una mirada que rebosa ilusión. Y la ilusión -no tengo la menor duda- es la mejor de las gasolinas.

LRB. Etapa 14 y última. El regreso a casa

Mil y pico kilómetros de aburrida autopista, de esa que ya te conoces por haberla recorrido cien veces, se supone que dan para reflexionar. Eso pensaba yo esta mañana mientras daba cuenta de la exigua tostada del pobre desayuno. Sería el momento de reflexionar lo vivido y sacar todo el jugo que me ha regalado este viaje.

Pensaba que en estas horas volvería a recordar el intenso azul del Adriático. Sí, ese azul “istriónico” que descubrí los primeros días de viaje. Pero no. Estaba demasiado ocupado en mantenerme a unos legales 130 km/h. No quería sorpresas de último día.

Creí que volvería a notar los fantasmas de la guerra que sentí en mi paso por Bosnia. Sí, esos balazos en cada una de las viejas casas que aún siguen habitadas. Pero tampoco. Estaba demasiado pendiente de no olvidarme de coger ninguno de los tickets de los peajes italianos.

Estaba seguro que recordaría a los niños de la frontera de Kosovo. Sus sonrisas subidos encima de la BMW y cómo desaparecieron mis miedos a cruzar esa frontera. Pero no. Estaba concentrado en pasar entre los coches en los múltiples atascos franceses.

Pensaba que se me saltarían las lágrimas recordando la durísima pista albanesa que me hizo atravesar las montañas y que consiguió que me creyera capaz de todo lo que me propusiese. Pero mi cabeza no podía pensar en otra cosa que en calcular las paradas para repostar.

No dudaba que recordaría el espectacular verde de los lagos de Plitvice, ese que podría catalogarse como uno de los verdes más bonitos que existen. Pero era incapaz de recordarlo mientras veía los restos negruzcos y cenizos del devastador incendio de La Jonquera.

Estaba seguro que me abandonaría a la emoción al entrar en el parking de mi casa, una vez concluida esta fenomenal Ruta Balcánica. Nada de eso. Solamente podía pensar en la ansiada ducha, en preparar la cena y en la fantástica cerveza que me merecía.

Y es que el pasado es eso, pasado. Los recuerdos y las emociones no hay que olvidarlas, sin duda. Pero no para deleitarse con ese rancio recuerdo de un pasado añorado, sino como experiencia y complemento al futuro. Los azules, los fantasmas, los niños, las piedras, o los verdes por supuesto que serán el mejor bagaje posible para disfrutar con más intensidad si cabe del próximo reto. La Ruta Polaca comienza en menos de cuatro días. ¿Te lo vas a perder?

Balcanes 14


EveryTrail – Find hiking trails in California and beyond

LRB. Etapa 13. Bérgamo. Los Dolomitas

Llevaba casi quinientos kilómetros de curvas y más curvas por los Dolomitas. El GPS marcaba menos de veinte para el destino, Bérgamo. Pero aún debía superar un puerto más, el Passo Tonale. Se me hacía pesado, pero era un último esfuerzo. Unas cuantas curvas de subida, unos cuantos “tornanti” de bajada y… Bérgamo no aparecía por ningún sitio. Comenzaba a hacerse de noche. Paré en el arcén a intentar entender qué cojones me indicaba el GPS… Ahí no había ningún hotel. De hecho por no haber no había ni ciudad. Introduzco una nueva búsqueda en el aparatito y… Mierda! La indicación era clara: “Hora estimada de llegada: 22:20”. Aún quedan ciento cincuenta kilómetros más para Bérgamo.

Los pocos kilómetros por carreteras secundarias de Eslovenia me supieron a poco. Siempre le había tenido especial manía a las carreteras eslovenas -no a su capital Ljubljana, que me parece preciosa y coqueta-, ya que las dos veces que he cruzado el país he tenido que aguantar caravanas kilométricas. Claro, que era por autopista. Esta vez, al hacerlo por carreteras locales, no pude hacer otra cosa que apuntar Eslovenia en mi lista de “lugares por redescubrir”.

Y por fin, los Dolomitas, una de las asignaturas que aún tenía pendiente. Había visto sus imponentes y afiladas torres rocosas en la distancia varias veces, pero nunca me había aventurado a recorrerlos. Ésta era la ocasión perfecta. Teniendo el modo “distancia más corta” en el GPS te puedes encontrar sorpresas agradables. En uno de esos desvíos a primera vista inútiles, conseguí descubrir una pequeña carreterita a duras penas asfaltada, que ascendía entre montañas y bosques, con “tornanti” imposibles y desniveles de vértigo. Desde ahí se podían disfrutar unas vistas magníficas de los valles vecinos. Al final para volver a la misma carretera por donde iba, pero lo cierto es que fue de lo más gratificante. Para mi. El freno trasero de la BMW igual no opina lo mismo, ya que dejó de funcionar a media bajada, presa de un sobrecalentón momentáneo.

Llegando a Cortina d’Ampezzo el espectáculo visual era indescriptible. Mirara por donde mirara, gigantescas moles de roca caliza ocultaban buena parte del cielo, subiendo en paredes casi verticales hasta casi tocar las nubes. Estaban por todos lados, y la perspectiva iba cambiando a cada giro de la carretera. Era imposible no mirar hacia arriba en lugar de a los magníficos trazados de las carreteras de montaña italianas. Son mucho más brutales que los Alpes, que a pesar de ser también impresionantes, no muestran esa rotundidad y brutalidad hecha roca.

Mi amigo Coco me había recomendado un círculo de puertos de montaña indispensables en los Dolomitas. Desde Arabba a Gardena y vuelta por el otro lado, rodeando el impresionante macizo de Piz Boé, siempre por encima de los 1700 metros de altura. El Passo Campolungo, con sus delicados y suaves “tornanti”; el Gardena, flanqueado a ambos lados por dos gigantescas moles de roca caliza; el más discreto Sella y finalmente el majestuoso Passo Pordoi, con sus veintisiete “tornanti”, muchos de ellos primorosamente enlazados, como haciendo encaje de bolillos. Llevaba ya más de trescientos kilómetros, comenzaba a estar cansado. Pero este recorrido por los Dolomitas había valido la pena. No solamente por la belleza de los trazados, sino por el grandioso espectáculo de sus paisajes.

Y ahí estaba yo, con cara de tonto mirando un GPS que me indicaba que además de lo ya hecho -que era mucho- aún me quedaban dos horas para llegar al hotel. En un momento se esfumaron esos spaghetti alle vongole con esa cerveza bien fría que me venía imaginando desde hacía bastantes curvas: a esas horas es difícil cenar en Italia a no ser que sea en un inapropiado McDonalds. Hoy tocaría acabarse una de las últimas ensaladísimas Isabel y un buen trozo de salami al ajo que compré en Arabba en una cochambrosa habitación de un ruidoso hotel. Porque la tecnología es lo que tiene: es capaz de regalarte rutas alucinantes imposibles de planificar, y también capaz de aguarte la cena. Ay, ¡cómo echo de menos mi roadbook! Pero hacer las cosas sin planificar es lo que tiene. Sobre todo cuando no le haces caso al mensaje “error al calcular la ruta” que salió por la mañana en el GPS. Han sido más de seiscientos kilómetros de curvas y casi once horas en marcha encima de la moto. Pero como ya sabéis, de cosas como ésta se forja la aventura.

 

 

Balcanes 13


EveryTrail – Find trail maps for California and beyond

LRB. Etapa 2. Trieste. Expidiendo un autocertificado

Era una gran incertidumbre, si. Han sido los 16 kilómetros más largos de lo que llevo de viaje. Yo hice lo que tenía que hacer. Si al entrar en la autopista la máquina no te da ticket, le das al botón de “ayuda”, no? Pues eso hice. Con lo que no contaba es con que se abriera la barrera. Así, de improviso, invitándome a seguir el viaje. Y ahí estaba yo, esperando a llegar a la siguiente salida, esperando con temor la garita del peaje.

La noche fue larga y penosa. Mi espalda no estaba para muchos trotes y el estado de ese colchón blando y viejuno no aportaron nada bueno. Con dificultad pude arrastrarme hasta el bar para desayunar. Afortunadamente fue mejorando ostensiblemente conforme iba transcurriendo la jornada. Y la jornada transcurría a las mil maravillas, con el “método McBauman” para encontrar carreteritas y rincones escondidos. Fueron algunos “por aquí no era”, pero en general fui avanzando a buen ritmo.

En Parma utilicé el “método Silvestre” cuando me encontré con la zona peatonal. Sí, ese de no preguntar nunca y seguir avanzando. Y así me colé hasta la cocina. En plena plaza con el Duomo y el Babtisterio. Hasta allí llegamos. Lo más destacado ha sido el interior de la catedral, completamente recubierta de unos bellísimos frescos. Lo peor, que a pesar de los 10 minutos de conversación con la señorita de Movistar, que me reiteraba que estaba solucionado, sigo sin 3G.

Continuaba el olor a heno por las carreteras camino de Padua. Y yo que pensaba que el heno donde mejor se olía era en Pravia… La ruta finalmente se fue convertido en una sosez, aunque por algún pueblecito interesante he pasado. Cuanto más me acercaba a Venecia, más se parecían los campanarios a los de esa ciudad. Es lo interesante de viajar en moto, que todo son difuminados y transiciones, las cosas van apareciendo poco a poco, como pidiendo permiso. Y eso incrementa la sensación de no tener prisa. Y eso me gusta.

Una cocacola rápida en el McDonads (a la postre lo único que he bebido hasta que he llegado a Trieste), aproveché para ponerme al día de las redes sociales y… oh! Solo hay wifi gratis para los móviles italianos… Esto comenzaba a ser ya signo inequívoco de venganza por lo de la Eurocopa… Es el precio que hay que pagar por ser campeones!

Pero yo seguía disfrutando de los palacetes y campanarios de los pequeños pueblos como Cologna, las vides emparradas que formaban todo un toldo verde en los campos vecinos, o los maravillosos túneles vegetales a modo de bienvenida de los acogedores pueblecitos.

Padua tiene un casco viejo plagado de palacios, iglesias y edificios de estilo señorial, algo recargados pero elegantes. Muy burgués, en definitiva. Ahí me di cuenta que, como los franceses, a los italianos tampoco les gusta mi VISA a la hora de repostar. Pero al menos aquí puedes pagar en efectivo en las máquinas automáticas, lo que me salvó de un buen marrón!

Y sin comerlo ni beberlo, ahí me encontré yo en la autopista. Y eso que le tengo dicho al GPS que de autopistas nada. “Autopista, caca!”, le dije. Pero no me hizo ni puto caso. Dieciséis kilómetros de angustia e incertidumbre. Hasta que encontré la primera salida…

Sesenta euros. Ni uno más ni uno menos. Eso es lo que quería el señor del garito del peaje. Y con razón. Todo el mundo sabe que si no tienes ticket te cobran el trayecto más caro. Y eso son sesenta euros.

– Pero es que a mi me han abierto la barrera!!! – me disculpaba.

– Es la ley – decía Franco (que así se llamaba el buen hombre) intentando convencerme.

Después de una buena media hora de discusiones, de una cola kilométrica en mi garita, y de pasar a un despacho para formular un “autocertificado”, la cosa parece que no pasó a mayores. Pagué solamente los 3,40 euros correspondientes, aunque he de confirmar esa “autocertificazione” por fax, en el que yo he de jurar y perjurar que entré en la autopista en la entrada de Venezia Este, y no en Roma o en Nápoles…

Comenzaba a caer la tarde, y aún quedaban 120 kilómetros hasta Trieste. Es zona vinícola, así que todo el paisaje circundante eran viñedos y más viñedos… Y ahí, a lo lejos, unos imponentes y escarpados picos parecían llamarme. Porque lo bueno de planificar el viaje es poder desplanificarlo. En ese momento, decidí que el retorno lo haría por los Dolomitas.

Divisando Trieste desde las montañas, parado encima de mi moto reflexioné sobre lo acontecido a lo largo del día. Y me di cuenta que el “método RideToRoots” es el correcto. Volver hacia lo básico y fundamental. Nos hemos acostumbrado a una serie de lujos banales e innecesarios, pero que no están aseguradas al 100%. Y que cuando no los tienes te parecen un problemón insalvable. Puede que no te funcione internet, puede que tu pin de la VISA sea inválido, puede que el GPS te meta en la autopista sin quererlo, y puede que la máquina no te de el correspondiente ticket. Quizá tengamos que volver a matar jabalíes a puñetazo, hacer fuego con dos palos o contar el tiempo con las fases de la luna y dejarnos ya de tantas tonterías absurdas.

Balcanes 2


EveryTrail – Find the best hikes in California and beyond

LRB. Etapa 1. Piacenza. Italia huele a albahaca

Lo noté como una bofetada. Una bofetada amable y cariñosa. El mar se batía en duelo con la playa unos cientos de metros más abajo, a mi derecha. El cielo parecía darme tregua, aunque al frente amenazaba lluvia. Pero lo que ocupaba todos mis sentidos en ese momento era el intenso olor a albahaca, desparramándose por todas mis neuronas, atontándolas, emborrachándolas y dejándolas prácticamente anuladas.

Salir de casa solamente con media hora de retraso ha sido todo un logro. Conseguí levantarme a la hora, y es que a pesar de no estar nervioso, no conseguí dormir bien la noche anterior. Pero soy especialista en probar las cosas en el último momento, así que me tocó inventar a la hora de colocar todo el equipaje. Pero vamos, eso ya es marca de la casa.

En el trayecto de hoy me ha dado tiempo a pensar en muchas cosas. Entre ellas, en cómo iba a redactar esta crónica. Mi empeño en escribir a diario a veces me juega malas pasadas. Qué voy a decir de mil kilómetros de autopistas? Pues la verdad que poca cosa. Mis miedos a no conseguir el nivel de otros viajes se acrecentaban con cada kilómetro. Y como cada año, al final dejo que sean mis dedos los que escriban, dejando mi cerebro en standby, una especie de trance mientras digiero la pizza de la cena. Así que estad preparados para cualquier cosa!

Francia… Buff. cada vez odio más ese trozo de autopista. Viento fuerte a la altura de Montpellier, colas y más colas en los peajes franceses… vamos, lo de cada año. En una parada para repostar me encuentro a Karl, un alemán ataviado con una sudadera y unos vaqueros, que vuelve a su país a bordo de su vetusta ZX-10. Al explicarle mis planes me dice que estuvo en Albania hace unos años, camino de Grecia. Me habló de carreteras inexistentes, pistas polvorientas y gente amable. Le dejé hablar. No era momento de decirle que ya estuve el año pasado. O sí, pero no lo hice. Pensé que ese era su momento, no todo el mundo ha estado en Albania. Asentí interesado y le agradecí la información.

Entrar en Italia con ese olor a albahaca fresca ha sido lo mejor del día. Ya no importaban los 36ºC de Francia, ni el viento de la Camarga. Inundar mis sentidos con ese olor ha sido una gran recompensa. Y es que si España huele a ajo, Italia huele a albahaca. En esos pensamientos me hallaba sin apercibirme de los negros nubarrones que se cernían delante mío. Rayos, truenos y oscuridad me esperaban a la salida del túnel. El asfalto se convirtió en piscina. Los coches despedían verdaderos tsunamis hacia los lados, mientras yo intentaba sortearlos con mayor o menor fortuna. El apocalipsis apareció en menos de un minuto.

Y tal como vino, se fue. Reapareció el sol, el asfalto comenzó a secarse y la tierra mojada y el heno húmedo reemplazaron a la albahaca. Sea como fuere, Italia está llena de olores agradables. A poco de llegar, me encontré con una señal que indicaba que estaba cruzando el paralelo 45. “Vaya tontería”, replico en voz alta. Que me señalen el ecuador, el círculo polar ártico o el meridiano de Greenwich lo encuentro lógico, pero el paralelo 45? Aunque puestos a pensar, resulta que en ese preciso momento me encontraba a la misma distancia del ecuador que del polo norte. Anda, pues quieras o no… Mola!

La lluvia volvió a aparecer a pocos kilómetros de Piacenza, una ciudad con un par de plazas interesantes y poco más. Pero una ciudad que me dio la bienvenida con un incipiente y tímido arcoiris, quizá un buen presagio para el primer día de ruta.

Y llegué al peaje. Desde que cogí el ticket al entrar en Italia, unos cuantos kilómetros antes de Génova, no había pagado. Y me encuentro una señal pintada en el suelo que parecía invitar a los motoristas a pasar por el lado de la corta barrera. Paré la moto. Dudé un instante mientras miraba fijamente a la cámara que apuntaba directamente al frontal de mi moto. Al frontal? Apunta al frontal? No había nada que pensar. Gas y hasta luego, Lucas!


Algunos pensarán que estoy loco. Mil kilómetros, algo más de ocho horas encima de la moto, soportando calores agobiantes, lluvia torrencial niebla e incluso frío. Pero yo miro al coche del carril de al lado, encerrado en su burbuja protectora, sin percibir ese calor, esa lluvia y perderse esos olores a albahaca y a heno fresco. Entonces, ¿quién es el loco? Porque señores, viajar en moto es eso. Viajar en moto no es observar el paisaje sino sentirlo. No es disfrutar de un precioso atardecer sino ser parte de él. ¿Entonces a qué estás esperando? Coge la moto y sal ahí fuera. VIVE!!

Balcanes 1


EveryTrail – Find the best hikes in California and beyond

En ruta por los Alpes. El vídeo.

Poco a poco vamos procesando todo el material que nos trajimos de La Ruta de Oriente. Tras las crónicas, vienen las fotos y los vídeos. Y aquí tenéis el primer vídeo. Cuatro días por los Alpes, de sur a norte y de oeste a este. Más de mil kilómetros por carreteras de montaña. Belleza insuperable por los cuatro costados. Son poco menos de cuatro minutos que simbolizan una pequeña parte de lo que sentimos allí. Porque en moto, los Alpes hay que sentirlos.
Dentro video!


En ruta por los Alpes por Dr_Jaus