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La Ruta Balcánica (I). De Barcelona a Croacia. El vídeo

El viaje hasta los Balcanes pasando por Italia, liándola en la autopista, recorriendo la península de Istria y encontrando valles escondidos en Croacia. Este es el primero de una serie de vídeos que intentan plasmar mi Ruta Balcánica.


La Ruta Balcánica (I) De Barcelona a Croacia por Dr_Jaus

LRB. Etapa 14 y última. El regreso a casa

Mil y pico kilómetros de aburrida autopista, de esa que ya te conoces por haberla recorrido cien veces, se supone que dan para reflexionar. Eso pensaba yo esta mañana mientras daba cuenta de la exigua tostada del pobre desayuno. Sería el momento de reflexionar lo vivido y sacar todo el jugo que me ha regalado este viaje.

Pensaba que en estas horas volvería a recordar el intenso azul del Adriático. Sí, ese azul “istriónico” que descubrí los primeros días de viaje. Pero no. Estaba demasiado ocupado en mantenerme a unos legales 130 km/h. No quería sorpresas de último día.

Creí que volvería a notar los fantasmas de la guerra que sentí en mi paso por Bosnia. Sí, esos balazos en cada una de las viejas casas que aún siguen habitadas. Pero tampoco. Estaba demasiado pendiente de no olvidarme de coger ninguno de los tickets de los peajes italianos.

Estaba seguro que recordaría a los niños de la frontera de Kosovo. Sus sonrisas subidos encima de la BMW y cómo desaparecieron mis miedos a cruzar esa frontera. Pero no. Estaba concentrado en pasar entre los coches en los múltiples atascos franceses.

Pensaba que se me saltarían las lágrimas recordando la durísima pista albanesa que me hizo atravesar las montañas y que consiguió que me creyera capaz de todo lo que me propusiese. Pero mi cabeza no podía pensar en otra cosa que en calcular las paradas para repostar.

No dudaba que recordaría el espectacular verde de los lagos de Plitvice, ese que podría catalogarse como uno de los verdes más bonitos que existen. Pero era incapaz de recordarlo mientras veía los restos negruzcos y cenizos del devastador incendio de La Jonquera.

Estaba seguro que me abandonaría a la emoción al entrar en el parking de mi casa, una vez concluida esta fenomenal Ruta Balcánica. Nada de eso. Solamente podía pensar en la ansiada ducha, en preparar la cena y en la fantástica cerveza que me merecía.

Y es que el pasado es eso, pasado. Los recuerdos y las emociones no hay que olvidarlas, sin duda. Pero no para deleitarse con ese rancio recuerdo de un pasado añorado, sino como experiencia y complemento al futuro. Los azules, los fantasmas, los niños, las piedras, o los verdes por supuesto que serán el mejor bagaje posible para disfrutar con más intensidad si cabe del próximo reto. La Ruta Polaca comienza en menos de cuatro días. ¿Te lo vas a perder?

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LRB. Etapa 13. Bérgamo. Los Dolomitas

Llevaba casi quinientos kilómetros de curvas y más curvas por los Dolomitas. El GPS marcaba menos de veinte para el destino, Bérgamo. Pero aún debía superar un puerto más, el Passo Tonale. Se me hacía pesado, pero era un último esfuerzo. Unas cuantas curvas de subida, unos cuantos “tornanti” de bajada y… Bérgamo no aparecía por ningún sitio. Comenzaba a hacerse de noche. Paré en el arcén a intentar entender qué cojones me indicaba el GPS… Ahí no había ningún hotel. De hecho por no haber no había ni ciudad. Introduzco una nueva búsqueda en el aparatito y… Mierda! La indicación era clara: “Hora estimada de llegada: 22:20”. Aún quedan ciento cincuenta kilómetros más para Bérgamo.

Los pocos kilómetros por carreteras secundarias de Eslovenia me supieron a poco. Siempre le había tenido especial manía a las carreteras eslovenas -no a su capital Ljubljana, que me parece preciosa y coqueta-, ya que las dos veces que he cruzado el país he tenido que aguantar caravanas kilométricas. Claro, que era por autopista. Esta vez, al hacerlo por carreteras locales, no pude hacer otra cosa que apuntar Eslovenia en mi lista de “lugares por redescubrir”.

Y por fin, los Dolomitas, una de las asignaturas que aún tenía pendiente. Había visto sus imponentes y afiladas torres rocosas en la distancia varias veces, pero nunca me había aventurado a recorrerlos. Ésta era la ocasión perfecta. Teniendo el modo “distancia más corta” en el GPS te puedes encontrar sorpresas agradables. En uno de esos desvíos a primera vista inútiles, conseguí descubrir una pequeña carreterita a duras penas asfaltada, que ascendía entre montañas y bosques, con “tornanti” imposibles y desniveles de vértigo. Desde ahí se podían disfrutar unas vistas magníficas de los valles vecinos. Al final para volver a la misma carretera por donde iba, pero lo cierto es que fue de lo más gratificante. Para mi. El freno trasero de la BMW igual no opina lo mismo, ya que dejó de funcionar a media bajada, presa de un sobrecalentón momentáneo.

Llegando a Cortina d’Ampezzo el espectáculo visual era indescriptible. Mirara por donde mirara, gigantescas moles de roca caliza ocultaban buena parte del cielo, subiendo en paredes casi verticales hasta casi tocar las nubes. Estaban por todos lados, y la perspectiva iba cambiando a cada giro de la carretera. Era imposible no mirar hacia arriba en lugar de a los magníficos trazados de las carreteras de montaña italianas. Son mucho más brutales que los Alpes, que a pesar de ser también impresionantes, no muestran esa rotundidad y brutalidad hecha roca.

Mi amigo Coco me había recomendado un círculo de puertos de montaña indispensables en los Dolomitas. Desde Arabba a Gardena y vuelta por el otro lado, rodeando el impresionante macizo de Piz Boé, siempre por encima de los 1700 metros de altura. El Passo Campolungo, con sus delicados y suaves “tornanti”; el Gardena, flanqueado a ambos lados por dos gigantescas moles de roca caliza; el más discreto Sella y finalmente el majestuoso Passo Pordoi, con sus veintisiete “tornanti”, muchos de ellos primorosamente enlazados, como haciendo encaje de bolillos. Llevaba ya más de trescientos kilómetros, comenzaba a estar cansado. Pero este recorrido por los Dolomitas había valido la pena. No solamente por la belleza de los trazados, sino por el grandioso espectáculo de sus paisajes.

Y ahí estaba yo, con cara de tonto mirando un GPS que me indicaba que además de lo ya hecho -que era mucho- aún me quedaban dos horas para llegar al hotel. En un momento se esfumaron esos spaghetti alle vongole con esa cerveza bien fría que me venía imaginando desde hacía bastantes curvas: a esas horas es difícil cenar en Italia a no ser que sea en un inapropiado McDonalds. Hoy tocaría acabarse una de las últimas ensaladísimas Isabel y un buen trozo de salami al ajo que compré en Arabba en una cochambrosa habitación de un ruidoso hotel. Porque la tecnología es lo que tiene: es capaz de regalarte rutas alucinantes imposibles de planificar, y también capaz de aguarte la cena. Ay, ¡cómo echo de menos mi roadbook! Pero hacer las cosas sin planificar es lo que tiene. Sobre todo cuando no le haces caso al mensaje “error al calcular la ruta” que salió por la mañana en el GPS. Han sido más de seiscientos kilómetros de curvas y casi once horas en marcha encima de la moto. Pero como ya sabéis, de cosas como ésta se forja la aventura.

 

 

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LRB. Etapa 12. Bled. La ruta de los lagos

Me levanté encima de los estribos de la moto. Las curvas se sucedían una tras otra con una armonía asombrosa. Con un solo gesto, la GS bailaba entre cada ápice. Ni muy lento ni muy rápido, justo como se tienen que hacer las cosas. Con ritmo. Tras los baches y pistas del inframundo europeo, volvía a disfrutar de una carretera. Sonreía. De pronto me encontré bailando y cantando la canción que en ese momento sonaba en mi casco. Bruce Springsteen. Born to Run!

Por la mañana amaneció cubierto. Pero al menos no llovía. Se había pasado toda la noche diluviando, y ya me veía sin ver los lagos de Plitvice. Así que me apresuré en empaquetarlo todo y salir del hotel. De camino, incluso salió tímidamente el sol. Los lagos de Plitvice son espectaculares. Tienen todo el catálogo de verdes que existe -o casi-, por lo que podrían estar ubicados perfectamente en la selva de Irati. No en vano está rodeado de extensos hayedos. Son varios lagos interconectados por pequeños saltos de agua. Pero a decir verdad, no creo que valga la pena perder las siete horas del recorrido largo. Incluso las tres horas que pasé yo me parecieron excesivas. Pero sí, que están muy bien.

Nada más ponerme el casco en el aparcamiento, comenzó a caer una lluvia casi torrencial, así que vuelta a poner los goretex (esta vez ya llevaba el de los pantalones, que lo veía venir…). En unos pocos kilómetros paró de llover, ya definitivamente. En Karlovag volví a ver cicatrices de guerra. Es difícil verlas en Croacia, pero multitud de edificios mostraban sus heridas aún abiertas. Incluso en un pueblo cercano tenían montado un museo, con unos cuantos tanques y un par de cazas.

Siguiendo las indicaciones del GPS con el método “ruta más corta”, me encontré de bruces con la frontera eslovena, al cruzar un puente. Pero no me dejaron pasar. Por español. Se ve que esa frontera solamente era transitable por los locales. Y es que era prácticamente un camino de carro. Tras dar un pequeño rodeo, entré de manera satisfactoria en Eslovenia. A partir de ahí, las carreteras secundarias se movían sinuosamente entre colinas de verdes pastos y de maizales. Al principio me costó encontrarle el ritmo, supongo que porque buscaba inconscientemente los socavones y las piedras, pero en realidad el asfalto era sorprendentemente liso. Hasta los cinco o seis kilómetros de pista era lisa y sin baches, atravesando oscuros y espesos bosques que filtraban una luz verdosa casi fantasmal.

Y final de ruta en el lago Bled. Lo confieso, fue un cambio de planes inesperado, tras ver una foto de Tomás Paz. Otro lago mítico, en otro país. Que antes era el mismo, si. Pero de todos los países de la antigua Yugoslavia, Eslovenia es el más diferente. Muchos más eslavos, ellos. El lago es una preciosidad, con su isla en el centro y su castillo en uno de los riscos. Mucho turismo, generalmente local, pero amable. Me alojé en una de las poblaciones cercanas, Radovljica, con esas calles llenas de casas antiguas, acicaladas con geranios en sus balcones y con las fachadas primorosamente pintadas. En definitiva, he vuelto a Europa.

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LRB. Etapa 11. Plitvice. Bosnia bajo la lluvia

Otro camión. Ya iban unos cuantos. Bajábamos del pequeño puerto de montaña a velocidad irrisoria, ni 30 km/h. Llevábamos curvas y más curvas detrás del trailer, cuando de repente aparece una larga recta. Incomprensiblemente, se intuía que seguía la línea continua. El BMW que tenía delante no se lo pensó dos veces y aplicó la regla número uno de la conducción en Bosnia: Haz lo que te de la gana. Y le dio la gana adelantar. Y yo fui detrás, por aquello de “allá donde fueres, haz lo que vieres”. Con un ligero golpe de gas no me costó nada adelantar al pesado camión. Tampoco me costó nada ver al policía en medio de la carretera obligándonos a parar.

El día era gris. De esos grises en los que apetece hacer pocas cosas. Bueno, solo tenía que conducir unos 550 kilómetros, así que tampoco eran tantas cosas que hacer. En un plis atravesé Montenegro. Lo cierto es que comenzaba a sentir como si ya me conociera todo lo que estaba viendo. Supongo que la sorpresa del primer momento desaparece, y ya son más de 10 días por los Balcanes. Así que no me extrañó mucho pensar que ese valle ya lo había visto antes, o que este desfiladero ya lo recorrí hace unos días. Me costó un rato descubrir que realmente ya había pasado por ahí hace unos días. Solo fueron un centenar de kilómetros, y afortunadamente de los más bellos de Montenegro. Era imposible no reconocer los túneles y más túneles del cañón de Piva.

Como si fueran contracciones de parto, los espasmos se producían rítmicamente. Ya había podido superar los dos primeros, pero este parecía ser el definitivo. Era la venganza del agua de las montañas albanesas. Y estaba contraatacando por la mismísima retaguardia! A lo lejos alcancé a ver una gasolinera. Paré, le indiqué al hombre que llenara el depósito mientras yo corrí hacia el baño. No voy a describir cómo es un lavabo de gasolinera bosnia, quedaría demasiado escatológico. Solo comentaré que no había papel…

El atasco al entrar en Sarajevo era tan monumental, que decidí pasar de largo. De hecho, ya estuvimos el año pasado, así que tampoco me perdía nada. Nada más salir de la ciudad, comenzó a llover. Y bien fuerte. Paré debajo de un puente a ponerme el gore-tex de la chaqueta, y opté por no montar el espectáculo y no ponerme el forro del pantalón. Eso significaría pasar todo el día con el culo mojado, era consciente de ello y lo asumí. De manera intermitente iba apareciendo y desapareciendo la lluvia. Estaba demasiado atento a la carretera como para atender al paisaje, que seguía gris y oscuro. Las montañas desaparecían más allá de las nubes, y los truenos retumbaban en las paredes de los desfiladeros. La temperatura había descendido hasta unos 19ºC, y yo tenía las piernas empapadas. Solamente me quedaban doscientos cincuenta kilómetros para el destino.

Y entonces apareció el camión lento y el policía en plena carretera. Obviamente me había visto adelantar en línea continua. De hecho hasta juraría que lo estaban esperando. El lugar es ciertamente estratégico.

– Documentación -dijo el policía en tono secante. Abrí unas cuantas cremalleras hasta que apareció mi permiso de circulación.

– ¿Hablas alemán? – me preguntó.

– No, inglés. – dije.

– Si tienes una moto alemana, ¿cómo que no hablas alemán? -contestó con el mismo semblante serio. Yo no sabía si estaba bromeando o no. No vi ni un atisbo de humor en su mirada. Opté por la prudencia y me encogí de hombros.

– Solo hablo inglés, pero algo puedo entenderte.

– No puedes filmar. – dijo al percatarse de la cámara del casco que llevaba encendida desde el principio.

– No, no estoy grabando. Se ha acabado la batería. -mentí mientras señalaba la luz roja de grabación. En ese momento yo quería que el policía pronunciara las dos palabras mágicas que eran mi única esperanza de salir de ahí indemne. Y las dijo.

– ¡Sergio Ramos! ¡Como el jugador de fútbol! – vociferó a su compañero al ver mi documentación. Su cara cambió en ese momento, esbozando una tímida sonrisa. Me había salvado. Poco después (y tras haber apuntado mi nombre y mi matrícula), me devolvía la documentación y me dejaba marchar. ¡Bendito fútbol!

Una frontera y algunas gotas de lluvia más y me encontré en Croacia. En menos de quince minutos estaría en el hotel donde podría ducharme, secarme y disfrutar de un WC en condiciones. Media hora antes no tenía ni idea de qué escribir hoy. Pero viajando solamente te tienes que sentar a esperar a que te pasen las cosas. Y hoy he estado más de ocho horas sentado.

Balcanes 11


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LRB. Etapa 10. Podgorica. Recorriendo Albania

Mientras sostenía la tercera CocaCola, miraba al horizonte. La brisa mecía las olas en la laguna Vainit mientras yo esperaba mi pescado a la brasa. Continuaba estando en Albania, sí. Pero hoy quise que las cosas fueran algo diferentes.

Me levanté tarde. Es lo que tiene acostarse casi a las dos de la madrugada escribiendo el post y editando fotos. De todas formas a esas horas seguía teniendo un exceso de adrenalina y no podría haberme dormido fácilmente a pesar del cansancio. Una vez desayunado, a eso de las diez de la mañana, la prioridad era encontrar un soldador. En España hubiera sido una ardua tarea, pero tenía la certeza que en Albania sería más fácil. En el hotel no me dieron ninguna solución, así que cogí la moto y comencé camino.

A menos de trescientos metros, vi un portalón de hierro tras el cual se acumulaba chatarra y hierros oxidados. Aunque no me pudieran allí soldar el soporte de la maleta, seguro que sabrían dónde. Con un poco de mímica y buena voluntad por parte de ambos, el chatarrero me indicó dónde podrían ayudarme. No lo localicé a la primera, pero tras preguntar en un mecánico de camiones cercano, encontré al soldador. Después de 10 minutos, tenía ya el soporte perfectamente soldado. La sorpresa fue cuando pregunté el precio.

– Dos dólares -me dijo el hombre, mientras un hilillo de sangre corría por su frente, fruto de un pequeño encontronazo con el portaequipajes de la BMW.

– Solo tengo euros. Te va bien que te de cinco?- le dije mientras le acercaba el billete.

Meneó la cabeza abrumado. Echó mano al bolsillo y sacó un fajo de billetes albaneses. El pobre hombre estaba buscando cambio.

– No! Quédate el cambio! – le expliqué. Su cara cambió con una enorme sonrisa.

– Gracias, muchas gracias! – me dijo.

Seguí ruta hacia Krujë, a escasos treinta kilómetros de Tirana. Allí hay un castillo, orgullo patrio, pero que a mi me resultó algo soso. La calle central del pueblo era estrecha y llenas de tienduchas de las que venden artesanía típica. Suelo huir despavorido. Así lo hice.

Las alternativas eran pocas. No quería volver a hacer pasar a la BMW por otra jornada como la de ayer. No se lo merecía. A duras penas salimos casi ilesos como para volver a meternos en otro fregado. La subida hacia las montañas del norte otra vez por pistas quedaba descartada. En su lugar, enfilé la nacional hacia Skodër, que en algunos puntos es incluso una autopista. Me fui desviando a ver algunas cosas, entre ellas la laguna Vainit, un parque natural cerca de Lezhë. Nada del otro mundo. Marismas, aguas estancadas, alguna garza real y poca cosa. Pero me pegué el homenaje en la comida. Entre otras cosas, porque me sobraba moneda local que debía ir liquidando antes de salir de Albania.

Recorriendo el país te das cuenta de dos cosas fundamentales y diferentes del resto. Una son los lavacoches, Lavazh los llaman aquí. Los hay a centenares, sobre todo a la salida de las poblaciones. Unos pegados a otros. No son más que un compresor con una manguera. En Albania todos quieren tener sus Mercedes -la mayoría seguramente proveniente del mercado del coche robado europeo- como los chorros del oro. Y tal como tienen las carreteras, el negocio de los lavacoches sigue siendo floreciente.

Otra particularidad son los búnkers. Son pequeñas “setas” de hormigón que puedes ir viendo por el camino. Ahora completamente abandonados son una herencia de la paranoia antiinvasora de Hoxa, el dictador militar comunista que lideró Albania hasta los años 80. Ahora no dejan de ser desechos de cemento que se mezclan con el resto de basura que suele haber a la salida de los pueblos.

Tras atravesar Skodër, solo faltaban los últimos 40 kilómetros para llegar a la frontera con Montenegro. El año pasado ese tramo nos costó más de una hora, ya que estaba sin asfaltar y en muy malas condiciones, cuando no en obras. Ahora, las obras han finalizado y hay una bonita y lisa capa de negro asfalto. Sin pintar. Eso lo dejarán para el próximo año.

Poco después llegaba a Podgorica. Los 200 kilómetros de hoy habían sido un paseo. Quería tener otro recuerdo de Albania, aunque las montañas y las pistas no las podré borrar de mi mente. Tanto para bien como para mal. Es lo que tiene cuando consigues amar y odiar al mismo tiempo a un país. Albania no es un país de medias tintas. Quién carajo viajaría hasta aquí para quedar indiferente? Pero las cosas cambian muy deprisa en el país. Aunque creo que tenemos pistas de montaña para rato. No lo dudes ni un segundo. Albania te espera. Ven a sufrir. Ven a disfrutar.

 

Balcanes 10


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LRB. Etapa 9. Tirana. Yo también atravesé las montañas de Albania


Carretera albania by sergiomorchon

-Vale, hagamos balance: Estoy bien, la moto también. En una hora y media se hará de noche y estoy en medio de las montañas en una pista infernal a 52 kilómetros de Tirana- pensé, mientras miraba fijamente el cartel que lo indicaba. -A una media de 30 kilómetros por hora, tengo tiempo suficiente de salir de este infierno – dije en voz alta, aunque sabía que nadie me escuchaba. Apreté los dientes, puse primera y salí dando gas montaña arriba.

Entrar en Albania costó más de lo previsto. Quizá el hecho de que fuera domingo y en una zona tan turística como el lago Ohrid tenía algo que ver. Unas cuantas minivans repletas de turistas enlentecían más si cabe los trámites. Ya en Albania, me tuve que adecuar a sus especiales normas de tráfico no escritas: Puedes ir por el sentido contrario cuando gustes, se adelanta en todos lados, ya que caben tres coches por la carretera, y cuando voy a parar, pongo el intermitente de la izquierda. Con estas tres cositas ya puedes circular por el país como un campeón.

Pero yo había venido a Albania a otra cosa. Tenía una asignatura pendiente del año pasado. Las carreteras comarcales. Las puedes ver dibujadas en la cartografía Michelin, o incluso en los carteles con el mapa de Albania a la entrada de las grandes ciudades. Pero en realidad, no existen. Al menos no como carreteras. Son, simplemente, caminos de cabras. Y ahí que me fui. Desde Maliq hasta Elbasan fueron casi 100 kilómetros de roca y piedra suelta. A mi izquierda, el espectacular valle que bajaba hasta el caudaloso río que iba saltando de roca en roca. O si lo quieres más claro: un barranco de cien metros de altura.

De pronto, cuando llevaba unas dos horas por esa pista, un “click” saltó en mi cabeza. Los miedos a la tierra y las piedras desaparecieron, y me sorprendí dando gas instintivamente cuando la moto se iba de delante, o cuando venían socavones o piedras sueltas. No es mérito mío, yo solamente tuve que creérmelo. La GS era la que hacía todo el trabajo. Estoy profundamente agradecido a sus modos “enduro” de la suspensión electrónica. En ese momento, ahí de pie en un bicho de más de 250 kilos, me sentía el dueño y señor de las pistas albanesas.

Fue una excavadora la que me devolvió los pies al suelo. Se acercaba el final de la pista, cerca de Elbasan. Estaban aplanándolo todo para -supongo- una futura capa de asfalto. Me hicieron pasar por el lado de las máquinas, donde la tierra estaba aún sin compactar. La rueda delantera se hundió, y la moto salió directa hacia la enorme rueda de la excavadora. Después de un rebote y una carambola paré. Había dejado una bonita marca de mi defensa y mi manillar en el enorme neumático. Pero mi GS y yo seguíamos en pie.

Para ir desde Elbasan hasta Tirana hay dos alternativas. Bueno, en realidad solamente hay una: la carretera nacional, que atravesando un puerto de montaña repleto de curvas con un asfalto tirando a regular, te deja en la capital en 50 kilómetros. Pero esa carretera ya la hice con Belén el año pasado. Este año venía a por cosas más heavies. Como la comarcal SH54. Unos 120 kilómetros de la pista más infernal que he visto nunca. Roca viva, piedras sueltas y barrancos de vértigo. Aún no se en qué estaría pensando cuando me metí en ella.

Llevaba casi dos horas de pista y me paré a descansar. Como casi siempre que paraba, y debido al tute que le estaba dando a la pobre GS, revisaba que todo estuviera en su sitio. Pero esta vez algo fallaba. El soporte de la maleta izquierda se había partido. Lo cierto es que no me sorprendió. Vacié la maleta, aseguré las cosas como pude en el transportín con un pulpo y fijé el soporte con un par de bridas. Y no había más que pensar! Seguir era la única opción, ya que más o menos suponía que estaba a mitad de camino. Así que seguí dando botes por la pista.

Cuando podía, miraba al horizonte contemplando uno de los más bellos paisajes de todo el viaje. Decenas de montañas, valles y desfiladeros se iban alternando frente a mis ojos. Lástima no poder parar a contemplarlo, ya que quedaban escasamente hora y media de luz y aún faltaban más de 50 kilómetros de pista para llegar a Tirana. Me faltaba agua. No en vano estábamos a 38ºC y sudaba como un verdadero puerco. Al menos las nubes de tormenta que amenazaban descargar decidieron no hacerlo. Solo faltaba eso. Afortunadamente encontré un par o tres de fuentes -más bien caños de donde salí agua- donde pude rellenar el botellín de plástico que siempre llevo.

La bolita azul del mapa del iPhone volvió hoy a ser mi salvador. No había ni una sola indicación. Había momentos en los que era imposible saber cuál era la carretera correcta. Fácilmente podía haber acabado veinte kilómetros después en una pequeña aldea sin salida. Eso hubiera sido mi perdición. Ya iba con el tiempo justo para no quedarme sin luz, como para perder el tiempo en 40 kilómetros estériles. En cuanto veía que la bola se alejaba del camino, sabía que no iba en la dirección correcta.

El sol ya se había puesto, prácticamente solo las montañas más altas tenían ese rojizo resplandor del ocaso. Y ahí estaba él. Negro, casi liso y casi sin socavones. Tras unos 120 kilómetros de verdadero infierno apareció el asfalto. Entraba en Tirana. Eran las ocho y media de la noche. Media hora más tarde llegaba al hotel. En ese momento me relajé. Suspiré. Y arranqué a llorar como un niño.

Belén, Albania no es lo mismo sin ti. Te echo tanto de menos…

Mamá, aunque en mis viajes soy yo el que disfruta y tú la que sufres, hoy hemos sufrido los dos.

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Balcanes 9


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LRB. Etapa 8. Lago Ohrid. Viajando por Macedonia

Volví a mirar el iPhone. Lo único que me mantenía ligado al control y la seguridad era esa bolita azul del mapa. Ese era yo, afortunadamente encima de una línea amarilla llamada “M5”, en teoría una de las carreteras principales de Macedonia. Sin dejar de sujetar fuertemente el manillar, miré a mi alrededor. Todo lo que veía era una pista llena de piedras sueltas. Ahí no había ni rastro de carretera.

Skopje resultó ser una ciudad caótica para salir de ella. Prácticamente ninguna indicación, y las que había estaban en macedonio. Sea como fuere, logré descifrar en una de ellas “Markov Monestir”, que era hacia donde me dirigía. Después de unos cuantos kilómetros, me di cuenta que con total seguridad me había pasado la salida hacia el monasterio. Pero daba igual. Me había dado cuenta de una cosa importante, y es que yo no viajo para ver cosas…

Hoy era el día de aventuras. En su momento, decidí que atravesaría Macedonia por una de esas carreteras que salen a duras penas en los mapas. El Michelín lo daba como una pista, Google Maps simplemente ni la contemplaba. Pero yo tenía fe. Después de algunas curvas en carreteras asfaltadas de milagro, por donde sería imposible cruzar dos coches, me encontré con una valla y lo que parecía ser una especie de reserva. Hice un poco de ruido hasta que salió el guarda, que me dijo que por ahí no se iba a ningún lado. Al menos, yo. Debía dar la vuelta, hasta casi el inicio de la ruta (pero… esto no me pasó ya ayer?). Bueno, “al mal tiempo buena cara”, pensé. Había viajado hasta aquí para disfrutar y no para enfurruñarme. Por lo menos tendría la oportunidad de buscar nuevamente la salida al Monasterio de Markov.

Pero el monasterio no apareció. Ni por asomo. En definitiva, hoy no era el día en el que yo debía visitar el dichoso monasterio. Llámalo karma, llámalo destino. Así que tracé un plan alternativo. Y ese no era otro que bajar por el este del país, cruzarlo por el centro, hacia el oeste y acabar el el lago Ohrid. Solo hacía falta repostar. En la gasolinera, cogí una maquinilla de afeitar, ya que la mía se me había olvidado en casa. Tras comentar con el de la caja mi viaje, la moto y cosas de esas, al irme a cobrar la maquinilla me miró extrañado.

– Pero, ¿tú no eres un aventurero? ¿Para qué quieres la maquinilla? Los aventureros no se afeitan.

Ante tan apabullante razonamiento no tuve otra opción que asentir, dejar la maquinilla y cogerme un RedBull…

La carretera alternativa se pasó unos cuantos kilómetros paralela a la autopista, pero no dejaba de ser una pista donde en algunos momentos se podía vislumbrar microscópicos restros de asfalto. La idea era llegar por pistas donde nadie puede llegar, no ir paralelos a una autopista de tres carriles, pero al menos iba disfrutando. Al llegar a Veles la cosa debía mejorar, ya que aquí la ruta a seguir era la M5. Mi experiencia me dice que cuantos menos números tenga la carretera, y sobre todo si van precedidos de una letra, mejor es. Pero en esta me equivoqué. A los pocos kilómetros literalmente el asfalto desapareció. La M5 se componía únicamente de grava suelta. Mucha grava. Y cuando no, arenilla. Mucha arenilla. Curiosamente hay que esperar a que la pista venga a ti, en lugar de salir tú a buscar la pista. Pero estaba tranquilo, ya que la bola azul del mapa me situaba encima de la M5, y la “carretera” no podía desaparecer. Otra cosa es que yo pudiera seguirla, pero estar, debía estar. Mientras me peleaba con el camino, oía el quejido de mis maletas, estremeciéndose con cada piedra. Oía el repiquetear de la grava pegando contra el cubrecárter. Y oía las sempiternas cigarras, que como si de un coro sinfónico se tratara, sonaban por todos los rincones del árido paisaje.

Y tras más de 40 km y casi hora y media, volvió el asfalto, justo al entrar en Prilep. A partir de ahí, las rectilíneas carreteras me hicieron volar atravesando la planicie central. Luego vendrían algunas curvas más, pero ya con el asfalto bajo mis Metzeler la cosa me importaba menos. El termómetro estaba cercano a los 39ºC, pero sabía que en pocos kilómetros refrescaría, al entrar en el Parque Natural de Mavrovo. Y los pinos y abetos me proporcionaron una buena sombra, aunque el parque me decepcionó un poco. Un embalse, algún proyecto de desfiladero, pero nada del otro mundo.

Comencé a sentir el cansancio. No había comido, y ya no eran horas de ponerse a ello, eran más de las cinco de la tarde. Solamente había parado para descansar ligeramente y beber agua. Pero no podía quejarme. Ya lo decía Thierry Sabine cuando algún piloto se desesperaba con la dureza del París-Dakar: “Lo siento, has pagado para esto”. Así que intenté poner la mejor de mis sonrisas, estaba ahí porque yo había querido. Seguí conduciendo esperando que el lago Ohrid fuera el broche de oro a una buena jornada motera.

El lago se hizo el remolón. Sabía que estaba ahí, pero no quería mostrarse. Observaba su silueta en el GPS, estaba a pocas decenas de metros, pero no alcanzaba verlo. Hasta que tras salir de Struga, pude contemplarlo. Era enorme. Al otro lado, las montañas albanesas lo cercaban por occidente. Dicen que tiene las aguas más transparentes del planeta. Al menos desde la orilla, lo parecía. Lo estaba recorriendo por el lado oriental -el macedonio- hasta llegar a la localidad de Ohrid, que no era más que un mini-Benidorm con olor a crema solar, gente con colchonetas y atascos monumentales. Salí de ahí huyendo lo más rápidamente posible. A mi derecha la puesta de sol creaba esos destellos dorados en la superficie del agua que te hechizan e hipnotizan. Era imposible apartar la mirada de esa puesta de sol. Así que no tuve más remedio que parar a inmortalizarla. Tan solo quedaban menos de diez kilómetros para acabar la jornada, me lo podía permitir.

Hoy confirmé algo a lo que le estaba dando vueltas desde hace unos días. En su día pensé en la frase de Kavafis sobre la importancia del destino y del camino en su viaje a Ítaca. Como muchos, yo la suscribía, ya que lo que realmente disfruto es del trayecto. Pero se me escapaban multitud de matices escondidos. En realidad, no viajo para disfrutar yendo en moto -que sí lo hago, y mucho-. No viajo para visitar cosas. En verdad viajo para que me pasen cosas. Es por ello que lo importante no es el destino. Es por ello que el camino tampoco es especialmente importante. Lo que realmente importa es lo que te encuentras en él. ¿Habré encontrado entonces mi Ítaca? Por si acaso, la seguiré buscando más allá de las fronteras.

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LRB. Etapa 7. Skopje. La esquiva Kosovo

No podía creer lo que veían mis ojos. Los abrí y cerré varias veces para cerciorarme que el calor no me estuviera jugando una mala pasada. La carretera, esa que bajaba de las montañas con un asfalto estupendo, negro y nuevo, estaba cortada. Pero cortada cortada! Un par de socavones enormes y unas gigantescas rocas acababan con ella. Me encontraba a pocos kilómetros de la frontera de Kosovo, quizá menos de cinco. Pero ese obstáculo insalvable supondría desandar casi todo lo andado. Unos 120 kilómetros. Y volver a subir y bajar una montaña. Kosovo me estaba esquivando.

No puedo decir que estuviera despistado. Por las mañanas me hace falta un rato para estar en plenas condiciones, si. Pero ni mucho menos andaba despistado. Pero me equivoqué de carretera. Ya a la primera de cambio me di cuenta de mi error transcurridos 30 kilómetros. Tenía excusa, ya que había dormido en otro sitio diferente al planeado, por lo que el roadbook no era correcto al principio de la etapa. En ese momento no le di la mayor importancia. Debía encontrar la carretera a Andrijevica, y ni mi GPS ni el roadbook me sacaban de la incertidumbre. Pregunté un par de veces, pero las respuestas eran contradictorias. Y entonces me acordé de mi amigo Sinewan. Él me dijo una vez que el mejor GPS era el Google Maps del iPhone, siempre que tuvieras cobertura. Yo no la tenía, pero aproveché los mapas guardados en la memoria caché para encontrar la ruta correcta. Gracias, Charly!

La carretera de Kolasin a Andrijevica, de la que yo dudaba en un primer momento, resultó ser aceptable. Estrecha, pero aceptable. Solamente había que tener cuidado de no meter la rueda en algún socavón, y de que alguno de los coches que venían de cara no arrancara mi maleta izquierda de cuajo. Por lo demás, aceptable. Desde Andrijevica la carretera alcanzaba los 1800 metros por paisajes desbordantes. Abetos y pastos verdes se desparramaban por las laderas infinitas de las montañas que me rodeaban.

Me iba parando aquí y allá haciendo fotos, consultando el GPS -que seguía sin darme la ruta correcta- o ajustando algún tornillo de la cúpula. La jornada no era demasiado larga, así que podía hacerlo. Aunque yo sabía cuál era el verdadero motivo de tanta pérdida de tiempo: estaba retrasando el momento de enfrentarme a la frontera Kosovar lo máximo posible. No me gustan las fronteras. Pero cuando hay dificultades sobreañadidas, más. Por un lado estaba lo de contratar un seguro, que nunca lo he hecho en una frontera. Por otro lado, lo de entrar en Kosovo, país que España no reconoce como tal. Suponía que no habría muchos problemas, pero yo hacía días que le venía dando vueltas a la cabeza.

Y precisamente cuando mi cabeza cambió el chip y pensé que los problemas, cuanto antes los solucionemos mejor, me encontré la carretera cortada. Todo cambió en ese instante. Ya no iba nada bien de tiempo, si quería llegar de día a Skopje. Debería volver atrás más de 100 kilómetros y tomar una vía alternativa. Se acabaron las paraditas tontas. Ahora el objetivo era llegar a Kosovo. Pero debía enfriar mi cabeza. Tengo la suficiente experiencia para saber que cuando retrocedes en una carretera vas mucho más alegre. Te crees que ya te la conoces. Y ni por asomo eso es cierto. Los obstáculos son muy diferentes en un sentido que en otro. Y creedme, esa carretera estaba lleno de ellos. Cuando no eran ramas en medio de la vía, era un socavón o un riachuelo que la cruzaba. Así que debía andar con ojo. Aunque ya tuviera prisa.

El itinerario alternativo dejaba Montenegro por Rozaje. Desde allí a la frontera kosovar volvía a ascender grandes, verdes y frondosas montañas, esta vez por un asfalto inmejorable, y con la anchura adecuada para disfrutarla. Y así lo hice. De pronto, me sorprendió la caseta de salida de Montenegro, mucho antes de lo previsto. Hice los trámites sin problemas.

Y unos cuantos kilómetros de subida más allá, me encontré con la frontera temida. Antes, y bien indicados, encontré los barracones que por 15€ me expidieron el seguro para 15 días en Kosovo. Unos niños de no más de 7 años vendían refrescos a los coches que hacían cola para comprar su seguro. Con cara seria y un cortante “NO”, me dejaron en paz enseguida. En poco menos de 10 minutos ya tenía hecho el seguro, teniendo en cuenta el tiempo perdido en la charla de fútbol pertinente. Es lo que tiene ser campeones de Europa. Y cuando vieron mi apellido, más!

– ¡¡Sergio Ramos!! – exclamó el de la ventanilla, obviando a sabiendas el Morchón correspondiente. -¿Pero no me has dicho que eras del Barça?- dijo en medio de sonoras carcajadas mirando a sus compañeros. Cada vez la misma bromita de siembre. Pero en ese momento, me sirvió para distender el ambiente.

Al retornar a la moto, los niños de los refrescos, con una fingida cara de buenos, volvieron a ofrecerme una Coca Cola. Mi “no” esta vez fue bastante más suave, incluso con media sonrisa en los labios. Dos de ellos estaban mirando la BMW con los ojos bien abiertos. Se me acercaron los tres a ver cómo la arrancaba.

– ¿Queréis subir? – les dije en castellano señalando el asiento. Sus ojos se abrieron aún más si cabe. Uno comenzó a trepar por la estribera mientras yo sacaba la cámara para inmortalizar el momento. Al verme, el que estaba subido le dijo algo a sus compañeros, que cogieron su bote con los refrescos y lo apartaron del encuadre de la cámara. Por una extraña razón, no quería que salieran las cocacolas en la foto. Uno a uno fue subiendo a la GS y posando para la foto. Después, ya a punto de irme, les pregunté si querían arrancarla. Accionó el botón y… Brooooooaaammmmm!!!! A la vez que arrancaba la BMW los chicos salieron asustados pero riendo con el potente ruido. Les saludé, dejándolos atrás, viendo cómo se hacían pequeños -más si cabe- en el retrovisor.

Kosovo es muy parecido a Albania, pero con asfalto en las carreteras. Por lo pronto me encontré muchas banderas albanesas en lugares sorprendentes, como en cementerios o incluso en lo alto de los palos del teléfono. El caos circulatorio también es notable. Conducen mucho peor que sus vecinos montenegrinos, y las ciudades se hacen insufribles. Atascos, gente cruzando por todos lados, coches parados en cualquier lado… Y yo iba tarde! Pero en estos países es muy conveniente guardar la calma y no cometer ni una imprudencia. Las imprudencias ya las van cometiendo el resto!

Tenía previsto pasar a Macedonia por la carretera de Tetovo, pero dada la hora -más de las 19:30- preferí ir directo a Skopje. Acercarse a la frontera volvía a significar cruzar otra cadena montañosa, con sus estrechásemos desfiladeros, sus praderas, sus bosques de abetos y sus sempiternos incendios. Desde luego, el día no me estaba resultando nada aburrido!

Y finalmente Skopje. Encontrar el hotel fue menos problemático de lo esperado para no tener los planos en el GPS (aunque sí llevaba el punto localizado). La sorpresa fue el hotel, aún a medio hacer, y sin las facilidades propias de un hotel; no dejaba de ser una casa que alquilaba las 3 habitaciones de la última planta. Ducha rápida -muy merecida tras casi 10 horas encima de la moto- y paseo por el centro. Un centro sorprendente. Megalómano. Preside la plaza central una enorme estatua de bronce de Alejandro Magno. La más grande que haya podido ver nunca. Muy discutible sería el juego de luces y agua que le acompañaba, eso si. En esa misma plaza, así como apartadas, no menos de 8 o 10 otras estatuas pasaban casi desapercibidas. Pero cualquiera de ellas podría haber sido el motivo central en cualquier ciudad que sea algo menos megalómana que Skopje.

Pero de esa jornada no me quedo con las enormes estatuas. Ni con los paisajes alucinantes. Ni con las carreteras cortadas. Me quedo con la visión en mi retrovisor de la cara de esos tres niños despidiéndose, felices. Ahora soy consciente que les alegré el día. Mucho más que si les hubiera comprado un refresco de aquel cubo que escondieron para la foto. Sí, ya se que de la alegría no se come. Pero de vez en cuando hay que alimentar el alma. Y los niños se hicieron pequeños en el retrovisor, como mis miedos a pasar la frontera. Pero el recuerdo de sus sonrisas será siempre grande en mi corazón. Y espero que en el suyo también.

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LRB. Etapa 6. Kolasin. El montañoso Montenegro

A unos doscientos metros de mí se encontraba un hombre vestido de azul en medio de la carretera y un coche de policía en el arcén. Aminoré la velocidad. De pronto el coche encendió las sirenas y me hizo luces. No tenía la menor duda, debía parar. Detuve la moto al lado del coche patrulla, y el policía dijo algo ininteligible haciendo gestos negativos con la mano. Yo no sabía qué hacer ni a qué atenerme. Le miré de modo interrogatorio. Se acercó otro hombre, vestido con pantalones militares de camuflaje y camiseta amarilla. -La carretera está cortada. Hay un incendio- dijo.

Salir de Mostar fue tarea fácil esta vez, aun sin llevar las carreteras en el GPS. Me lo había empollado todo durante el desayuno, así que sabía más o menos hacia dónde tirar. La carreterita atravesaba las montañas hacia el interior, mostrándome nuevos valles de altura, con sus pastos y sus bosques de abetos. De repente, un cartel y una bandera me anunciaron que acababa de entrar en la República de Srpska, un reducto serbio dentro de la Federación de Bosnia y Herzegovina. En ese punto, el asfalto se iba poniendo cada vez peor, aunque nada que no se solucionara bajando un poco el ritmo.

Cada cambio de carretera era una incertidumbre total. Las indicaciones brillaban por su ausencia, y no paré de preguntar a lugareños. Era difícil -mucho- entenderlos, ya que casi nadie hablaba inglés, pero enseñando el mapa y observando sus gestos me iba cerciorando de lo acertado -o no- de la ruta. Tras cada curva me esperaba una nueva sorpresa, ya sea una vaca -aquí cuando ponen una señal de “peligro vacas” es porque hay vacas-, unas obras que dejaban profundos socavones sin señalizar en el asfalto, o unos labriegos con sus herramientas.

De pronto, en el horizonte aparece la silueta inequívoca de una central nuclear. – ¿Pero estos tienen energía nuclear? – pensé en voz alta. Una señal de “prohibido fotos” contrastaba enormemente con la vaca que en ese momento pasó entre la central y yo. Super cutre-secretismo. De Anacleto, Mortadelo y Filemón juntos. Después, la carretera fue mejorando nuevamente, metiéndose por desfiladeros y pequeños valles que surgían de la nada. Las montañas ocupaban todo el horizonte que me permitía ver el casco. Realmente estaba en un lugar remoto.

Al fin, la frontera con Montenegro. Los bosnios me abrieron la barrera sin problemas. Después, un vetusto puente de suelo de madera me pasó al otro lado del río, donde los montenegrinos se entretuvieron algo más con el pasaporte. Siguiendo la carretera, entré en el cañón de Piva, donde precipicios de vértigo se alternaban con estrechos puentes suspendidos de la nada o una ristra enorme de túneles excavados en la roca. Tras pasar la presa, comenzaba un alargado embalse de aguas verde esmeralda. Sin duda, de lo mejor del día.

De Niksic debía salir una carretera comarcal, pero no la encontré. Tras preguntar a varias personas me hicieron retroceder sobre mis pasos una veintena de kilómetros. No concordaba con lo que tenía en el mapa, pero realmente llegué donde debía llegar. En descargo del mapa Michelin, la carretera parecía totalmente nueva, con asfalto limpio y liso y curvas rápidas de vértigo.

Montenegro es muy montañoso, con valles y prados de más de 1000 metros de altura, que refrescaron las temperaturas hasta hacerlas agradables para disfrutar en moto. Cadenas montañosas iban seguidos de valles alpinos, con sus típicas casas con los tejados muy inclinados, preparadas para las nevadas invernales. Al intentar desviarme hacia el cañón de Tara, me encontré al coche de policía. Ya era extraño que los múltiples incendios que iba viendo los últimos días no me jugaran una mala pasada. Precisamente en ese momento, que llevaba más de seis horas y media para recorrer 400 kilómetros.

Las alternativas eran claras. O seguía las carreteras principales hacia el norte, entrando en Serbia para retornar posteriormente a Montenegro, o cogía una carretera local justo antes de cruzar la frontera, que me llevaría al punto de destino sin salir del país. Unos decían que esa carretera local no era más que una pista ponzoñosa, mientras otros me aseguraban que estaba asfaltada. Es lo que tiene preguntar lo mismo a más de una persona.

Obviamente y sin dudarlo ni un instante, opté por la carretera local. Me costó encontrarla, ya que las señales indicadoras no coincidían con las poblaciones de mi mapa. Y además estaban escritas únicamente en cirílico. De hecho tras más de cincuenta kilómetros no estaba seguro de haber cogido la ruta correcta, hasta que encontré alguien a quien preguntar. Afortunadamente estaba asfaltada, aunque grandes socavones hacían que rodar a más de 30 km/h fuera una temeridad.

Finalmente llegué a Kolasin, punto final de la ruta, 9 horas y media después de salir de Mostar, y tras más de 8 horas encima de la moto. Ha sido duro, si. Pero hoy aprendí una cosa: sin GPS, con la necesidad de preguntar, me he dado cuenta que la gran mayoría de las personas que encontré en el camino estaban más que dispuestas a ayudar. Y eso, cuando te crees perdido, es media vida.

 

Balcanes 6


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