Etapa 2. Zurich y las soleadas montañas alpinas

Sordo. Así es el dolor que me recorre los brazos desde las muñecas hasta más allá del codo. No es intenso, pero es insistente. Me recuerda al «viaje de prueba» que hice hace más de un año al Cantábrico. Era la primera vez que apareció, al segundo o tercer día de viaje. Por aquel entonces, pensaba que sería irreparable, que arruinaría todo lo que quedaba de viaje, y que me haría desestimar mi locura del Cabo Norte. Pero, y no es por contradecir las Sagradas Escrituras, al cuarto día, desapareció. También pasó en Suecia el verano pasado. Al cuarto día todos los males desaparecen. En este viaje falta poco para eso, lo espero ansioso.

La jornada de hoy está programada para hacer pocos kilómetros (menos de 300), para descansar algo del palizón de ayer. Hemos de sumarle los cien que no hicimos ayer (de hecho el plan original era seguir hasta Sion, en lugar de quedarnos en Aosta). Por lo tanto, fuimos algo tarde a desayunar. De hecho, éramos casi los últimos, y el desierto comedor estaba repleto de mesas sin recoger, donde era evidente que ya habían desayunado el resto de huéspedes.

Es solamente el segundo día, pero ya hemos adquirido ciertas habilidades para guardar el equipaje. Cada vez tenemos más sitio, y los bultos quedan mejor repartidos. El día está radiante, cielo prácticamente despejado y visibilidad excepcional, perfecto para contemplar el paisaje de altas montañas que nos rodea. Hacia el norte, más allá de la pista de aterrizaje que tenemos enfrente, es posible distinguir una pequeña brecha en las montañas. Es allí donde comienza el primer puerto de montaña del día, el Gran San Bernardo.

En comparación con su hermano pequeño, el Gran San Bernardino tiene otra categoría, otra clase. Al ir acercándote a la pared, comienzas a ver sus tornanti construidos en piedra, amplias rectas entre uno y otro, que casi acaparan todo tu horizonte. A pesar del frío reinante, son muchos los descapotables que se aventuran a recorrer el puerto sin sus capotas. Y es que la belleza del paisaje es tal, que sería un sacrilegio taparlo con un techo. Si multiplicamos el efecto, se podría comprender cómo se disfruta en moto por estos parajes.

Ya en Suiza, y con la preceptiva vignette para las autopistas helvéticas, iniciamos la bajada. La carretera está algo menos cuidada, más hacheada y sin tanta clase como desprendía el lado italiano. Y es que la orgullosa Suiza parece tener bastante con sus Furkapass o Grimselpass, y relega al Gran San Bernardo a un segundo o tercer plano.

El Valais y el valle de Sion, rodeado de enormes montañas por donde trepan como pueden los cultivos vinícolas, desaparecieron casi por arte de magia, deseosos como estábamos del plato fuerte del día, el Grimselpass. Las paellas se suceden una tras otra para ganar altura, alternando el protagonismo con los túneles para el vistoso y antiguo tren de vapor. En un momento dado, la carretera se bifurca. A un lado el Grimselpass, y al otro el inicio del Furkapass. Mires donde mires, no ves otra cosa que paellas y más paellas que ascienden por las laderas escarpadas, como si de un gran milagro de la ingeniería se tratara.

A los lados, paisajes típicamente heidianos, donde parace que de un momento a otro van a aparecer Pedro con las cabras o el abuelo con el perro. Casas de madera oscura y geranios que cubren todos sus balcones forman pueblos tan perfectamente alpinos que sería imposible incluso imaginarlos. Praderas solitarias con unos pocos abetos salpicándolas, se intercalan con los herméticos bosques lúgubres y tenebrosos que casi se desparraman hasta la carretera. También es posible ver algún que otro lago, con agua de color blanquinoso, alimentados por pequeños ríos que bajan con fuerza de los glaciares cercanos.

Finalmente llegamos a Interlaken, cuna del alpinismo selecto.Pasamos frente al Casino, que mira incansable día y noche al nevado Jungfrau, que asoma entre las montañas cercanas. Mientras, los parapentistas no paran de despeñarse desde la retaguardia, para dejarse posar grácilmente en el jardín cercano. En Interlaken es difícil no dejarse embaucar por las tiendas de souvenirs repletas de navajas suizas, o por las selectas tiendas de relojería suiza. Nosotros no pudimos resistirnos a la tentación y pasamos un agradable rato de escaparates.

Se hacía tarde, y decidimos acercarnos a Luzern por la vía rápida, a través del Brünigpass y sus pequeños pueblecitos de montaña. La luz de la tarde bañaba el famoso puente de madera forrado completamente de geranios, y nos perdimos entre la riada de paseantes que disfrutaban de la agradable temperatura. Un corto pero revitalizan paseo. Camino de Zurich, y casi llegando ya, nos sorprende la cegadora luz de un flash que nos retrata por delante, y también por detrás. Aviso a navegantes. Afortunadamente no íbamos excesivamente rápidos.

La aventura final del día vino impuesta por no haber cargado el mapa de Zurich. Un poco de intuición, un mucho de orientación y una pizca de suerte nos hicieron dar con el hotel mucho antes de lo que suponía. Ahora solamente quedaba disfrutar de la maravillosa ciudad con sus innumerables iglesias puntiagudas iluminadas y reflejadas en las tranquilas aguas del río Limmat.

Cansados pero no tanto. Contentos por poder disfrutar de estas maravillas en moto. Agradecidos por un día radiante que atemperó algo los fríos puertos de montaña. Los dolores, sordos o no, son parte del viaje. Y se a ciencia cierta que al cuarto día desaparecerán. Aunque parezca difícil superarlo, esto no puede ir más que a mejor.

La ruta del día la podéis consultar aquí:

Etapa 2: Aosta – Zurich


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Etapa 1. Aosta y el frío agosto de los Alpes

Se supone que debería comenzar los relatos de esta nueva ruta de Oriente con unos textos vivos, mordaces, frescos e ingeniosos. Pero después de 950 kilómetros y casi diez horas encima de la moto, creo que el ingenio y la frescura quedaron atrás, quizá perdidos entre las mil y una curvas del Col de l’Iseran. Sea como sea, vamos a intentar llevar a buen puerto esta primera crónica comenzando por el principio.

Seis de la mañana. El despertador se empeña en despertarnos incluso antes de que lo haga el sol. La noche ha transcurrido en un auténtico suspiro, un visto y no visto que se antoja a todas luces insuficiente para soportar el intenso día que nos espera. Los trastos están listos en la moto desde anoche, por lo que en poco más de una hora estamos en ruta. La autopista hacia La Jonquera se desliza silenciosa por su habitual recorrido. Los primeros momentos van sucediéndose entre pensamientos tristones y desalentadores. Quizá sea un exceso de responsabilidad -esta vez no voy solo, no puedo pretender que mi viaje ideal sea el mismo que el de Belén-, quizá el temor a la dura jornada que tenemos por delante… Sea como fuere, hasta que no retumbaron en mi casco esos ritmos activadores de las canciones de mi iPhone no pude esbozar una sonrisa. Café con leche en La Jonquera, junto con los últimos tweets con 3G. A partir de ahora, solamente dependeremos de la benevolencia de los wifis foráneos.

Como suele pasar en los primeros kilómetros franceses, el viento arrecia desde el oeste, haciendo la conducción algo pesada e incómoda. Y así estuvo hasta bastante más allá de Montpellier. Pensando en otras rutas de otros viajes, se que el secreto es ir dejando pasar los kilómetros de autopista uno tras otro, sin mirar en exceso esa ventanita del GPS que va indicando lo que falta.

Pasado Grenoble, la autopista comienza a ascender, y el frío empieza a hacerse notar. Los desvíos se van sucediendo entre nombres de míticas etapas del Tour de Francia. Croix de Fer, Galibiers,… y al poco rato, el Col de l’Iseran, donde nos desviamos. La carretera asciende por las verdes laderas, casi sin molestarlas, pidiendo permiso. Curva aquí y pendiente allá, vamos ascendiendo hasta la cima, a 2770 metros. Allí nos recibe un fuerte viento y un frío de órdago, sobre todo si vas con la equipación de verano. Hago las pocas fotos que me permiten mis entumecidos dedos, y hago cola entre otros moteros y ciclistas para hacerla en el preceptivo cartel indicador, mientras el termómetro de la BMW marca los 4,5ºC.

La bajada hacia Val d’Isère nos va devolviendo algún grado más de temperatura, mientras nos cruzamos con multitud de motoristas. La moto parece rugir con fuerza en los múltiples túneles de la carretera, mientras las nieves perpetuas coquetean con los grises nubarrones que de momento no se atreven a descargar.

El Piccolo San Bernardo sería el puerto de montaña que nos llevaría hasta Italia. Un sinfín de paellas -o tornanti, como les llaman los italianos- dan a la carretera el aspecto de un acordeón. En su cima, una gran estatua del pobre santo, que tiene que cargar con la pena de ser confundido con un perro con un barril de whisky cada vez que se le nombra. De hecho, la estatua de San Bernardo también compite con un perrazo de cartón piedra que sin duda es el preferido para las fotos de los que por allí pasan.

Finalmente el Valle de Aosta. Preferimos hacer los últimos cuarenta kilómetros por la autopista, plagada de túneles «perpetrados» en las laderas del valle en aras de una mejora en la comunicación del valle con el exterior. El hotel se encuentra pared con pared del aeropuerto donde de manera casi incesante, van despegando y aterrizando helicópteros, incluso ya en la negrura de la noche. A nosotros solamente nos queda cenar en el bonito pueblo alpino y regresar al hotel a reponer fuerzas.

La ruta del día la podéis ver aquí:

Etapa 1: Terrassa – Aosta


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A dos días de la partida hacia LaRutaDeOriente

Dos días. La cuenta atrás toca a su fin, y es necesario ultimar algunas cosas. El equipaje ronda en mi cabeza desde hace horas, como flotando en una nube demasiado grande para ser metida en esa maleta. Habrá que desechar cosas, habrá que inventar espacios. Las tres maletas se me antojan insuficientes para llevarlo todo, pero la experiencia me dice que siempre cabe todo.

La moto está preparada, revisada, con neumáticos nuevos. Esperando. La ruta, ya planificada, y el primer hotel en el Valle de Aosta ya reservado. Parece que hará buen tiempo. Todo está de cara, esperándonos para rellenar ese huequecito en nuestra memoria que hemos preparado para todas las vivencias que están por venir. Y así, alimentar otros once meses de tediosa espera hasta el siguiente reto. Así es la vida…

La tensa espera hasta el martes se hace interminable, con ganas de hacer el equipaje, de montarlo todo en la moto y salir pitando hacia Oriente. Ganas de saber que hemos planificado bien, de saber que no nos hemos dejado nada en casa. Ganas de estar harto de moto y esperar con ansia la siguiente parada. Ganas de escribir el primer tweet del viaje, de escribir el primer post y de editar el primer video. Ganas de que Belén experimente por vez primera el placer de los grandes viajes, de saberse capaz de conseguir grandes retos, de vencer a la aventura… Ganas de que vosotros lo leáis y lo disfrutéis con nosotros.

Quedan dos días para comenzar #LaRutaDeOriente. Nosotros estamos preparados. Y vosotros?

Cortándonos las alas

Un idea pasó por mi cabeza y esta vez la cogí al vuelo. El sol estaba brillando allá en lo alto, y el azul del cielo invitaba a pasear en moto. Era un buen día para coger la BMW y lanzarse a la carretera. La Copa Triangular de Vuelo Acrobático se celebraba en La Seu d’Urgell, a pocos kilómetros de Andorra. Me apetecía hacer unas pocas fotos de aviones en acción después de tantos meses. Pero eso, como suele pasar siempre, es lo de menos, una simple excusa para hacer unos cuantos kilómetros.

No voy a hacer una descripción más o menos barroca de los paisajes, en su mayoría muy conocidos, que me encontré hoy. Ni de las sensaciones que te provoca ese viento cálido del verano en la cara. Ni del placer de ir en moto por ir en moto. De hecho, no iba a escribir esta crónica. Los 350 kilómetros de hoy son como los que tantos y tantos moteros realizan cualquier fin de semana de peregrinaje a Andorra -donde acabé, como era de esperar, para comprar algunas cosillas de cara a #LaRutaDeOriente-. Pero rondan en mi cabeza algunas ideas que me gustaría expresar antes de que se desvanezcan entre mis pocas neuronas.

Una vez, cuando tenía 18 años, me fui a Andorra con una RD80 solamente a comprarme unas zapatillas deportivas. A las 5 de la tarde, ya estaba en casa nuevamente. El placer de conducir… El placer de curvas y más curvas mientras te acercas a las montañas del Pirineo… Hay tantos placeres en la carretera… Hoy esperaba encontrar lo mismo. Pero no fue así, al menos en parte.

¿Por qué la Administración se empeña en cortarnos las alas con la excusa de nuestra propia seguridad? Las curvas y más curvas que yo recordaba de niño -sí, he ido muchas más veces a Andorra, pero generalmente por rutas diferentes a la de esa primera vez… o a la de hoy-, no estaban allí. Túneles y más túneles dejan la antigua carretera a un lado, abandonada, con sus trazadas mustias y sus paisajes olvidados. Desaparecen allá, a derecha e izquierda, mirándote con tristeza mientras tú te adentras en la boca insulsa y aburrida de un nuevo túnel.

Los pocos tramos de curvas que aún perduran aparecen en su mayoría encerrados en líneas continuas que te impiden adelantar con ligereza -y siempre con prudencia- en zonas donde hace pocos años las alegres líneas discontinuas te invitaban a su fiesta. ¿Por qué no confía la DGT en nosotros, como lo hacía hace unos años? ¿Por qué no me deja poder de decidir cuándo adelantar? Creo que por unos cuantos inconscientes que adelantaron donde no debían estamos pagando todos el pato. Por favor, quiero recuperar mi presunción de inocencia y la confianza de que soy buen conductor. No?

Solamente el tramo que une Solsona con Oliana me arrancó una amplia sonrisa. Curvas trazadas para disfrutar, rápidas en su mayoría, tan peligrosas como tu miedo y tu prudencia te deje. Enlazarlas ha sido lo mejor del día. O casi.

La Ruta de Oriente

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Los días se hacen cada vez más largos y las noches más cortas. El bochorno ha llegado, y el nórdico ha quedado relegado al último estante del armario. El verano llegará en unas horas… Como las aves migratorias, todos estos signos me indican que deben comenzar los preparativos. Como a los adolescentes el día previo a una cita que se prevé intensa, los nervios -esa mezcla de miedo y de deseo- me envuelven y me llevan a un torbellino de sensaciones que no me perdería por nada del mundo.

Comienza ahora una carrera contrarreloj hasta el 9 de Agosto. Mapas, papeles, guías de viaje han esperado pacientemente ese momento en el que todo viajero se pone en marcha, quizá meses antes de su partida real. La ruta está casi definida, pero faltan bastantes flecos por perfilar. Checklist de viaje, pasaportes, revisiones de la moto,… Algunas cosas están ya listas, a otras aún le queda bastante para ser incluso comenzadas. Este viaje ha tenido un embarazo duro, pesado y en muchos momentos de futuro incierto. Pero a medida que avanzaron los días, el parto se vislumbra excelente.

La Ruta de Oriente (desde ahora #LaRutaDeOriente en @DrJaus) discurrirá por 16 países durante unos 9000 kilómetros. Tres semanas de paisajes que quitarán el aliento, extremos en algunos casos, cercanos en otros, y desconocidos en su mayoría. Desde las altas cumbres suizas a la soleada costa croata pasando por el Paso del Stelvio. Desde la desconocida Albania a los misteriosos paisajes de los Monasterios griegos de Meteora. Desde la exótica Estambul a las remotas Bulgaria y Rumanía. Cruzaremos la Transfaragasan Road, visitaremos lo que queden de las ruinas de Sarajevo, la belleza desconocida de Ljubljana o los serenos paisajes del Lago di Como. Todo un arco iris de olores, sabores, experiencias y aventuras.

Esta vez no iré solo. Y es que no podía dejar en tierra a quien en otros viajes más septentrionales vivió casi en primera persona lo que yo le contaba. Esta vez recordaremos juntos los kilómetros, las alegrías, la dureza del viaje y la gloria de haber llegado, una vez más en moto, a otra de las puntas de Europa. Por supuesto, vosotros también estáis invitados. Dicen que solo se recuerda aquello que nunca sucedió; para que el olvido no borre la senda del camino recorrido, los reportes diarios, el twitter y los videos nos ayudarán a recordarlo. En definitiva, comienza La Ruta de Oriente.

La Ruta de Los Pirineos

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Me gusta la sensación de circular con buen tiempo por carreteras de montaña rodeadas de nieve, ahora que comienza la primavera. El paisaje se engrandece cuando está vestido completamente de blanco, como una novia a punto de dar el «sí, quiero», y el asfalto no es más que una cinta negra -más negra de lo habitual- que lo corta de manera caprichosa y ondulante. Ese era el objetivo para estos tres días moteros, además de «entrenar» para el próximo viaje del verano, que ya está completamente confirmado, y que explicaré en breve.

La primera etapa de la ruta, como ya es bastante habitual, discurría entre Barcelona y Zaragoza, por la Autovía hasta Fraga y posteriormente por la nacional. Son algo menos de tres horas que pasan casi en un suspiro, entre paisajes ya conocidos pero cambiantes con los calores de la estación. Los ocres invernales pasaron hace semanas a incipientes verdes de los campos de trigo y los primeros brotes de los frutales de Lleida. Ahora, los amarillos de la colza salpicaban con fuerza diversos cultivos de formas irregulares. Estos pequeños descubrimientos desvanecen la monotonía del viaje casi semanal.

El sábado, y ya con Belén como pasajera, enfilamos los primeros 100 kilómetros por autopista hacia Huesca, pasando por el espectacular puerto de Monrepós, que tras un primer tramo de subida, te deja en un privilegiado balcón desde donde contemplar los Pirineos antes de comenzar la rápida bajada. El día estaba brumoso, por lo que la esperada vista desmereció bastante, pero no me importó en exceso, ya que en las próximas horas nos empaparíamos de Pirineos hasta los huesos. Sabiñánigo, Biescas y Panticosa fueron desapareciendo por los retrovisores rápidamente, y seguimos subiendo hacia la frontera francesa, en El Portalet, donde ya divisamos las primeras nieves. Las curvas entre las grandes moles nevadas, los giros entre grandes peñascos, los recodos del camino cerca de incipientes cascadas, las viradas sobre tímidas pero ya verdes praderas… Todo eso es lo que habíamos venido a buscar. Desde allí nos dirigiríamos a 6 puertos de montaña más, ya en la vertiente francesa, escenario de épicas tardes de Julio en el Tour de Francia.
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El primero de ellos fue el Col d’Aubisque, de 1709 metros de altura. Bordeamos el valle hacia Gourette, pueblo dedicado enteramente al esquí, que encontramos fantasmagóricamente desierto. Comenzaban las primeras rampas, ahora en la otra cara del valle, dejando al descubierto la impresionante mole nevada del Pic de Ger, mientras la estrecha carretera se empeñaba en seguir ascendiendo. Ya en la cima, la primera decepción: una enorme barrera nos cerraba el paso por la D918 hacia el Col du Soulor, siguiente puerto en nuestra lista. Al parecer, se daba paso alternativo (de 6 a 13 en un sentido, y de 13 a 19 en el otro). Pero la barrera cerrada daba mala espina. Paramos el motor de la BMW, como para que el particular silencio de la alta montaña nos diera la inspiración sobre el siguiente paso a a seguir. Y la inspiración llegó de la mano de un esforzado ciclista que ascendía penosamente al otro lado de la barrera. Esperé pacientemente a que la cruzara con la bicicleta a cuestas, se hidratara y recuperara un poco el fuelle.

-Hola, buenos días. ¿Sabes si está cerrado el Col du Soulor?- le dije en mi macarrónico francés de supervivencia.
-Hola. Sí, está cerrado. Ha habido una avalancha y hay unos cien metros cubiertos de nieve. No sé si podrás pasar con la moto… Está un poco peligroso- me contestó. -Ahora, la ruta es muy bonita.

Después de darle las gracias al ciclista comencé a toquetear el GPS para conseguir una ruta alternativa hacia los siguientes puertos de montaña, saltándome el Col du Soulor. Deberíamos desandar todo el camino del valle, virar al norte y salirnos prácticamente de los Pirineos, para volver a entrar en el siguiente valle. No pasaba nada, solamente un pequeño retraso y un desvío. Esa pequeña avalancha no podría con nosotros. La nueva ruta nos acercaba a Lourdes para retornar hacia el sur, camino de los dos grandes puertos del día: el Luz Ardiden y el Tourmalet. Los nevados picos pirenaicos se volviern a ver en el horizonte, y retomamos la ruta con renovada ilusión, hasta que un fatídico cartel se cruzó en nuestro camino:

«Col du Tourmalet, FERMÉ».

Mierda! No puede ser!! El Tourmalet cerrado? Los dos grandes se fueron al traste (la ascensión al Luz Ardiden se realizar desde la carretera que va al Tourmalet). La ruta de los Pirineos se estaba convirtiendo en una suave excursioncilla campestre por los alrededores de Lourdes, como hacen los jubilados franceses esperando pacientemente una sarta de milagros imposibles. Los grandes picos nevados, las carreteras reviradas plagadas de aventura, la naturaleza en estado puro revitalizada por una primavera recién estrenada se iban desvaneciendo. Comenzaba a tener mis dudas de si podríamos pasar a la Vall d’Aran por la Bonaigua, si «pequeños» puertos de escasos 1700 metros se encontraban cerrados… Cogimos nuestras caras de preocupación, nuestras ilusiones algo maltrechas y nuestra sed de aventuras, y reculamos nuevamente hacia Lourdes, siguiendo la nueva ruta propuesta por el Señor Garmin.

La carretera discurría ahora entre parajes menos agrestes y más mediterráneos. Las encinas habían sustituido a los abetos, y el asfalto estaba cubierto de una fina capa de gravilla en algunas curvas. La senda se volvía cada vez más estrecha ascendiendo el Col de Lingous, y había que estar atento ante cualquier eventualidad. Y la eventualidad acudió hacia nosotros a 60 kilómetros por hora en forma de Peugeot. Un inconsciente, imberbe e inexperimentado galo apareció tras una curva intentando sin mucha maña mantener su coche en el lado derecho de la vía. Su cara de susto, claramente visible a través del cristal, vislumbraba que la situación no la tenía para nada controlada, mientras yo intentaba frenar, sobre la gravilla, los más de 300 kilos de la BMW. A todo esto, había que contar con que la carretera no tenía anchura suficiente para su coche y mis maletas, así que reduje la velocidad a la mínima expresión, me pegué todo lo que pude al margen derecho y comencé a rezar, esperando que haber pasado por Lourdes hacía escasos minutos sirviera de algo. Aún no sé cómo pasamos los dos; yo creo que entre su puerta y mi maleta no pasaba ni un pelo púbico de esos que el «francés volador» aún no tenía… Sea como fuere, el susto quedó grabado para la eternidad, y no solamente en nuestras retinas. Aquí tenéis el video:


Incidente por sergiomorchon

Nuestra improvisada ruta hacia la Vall d’Aran discurría ahora por el Col d’Aspin, un bonito puerto de montaña, rodeado de abetos y con unas cuantas paellas y curvas de todo tipo. Durante la ruta, me he ido dando cuenta de que no tengo un buen feeling con las carreteras francesas. Me cuesta cogerles el ritmo a sus curvas, y siempre hay alguna que otra que se me atraganta. No estaba especialmente cómodo. El Col de Peyresource nos daría acceso a Bagneres de Luchon, rodeada de frondosos valles con más tonalidades de verde de las que mi retina masculina es capaz de distinguir. Sea como fuere, continuamos ruta hasta Bòssots y Vielha, siempre a la vera del Garona. La ascensión del Port de la Bonaigua iba a ser, a la postre, la mayor de la jornada, con sus más de 2000 metros de altura. En las inmediaciones de Baqueira, allá donde la naturaleza se torna pija en extremo, puede observarse la perfección del extremo oriental del Valle de Arán, como si hubiera pasado por la visita de alguno de los cirujanos plásticos que por allá esquían para dejar unas laderas perfectas y un valle dibujado a escuadra y cartabón. Desde Esterri d’Aneu hasta Sort la carretera es rápida, divertida y con asfalto impecable. A pesar de los más de 500 kilómetros a nuestras espaldas desde Zaragoza, volví a divertirme con las curvas paisanas y descendimos como flotando, la BMW, Belén y yo, bailando a ritmo de vals a tres bandas. Las curvas se hicieron cada vez más cerradas cuanto más nos acercábamos a la Seu d’Urgell, pero no por ello el ritmo de nuestro vals descendió ni un solo ápice. Solamente quedaba atravesar la Seu y ascender por la carretera de acceso a Andorra, sortear el siempre complicado tráfico y llegar justo a tiempo para disfrutar de un ansiado relax mecido por las termales aguas de Caldea…

Después de una mañana de merecido descanso por Andorra, comenzamos a ascender el Pas de la Casa (2050 metros) en nuestra ruta de regreso a Francia. La ladera norte estaba completamente nevada, al contrario que la sur, que ya acusaba los calores primaverales. La ruta hacia Aix-Les-Thermes, con curvas rápidas y bonitas, fue un sinparar de adelantar otros vehículos que también regresaban a Francia. Desde allí, por el los Cols de Chioula, d’en Ferret y de Marmare (de unos 1400 metros), se llega hasta Prades. El paisaje era ya primaveral, no como hace unas semanas, volviendo de Carcassonne, donde la nieve rodeaba todo lo que alcanzaba la vista, excepto la carretara -afortunadamente-. Pero no por ello la ruta era menos vistosa. A pesar del cambiante asfalto, a veces algo malo, otras veces en perfecto estado, las últimas curvas del Col des Bans y du Portel, antes de llegar a Quillan son especialmente agradables.

Quillan era la población más grande que nos íbamos a encontrar por los alrededores, y ya habíamos pasado ampliamente la hora de la comida en Francia. A pesar de ello, intentamos buscar un lugar donde comer en el pueblo, que a estas horas parecía completamente desierto. Varias pizzerías se encontraban cerradas, y al llegar a lo que se supone era el centro del pueblo, solamente un bar donde no tenían visos de servir nada comestible seguía abierto. Allí, unos cuantos lugareños y algún que otro foráneo (nos pareció ver a dos moteros españoles que habían llegado en una Burman) saboreaban sus respectivas bebidas mientras nosotros, como dos lastimeros personajes abandonados a su suerte y a su hambre, dábamos cuenta sentados en el bordillo, de las últimas reservas de comida que llevábamos encima: un par de Huesitos que supieron a gloria.

La carretera fue entonces a tomar las planicies formadas por el río Boulzane, entre dos cadenas montañosas agrestes y amenazantes. Buscaba con la mirada la brecha por la que cruzaríamos la sierra que nos quedaba a nuesta izquierda, y que desde Saint-Paul-de-Fenouillet formaría las famosas Gorges de Galamus. Ya las había recorrido hacía unas semanas, y me parecieron fantásticas, a pesar de su escasa longitud. Curvas imposibles, que había que negociar casi con el pie en el suelo, surcando los huecos que la carretera formaba en sus rocas, hasta el punto de formar casi túneles de piedra, se alternaban con acantilados estrechísimos y profundos. En algunos puntos parecía que podrías tocar la pared del otro extremo de la garganta, mientras el río sonaba con fuerte estruendo unas decenas de metros más abajo. Lástima de lo transitado de la zona, con múltiples coches de frente con los que tenías que alternar el paso, además del reguero de personas que circulaban a pie para apreciar mejor la belleza del lugar. Ahora que rememoro ese tramo, me hubiera gustado recorrerlo también en el otro sentido, hacia el sur, para asomarme de manera más decidida a sus grandes acantilados y conocer todos sus recovecos y vistas.
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Ya por carreteras más normales, siempre secundarias pero algo insulsas, nos dirigimos al este, hacia el castillo de Peyrepertuse. El GPS me indicaba que estábamos cerca, que había que rodear esos grandes riscos que aparecieron a nuestra derecha. Pero… espera! ¿Qué es eso que asoma en lo alto de los escarpados peñascos? Es… es el castillo! Como de la nada, completamente mimetizado con su entorno, y como si fuera una prolongación de las ya de por sí altísimas e inexpugnables paredes rocosas, aparecieron las murallas del castillo. Es mucho más grande de lo que imaginaba, ocupando toda la cima del risco, dominando las alturas y con una excepcional vista a una y otra vertiente. La ascensión desde el parking fue mucho más dura de lo previsto y nos dejó sin respiración, pero te da una idea de lo poderoso que debía de ser el castillo en su época, donde un posible ejército invasor solamente podía avanzar de uno en uno hasta la puerta del castillo. Una vez en sus almenas, la vista de todo el conjunto, con ese sol del atardecer de la primavera que lo encharca todo con sus cálidos tonos rojizos, nos dejó nuevamente sin aliento.

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Desde Peyrepertuse recorrimos carreteras no ya secundarias, sino casi cuaternarias, y no solamente por su relativa importancia, sino porque parecían haber recibido su última capa de asfalto aproximadamente por esa época prehistórica. La estrecha línea (negra?) discurría entre viñedos olvidados, remotas casas de campo o pueblos únicamente recordados por inscribir su nombre en un mapa. Fue un retorno al pasado, un viaje al olvido del que parecía no podríamos salir nunca. Pero casi sin avisar, de una manera paulatina y sigilosa, las fábricas, los cruces, las autopistas y el tráfico fueron apareciendo, avisando de la inquietante cercanía de una gran ciudad. Y es que las afueras de Carcassonne son como las de cualquier otra ciudad francesa, con sus supermercados, sus gasolineras o sus establecimientos de comida rápida.

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Pero lo que distingue Carcassonne del resto es su extasiante, espectacular, irrepetible y apabullante visión de su Cité amurallada nada más cruzar el puente. Las murallas, almenas y torreones recubiertos de pizarra abarcan toda la vista del horizonte, en una visión que por irreal, parece fantasmagórica. Abres y cierras los ojos varias veces, pero afortunadamente para el viajero ilusionado, nunca desaparece, permanece ahí, en lo alto de la colina, al alcance de tu mano.
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Una cena en la Cité, un merecido descanso en el hotel y una rápida visita por la mañana precedieron al inicio del fin. El viaje de regreso discurriría por la costa, desde cerca de Narbonne hasta Lloret de Mar, pasando por excelentes carreteras como la de Collioure a Cerbère, o la clásica Sant Feliu-Tossa-Lloret de Mar. Mil y una curvas a ras de mar, siguiendo los caprichos de la costa, resultado del apasionado encuentro entre los Pirineos y el Mediterráneo. A pesar de las fuertes rachas de viento que azotaron la BMW entre Sigean y Collioure, la ruta fue un magnífico broche de oro a tres días moteros de lo más variado: de las nevadas cumbres del Pirineo francés a espléndidas calas escondidas del litoral catalán. De la contundente cassoulette de Carcassonne a los fantásticos crêpes de Collioure. Un efectivo, productivo y necesario entrenamiento casi moldeado a medida para lo que será la ruta de este verano: La ruta de Oriente.

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La Ruta de los Pirineos la podéis ver aquí:

La Ruta de Los Pirineos


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La ruta de Huesca

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Cuando la primavera comienza a desperezarse de su traje de invierno, y las temperaturas son más acordes con el anhelado verano que con el aún cercano invierno, dan más ganas de viajar en moto. El sol y el aire en la cara, los olores de la naturaleza recién despierta, el ocaso que alarga y estira el día… Ha comenzado la época de los placeres!


La Ruta de Huesca per Dr_Jaus

Ese sábado decidimos hacer una ruta por Huesca, partiendo desde Zaragoza. De los sobrios y austeros Monegros, donde cuesta aún sentir la primavera, hasta la explosión de colorido, de agua y aún de nieve de los mejores valles del Pirineo de Huesca. Un abanico de paisajes, colores y olores, todo un muestrario de sensaciones a pocos kilómetros de Zaragoza. En total, algo menos de 600 kilómetros, que servirán de particular entrenamiento del boceto de viaje veraniego que comenzamos a imaginar. Pero no adelantemos acontecimientos.

Los Monegros siempre me han atraído como un imán. Solamente pasar por la autopista, o incluso en el AVE y observar los espacios yermos, únicamente salpicados por algún que otro árbol solitario, me hacen soñar con volar sobre sus polvorientas pistas en busca de alguna aventura cercana. Por ello, no pude dejar de atravesarlos de camino a Alquézar, aunque esta vez por sus escasas carreteras de maltrecho asfalto. A pesar de que la mayoría de sus campos ondulados se encuentran semiabandonados, algunos de ellos mostraban todo el esplendor del verde de los cereales recién brotados, que alfombraban caprichosamente el paisaje con sus formas irregulares y redondeadas. Aquí y allá, de una manera completamente brusca e inesperada, el verde se tornaba de un amarillo intenso por los campos de colza ya florecidos: la sorpresa colorista de la primavera también había llegado al desierto.

Ya más al norte, ya pasados Monegrillos o Castejón de Monegros, el paisaje se volvió más mediterráneo, con encinas y sotobosque por doquier, mientras era la genista la que coloreaba los márgenes de las carreteras con su casi insultante amarillo. La ruta iba transcurriendo poco a poco con la BMW R1200GS absorbiendo los múltiples baches de manera implacable. Este tipo de carreteras secundarias, que son las que realmente te trasladan a lugares remotos lejos de la monotonía de las grandes autopistas o nacionales, parecen especialmente pensadas para las grandes trail. No hacen falta grandes desiertos, agrestes montañas o complicadas pistas para disfrutarlas. La BMW es capaz de convertir como por arte de magia un asfalto precario llenos de baches en suaves y mullidas moquetas gustosas de ser pisoteadas.

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Y como de la nada surgió Alquézar. Sus piedras amarillentas no hacían más que camuflarse con las rocas y los barrancos de los alrededores. Cuando te aproximas al obligatorio parking de visitas, lo haces desde arriba, y la visión de los tejados y sus intrincadas calles, coronado todo por su imponente Colegiata, no deja a nadie indiferente. A pesar del calor, inusual para la época del año, decidimos con buen criterio dar una vuelta por sus empinadas calles, yendo de un barranco a otro, empapándonos del espíritu excursionista y barranquista que destila la población.

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Desde Alquézar hacia Aínsa la carretera sigue siendo fiel a su calificativo de «secundaria», como olvidada -y que así continúe- de las rutas más transitadas de la comarca. Largos rodeos para salvar agrestes barrancos, puentes de vértigo sobre pequeños riachuelos de aguas turquesas, rocas de múltiples colores que forman paisajes difícilmente imaginables… Las nevadas cumbres de los Pirineos se dejaban apenas adivinar en la lejanía, a pesar de la bruma típica de los días de calor bochornoso, mientras valorábamos hacer un alto en el camino para comer, o ya continuar -como finalmente decidimos- hacia la imponente Aínsa.

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El castillo y sus murallas, que ahora cercan de manera inútil una gran esplanada, nos dieron la bienvenida. Más allá, la siempre bella -a pesar de las obras- Plaza Mayor, de la que salen las dos calles principales que recorren las casas más nobles de la antigua villa. Aínsa nunca defrauda. Esta vez nos regaló su vista de pájaro sobre la confluencia de sus dos ríos -el Cinca y el Ara-, mientras dábamos cuenta de nuestro tardío almuerzo. Café bajo los arcos de la plaza, y nuevamente a la carretera, siempre hacia el norte, en busca de las montañas del Pirineo.

De Aínsa a Bielsa, la excelente carretera discurre por curvas rápidas y amables a la vera del Cinca, dejándote oír el refrescante repiqueteo de sus aguas aún vírgenes. Las cumbres nevadas, ya no tan lejanas, comenzaban a protagonizar todo el horizonte de este a oeste, mientras nos acercábamos a Bielsa. Desde allí enfilamos la carretera que lleva al Parador de Pineta, que discurre entre las altísimas montañas presididas, allá al frente, por el Monte Perdido. El sol, que comenzaba a esconderse detrás de las nevadas cumbres, bañaba con esa luz anaranjada cada árbol, cada roca, cada cascada, dándonos una sensación de paz y de harmonía con la naturaleza difícil de explicar encima de un ruidoso enjendro con motor de explosión. Esa paz nos siguió envolviendo una vez paramos los 1200 centímetros cúbicos de la BMW y pudimos apreciar cómo el paisaje mejoraba ostensiblemente con la banda sonora de las cascadas cercanas. Como siempre, el valle de Pineta no defraudó.

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La aventura puede encontrarse en muchos rincones, incluso en los más cercanos. La aventura es la vivencia de los logros imposibles, el reconforte de haber conseguido lo que unas horas antes se antojaba algo menos que imposible. Con ya más de 300 kilómetros recorridos, la carretera que desde Escalona nos llevaría a Broto y al inicio del valle de Ordesa fue casi una aventura. Socavones, gravilla y curvas casi imposibles se iban sucediendo ahora en subida, ahora en bajada pronunciada, perfilando los caprichosos valles prepirenaicos. De vez en cuando, la majestuosa estampa de los picos nevados se asomaba entre los montes. Incluso el cruce con otros moteros y sus BMW en esas carreteras tan estrechas requirió de toda la concentración posible, para repartir el pequeño espacio disponible entre sus maletas y las nuestras. Las comunicaciones entre Belén y yo se restringieron hasta lo imprescindible, y los dos, en nuestras respectivas soledades de nuestros cascos, deseábamos que el martirio concluyera lo antes posible. Pero así es la aventura. Si no fuera por estos momentos de sufrimiento y lucha contigo mismo, ésta no dejaría de ser una simple ruta en moto, y posiblemente no sea tan recordada.

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La recompensa llegó después de Broto en forma de la magnífica carretera que nos acercó hasta Biescas, con excelente y ancho asfalto, previsibles curvas redondeadas y paisajes aún extasiantes. Desde allí, hasta Baños de Panticosa, ya con las últimas luces que aún dejaban ver las improvisadas cascadas que desbordaban agua sobre la carretera, y la nieve que se acumulaba a pocos metros de nosotros. La parada a orillas del lago, con los enormes saltos de agua al fondo, y el balneario a nuestras espaldas, sirvió para reponer algo de fuerzas, que ya comenzaban a escasear. Era momento de recapacitar. Desde los inhabitados campos de los Monegros, hasta varios de los mejores valles del Pirineo de Huesca, todo en un día y con un calor asfixiante en algunos momentos. Un buen entrenamiento para mayores logros que vendrán. Ahora solamente quedaba volver a ponerse el forro de la chaqueta -seguimos estando a principios de primavera, en un valle a más de 1300 metros y ya casi era noche cerrada-, volver a montarse en la GS y enfilar rumbo sur, ahora hacia Sabiñánigo, el puerto de Monrepós y la autovía de Huesca a Zaragoza. Fueron casi 600 kilómetros que comenzaban a pesar a estas horas, pero que como suele pasar, dejaban una sonrisa de satisfacción en nuestras caras, y quiero pensar que también en mi querida BMW. Desde luego, había sido un inicio de primavera genial. Y aún quedaban muchos meses para los fríos. Habrá que aprovecharlos!

Aquí tenéis la ruta del viaje:

La Ruta de Huesca


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La Ruta del Delta

Improvisación programada. Dícese del acto de realizar de manera impulsiva acciones previamente planificadas.

El Delta del Ebro siempre ha sido una especie de imán para mí. Fue uno de los primeros destinos que recuerdo para saciar mis ansias de viajar en moto. No en vano, veraneando cerca de El Vendrell, el Delta queda a un tiro de piedra. Sus espacios inmensos, sus arrozales cambiantes, sus atrayentes dunas de arena hace que vuelva a él una y otra vez con la ilusión casi intacta de la aventura, casi salvaje ante los ojos de un adolescente que comenzaba a saborear esto de los viajes en moto.

El jueves no había nada decidido. Ni siquiera planificado. El viernes lo decidimos, reservamos el hotel y monté una ruta. Un ruta que estaba en mi cabeza desde hacía tiempo. No en vano había explorado varias veces el Delta. Improvisación programada. Tras unas compras por Barcelona, enfilamos la A2 -mi archiconocida A2- hasta Igualada. Y allí comenzó verdaderamente el viaje. Primero con un suave entrenamiento que nos llevó hasta Montblanc. El término “carretera secundaria” alcanza todo su esplendor por esta zona. Asfalto estrecho, a menudo sin líneas centrales, y rodeado de campos, bosques y pueblos casi desconocidos -al menos para mí-. Un buen entrante para lo que sería el menú del día.

La entrada al casco antiguo de Montblanc se mostraba esquiva -como debe de ser tratándose de una ciudad amurallada-. Tras probarlo por el sur y por el oeste, finalmente encontramos una brecha en sus murallas para penetrar en el corazón de la población. Hasta el mismo centro llegamos a lomos de la BMW. Dejamos la moto en su plaza central, donde se amontonaban las terrazas atiborradas de gente al reclamo de la buena temperatura de la primavera ya oficial. Un refrigerio y continuaríamos en nuestra ruta, adentrándonos en las escarpadas y ariscas montañas de Prades.

Llegar a Siurana es siempre emocionante. Comienzas a rodar por una carretera que parece que no vaya a ningún lugar, rodeada de altas paredes rojizas donde tipos igual más locos que tú se empeñan en escalar atados a unas delgadas cuerdas. Después de 4 o 5 vertiginosas paellas, y una vez has llegado a lo alto de la peña, te encuentras con la población. Una callejuela, flanqueada por coquetas casas de piedra, te acompaña por el pueblo, hasta llegar a la señorial ermita, con unos muros austeros y completamente desnudos que recuerdan a los de los cerros vecinos. Y luego, el vacío. Plataformas rocosas que como si fueran terrazas de un ático privilegiado, sirven de mirador al embalse que queda bajo tus pies. Un intento fallido de comer en el único restaurante del pueblo nos hace seguir ruta, ya algo famélicos. Y es que la aventura es la aventura, no?

Y así llegamos a Escaladei, al filo de las 4 de la tarde. Y como suele pasar en las rutas improvisadamente planificadas, entramos en el restaurante donde ya -en otra ruta motera multitudinaria- me dieron de comer en una ocasión. Una rápida consulta a la cocina y nos dieron el OK para comer una sopa y una carne a la brasa que supieron a gloria, como suele pasar con las comidas tardías, cuando el hambre ya hace horas que ha dado la señal de alarma. Una rápida visita -sin bajarnos de la moto- hasta la Cartuja de Escaladei (ahora te hacen pagar para ver cuatro paredes derruidas…), y continuamos ruta por espléndidas carreteras llenas de curvas a rebosar.

Las carreteras que desafían las Montañas de Prades son especiales. Curvas y más curvas desfilan entre las viñas que desafían la gravedad en terrazas casi imposibles donde se destila lentamente el alma del vino del Priorat. Curvas que comienzan incluso antes de que acabe la anterior… Asfaltos cambiantes, a veces adornado por arrugas que el tiempo ha regalado a estos parajes en otra época olvidados, y ahora en la cúspide de lo enológicamente cool. Y todo esto teñido por un sol que en esta época del año comienza a ser remolón a la hora de ocultarse, regalándonos esos colores cálidos tan atractivos.

Las montañas fueron desapareciendo lentamente en cuanto apareció el Ebro, verdadero protagonista de la ruta. El trayecto final hasta Tortosa iba copiando su cauce, primero tímidamente, y después de manera más explícita. Y cayeron las primeras gotas de lluvia, que no hicieron más que engalanar la tarde con un espléndido arcoiris que lo inundó todo. Sant Carles de la Ràpita, al sur del Delta, sería nuestro lugar de descanso. Hotel extraño, setentero, pensado para otras épocas del año, y proyectado en otras épocas donde la Ley de Costas no era Ley. Y es que no recuerdo haber dormido nunca tan cerca del mar, con el arrullo de las olas meciéndome en mis sueños más profundos…

Amaneció. Las 8 que son las 9, o las 9 que eran las 8… Los cambios de hora son lo que tienen. Y las olas seguían insistiendo en romper la orilla de la miniplaya que se encontraba a pocos metros. Mientras bajábamos las escaleras para desayunar no pude dejar de recordar otro desayuno, a miles de kilómetros, recién entrado en Finlandia. El comedor desierto, nadie sirviendo… El cambio de hora “natural” -nunca había traspasado un huso horario en moto- me dejó a merced de la buena voluntad de la cocinera, que me ofreció algo para llenar el estómago a pesar de que hacía media hora que había acabado el turno de desayunos.

Las primeras carreteritas estrechas rectilíneas y llenas de baches se adentraban entre los arrozales del Delta. Unos arrozales que eran simplemente enormes rectángulos de barro, esperando la siembra para la nueva cosecha. Es la grandeza del Delta, que te recibe con los colores ocres del lodo, o los verdes del arroz recién plantado, o con los reflejos de cielo azul que desprenden cuando están anegados.

Llegamos al inicio de la Platja del Trabucador, estrecha lengua de arena que conecta el cuerpo del Delta con su “cuerno sur”. La senda de arena que lo atraviesa hasta llegar a las salinas me intimidaba desde bastantes kilómetros antes de llegar. A pesar de que la arena estaba húmeda y ligeramente compactada, los 250 kg de la BMW R1200GS parecían flotar sobre ella. Flaneos a uno y otro lado, sobre todo cuando encontrábamos zonas de arena seca y por lo tanto más esponjosa. Belén siempre ha sido una buena pasajera, ya sea en curvas, en rectas o incluso en pistas, y en esta ocasión continuaba haciendo gala de ser un excelente paquete, pero entre ella y las maletas desplazaban sobremanera el centro de gravedad de la moto y hacía que la rueda delantera bailara con la única música que proporcionaban algunas gaviotas despistadas que volaban sobre nosotros. Las esperanzas -utópicas por otro lado, como han de ser los buenos deseos- de realizar alguna especie de Dakar sobre mi moto se iban desvaneciendo metro a metro sobre la arena.

Tres o cuatro sustos después, llegamos finalmente a las salinas. Como suele pasar casi siempre, los esfuerzos generalmente acaban en recompensas. Y esta vez, las recompensas tenían cuello y patas largas. La colonia de flamencos se alimentaba en silencio sobre el fangoso e inundado suelo de las marismas, reflejando sus cuerpecillos rosas. En lo alto, una pequeña bandada de flamencos realizaba un fantástico vuelo de formación, alargando sus cuellos hacia delante y sus patas hacia atrás, mientras una sonrisa se dibujaba en mi rostro, cuando recordaba las cigüeñas leoninas volando a mi lado en otro memorable viaje motero.

El retorno por la misma senda arenosa me hizo comprender que no había aprendido nada durante la ida, y la teoría de acelerar para “volar” por encima de la arena chocaba frontalmente con la idea primitiva de cortar gas cuando ves el peligro. Sea como fuera, llegamos al final sin muchos contratiempos y eso, dadas las circunstancias, era toda una victoria.

Ya relajados y al volver de la desembocadura final del río, mientras buscábamos un lugar donde comer, se cayó el intercomunicador del casco de Belén. Así, sigilosamente, decidió separarse de nosotros, solamente avisando por un ligero golpe en su pierna. Solo reparamos en la pérdida varios kilómetros después, así que la tarea de buscar el aparatejo fue ardua. Y los recuerdos volvieron a aflorar, cuando en un viaje anterior fue el GPS el que decidió independizarse al salir de Mónaco. Aquella vez tuvimos suerte relativa, ya que encontramos el navegador, pero después de haber sido atropellado por algún que otro desalmado vehículo. En el Delta, y tras más de una hora de búsqueda entre los matorrales del márgen de la carretera, lo encontramos en perfectas condiciones. Nos habíamos ganado la fenomenal paella que disfrutamos minutos después en Casa Nuri. Muy recomendable.

El intento de llegar a la Punta del Fangar fue infructuoso. Y en parte me alegré, porque suponía volver a pasar otra vez por el martirio de un camino lleno de arena. El brazo norte del Delta estaba incomunicado kilómetros antes de llegar, por unas rocas que barraban el paso. Pero daba igual. Nuevamente el Delta nos había cautivado. Solo quedaba el retorno hasta casa, intentando no pisar la autopista, y recordando las sensaciones de este viaje improvisado. Sensaciones que esta vez me han llevado a Finlandia. Y a León. Y a Mónaco. La grandeza del Delta.

Hemos recorrido 641 km a una media de 67 km/h. El consumo ha sido de 5.5 litros/100km. A continuación puedes ver el vídeo y la ruta.


La Ruta del Delta por Dr_Jaus

La Ruta del Delta


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