La BMR Riders 2011

Un tiempo magnífico, soleado. Unas montañas estupendas. Miles de moteros acudieron a Formigal a pasar un grandioso fin de semana. Todas la gama BMW para ver, tocar y probar. Stunning, carpas de industria auxiliar, charlas de gente interesantísima… No podía faltar a la cita. Aunque realmente la verdadera razón de subir hasta el Pirineo era conocer a magníficas personas con las que ya había tenido contacto virtual. Miquel Silvestre y Alicia Sornosa, que salían desde allí a dar la vuelta al mundo en busca de los exploradores españoles olvidados. O Charly Sinewan, que decidió llegar a Sydney y ahora va explorando poco a poco África con su BMW F800GS. Estupendas personas y grandes aventureros.


Vi fugazmente a Chris Pfeiffer haciendo cabriolas, no probé ni una sola moto, prácticamente no entré en las carpas… pero fue un gran día. Compartir unas horas y una comida con Miquel, Charlie y Alicia, además de con Sergio, Carlos o Francesc fue inolvidable. Haber tenido el honor de montar un centenar de metros en el asiento trasero de Atrevida, la moto de Silvestre, o rodar con ellos hasta el restaurante, fue sin lugar a dudas lo mejor del fin de semana. No olvidaré nunca la visión de Miquel y Alicia montados en sus motos delante mío, y al mirar el retrovisor ver a Charly Sinewan con su Black Pearl… Excelentes aventureros y mejores personas. A todos ellos, gracias!!

En ruta por los Alpes. El vídeo.

Poco a poco vamos procesando todo el material que nos trajimos de La Ruta de Oriente. Tras las crónicas, vienen las fotos y los vídeos. Y aquí tenéis el primer vídeo. Cuatro días por los Alpes, de sur a norte y de oeste a este. Más de mil kilómetros por carreteras de montaña. Belleza insuperable por los cuatro costados. Son poco menos de cuatro minutos que simbolizan una pequeña parte de lo que sentimos allí. Porque en moto, los Alpes hay que sentirlos.
Dentro video!


En ruta por los Alpes por Dr_Jaus

Etapa 20. Terrassa y el final de La Ruta de Oriente

El retrovisor del lado izquierdo comenzó a moverse. Primero tímidamente, pero luego decidió ir dando bandazos a diestro y siniestro. No me lo podía creer. Tras más de diez mil kilómetros sin prácticamente ningún problema mecánico, se me afloja el retrovisor a menos de cien kilómetros de casa. Hay que joderse.

Ocho y media de la mañana. Como tantas otras veces, toca la ardua labor de meter todo en la maleta. Enchufes, ropa sucia, ordenador… Todo encaja como si fuera un tetris. Se que cerrará a la perfección, a pesar de que en un primer vistazo pueda pensarse que explotará por alguna de sus costuras. Pero no, las costuras siguen allí. Pero a pesar de esa rutina diaria, hoy es especial. Es la última vez que la hago. Cuando casi todo lo que llevas en la maleta es ropa sucia, maloliente y casi roñosa, sabes que ha llegado el momento de regresar.

El retorno transcurrió plácidamente por autopista, sin más emoción que la de encontrar el carril donde hubiera menos cola en el peaje. Era tiempo para recordar. Entre canción y canción recordé las primeras curvas del Col d’Isére del primer día, las grandes curvas del Grand San Bernard por donde entramos en Suiza o el relajante paseo por el florido puente de Lucerna. Recordé los paisajes alpinos del maravilloso Kausenpass o la subida nocturna al Stelvio, prácticamente agotados. Las alegres carreteras secundarias alemanas acudieron a mi mente, así como llegar a Oberdrauburg en medio de un concierto de la banda del pueblo. El castillo de Predjama, la cambiante costa croata o las empinadas calles de Dubrovnik,… Recuerdo las durísimas carreteras de Albania o los sorprendentes monasterios de Meteora. Me parece oír las llamadas a la oración de las decenas de mezquitas de Estambul y los rezos ortodoxos de los monasterios búlgaros. Siento nuevamente el traqueteo de los baches al inicio de la Transfagarasan Road o la emoción de entrar en el castillo de Bran, en Transilvania. Recuerdo los infinitos campos serbios o los agujeros de bala en los edificios de Sarajevo. Sonrío pensando en la maravillosa cena en una terraza de Ljubljana, o la cara de sorpresa de Belén al ver el Campanile de Florencia. Recuerdo la blancura de la Torre de Pisa o las parejas de ricachones franceses paseando frente al Carlton de Cannes. Cierro los ojos y doy gracias. Gracias por poder tener todos esos recuerdos, que alimentarán nuestra sed de aventuras al menos otro año más.

Collioure no podía faltar en la ruta. Allí hicimos Belén y yo nuestro primer viaje en moto juntos, y por allí debía pasar la ruta de nuestra primera gran aventura, a orillas del Mediterráneo, con la torre del reloj mirándonos mientras degustamos un maravilloso crépe de queso, miel y bacon.

Última parada a cien kilómetros de casa, para ajustar el maldito retrovisor, que también quería ser protagonista en esta aventura, al menos durante un rato. Mientras busco la llave fija del 12 para apretarlo, pienso en esos locos maravillosos que se dedican a dar la vuelta al mundo en moto. ¿Son unos pirados, inconscientes e inmaduros que dejan toda la estabilidad que tienen asegurada en su casa para jugar a las aventuras? Hace días que me lo vengo preguntando, pero ahora se la respuesta. Estos personajes son personas como tú o como yo, que en un momento dado tuvieron la valentía suficiente como para dar un manotazo encima de la mesa, decir basta a una vida vacía y emprender otra nueva, más acorde con sus deseos. Quizá haga falta una crisis, un cruce de caminos o un millón de piedras que esquivar para poder dar ese paso. Tras veintiún días fuera de casa y miles de kilómetros a nuestras espaldas, solamente puedo decir: Fabián, Miquel, Fernando, Charlie, Alicia… Ole vuestros huevos, valientes!! A mí aún me quedan algunas piedras -pocas- que saltar.

Ya solamente me queda daros las gracias. Gracias por haberme soportado todos estos días. Algunas veces habrá sido divertido, otras un auténtico coñazo. Es duro llegar tras más de nueve horas de moto, cansado, con ganas de una ducha, una cena y meterme en la cama, y tener que ponerme a escribir una crónica y colgar algunas fotos. A veces me han dado las dos de la madrugada. Pero la recompensa estaba ahí a la mañana siguiente, con vuestros comentarios. Gracias de verdad.

Hemos conquistado Oriente. Hemos llegado a Estambul. Hemos recorrido quince países. Diez mil kilómetros en veinte días. Ha sido una gran aventura. La Ruta de Oriente ha terminado. Hoy mismo comenzamos a preparar el próximo desafío.

Etapa 20: De Cannes a Terrassa


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Etapa 19. Cannes y la bofetada del glamour

Cuando piensas en Pisa piensas en la torre inclinada. Si no estuviera inclinada, seguro que no tendría la fama que tiene. Y es una pena. Porque todo el conjunto del Campo dei Miracoli (Battisterio, Iglesia y Campanario) es de una belleza extrema. Pero no. Aquí hay que venir a hacerse la foto aguantando la torre. De hecho, la explanada entera parece una concentración de gente haciendo Tai Chi, con los brazos en extrañas poses haciendo ver que aguantan la gran torre de mármol. Sea como fuere, no nos fuimos de allí sin hacernos nosotros la foto. Dicen que allá donde fueres, haz lo que vieres…

“Gire a la derecha en 150 metros”. Y yo, giro a la derecha. “Gire a la izquierda”. Y lo hago. Seguía a pies juntillas las indicaciones del GPS. La idea era salirnos de la autopista en Génova para hacer un repaso rápido a la ciudad y comer por ahí. Aún no sé cómo acabé nuevamente en la autopista dirección Milán. Quería dar la vuelta, pero el Garmin no hacía más que darme indicaciones aparentemente sin sentido. Las flechas de su pantalla parecían nudos de corbata intentando guiarme por las infinitas salidas de la autopista. Al final no pudimos hacer una visita rápida a al puerto italiano al pie de las montañas, donde vivía nuestro amigo Marco. Tuvimos que pagar dos veces el mismo tramo de autopista para acabar finalmente saliendo de la ciudad en la dirección correcta.

Las autopistas italianas merecen un párrafo aparte. Túneles y más túneles, enormes puentes sustentados en altísimas columnas sobre verdes valles que acaban desparramándose cerca del mar. Curvas donde poner a prueba tu sangre fría mirando el quitamiedos que da más miedo que otra cosa. Y los límites de velocidad… Aún no he visto ninguna señal donde te indique ese límite. Y mira que la he buscado. En ninguna parte. Solamente en algunas curvas peligrosas o a la entrada de los túneles puedes ver un tímido “110”.

A lo tonto a lo tonto, y tras casi quinientos kilómetros de autopista, llegamos a Cannes. Menos de cinco horas para la misma distancia que otros días nos había costado casi diez. Pero desde luego bastante más aburrido. Cannes nos abofetea con su glamour, sus yates, sus sesentones con el cuello del polo subido y sus cincuentonas con minifalda y doce centímetros de tacón. Qué lejos quedan las calles de Albania o las carreteras bosnias. Qué cerca queda el final del viaje y la rutina del día a día. Hoy no tenemos que buscar hotel para mañana. Porque mañana dormimos en casa.

Etapa 19: De Florencia a Cannes


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Etapa 18. Florencia y la libertad

Hoy hemos vuelto a cambiar la ruta. Hace unas semanas lo hicimos por primera vez, obligados por una errónea planificación y una mala elección del hotel. Pero hoy lo hemos hecho porque nos ha dado la gana. Una fugaz idea se me cruzó por la cabeza, cambiar el Lago di Como y Milán por Florencia y Pisa. ¿Difícil elección? Ya había estado en los dos sitios, pero tengo una especial predilección por la ciudad del Ponte Vecchio. Hoy dejé de mirar el rutómetro, puse un nuevo punto en el GPS y hacia allí nos hemos dirigido.

Quizá por un excesivo miedo a lo desconocido, quizá por la necesidad de planificar, y un poco por tener una fecha concreta para volver, el viaje está algo encorsetado. Me encantaría tener la libertad de poder salir en un momento dado de casa sin rumbo fijo, donde el destino te lleve. La vida es una sucesión de cruces de camino donde has de elegir hacia dónde quieres ir. O si lo prefieres, como diría Miquel Silvestre, es un millón de piedras que has de esquivar, conformando la ruta que vas a seguir. Esta mañana teníamos delante un cruce: o Milán o Florencia. Y hemos tenido la libertad de elegir el destino.

Casi quinientos kilómetros de monótona autopista, múltiples atascos tanto en Eslovenia -estamos ya casi acostumbrados- como en Italia. Y es que es sábado, el último de agosto. El trayecto transcurrió entre Bruce Springstee, Sting o Madonna, bajo un sol abrasador -también ya acostumbrados- y alguna tímida gota de lluvia, que fue la novedad del día.

La cúpula de las Flores, el Campanile, el Battisterio, la Piazza della Signoria… No es de extrañar que Sthendal se inventara aquí un síndrome. El Ponte Vecchio, la Signoria,… ¿qué mejor que todo eso para pasar una soleada tarde de verano? El viaje se va acabando, y es necesario disfrutar de cada segundo que nos queda. En Florencia, la palabra disfrutar se escribe en mayúsculas. Y elegir Florencia nunca puede ser una equivocación.

Etapa 18: De Ljubljana a Florencia


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Etapa 17. Ljubljana y atravesar países.

Hoy hemos atravesado un país. Bosnia y Herzegovina. En realidad, no sé cuál de los dos. Atravesar un país significa partirlo por la mitad, llegar a su mismo centro, a su corazón y a su alma. Cuando desembarcas en un aeropuerto, te das un garbeo por el centro de la ciudad correspondiente y al cabo de un par de días te vuelves a ir por donde has venido, solamente captas lo superficial, lo visible. Lo maquillado. Cuando atraviesas un país como si fuera una flecha certera dando en una manzana, lo desnudas y comienza a mostrar sus intimidades.

Volvimos a Sarajevo a testimoniar que los agujeros que vimos ayer no fueron producto de nuestra imaginación ni una mala pasada de las luces y sombras de la noche. Allí estaban, expuestos a todos los que quisieran verlos. Marcas de viruela que certifican un pasado tormentoso. Me los llevaré en mi recuerdo. También logramos encontrar una bandera de Bosnia y Herzegovina, que al final no duró ni doscientos kilómetros pegada en la maleta. Cosas que pasan.

Emprendimos rumbo norte hacia el interior del país. Primeramente nos sorprendió una recién estrenada autopista, pero el espejismo duró menos de cuarenta o cincuenta kilómetros. En contrapartida, luego tuvimos que sufrir otros tantos de obras. Pequeñas poblaciones, numerosas mezquitas y gente por la calle, trabajando, ociosa… Bosnia nos mostraba su día a día con normalidad. A pesar de que nuestros ojos intentaban encontrar restos putrefactos del pasado, no vimos nada de eso. Algún que otro cartel de “Peligro minas” fue lo único que obtuvimos. Durante unos kilómetros, el coche que llevábamos delante era serbio. Cualquier bosnio podría pensar que el tío del conductor posiblemente fue el que mató a su padre. No sé si quince años son suficientes para curar las heridas y olvidar. Los agujeros de bala de Sarajevo siguen allí, pero parece que las personas perdonan y olvidan más rápidamente.

Atravesando Bosnia, llegando a su mismo centro. Observando la vida no en las grandes ciudades escaparate sino en el corazón del país, allí donde las montañas y los ríos forman gargantas extasiantes, casi desconocidas, sin nombre ni renombre. El mismo agua verde esmeralda que ayer discurre a nuestro lado, formando hoces, meandros y desfiladeros. Pero algo flota en el agua. Botellas. Cientos, qué digo, miles de botellas de plástico, bolsas,… mierda. Ahí está el secreto. El país que no aprecia lo que tiene está condenado a perderlo. La belleza virgen de las montañas y los cañones comienza a ser desvirgada por el rafting y los vertederos. Cosas del progreso.

En poco rato cruzamos dos fronteras. Pasamos a Croacia y después a Eslovenia. Países hermanos, tan diferentes a Bosnia y Herzegovina. Autopistas en perfecto estado de revista, sin burros tirando de carros ni gallinas en los arcenes. Europa, en definitiva. Nuestra Europa. Ljubljana nos acoge con fiesta, conciertos callejeros y un gran bullicio culto y sosegado, lejos del botellón o del horterismo de otros lados. Afortunadamente aún guardo fresco el recuerdo de la otra Europa, la de los niños harapientos rebuscando entre la basura, la de los vetustos Lada y Yugo circulando por carreteras polvorientas, la de las ancianas con pañuelo negro tirando de carretillas. Y espero que ese recuerdo no se me olvide nunca. Observa a los que no tienen para apreciar lo que tienes. O para maldecirlo. Eso ya depende de cada uno.

Etapa 17: De Sarajevo a Ljubljana


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Etapa 16. Sarajevo y los agujeros

Agujeros. A miles. Por todos lados. Pero esta vez no estaban en el asfalto. Solamente había que mirar hacia arriba. Gran parte de los edificios del centro de Sarajevo están llenos de agujeros. Agujeros de bala. No puedo dejar de imaginar a los francotiradores al otro lado de la calle. No puedo dejar de recordar imágenes de guerra en esta ciudad hoy pacífica y bulliciosa.

Salir de Belgrado nos costó lo suyo. Después de ver las vistas al Danubio desde el castillo, la consigna a seguir en principio era clara: Suroeste. Y ya está, no había más. El rutómetro marcaba seguir la carretera 22, pero vete tú a saber dónde queda la carretera 22. Al suroeste, seguro. Tras hora y media de atascos, semáforos, giros indebidos y sosas autovías, logramos despedirnos de la ciudad. El calor ya rondaba los 38 grados, cosa que auguraba un día calentito.

Viajar brújula en mano tiene su encanto. Sabes a dónde quieres ir, pero no sabes ni cómo irás ni lo que te encontrarás por el camino. Visto así, hasta parece más auténtico que ir siguiendo las indicaciones del GPS. Pero cuando 280 kilómetros se convierten en 430… la cosa cambia. Y es que la mayoría de las indicaciones en Serbia están en alfabeto cirílico. Y así es más complicado seguir la ruta, claro. Mucho más complicado.

La frontera bosnia era lo que me esperaba. Un triste chamizo con una barrera y un señor de uniforme dormitando en una pobre silla desvencijada. Me preguntó si tenía la carta verde y se llevó los pasaportes dentro de la garita. Pocos segundos después los trajo convenientemente sellados y abrió la barrera. Ya estábamos en Bosnia y Herzegovina. Los primeros kilómetros transcurrieron por una carretera recién asfaltada entre montañas y bosques, tal y como habíamos dejado Serbia. Pequeños pueblos de montaña iban salpicando el paisaje, con casas medio destruidas, o a medio construir, quién sabe. Comencé a buscar vestigios de la guerra. Y es que a todos nos gustan las películas bélicas, hasta que te das cuenta de que algunas, hasta fueron realidad.

En algunos momentos estábamos relativamente perdidos. Relativamente porque el GPS indicaba la posición exacta, solo faltaría. Pero nada más. Ni una triste raya que insinuara una carretera cercana. Para Garmin, Bosnia solamente eran cuatro ciudades y tres carreteras. Para Garmin, estábamos en medio de la nada.

Desde Visegrad, la carretera sigue el caprichoso cauce del río. Preciosas montañas lo atrapan haciéndolo ahora ancho, ahora más estrecho, pero siempre con un verde esmeralda impactante. Decenas de túneles intentan hacer el trayecto algo más rectilíneo, y a cada salida del puente el escenario cambia. Nuevas montañas, nuevos riscos, pero siempre con el color esmeralda ahí al lado. Cuando la carretera y el río deciden tomar diferentes caminos, la garganta se hace mucho más angosta hasta diluirse con el paisaje. Estamos a veinte kilómetros de Sarajevo -o eso dice el GPS- y a más de mil metros de altura.

Sarajevo sorprende. Un jueves a las diez de la noche y parece estar toda la ciudad en la calle. Miles de bares de copas y locales nocturnos flanquean la calle principal, que conecta la catedral con la mezquita, casi una al lado de la otra, en perfecta armonía. Pero lo que más me llamó la atención son los agujeros de bala. Si no los buscas, no los ves… o al menos no los reconoces como tales. Algunos edificios los tienen tapados, aunque se nota el diferente color del cemento. Señores de Sarajevo, no tapen esos agujeros con el cemento del olvido. Porque la memoria a veces flaquea. Y los errores siempre es mejor recordarlos.

Etapa 16: De Belgrado a Sarajevo


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Etapa 15. Belgrado y el calor

Calor. Oleadas de viento caliente me golpean en los brazos. Tanto que quema. Las pestañas escuecen al cerrar los ojos. Los labios, secos y agrietados, se abren buscando inútilmente una brizna de brisa. El termómetro de la BMW marca los 40.5ºC, como si tuvieras ante ti tres mil inmensos secadores de pelo conectados a la máxima potencia. La mente funciona lenta, y afortunadamente conduzco por inercia, con todo el riesgo que puede suponer eso en Rumanía. Los recuerdos se evaporan lentamente, como si las neuronas estuvieran comenzando un proceso de desecación.

No me preguntes si tuve problemas con la VISA en la primera gasolinera. Seguramente sí, pero no lo recuerdo. Quizá tuve que regatear el precio al pagar en euros, pero no lo recuerdo, hace demasiado calor. No me digas nada sobre los cientos de pueblecitos todos pintados de fuertes colores chillones. Puede que fuera cierto, pero no lo recuerdo.

Puede que hubiera una circulación caótica, y que durante quinientos kilómetros haya tenido que adelantar cientos de camiones, pero puede que fuera solo un sueño. El calor me atonta. Es posible que volviera a ver a los seis moteros polacos del TransalpClub que ayer me dejaron una pegatina en la moto en Bran, pero quizá solamente sea una alucinación.

 

Cabría la posibilidad que haya pasado por Timisoara, que incluso pensara que es bonita, pero dudo que sea cierto. Maldita calor… Incluso me parece tener el recuerdo de haber pasado la frontera serbia. Pero no puede ser, porque hemos tardado menos de tres minutos y sería la frontera que más fácilmente habríamos atravesado. Así que debe de ser el calor, que me engaña.

 

Incluso me parece recordar las grandes llanuras al entrar a Serbia, conductores razonablemente responsables, comparados con los rumanos, e incluso ciudades prácticamente occidentales. Bah… debe ser mi cerebro recalentado, no puede ser cierto. Casi podría recordar llegar a Belgrado y perderme buscando el hotel, aunque lo tenía marcado en el GPS… Eso no puede haber ocurrido, no señor.

Sea como fuere acabo de pegarme una ducha fría y parece que el cerebro vuelve medianamente a funcionar. Ahora rematare la recuperación con una buena cerveza serbia bien fría, a ver si comienzo a recordarlo todo.

Etapa 15. De Sighisoara a Belgrado


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Etapa 14. Transilvania y las últimas luces

¿Te gusta conducir? Sí, pero a mi lo que me gusta es volar. Volar a ras de suelo. Trazar curvas entre verdes colinas con las últimas luces de la tarde, escuchando épicas bandas sonoras de Hans Zimmer. Eso es lo que me gusta. Escuchar el ronroneo del motor de la BMW llevándonos de curva en curva. Eso es lo que me entusiasma. Ver cómo los rayos de sol se cuelan entre las ramas de los árboles, formando pequeños círculos de luz en el asfalto. Eso es lo que me encanta. Oler a pastos recién segados mientras esas últimas luces de la tarde me llevan hasta la bellísima ciudad de Sighisoara. Eso es lo que venía buscando.

Desde Sibiu hasta Brasov la carretera general estaba algo transitada. Se circula ligero, pero hay que tener precaución con los rumanos, que suelen adelantar a trailers con línea continua sin ningún miramiento. Nos sorprende una iglesia con una gran cúpula dorada en Fagaran, puesta ahí, en las afueras, como por azar.

En Rumanía se observan un número de coches europeos relativamente elevado. Incluso españoles. Hoy al menos he podido distinguir cuatro o cinco. Pero no quiere decir que sean españoles. Ni italianos ni alemanes, que también abundan. Observando más detenidamente te das cuenta que son rumanos que trabajan en España y que han vuelto a su país a pasar las vacaciones. De hecho, lo más frecuente es que los españoles viajen en coches rumanos alquilados. Así lo hemos visto en un semáforo, donde la familia que iba dentro se sorprendían de que hubiéramos llegado hasta allí en moto. La verdad es que cosas como esta te hinchan un poco el ego y te suben un punto la moral.

Tanto en Rasnov como en Brasov es posible ver una de las mayores horteradas (sobre todo por el tamaño) de Transilvania -Conde Drácula aparte-. En colinas cercanas existen carteles con el nombre de la población con enormes letras blancas, al más puro estilo hollywoodiense. Incluso en Rasnov estas letras se encuentran a pie del castillo, aún no se si empobreciendo o enriqueciendo la foto.

El castillo de Bran es famoso porque… porque se encuentra en Transilvania. Y punto. A pesar de que todo el mundo habla de que es el castillo del Conde Drácula (o de Blad el Empalador, como queráis), todo el mundo sabe que no es cierto. Ni vivió allí ni siquiera apareció por allí a no ser que se pasara de visita a tomar unas copas. Sea como fuere, el turisteo que se ha montado a su alrededor es bueno. De todas formas es un castillo muy bien conservado, más por dentro que por fuera, y que con sus múltiples habitaciones, pasadizos, galerías y patios merece la pena ser visitado.

Perros. Rumanía está atestada de perros. Callejeros. O carreteros, porque campan a sus anchas por las carreteras. No los verás atados y acompañando a su orgulloso dueño a un paseo vespertino. Y si los ves, es que son de turistas. Los perros rumanos van en manadas y se acercan a ti en cuanto muestras algo de comida, estés en la autopista o donde te pille. Afortunadamente deben ser más listos que los perros callejeros españoles, porque se ven relativamente pocos convertidos en calcomanías por las carreteras.

Lo que también se ven mucho son los niños bala. Sí, esos niños que van en el coche sin sillita, isofix o como se llame, viajando libremente en el asiento trasero, como nosotros hace treinta años. Al primer choque medianamente fuerte saldrán catapultados hacia el cristal delantero, como si fueran una bala. Se estilan mucho por esta zona de Europa. Tanto en Rumanía como en Bulgaria o en Albania.

Nos tomamos un helado tuttifrutti -ya de por sí el concepto es setentero- mientras paseamos por las soleadas calles de Brasov, a la postre la ciudad más grande de la zona. Luego, el trayecto entre Brasov y Sighisoara fue una delicia. El sol hacía que las colinas tuvieran un verde casi fluorescente, intenso y fresco. Todo es mucho mejor a las siete de la tarde de un verano soleado. Las últimas luces del día lo dulcifican todo, dejando en el ambiente un sabor a madera y hierba. Porque los colores tienen gusto. Y además huelen. Al menos en Transilvania. Los edificios de la ciudadela de Sighisoara nos miraron altivos mientras nosotros, acompañados de una amable señora, pasamos ante sus arcos y portezuelas en busca de nuestro hotelito. Situado anexo a una de las puertas de la ciudad, pudimos meter la moto hasta el mismísimo patio de la pensión. Hoy la BMW dormirá tranquila. Y yo también.

Etapa 13. Rumanía y la Transfagarasan Road

Hay días en los que no te levantarías de la cama. Abres un ojo y miras el despertador. No tienes ánimo para avanzar y acabar lo que has comenzado. Todo te da igual: la ruta, las cosas que tienes previsto ver,… ¿Qué hago yo aquí? ¿No podría estar disfrutando de mis vacaciones tumbado al borde de una piscina con una clara bien fría y unas aceitunas rellenas de anchoa? ¿Se puede saber qué hago madrugando en un pueblo perdido en medio de Bulgaria? A pesar de todo, acabo montando todos los bultos en la moto y comenzando la ruta. Mis pensamientos siguen dándole vueltas a lo absurda de la situación. Hasta que echo la mano atrás y toco la rodilla de mi copiloto. En ese momento es como si se encendiera una luz en la oscuridad, como si salieras en el otro lado del túnel: en realidad estoy donde quiero estar y con quien quiero estar. ¿No es eso ya bastante? Una caricia en el momento justo hizo desaparecer los miedos. Un acelerón en el momento justo me devolvió a la libertad.

El primer punto de interés del día era el monasterio de Arbanasi. Después de recorrer el pequeño pueblo plagado de hoteles de arriba a abajo y de abajo arriba, no había rastro del monasterio, y eso que estaba reiteradamente anunciado. El tiempo que teníamos para visitarlo ya lo habíamos perdido buscándolo. Así que desistimos y seguimos ruta hasta Ivanovo. Allí nos esperaba una iglesia incrustada en la roca. Bueno, de hecho nos esperaban 132 escalones, 4 euros de entrada y una pérdida de tiempo importante. No podíamos creer que la visita fuera solamente esa estancia excavada en la roca. Desde luego fue absolutamente prescindible.

Ruse era el punto elegido para pasar la frontera hacia Rumanía. Una garita, nos miran los pasaportes. Otra garita para comprar la viñeta, de la que estamos exentos. Y una cola enorme para atravesar el puente sobre el Danubio -que por estas tierras ni es azul ni tiene ya ningún tipo de glamour-. La entrada a Rumanía sería el fiel reflejo de lo que es el sur del país: un auténtico caos. Pocas señalizaciones, carreteras mal cuidadas, suciedad por todos lados… Los camiones dejan enormes y profundas roderas en un asfalto envejecido y moribundo, resquebrajado y pidiendo a gritos un lifting que no llegará.

Tras unos cientos de kilómetros de autopista llegamos a Curtea de Arges, inicio sur de la mítica Transfagarasan Road, carretera que cruza los Cárpatos de lado a lado. Casi cien kilómetros de curvas y curvas para superar los 2000 metros de altura y descender hacia Transilvania. Rivaliza con el Stelvio por ser la mejor carretera de montaña, por lo que merecía una visita obligada en este viaje. Los primeros cuarenta kilómetros son un absoluto infierno. La carretera está llena -y cuando digo llena quiero decir llena- de socavones de más de un palmo de profundidad. Meter la rueda delantera en uno de ellos es caída asegurada. En más de diez ocasiones tuve que acelerar para “volar” por encima de ellos. Afortunadamente los restantes 60 kilómetros tienen un asfalto más que aceptable. Hasta los últimos cuarenta kilómetros, la carretera no asciende excesivamente, es casi plana. El trazado de la carretera es perfecto, curvas amplias o más ratoneras, pero siempre magníficamente hilvanadas, nada de los aburridos y peligrosos tornantis. El paisaje va cambiando desde los bosques de abetos hasta los más impresionantes circos montañosos que puedas imaginar. Las verdes laderas ya desprovistas de árboles bajan primero bruscamente, y luego ya de manera más pausada hasta encontrar la carretera.

El final de la ascensión viene marcado por la entrada en un oscuro túnel y la salida al lado norte de los Cárpatos. Unos cuantos chiringuitos de artesanía y souvenirs -para nada tan explotado como el Stelvio- dan paso a una magnífica vista de Transilvania, que se extiende allá a lo lejos, casi dos mil metros a nuestros pies. Para llegar hasta allá abajo, la carretera se vuelve nuevamente sinuosa, dibujando curvas y más curvas sobre el valle que desembocará en Cartisoara, a los pies de los cárpatos. Allí la noche lo envolvió todo, dejando los últimos cincuenta kilómetros del día al amparo de los faros de la BMW. Al contrario que la zona sur del país, parece ser que Transilvania tiene unas carreteras mucho más cuidadas. Y es que es territorio del Conde Dracula. Mañana lo comprobaremos.

Etapa 13: De Veliko Tarnovo a Sibiu por la Transfagarasan Road


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