Improvisación programada. Dícese del acto de realizar de manera impulsiva acciones previamente planificadas.
El Delta del Ebro siempre ha sido una especie de imán para mí. Fue uno de los primeros destinos que recuerdo para saciar mis ansias de viajar en moto. No en vano, veraneando cerca de El Vendrell, el Delta queda a un tiro de piedra. Sus espacios inmensos, sus arrozales cambiantes, sus atrayentes dunas de arena hace que vuelva a él una y otra vez con la ilusión casi intacta de la aventura, casi salvaje ante los ojos de un adolescente que comenzaba a saborear esto de los viajes en moto.
El jueves no había nada decidido. Ni siquiera planificado. El viernes lo decidimos, reservamos el hotel y monté una ruta. Un ruta que estaba en mi cabeza desde hacía tiempo. No en vano había explorado varias veces el Delta. Improvisación programada. Tras unas compras por Barcelona, enfilamos la A2 -mi archiconocida A2- hasta Igualada. Y allí comenzó verdaderamente el viaje. Primero con un suave entrenamiento que nos llevó hasta Montblanc. El término “carretera secundaria” alcanza todo su esplendor por esta zona. Asfalto estrecho, a menudo sin líneas centrales, y rodeado de campos, bosques y pueblos casi desconocidos -al menos para mí-. Un buen entrante para lo que sería el menú del día.
La entrada al casco antiguo de Montblanc se mostraba esquiva -como debe de ser tratándose de una ciudad amurallada-. Tras probarlo por el sur y por el oeste, finalmente encontramos una brecha en sus murallas para penetrar en el corazón de la población. Hasta el mismo centro llegamos a lomos de la BMW. Dejamos la moto en su plaza central, donde se amontonaban las terrazas atiborradas de gente al reclamo de la buena temperatura de la primavera ya oficial. Un refrigerio y continuaríamos en nuestra ruta, adentrándonos en las escarpadas y ariscas montañas de Prades.
Llegar a Siurana es siempre emocionante. Comienzas a rodar por una carretera que parece que no vaya a ningún lugar, rodeada de altas paredes rojizas donde tipos igual más locos que tú se empeñan en escalar atados a unas delgadas cuerdas. Después de 4 o 5 vertiginosas paellas, y una vez has llegado a lo alto de la peña, te encuentras con la población. Una callejuela, flanqueada por coquetas casas de piedra, te acompaña por el pueblo, hasta llegar a la señorial ermita, con unos muros austeros y completamente desnudos que recuerdan a los de los cerros vecinos. Y luego, el vacío. Plataformas rocosas que como si fueran terrazas de un ático privilegiado, sirven de mirador al embalse que queda bajo tus pies. Un intento fallido de comer en el único restaurante del pueblo nos hace seguir ruta, ya algo famélicos. Y es que la aventura es la aventura, no?
Y así llegamos a Escaladei, al filo de las 4 de la tarde. Y como suele pasar en las rutas improvisadamente planificadas, entramos en el restaurante donde ya -en otra ruta motera multitudinaria- me dieron de comer en una ocasión. Una rápida consulta a la cocina y nos dieron el OK para comer una sopa y una carne a la brasa que supieron a gloria, como suele pasar con las comidas tardías, cuando el hambre ya hace horas que ha dado la señal de alarma. Una rápida visita -sin bajarnos de la moto- hasta la Cartuja de Escaladei (ahora te hacen pagar para ver cuatro paredes derruidas…), y continuamos ruta por espléndidas carreteras llenas de curvas a rebosar.
Las carreteras que desafían las Montañas de Prades son especiales. Curvas y más curvas desfilan entre las viñas que desafían la gravedad en terrazas casi imposibles donde se destila lentamente el alma del vino del Priorat. Curvas que comienzan incluso antes de que acabe la anterior… Asfaltos cambiantes, a veces adornado por arrugas que el tiempo ha regalado a estos parajes en otra época olvidados, y ahora en la cúspide de lo enológicamente cool. Y todo esto teñido por un sol que en esta época del año comienza a ser remolón a la hora de ocultarse, regalándonos esos colores cálidos tan atractivos.
Las montañas fueron desapareciendo lentamente en cuanto apareció el Ebro, verdadero protagonista de la ruta. El trayecto final hasta Tortosa iba copiando su cauce, primero tímidamente, y después de manera más explícita. Y cayeron las primeras gotas de lluvia, que no hicieron más que engalanar la tarde con un espléndido arcoiris que lo inundó todo. Sant Carles de la Ràpita, al sur del Delta, sería nuestro lugar de descanso. Hotel extraño, setentero, pensado para otras épocas del año, y proyectado en otras épocas donde la Ley de Costas no era Ley. Y es que no recuerdo haber dormido nunca tan cerca del mar, con el arrullo de las olas meciéndome en mis sueños más profundos…
Amaneció. Las 8 que son las 9, o las 9 que eran las 8… Los cambios de hora son lo que tienen. Y las olas seguían insistiendo en romper la orilla de la miniplaya que se encontraba a pocos metros. Mientras bajábamos las escaleras para desayunar no pude dejar de recordar otro desayuno, a miles de kilómetros, recién entrado en Finlandia. El comedor desierto, nadie sirviendo… El cambio de hora “natural” -nunca había traspasado un huso horario en moto- me dejó a merced de la buena voluntad de la cocinera, que me ofreció algo para llenar el estómago a pesar de que hacía media hora que había acabado el turno de desayunos.
Las primeras carreteritas estrechas rectilíneas y llenas de baches se adentraban entre los arrozales del Delta. Unos arrozales que eran simplemente enormes rectángulos de barro, esperando la siembra para la nueva cosecha. Es la grandeza del Delta, que te recibe con los colores ocres del lodo, o los verdes del arroz recién plantado, o con los reflejos de cielo azul que desprenden cuando están anegados.
Llegamos al inicio de la Platja del Trabucador, estrecha lengua de arena que conecta el cuerpo del Delta con su “cuerno sur”. La senda de arena que lo atraviesa hasta llegar a las salinas me intimidaba desde bastantes kilómetros antes de llegar. A pesar de que la arena estaba húmeda y ligeramente compactada, los 250 kg de la BMW R1200GS parecían flotar sobre ella. Flaneos a uno y otro lado, sobre todo cuando encontrábamos zonas de arena seca y por lo tanto más esponjosa. Belén siempre ha sido una buena pasajera, ya sea en curvas, en rectas o incluso en pistas, y en esta ocasión continuaba haciendo gala de ser un excelente paquete, pero entre ella y las maletas desplazaban sobremanera el centro de gravedad de la moto y hacía que la rueda delantera bailara con la única música que proporcionaban algunas gaviotas despistadas que volaban sobre nosotros. Las esperanzas -utópicas por otro lado, como han de ser los buenos deseos- de realizar alguna especie de Dakar sobre mi moto se iban desvaneciendo metro a metro sobre la arena.
Tres o cuatro sustos después, llegamos finalmente a las salinas. Como suele pasar casi siempre, los esfuerzos generalmente acaban en recompensas. Y esta vez, las recompensas tenían cuello y patas largas. La colonia de flamencos se alimentaba en silencio sobre el fangoso e inundado suelo de las marismas, reflejando sus cuerpecillos rosas. En lo alto, una pequeña bandada de flamencos realizaba un fantástico vuelo de formación, alargando sus cuellos hacia delante y sus patas hacia atrás, mientras una sonrisa se dibujaba en mi rostro, cuando recordaba las cigüeñas leoninas volando a mi lado en otro memorable viaje motero.
El retorno por la misma senda arenosa me hizo comprender que no había aprendido nada durante la ida, y la teoría de acelerar para “volar” por encima de la arena chocaba frontalmente con la idea primitiva de cortar gas cuando ves el peligro. Sea como fuera, llegamos al final sin muchos contratiempos y eso, dadas las circunstancias, era toda una victoria.
Ya relajados y al volver de la desembocadura final del río, mientras buscábamos un lugar donde comer, se cayó el intercomunicador del casco de Belén. Así, sigilosamente, decidió separarse de nosotros, solamente avisando por un ligero golpe en su pierna. Solo reparamos en la pérdida varios kilómetros después, así que la tarea de buscar el aparatejo fue ardua. Y los recuerdos volvieron a aflorar, cuando en un viaje anterior fue el GPS el que decidió independizarse al salir de Mónaco. Aquella vez tuvimos suerte relativa, ya que encontramos el navegador, pero después de haber sido atropellado por algún que otro desalmado vehículo. En el Delta, y tras más de una hora de búsqueda entre los matorrales del márgen de la carretera, lo encontramos en perfectas condiciones. Nos habíamos ganado la fenomenal paella que disfrutamos minutos después en Casa Nuri. Muy recomendable.
El intento de llegar a la Punta del Fangar fue infructuoso. Y en parte me alegré, porque suponía volver a pasar otra vez por el martirio de un camino lleno de arena. El brazo norte del Delta estaba incomunicado kilómetros antes de llegar, por unas rocas que barraban el paso. Pero daba igual. Nuevamente el Delta nos había cautivado. Solo quedaba el retorno hasta casa, intentando no pisar la autopista, y recordando las sensaciones de este viaje improvisado. Sensaciones que esta vez me han llevado a Finlandia. Y a León. Y a Mónaco. La grandeza del Delta.
Hemos recorrido 641 km a una media de 67 km/h. El consumo ha sido de 5.5 litros/100km. A continuación puedes ver el vídeo y la ruta.
La Ruta del Delta
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