Cuando la primavera comienza a desperezarse de su traje de invierno, y las temperaturas son más acordes con el anhelado verano que con el aún cercano invierno, dan más ganas de viajar en moto. El sol y el aire en la cara, los olores de la naturaleza recién despierta, el ocaso que alarga y estira el día… Ha comenzado la época de los placeres!
Ese sábado decidimos hacer una ruta por Huesca, partiendo desde Zaragoza. De los sobrios y austeros Monegros, donde cuesta aún sentir la primavera, hasta la explosión de colorido, de agua y aún de nieve de los mejores valles del Pirineo de Huesca. Un abanico de paisajes, colores y olores, todo un muestrario de sensaciones a pocos kilómetros de Zaragoza. En total, algo menos de 600 kilómetros, que servirán de particular entrenamiento del boceto de viaje veraniego que comenzamos a imaginar. Pero no adelantemos acontecimientos.
Los Monegros siempre me han atraído como un imán. Solamente pasar por la autopista, o incluso en el AVE y observar los espacios yermos, únicamente salpicados por algún que otro árbol solitario, me hacen soñar con volar sobre sus polvorientas pistas en busca de alguna aventura cercana. Por ello, no pude dejar de atravesarlos de camino a Alquézar, aunque esta vez por sus escasas carreteras de maltrecho asfalto. A pesar de que la mayoría de sus campos ondulados se encuentran semiabandonados, algunos de ellos mostraban todo el esplendor del verde de los cereales recién brotados, que alfombraban caprichosamente el paisaje con sus formas irregulares y redondeadas. Aquí y allá, de una manera completamente brusca e inesperada, el verde se tornaba de un amarillo intenso por los campos de colza ya florecidos: la sorpresa colorista de la primavera también había llegado al desierto.
Ya más al norte, ya pasados Monegrillos o Castejón de Monegros, el paisaje se volvió más mediterráneo, con encinas y sotobosque por doquier, mientras era la genista la que coloreaba los márgenes de las carreteras con su casi insultante amarillo. La ruta iba transcurriendo poco a poco con la BMW R1200GS absorbiendo los múltiples baches de manera implacable. Este tipo de carreteras secundarias, que son las que realmente te trasladan a lugares remotos lejos de la monotonía de las grandes autopistas o nacionales, parecen especialmente pensadas para las grandes trail. No hacen falta grandes desiertos, agrestes montañas o complicadas pistas para disfrutarlas. La BMW es capaz de convertir como por arte de magia un asfalto precario llenos de baches en suaves y mullidas moquetas gustosas de ser pisoteadas.
Y como de la nada surgió Alquézar. Sus piedras amarillentas no hacían más que camuflarse con las rocas y los barrancos de los alrededores. Cuando te aproximas al obligatorio parking de visitas, lo haces desde arriba, y la visión de los tejados y sus intrincadas calles, coronado todo por su imponente Colegiata, no deja a nadie indiferente. A pesar del calor, inusual para la época del año, decidimos con buen criterio dar una vuelta por sus empinadas calles, yendo de un barranco a otro, empapándonos del espíritu excursionista y barranquista que destila la población.
Desde Alquézar hacia Aínsa la carretera sigue siendo fiel a su calificativo de «secundaria», como olvidada -y que así continúe- de las rutas más transitadas de la comarca. Largos rodeos para salvar agrestes barrancos, puentes de vértigo sobre pequeños riachuelos de aguas turquesas, rocas de múltiples colores que forman paisajes difícilmente imaginables… Las nevadas cumbres de los Pirineos se dejaban apenas adivinar en la lejanía, a pesar de la bruma típica de los días de calor bochornoso, mientras valorábamos hacer un alto en el camino para comer, o ya continuar -como finalmente decidimos- hacia la imponente Aínsa.
El castillo y sus murallas, que ahora cercan de manera inútil una gran esplanada, nos dieron la bienvenida. Más allá, la siempre bella -a pesar de las obras- Plaza Mayor, de la que salen las dos calles principales que recorren las casas más nobles de la antigua villa. Aínsa nunca defrauda. Esta vez nos regaló su vista de pájaro sobre la confluencia de sus dos ríos -el Cinca y el Ara-, mientras dábamos cuenta de nuestro tardío almuerzo. Café bajo los arcos de la plaza, y nuevamente a la carretera, siempre hacia el norte, en busca de las montañas del Pirineo.
De Aínsa a Bielsa, la excelente carretera discurre por curvas rápidas y amables a la vera del Cinca, dejándote oír el refrescante repiqueteo de sus aguas aún vírgenes. Las cumbres nevadas, ya no tan lejanas, comenzaban a protagonizar todo el horizonte de este a oeste, mientras nos acercábamos a Bielsa. Desde allí enfilamos la carretera que lleva al Parador de Pineta, que discurre entre las altísimas montañas presididas, allá al frente, por el Monte Perdido. El sol, que comenzaba a esconderse detrás de las nevadas cumbres, bañaba con esa luz anaranjada cada árbol, cada roca, cada cascada, dándonos una sensación de paz y de harmonía con la naturaleza difícil de explicar encima de un ruidoso enjendro con motor de explosión. Esa paz nos siguió envolviendo una vez paramos los 1200 centímetros cúbicos de la BMW y pudimos apreciar cómo el paisaje mejoraba ostensiblemente con la banda sonora de las cascadas cercanas. Como siempre, el valle de Pineta no defraudó.
La aventura puede encontrarse en muchos rincones, incluso en los más cercanos. La aventura es la vivencia de los logros imposibles, el reconforte de haber conseguido lo que unas horas antes se antojaba algo menos que imposible. Con ya más de 300 kilómetros recorridos, la carretera que desde Escalona nos llevaría a Broto y al inicio del valle de Ordesa fue casi una aventura. Socavones, gravilla y curvas casi imposibles se iban sucediendo ahora en subida, ahora en bajada pronunciada, perfilando los caprichosos valles prepirenaicos. De vez en cuando, la majestuosa estampa de los picos nevados se asomaba entre los montes. Incluso el cruce con otros moteros y sus BMW en esas carreteras tan estrechas requirió de toda la concentración posible, para repartir el pequeño espacio disponible entre sus maletas y las nuestras. Las comunicaciones entre Belén y yo se restringieron hasta lo imprescindible, y los dos, en nuestras respectivas soledades de nuestros cascos, deseábamos que el martirio concluyera lo antes posible. Pero así es la aventura. Si no fuera por estos momentos de sufrimiento y lucha contigo mismo, ésta no dejaría de ser una simple ruta en moto, y posiblemente no sea tan recordada.
La recompensa llegó después de Broto en forma de la magnífica carretera que nos acercó hasta Biescas, con excelente y ancho asfalto, previsibles curvas redondeadas y paisajes aún extasiantes. Desde allí, hasta Baños de Panticosa, ya con las últimas luces que aún dejaban ver las improvisadas cascadas que desbordaban agua sobre la carretera, y la nieve que se acumulaba a pocos metros de nosotros. La parada a orillas del lago, con los enormes saltos de agua al fondo, y el balneario a nuestras espaldas, sirvió para reponer algo de fuerzas, que ya comenzaban a escasear. Era momento de recapacitar. Desde los inhabitados campos de los Monegros, hasta varios de los mejores valles del Pirineo de Huesca, todo en un día y con un calor asfixiante en algunos momentos. Un buen entrenamiento para mayores logros que vendrán. Ahora solamente quedaba volver a ponerse el forro de la chaqueta -seguimos estando a principios de primavera, en un valle a más de 1300 metros y ya casi era noche cerrada-, volver a montarse en la GS y enfilar rumbo sur, ahora hacia Sabiñánigo, el puerto de Monrepós y la autovía de Huesca a Zaragoza. Fueron casi 600 kilómetros que comenzaban a pesar a estas horas, pero que como suele pasar, dejaban una sonrisa de satisfacción en nuestras caras, y quiero pensar que también en mi querida BMW. Desde luego, había sido un inicio de primavera genial. Y aún quedaban muchos meses para los fríos. Habrá que aprovecharlos!
Aquí tenéis la ruta del viaje:
La Ruta de Huesca
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