La Ruta del Cantábrico

No cerré la visera del casco mientras corría hacia mi moto al otro lado de la pista. No la arranqué presuroso intentando esquivar las otras motos que se dirigían como yo exactamente al mismo punto de frenada de la primera curva. No calculé el consumo para sincronizar los repostajes con el cambio de piloto. No sentí cómo el asfalto rascaba mi protector de rodilla mientras fulminaba la parabólica a más de 140km/h. No pasó nada de eso. En lugar de correr la carrera de resitencia que tenía programada, el destino me tenía reservado un gran viaje. Corto pero intenso. La cornisa cantábrica. Y es que a veces el destino tiene buenas ideas.

DOMINGO, 4 DE DICIEMBRE

Ese domingo tocaba levantarse pronto. Ese domingo me alegré de que el madrugón fuera para viajar al norte. Un viaje improvisado, casi sin proyectar ni preparar. Pero sabía por experiencia que el Cantábrico nunca defrauda. Salimos de Zaragoza justo para ver cómo a nuestras espaldas comenzaba a salir el sol tímidamente, apenas alcanzando a calentar el ambiente. La autovía de Logroño estaba casi desierta. Solo algunos coches con remolques llenos de perros de caza compartían con nosotros la sublime visión del Moncayo, que se desperezaba con los primeros rayos de sol. Vestido con su inmaculado manto de nieve, parecía saludarnos mientras nosotros nos desviamos hacia el norte, ya hacia tierras navarras.

En lugar de seguir la carísima autopista hacia Pamplona, decidimos afrontar la revirada carretera, que discurre en muchos puntos paralela. Nos sorprendieron los caseríos, ganaderos dirigiendo sus vacas desde sus todoterrenos, o los frondosos bosques que se desparramaban hasta el asfalto. La de cosas que te pierdes por la autovía! La primera parada fue Zarautz. Bello pueblo con playa infinita. La temperatura había ascendido hasta ser casi agradable, y decenas de personas paseaban por el señorial paseo junto a la playa. Las olas se sucedían con un ritmo constante, rectilínias, llenando de espuma toda la ensenada, invitando a surfear a los más valientes.

Seguimos la costa hasta Ondarroa, donde en su casco viejo tuvimos que preguntar por la carretera de la costa hacia Lekeitio.

-Sigue hasta la segunda rotonda, coge la calle de la izquierda, y entonces ya sigue todo recto. Bueno, recto no, que hay muchas curvas!- me indicó un lugareño ataviado con la clásica txapela.

-Eso es lo que buscamos, las curvas!- le contesté sonriendo.

Y sí que había curvas. Cientos de ellas. A veces entre los bosques de pinos y eucaliptus, a veces entre riscos y cortados que daban directamente al Cantábrico. Carretera recoleta y encabritada. Trocitos de Cantábrico iban apareciendo entre las verdes colinas y los frondosos bosques. ¿Quién dijo que el azul no combinaba con el verde? Mientras curveo, y a la vez que una leve sonrisa se dibuja en mi rostro, me doy cuenta de que esta es La Carretera. La esencia de lo que busco yendo en moto. Paisajes que te sorprenden a cada salida de curva, trazados que invitan a hacer ronronear la BMW mientras la inclinas con precisión a uno y otro lado. Solté mi mano izquierda del manillar para tocar levemente la rodilla de Belén, quería compartir estas sensaciones con ella. No había nada que decir. No quería que la magia se desvaneciera.

Lekeitio era el lugar perfecto para comer mientras disfrutamos de las incansables olas que intentaban tumbar el coqueto pero resistente malecón que protegía el puerto. Y así seguimos avanzando hacia el oeste, adentrándonos casi sin querer en el marinero pueblo de Elantxobe. Muy cerca de allí, desde un mirador cercano pudimos observar la belleza de la playa de Laga, con una arena rojiza que me recordó el color del desierto del Namib. Tan cerca y tan lejos. Rodeamos la ría de Mundaka donde las aguas buscaban tímidamente la salida al mar entre inmensos bancos de arena. Alcanzamos Bermeo, y de allí hacia los alrededores del cabo de Matxixako, donde ya comenzó a ponerse el sol.

A veces la vida te lleva por caminos inesperados. Por mucho que te empeñes en dirigirla, ella se empeña en ir por otro lado. Eso es lo bonito que tiene. Ese camino que salía hacia la derecha, bordeando los arrecifes y rodeado de verdes campos no se habría cruzado en nuestras vidas si hubieramos seguido haciendo caso al GPS. Aparatito diabólico que tanto te saca de un apuro como te mete en un lío. A veces me dan ganas de apagarlo, seguir el instinto y que la vida te lleve a los paisajes que el destino había programado para ti. La puesta de sol por esa minúscula y desierta carretera que nos llevó hasta Bakio son de esas cosas que no olvidaré.

Desde allí a Bilbao fue un paseo, por carreteras ya más transitadas. Tras sufrir el atasco a la entrada de la ciudad, encontramos el hotel, descargamos la moto y nos dispusimos a descubrir en la noche la belleza del Guggenheim, el calor del casco antiguo y las exquisiteces de la cocina vasca.

LUNES, 5 DE DICIEMBRE

Llovía. No muy copiosamente, como lo suele hacer en el norte. Desde la ventana de la habitación del hotel, las nubes impedían ver las montañas. Allí abajo, las luces de los coches resplandecían reflejadas en el asfalto mojado. Conocíamos la previsión meteorológica desde hacía días, pero no podíamos dejar de conocer el Cantábrico en su salsa. Así que la lluvia, por una vez, fue bienvenida. A pesar de ello, decidimos avanzar por autovía hasta Santander. A ambos lados se iban sucediendo playas, colinas verdes y pueblecitos marineros que bien valían haber parado, pero queríamos llegar antes de la puesta de sol hasta Cudillero. Y en el viaje había aún muchas cosas que ver.

Llegando a Comillas seguía lloviendo ligeramente. Nos desviamos por callejuelas en principio prohibidas al tráfico, excepto al vecindario. Estúpida norma para alguien que se siente ciudadano del mundo. Buscábamos el Capricho, peculiar edificación de Gaudí, escondida entre otros caserones y callejuelas. Acertamos solamente a adivinarla entre los árboles de su frondoso jardín. Intentamos salir del entuerto de calles por caminos vecinales que nos obsequiaron una imponente vista de la Universidad Pontificia, otro de los atractivos arquitectónicos de esta pequeña población cántabra.

Desde allí seguimos hasta San Vicente de la Barquera, con su puente sobre la ría. El tiempo nos dio un respiro, y a pesar de que continuaba nublado, al menos había dejado de llover. Incluso en algún momento tímidos rayos de sol salpicaban el paisaje de luz y de color. Camino a Llanes, la visión de un gran Naranjito metálico (sí, el del Mundial ’82), almacenado tras una valla con otras excentricidades ochenteras me dejó perplejo. Es como si unas neuronas dormidas, de esas donde tenemos arrinconados pedacitos de memoria, se hubieran desperezado inundando mi imaginación con recuerdos ya casi olvidados. Imarchi, Citronio, Clementina y Naranjito. Uh! Qué recuerdos!

Llegamos a Llanes a la hora de comer. Seguía sin llover, por lo que aprovechamos para ir al puerto a contemplar los cubos coloristas de Ibarrola. Los bloques de cemento que forman el rompeolas componen esta pintoresca obra llamada «Los cubos de la memoria». Desde allí se podía observar cómo rompía con fuerza el Cantábrico en los peñascos cercanos que formaban entre ellos mansas ensenadas de arena fina. En ese lugar pugnaban dos tipos de belleza por ser la más esplendorosa: la creada por el hombre y la formada por la naturaleza. Yo, sin lugar a dudas, me quedo con la más natural. Aunque ya sabéis, para gustos, los colores.

El día no estaba luminoso, y había comenzado a llover de nuevo. Así que volvimos a entrar en la autovía A-8 hasta las proximidades de Cudillero. Precioso pueblo encaramado a las escarpadas laderas de la montaña, que se desparrama hasta tocar el pequeño puerto. Era media tarde y llovía copiosamente. El paraguas? No, no llevábamos paraguas. Así que nos dispusimos a recorrer sus empinadas y a veces estrechísimas calles plagadas de rinconcitos y escaleras bajo una pertinaz lluvia. Llevábamos ya muchos kilómetros, la mayoría de ellos en mojado, pero el día estaba siendo pleno. Ya de noche seguimos la autopista hasta Oviedo, donde pasaríamos la noche al abrigo de un hotel, unas botellas de sidra recién escanciada, y unas fenomenales tablas de quesos.

MARTES, 6 DE DICIEMBRE

Nada más bajar a la calle, comprobamos que siguiendo con la mirada la calle hacia el sur, en el horizonte se dibujaba la silueta de las grandes montañas de la cordillera Cantábrica, de la cual forman parte los famosos Picos de Europa. Ayer, entre la negrura de la noche y lo nublado del día, hubiera sido imposible verlas. Hoy tocaba regreso. Pero siempre intento regresar avanzando. Regresar pero continuar descubriendo parajes para el recuerdo. Con esa objetivo Mieres pasó a nuestro lado como una exhalación, mientras nosotros seguíamos rumbo a León.

Cuando era pequeño me encantaban los mapas. Si, ahora también, pero de pequeño me bebía todos los que tenía mi padre. Un libro al que le tenía devoción era un viejo ejemplar de «El libro de la carretera», con sus tapas duras de tela verde. No era más que un compendio de mapas Michelín de toda España y Portugal. Aún debe andar por casa de mi madre. Allí, entre mapas y más mapas una de las páginas albergaba los perfiles de los grandes puertos de montaña del país. Y entre ellos, el Puerto de Pajares. Ahora yo lo tenía frente a mi. Largas curvas aún mojadas de la noche anterior se iban sucediendo mientras ganábamos los más de 1.300 metros de altitud del puerto. Grandes circos verdes rodeados de picos ligeramente espolvoreados de nieve nos rodeaban. Y allí estaban las joyas de la corona: las rampas quizá más pronunciadas de España. Carteles de 17% de desnivel se iban sucediendo curva tras curva mientas una sonrisa se dibujaba en mi rostro a la vez que recordaba ese libro de tapas verdes de tela.

León nunca defrauda. Su catedral con sus torres dispares, esas inimaginables vidrieras de mil y un colores que bien valen una visita a la ciudad por ellas mismas… En pocas catedrales (y eso que tenemos en España una buena colección de ellas) me siento tan pequeño y tan impresionado como en el interior de la Catedral de León. Y quería que Belén la conociera. Quería que sintiera también el Síndrome de Stendhal que yo sentí cuando estuve hace un par de años. Descubriendo mundo.

Siguiente objetivo, Burgos. Ahí no había pérdida. Tomamos las de Villadiego -pueblo cercano a Burgos- y nos metimos en la autovía. Parada en Melgar de Fernamental, para repostar tanto gasolina como alimentos, aunque con poco acierto esta vez en cuanto a viandas se refiere. Llegamos a Burgos -más concretamente a su Catedral, que es lo que veníamos a ver- sobre la hora de la merienda. El sol coloreaba de un rojo intenso las altivas y orgullosas torres góticas de la estrecha pero delicadísima catedral. La joya más preciada del gótico español se mostraba, ufana y presumida, en todo su esplendor. Seguimos por carretera y más autovía, pasando por Santo Domingo de la Calzada y Logroño, para coger finalmente la autopista hasta Zaragoza, donde finalizaba nuestro viaje. En la retina diferentes recuerdos competían para ganarse un hueco en mi memoria: las elegantes torres de la Catedral de Burgos, los saturados colores de los mosaicos de León, el imposible equilibrio de las casas de Cudillero, o los verdes paisajes del más salvaje Cantábrico… No me preocupa. De momento creo que me queda suficiente disco duro para todos ellos.

La Ruta del Cantábrico


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6 comentarios en “La Ruta del Cantábrico

  1. Victor Rider

    Fenomenal Relato, Sergio. Buen trabajo con las fotos, has sacado una luz especial a pesar de las condiciones que supongo y un ambiente muy del «norte». Imagino que conocerás la carretera que va de Lugo a Navia, sino es así no dejes de hacerla la próxima vez que caigas por allí. Es impresionante.

  2. smorchon Autor

    Gracias, Víctor! Pues me hubiera gustado tener más días para adentrarme en Galicia, que sigue siendo una asignatura pendiente en moto. No dudes que en cuanto tenga unos días me iré para allí a comer marisco. Y por supuesto seguiré tu consejo. Gracias!

  3. belén

    Me apunto, me dejas? gracias por recordar todos esos momentos y aquellos que sin escribirlos están ahí ummm GRACIAS.

  4. Jose luis Granizo

    Hoy hablando por tlf con un amiguete me decia como aun podia pensar en montar en moto.(debido a mi lesion en el pie en proceso de recuperacion ocasionado por mi labor diaria con las susodichas motos).Le he explicado que el simple hecho de levantar la visera del casco y sertir el aire en mi cara a la vez que disfruto del paisaje que voy recorriendo, el pararme en algun mirador y contemplar mi maquina al borde de alguna carretera perdida.Ella y yo solos.Eso es algo que no entenderia aun habiendo sido «conductor» de moto tiempo atras,pero senti que le hizo reflexionar y cambiar de tema.El endurear ya vendra despues; por todo esto te doy gracias Sergio,M Silvestre,Fabian……y demas afortunados.Cada uno en su estilo y posibilidades,gracias por darme esos relatos que me hacen pensar en mi futuro ,espero, cercano.Ha!! Y gracias a twitter que me ayuda a sobrellevar este tiempo.

  5. psicologas asturias

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