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Recorriendo Macedonia. Retorno al Este. Cap. 8

Hay veces que no salen las cuentas aunque las hayas repasado mil veces. Y esa mañana pasaba lo mismo: 8 horas y media de ruta se nos antojaban muchas para un días en el que debíamos hacer unas cuantas visitas. Así que tocaba coger la tijera de recortar y ajustar ruta. Un corte por aquí, un remiendo por allá y ya teníamos algo decente… pero aún así salían siete horas. Y esa mañana no nos habíamos levantado especialmente pronto. Además, debíamos retroceder algunos kilómetros para desayunar -lo teníamos pagado-. Pero ese retroceso valió la pena. Era el mismo lugar, en Sveti Naun, donde habíamos cenado la noche anterior, pero la oscuridad nos confundió. Esa mañana con un día magnífico pudimos disfrutar de una vistas al lago donde una suave bruma surgía de la superficie de un agua absolutamente transparente. A veces, ciertos inconvenientes que en un primer momento pueden llegar a fastidiarte, se tornan el momento más mágico del día.


Y con esa energía ya acumulada desde primera hora del día, recorrimos la costa macedonia del lago Ohrid, mucho más desierta de lo que recordaba en un viaje anterior. De todas maneras, los puestos llenos de tumbonas a pie de agua estaban instaladas y listas para ser usadas. 

Ohrid city resultó ser un agobio de coches. Tenía dos puntos apuntados para visitar, pero las calles cortadas nos impidieron llegar hasta ellos. Y como no íbamos muy sobrados de tiempo, los dejamos ahí para otra ocasión. Abandonamos la ciudad hacia el noroeste, donde durante sesenta o setenta kilómetros estaban desdoblando la carretera. Obras y más obras, que nos vamos encontrando por los países por donde pasamos. Mucho me temo que los Balcanes  o la Europa del Este tal y como los imaginamos tienen los días contados. 

Tetovo, además de un nombre gracioso y un caos circulatorio, tiene una curiosa mezquita. En realidad se llama Šarena Dzamija, pero se la conoce como la Mezquita de los Naipes debido a la curiosa decoración de sus paredes exteriores, que me recordaban vívidamente a las barajas de cartas Heraclio Fournier que tenía mi abuelo para jugar al Remigio. 


Decidimos llegar a Skopje por autopista. Unos 35 kilómetros con dos peajes de 1€. Así ganaríamos algo más de tiempo. La capital macedonia es… grande. En todos los sentidos. Enormes y kilométricas avenidas que disipan algo el caos circulatorio reinante. Y un centro moderno de lo más hortera que se puede uno imaginar. Comenzando por la estatua colosal del «Guerrero a caballo» (antes era Alejandro Magno, pero los griegos consiguieron que se le cambiara el nombre), y siguiendo por decenas de enorme estatuas colocados sin mucho orden ni concierto donde al diseñador urbano -por llamarlo de alguna manera- se le fue ocurriendo. 


Las afueras de la ciudad habían sufrido recientes inundaciones (ayer o antes de ayer a lo sumo), y aún podían verse sus consecuencias: vecinos, policía y bomberos achicando agua y limpiando barro por todos sitios. La carretera discurrió por paisajes algo más despoblados, donde abundaban los cultivos de cereales y que no diferían de muchos paisajes de los que he disfrutado en la península. Y tras un pequeño puerto, la frontera con Bulgaria, que pasamos como dos moteros ya experimentados en estos avatares. Estaba oscureciendo, y además aquí le ponen una hora más al reloj, así que se nos hizo imposible el pensar en cenar en algún lado. Al final tiramos de hornillo en la terraza de la habitación en Blagoevgrado. Por cierto una habitación con una decoración un tanto… recargada a la par que hortera. Igual el diseñador es macedonio.

Atravesando Albania. Retorno al Este. Cap 7

La gran decisión de la mañana fue, además de saber dónde desayunar, si realizábamos la ruta prevista hasta el Lago Ohrid atravesando toda Albania, o nos quedábamos en su capital, Tirana. La ruta total no eran más de 340 kilómetros, pero el GPS daba más de 7 horas para recorrerlos. Cosas de Albania. Al final, desayunamos cosas compradas en un supermercado y nos decantamos por la ruta larga. La aventura es la aventura.

La costa sur de Montenegro es de otro nivel a lo que ya vimos más al norte, Croacia incluida. Aquí reinan los hoteles grandes y las playas repletas de tumbonas y sombrillas perfectamente alineadas. El máximo exponente es Sveti Stefan, una isla privada para los más pudientes. 

Sabes lo importante que son los pictogramas internacionales cuando vas al baño de una gasolinera montenegrina y ves dos carteles que ponen «covjek» y «zena». Tuve que girarme a la dependienta para, señalándome a mí mismo preguntarle: «¿Covjek o Zena?»

Y tras pasar la frontera montenegrino-albanesa como dos jefes por el lado de los peatones y sin parar (gentileza de los guardias), ya rodábamos por el peligroso suelo albanés. Mi pensamiento en ese momento, además de no ser arrollado por alguno de los múltiples Mercedes que circulaban a nuestro lado, es saber cómo saldríamos por la frontera con Macedonia sin el sello de entrada al país. Pero eso ya sería después, así que mejor preocuparse por lo de los Mercedes. 

La circulación en Albania es caótica. En cada una de las tres veces que la he atravesado he notado mucha más modernidad tanto en las carreteras como en la gente que circula. Hoy por ejemplo solamente hemos visto un carro tirado por un burro, cosa que en otros viajes estaba a la orden del día. Pero lo peor han sido los atascos. Kilométricos, sobre todo de entrada en Tirana. Porque en albanés no existe la palabra «circunvalación», y tienes que atravesar la capital por el mismísimo centro para poder seguir ruta. Y si quieres comprar la preceptiva pegatina del país, date por muerto: no existen tiendas de souvenirs, o al menos, son muy difíciles de encontrar. Pero no os preocupéis, que al final, in extremis en Pogradec, el último pueblo antes de la frontera, hemos localizado una tienda de souvenirs con pegatinas. 


Y así hemos ido atravesando el país, hasta la frontera con Macedonia, ya a orillas del lago Ohrid. El funcionario albanés se ha tomado las cosas con calma, poniendo caras raras al comprobar en el ordenador -supongo- que no teníamos entrada. Pero al final nos ha sellado el pasaporte y hemos podido salir. La cola estaba ahora en el lado macedonio, y no parecía moverse. Hasta que un funcionario motero se ha apiadado de nosotros y nos ha colado. Mientras nos sellaban los pasaportes, me ha enseñado una foto de su Adventure partida por la mitad mientras le cambiaban el embrague. Entrañable. 

Hemos llegado al apartamento justo a tiempo para ver cómo se ponía el sol justo encima del lago Ohrid. Simplemente espectacular. Mañana recorreremos Macedonia y seguramente entraremos ya en Bulgaria. Os seguiremos contando si es que no os aburrimos mucho. Un saludo!

LRB. Etapa 8. Lago Ohrid. Viajando por Macedonia

Volví a mirar el iPhone. Lo único que me mantenía ligado al control y la seguridad era esa bolita azul del mapa. Ese era yo, afortunadamente encima de una línea amarilla llamada “M5”, en teoría una de las carreteras principales de Macedonia. Sin dejar de sujetar fuertemente el manillar, miré a mi alrededor. Todo lo que veía era una pista llena de piedras sueltas. Ahí no había ni rastro de carretera.

Skopje resultó ser una ciudad caótica para salir de ella. Prácticamente ninguna indicación, y las que había estaban en macedonio. Sea como fuere, logré descifrar en una de ellas “Markov Monestir”, que era hacia donde me dirigía. Después de unos cuantos kilómetros, me di cuenta que con total seguridad me había pasado la salida hacia el monasterio. Pero daba igual. Me había dado cuenta de una cosa importante, y es que yo no viajo para ver cosas…

Hoy era el día de aventuras. En su momento, decidí que atravesaría Macedonia por una de esas carreteras que salen a duras penas en los mapas. El Michelín lo daba como una pista, Google Maps simplemente ni la contemplaba. Pero yo tenía fe. Después de algunas curvas en carreteras asfaltadas de milagro, por donde sería imposible cruzar dos coches, me encontré con una valla y lo que parecía ser una especie de reserva. Hice un poco de ruido hasta que salió el guarda, que me dijo que por ahí no se iba a ningún lado. Al menos, yo. Debía dar la vuelta, hasta casi el inicio de la ruta (pero… esto no me pasó ya ayer?). Bueno, “al mal tiempo buena cara”, pensé. Había viajado hasta aquí para disfrutar y no para enfurruñarme. Por lo menos tendría la oportunidad de buscar nuevamente la salida al Monasterio de Markov.

Pero el monasterio no apareció. Ni por asomo. En definitiva, hoy no era el día en el que yo debía visitar el dichoso monasterio. Llámalo karma, llámalo destino. Así que tracé un plan alternativo. Y ese no era otro que bajar por el este del país, cruzarlo por el centro, hacia el oeste y acabar el el lago Ohrid. Solo hacía falta repostar. En la gasolinera, cogí una maquinilla de afeitar, ya que la mía se me había olvidado en casa. Tras comentar con el de la caja mi viaje, la moto y cosas de esas, al irme a cobrar la maquinilla me miró extrañado.

– Pero, ¿tú no eres un aventurero? ¿Para qué quieres la maquinilla? Los aventureros no se afeitan.

Ante tan apabullante razonamiento no tuve otra opción que asentir, dejar la maquinilla y cogerme un RedBull…

La carretera alternativa se pasó unos cuantos kilómetros paralela a la autopista, pero no dejaba de ser una pista donde en algunos momentos se podía vislumbrar microscópicos restros de asfalto. La idea era llegar por pistas donde nadie puede llegar, no ir paralelos a una autopista de tres carriles, pero al menos iba disfrutando. Al llegar a Veles la cosa debía mejorar, ya que aquí la ruta a seguir era la M5. Mi experiencia me dice que cuantos menos números tenga la carretera, y sobre todo si van precedidos de una letra, mejor es. Pero en esta me equivoqué. A los pocos kilómetros literalmente el asfalto desapareció. La M5 se componía únicamente de grava suelta. Mucha grava. Y cuando no, arenilla. Mucha arenilla. Curiosamente hay que esperar a que la pista venga a ti, en lugar de salir tú a buscar la pista. Pero estaba tranquilo, ya que la bola azul del mapa me situaba encima de la M5, y la “carretera” no podía desaparecer. Otra cosa es que yo pudiera seguirla, pero estar, debía estar. Mientras me peleaba con el camino, oía el quejido de mis maletas, estremeciéndose con cada piedra. Oía el repiquetear de la grava pegando contra el cubrecárter. Y oía las sempiternas cigarras, que como si de un coro sinfónico se tratara, sonaban por todos los rincones del árido paisaje.

Y tras más de 40 km y casi hora y media, volvió el asfalto, justo al entrar en Prilep. A partir de ahí, las rectilíneas carreteras me hicieron volar atravesando la planicie central. Luego vendrían algunas curvas más, pero ya con el asfalto bajo mis Metzeler la cosa me importaba menos. El termómetro estaba cercano a los 39ºC, pero sabía que en pocos kilómetros refrescaría, al entrar en el Parque Natural de Mavrovo. Y los pinos y abetos me proporcionaron una buena sombra, aunque el parque me decepcionó un poco. Un embalse, algún proyecto de desfiladero, pero nada del otro mundo.

Comencé a sentir el cansancio. No había comido, y ya no eran horas de ponerse a ello, eran más de las cinco de la tarde. Solamente había parado para descansar ligeramente y beber agua. Pero no podía quejarme. Ya lo decía Thierry Sabine cuando algún piloto se desesperaba con la dureza del París-Dakar: “Lo siento, has pagado para esto”. Así que intenté poner la mejor de mis sonrisas, estaba ahí porque yo había querido. Seguí conduciendo esperando que el lago Ohrid fuera el broche de oro a una buena jornada motera.

El lago se hizo el remolón. Sabía que estaba ahí, pero no quería mostrarse. Observaba su silueta en el GPS, estaba a pocas decenas de metros, pero no alcanzaba verlo. Hasta que tras salir de Struga, pude contemplarlo. Era enorme. Al otro lado, las montañas albanesas lo cercaban por occidente. Dicen que tiene las aguas más transparentes del planeta. Al menos desde la orilla, lo parecía. Lo estaba recorriendo por el lado oriental -el macedonio- hasta llegar a la localidad de Ohrid, que no era más que un mini-Benidorm con olor a crema solar, gente con colchonetas y atascos monumentales. Salí de ahí huyendo lo más rápidamente posible. A mi derecha la puesta de sol creaba esos destellos dorados en la superficie del agua que te hechizan e hipnotizan. Era imposible apartar la mirada de esa puesta de sol. Así que no tuve más remedio que parar a inmortalizarla. Tan solo quedaban menos de diez kilómetros para acabar la jornada, me lo podía permitir.

Hoy confirmé algo a lo que le estaba dando vueltas desde hace unos días. En su día pensé en la frase de Kavafis sobre la importancia del destino y del camino en su viaje a Ítaca. Como muchos, yo la suscribía, ya que lo que realmente disfruto es del trayecto. Pero se me escapaban multitud de matices escondidos. En realidad, no viajo para disfrutar yendo en moto -que sí lo hago, y mucho-. No viajo para visitar cosas. En verdad viajo para que me pasen cosas. Es por ello que lo importante no es el destino. Es por ello que el camino tampoco es especialmente importante. Lo que realmente importa es lo que te encuentras en él. ¿Habré encontrado entonces mi Ítaca? Por si acaso, la seguiré buscando más allá de las fronteras.

Balcanes 8


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