Las tardes se alargan y alargan. Las temperaturas se atemperan. Llega la primavera y con ella aumentan las ganas de salir en moto. Curiosamente nunca dejamos de hacerlo durante el crudo invierno, pero cuando los campos comienzan a enverdecer y el sol tiene ese afán por colorearlo todo, el deseo de rodar a dos ruedas con la sonrisa en los labios, se incrementa exponencialmente.
La semana fue mala, muy mala. Tanto en lo profesional, con más trabajo de lo que desearía, como en lo personal. Sencillas cosas como finiquitar un libro se me atragantan más de la cuenta. El afán perfeccionista hace que siempre haya cosas que retocar, siempre inacabado como el tapiz de Penélope. Pero esa es otra historia, y merece de ser contada en otra ocasión. Y no a tardar mucho.
La cosa es que los campos de colza, sembrando ya de amarillos innumerables retales de la interminable ruta a Zaragoza, me alegraron la tarde. Rumbo al inicio de la Ruta de Bayonne, que se convertiría a la postre en una de las más bonitas hasta la fecha. Y eso que ya van unas cuantas.
Ya con Belén y su Derbi a mi frente, partimos rumbo a Pamplona. El Moncayo, aún vestido impecablemente con sus nieves invernales, nos quedaba a la espalda, mientras el día se iba acabando. De allí venía el viento, que azotaba y zarandeaba la moto de Belén, que se defendía con destreza, manteniéndola en el rumbo correcto cuando al viento le daba por soplar de lado. Cruzamos un Ebro ya desbordado por el deshielo a su paso por Tudela. Fue lo último que logramos ver antes de que cayera la noche.
Belén hablaba y hablaba sin parar. Yo prefiero que se concentre en la conducción y no se despiste, pero sé que los viernes necesita vaciar todas sus preocupaciones. Es una especie de aduana para entrar limpia al fin de semana. También es señal que está cómoda encima de la moto, así que la dejo hablar mientras yo vigilo por los dos. Quizá yo debería hacer lo mismo, pero prefiero dejarlo para la cena.
Y Pamplona. El viento arreciaba al dejar las motos frente al hotel Zenit, situado a las afueras de la ciudad, en un centro comercial. Desencanto al ver su ubicación, pero alegría al ver su interior. Habitaciones muy correctas, propias de hotel de cuatro estrellas a precios muy contenidos. Con parking gratis. No se puede pedir más. La cena, de pintxos y vinos en la calle de la Estafeta, siguiendo con la mirada los adoquines que ven pasar a esa riada de gente delante de los toros cada principios de Julio. Acaba la noche, como en otras ocasiones, en el bar Iruña, en la Plaza del Castillo. Un cortado y una tarta. Buscando nuevamente la monotonía en las cosas extraordinarias.
Amaneció un día gris. Ni llovía, ni hacía sol. Parecía que el viento había amainado, y esa era la mejor noticia. Nos disponíamos a llegar a San Sebastián por el interior de Navarra. Un desvío muy acertado por Doneztebe y Goizueta. Verdes primerizos comenzaban a decorar los árboles que salían del letargo de los meses de invierno. El agua despertó y se desbordaba por cualquier pequeño rincón, cayendo a los pies de la carretera. Verde musgo, verde hierba… ¿Os he hablado alguna vez de los miles de verdes que habitan en Navarra?
Nos paramos en una curva, en la variante de la N-121, cerca de Almándoz, para evitar los túneles. Hacía justo cuatro años que no paraba ahí, en un recodo del camino donde hay una pequeña fuente y una coqueta cascada. Un coche estaba parado, pero no me molestó para la foto. De ese Renault antiguo salió un anciano ataviado con la típica txapela.
-¡Vaya motos!- comenta. -Deben correr mucho.
-Pues la mía no tanto- puntualiza Belén.
El viejo miraba las motos con ojos de pasión. De una pasión escondida, o quizá dormida. Una pasión que hacía años, quizá demasiados, que no despertaba. Y de repente, despertó.
-Yo tenía una Ossa. De color azul- dijo.
-¿No sería de color verde? Las Ossas solían ser de color verde- puntualicé. Recordaba una foto de una Ossa verde que durante años decoró mi carpeta del colegio. El hombre dudó unos segundos.
-No, era azul. Y me costó veintisietemil pesetas.
Pensé que encantaría decir, dentro de cuarenta años, parado en un recodo de algún camino: “Yo tenía una BMW. Era de color blanco y me costó diecinuevemil euros”. Y seguir teniendo esa pasión en la mirada.
La carretera seguía rumbo norte, pasando por inmensas praderas salpicadas de pequeños rebaños de ovejas lanudas. A veces nos las encontrábamos en medio de la carretera, e iban corriendo asustadas unas decenas de metros, hasta encontrar un pequeño camino por el que huir. Me encanta Navarra. Y entramos en Euskadi como quien no quiere la cosa, sin el mínimo signo, exceptuando el de la carretera, que había habido un cambio. Y San Sebastián apareció esplendorosa. Visita obligada a la playa de la Concha y al Peine de los Vientos, que ese día soplaba y rugía poderoso como nunca.
Se acercaba la hora de la comida. Habíamos comprado algunas cosas para tomar un tentempié en cualquier lugar. Y ese lugar tenía que ser Pasaia. Como si quisiera ocultarse, el camino para llegar a su frente marítimo, al otro lado de la ría, se nos resistía. Lo tenía ubicado en el GPS, y lo veíamos a lo lejos. Pero llevábamos tres intentos y aún no habíamos podido ni acercarnos. Era como un universo paralelo que solamente existía en mi imaginación. Hasta que de pronto, como si un ente superior nos permitiera finalmente el acceso, pudimos llegar. Al otro lado de la ría, las casas se agolpaban una al lado de la otra, a la orilla del mar, mientras que la colina se erigía verde y poderosa a su espalda. Sin duda, otro rincón al que os recomiendo asomaros.
Desde Pasaia a Hondarribia fuimos por la carretera del monte Jaizkibel. Espectaculares vistas, dejando un Cantábrico furioso allá, 450 metros más abajo. Largas colinas y algunos bosques tapizaban el paisaje hasta la costa. Atrás, unos tímidos rayos de sol se acercaban hasta casi acariciar Donostia. Estábamos en lo más alto del paraíso. En la bajada, la desembocadura del Bidasoa presidía algunas curvas. Hasta allí bajamos, pasando a Francia por Hendaya.
Y en Francia todo cambió. Seguía siendo País Vasco, sí… pero los franceses son muy franceses. Y se les nota. En todo. Vistiendo, decorando… Estábamos en la costa, que todo lo centraliza y desvirtúa. Saint-Jean-de-Luz es bonito, sí. Con sus callejones y coquetas casas vascas. Pero francés. Visitamos un decadente Biarritz que vive aún de sus años de esplendor en la época de su casino. Y ahora no difiere mucho de Salou o Benidorm. Y Bayonne destaca con sus castillos o su preciosa catedral. Pero ya no es el País Vasco verde que buscábamos. Cena a base de pato. Magret y confit. Delicioso. Al menos eso sí que lo tienen los franceses.
Llegaba el domingo y había que volver. La ruta estaba planificada para hacerlo por Candanchú y Jaca, pero había alerta de viento. Lo mismo pasaba en Roncesvalles. Así que en el último momento cambiamos de planes y entramos en España por Ainhoa y Dantxarinea. Fue un acierto. La carretera desde Bayonne a Ainhoa es simplemente espectacular. Un tobogán lleno de subidas y bajadas, con la carretera primorosamente peraltada jugando con las praderas y los pastos donde caserones, pequeños bosques aún invernales y rebaños de ovejas daban el toque discordante a ese verde sempiterno. Es otro rincón más que recomendable. Belén, a todo esto, parecía volar en esa carretera. Notaba que había accedido a otro nivel en la conducción, donde las curvas parecen rendirse a nuestros pies y trazamos cada viraje como si de un lienzo virgen se tratara, pintando una armonía y componiendo una sinfonía con nuestra moto. Sonreí. Me acordé cuando a mí me pasó eso trazando las peligrosas curvas de la Rabassada, en Barcelona, hace… mil años. Seguro que tú también te acuerdas de cuando llegó ese momento, ¿verdad?
Llegamos a Pamplona con las nubes negras cerniéndose sobre nosotros. Quedaban más de ciento cincuenta kilómetros hasta Zaragoza, ya por carreteras más aburridas. Incluso alguna autovía. Pero no importaba. Veníamos con las pilas cargadas y la sonrisa puesta. A quince kilómetros de destino, Belén se da cuenta que algo no va bien. La moto se le mueve y no le responde. Al ver su rueda trasera bamboleando peligrosamente, le digo que se pare de inmediato. El rodamiento de su rueda trasera ha dicho basta. Pero lo cierto es que tampoco importaba. Mientras esperábamos a la grúa -que conducía otro enamorado de las motos- observaba a Belén. Su mirada había comenzado a irradiar esa pasión por viajar en moto. La misma que el viejo de la Ossa, que el motero que se paró a preguntar qué nos pasaba cuando paramos, o la de Tony el de la grúa cuando le dijimos de dónde veníamos. Esa mirada de pasión con toda seguridad llevará lejos a Belén, igual que nos ha llevado a muchos. Quizá, hasta el fin de Europa. Pero esa es otra historia que merece ser contada en otra ocasión, posiblemente a no mucho tardar.