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Etapa 2. Zurich y las soleadas montañas alpinas

Sordo. Así es el dolor que me recorre los brazos desde las muñecas hasta más allá del codo. No es intenso, pero es insistente. Me recuerda al «viaje de prueba» que hice hace más de un año al Cantábrico. Era la primera vez que apareció, al segundo o tercer día de viaje. Por aquel entonces, pensaba que sería irreparable, que arruinaría todo lo que quedaba de viaje, y que me haría desestimar mi locura del Cabo Norte. Pero, y no es por contradecir las Sagradas Escrituras, al cuarto día, desapareció. También pasó en Suecia el verano pasado. Al cuarto día todos los males desaparecen. En este viaje falta poco para eso, lo espero ansioso.

La jornada de hoy está programada para hacer pocos kilómetros (menos de 300), para descansar algo del palizón de ayer. Hemos de sumarle los cien que no hicimos ayer (de hecho el plan original era seguir hasta Sion, en lugar de quedarnos en Aosta). Por lo tanto, fuimos algo tarde a desayunar. De hecho, éramos casi los últimos, y el desierto comedor estaba repleto de mesas sin recoger, donde era evidente que ya habían desayunado el resto de huéspedes.

Es solamente el segundo día, pero ya hemos adquirido ciertas habilidades para guardar el equipaje. Cada vez tenemos más sitio, y los bultos quedan mejor repartidos. El día está radiante, cielo prácticamente despejado y visibilidad excepcional, perfecto para contemplar el paisaje de altas montañas que nos rodea. Hacia el norte, más allá de la pista de aterrizaje que tenemos enfrente, es posible distinguir una pequeña brecha en las montañas. Es allí donde comienza el primer puerto de montaña del día, el Gran San Bernardo.

En comparación con su hermano pequeño, el Gran San Bernardino tiene otra categoría, otra clase. Al ir acercándote a la pared, comienzas a ver sus tornanti construidos en piedra, amplias rectas entre uno y otro, que casi acaparan todo tu horizonte. A pesar del frío reinante, son muchos los descapotables que se aventuran a recorrer el puerto sin sus capotas. Y es que la belleza del paisaje es tal, que sería un sacrilegio taparlo con un techo. Si multiplicamos el efecto, se podría comprender cómo se disfruta en moto por estos parajes.

Ya en Suiza, y con la preceptiva vignette para las autopistas helvéticas, iniciamos la bajada. La carretera está algo menos cuidada, más hacheada y sin tanta clase como desprendía el lado italiano. Y es que la orgullosa Suiza parece tener bastante con sus Furkapass o Grimselpass, y relega al Gran San Bernardo a un segundo o tercer plano.

El Valais y el valle de Sion, rodeado de enormes montañas por donde trepan como pueden los cultivos vinícolas, desaparecieron casi por arte de magia, deseosos como estábamos del plato fuerte del día, el Grimselpass. Las paellas se suceden una tras otra para ganar altura, alternando el protagonismo con los túneles para el vistoso y antiguo tren de vapor. En un momento dado, la carretera se bifurca. A un lado el Grimselpass, y al otro el inicio del Furkapass. Mires donde mires, no ves otra cosa que paellas y más paellas que ascienden por las laderas escarpadas, como si de un gran milagro de la ingeniería se tratara.

A los lados, paisajes típicamente heidianos, donde parace que de un momento a otro van a aparecer Pedro con las cabras o el abuelo con el perro. Casas de madera oscura y geranios que cubren todos sus balcones forman pueblos tan perfectamente alpinos que sería imposible incluso imaginarlos. Praderas solitarias con unos pocos abetos salpicándolas, se intercalan con los herméticos bosques lúgubres y tenebrosos que casi se desparraman hasta la carretera. También es posible ver algún que otro lago, con agua de color blanquinoso, alimentados por pequeños ríos que bajan con fuerza de los glaciares cercanos.

Finalmente llegamos a Interlaken, cuna del alpinismo selecto.Pasamos frente al Casino, que mira incansable día y noche al nevado Jungfrau, que asoma entre las montañas cercanas. Mientras, los parapentistas no paran de despeñarse desde la retaguardia, para dejarse posar grácilmente en el jardín cercano. En Interlaken es difícil no dejarse embaucar por las tiendas de souvenirs repletas de navajas suizas, o por las selectas tiendas de relojería suiza. Nosotros no pudimos resistirnos a la tentación y pasamos un agradable rato de escaparates.

Se hacía tarde, y decidimos acercarnos a Luzern por la vía rápida, a través del Brünigpass y sus pequeños pueblecitos de montaña. La luz de la tarde bañaba el famoso puente de madera forrado completamente de geranios, y nos perdimos entre la riada de paseantes que disfrutaban de la agradable temperatura. Un corto pero revitalizan paseo. Camino de Zurich, y casi llegando ya, nos sorprende la cegadora luz de un flash que nos retrata por delante, y también por detrás. Aviso a navegantes. Afortunadamente no íbamos excesivamente rápidos.

La aventura final del día vino impuesta por no haber cargado el mapa de Zurich. Un poco de intuición, un mucho de orientación y una pizca de suerte nos hicieron dar con el hotel mucho antes de lo que suponía. Ahora solamente quedaba disfrutar de la maravillosa ciudad con sus innumerables iglesias puntiagudas iluminadas y reflejadas en las tranquilas aguas del río Limmat.

Cansados pero no tanto. Contentos por poder disfrutar de estas maravillas en moto. Agradecidos por un día radiante que atemperó algo los fríos puertos de montaña. Los dolores, sordos o no, son parte del viaje. Y se a ciencia cierta que al cuarto día desaparecerán. Aunque parezca difícil superarlo, esto no puede ir más que a mejor.

La ruta del día la podéis consultar aquí:

Etapa 2: Aosta – Zurich


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