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Etapa 20. Terrassa y el final de La Ruta de Oriente

El retrovisor del lado izquierdo comenzó a moverse. Primero tímidamente, pero luego decidió ir dando bandazos a diestro y siniestro. No me lo podía creer. Tras más de diez mil kilómetros sin prácticamente ningún problema mecánico, se me afloja el retrovisor a menos de cien kilómetros de casa. Hay que joderse.

Ocho y media de la mañana. Como tantas otras veces, toca la ardua labor de meter todo en la maleta. Enchufes, ropa sucia, ordenador… Todo encaja como si fuera un tetris. Se que cerrará a la perfección, a pesar de que en un primer vistazo pueda pensarse que explotará por alguna de sus costuras. Pero no, las costuras siguen allí. Pero a pesar de esa rutina diaria, hoy es especial. Es la última vez que la hago. Cuando casi todo lo que llevas en la maleta es ropa sucia, maloliente y casi roñosa, sabes que ha llegado el momento de regresar.

El retorno transcurrió plácidamente por autopista, sin más emoción que la de encontrar el carril donde hubiera menos cola en el peaje. Era tiempo para recordar. Entre canción y canción recordé las primeras curvas del Col d’Isére del primer día, las grandes curvas del Grand San Bernard por donde entramos en Suiza o el relajante paseo por el florido puente de Lucerna. Recordé los paisajes alpinos del maravilloso Kausenpass o la subida nocturna al Stelvio, prácticamente agotados. Las alegres carreteras secundarias alemanas acudieron a mi mente, así como llegar a Oberdrauburg en medio de un concierto de la banda del pueblo. El castillo de Predjama, la cambiante costa croata o las empinadas calles de Dubrovnik,… Recuerdo las durísimas carreteras de Albania o los sorprendentes monasterios de Meteora. Me parece oír las llamadas a la oración de las decenas de mezquitas de Estambul y los rezos ortodoxos de los monasterios búlgaros. Siento nuevamente el traqueteo de los baches al inicio de la Transfagarasan Road o la emoción de entrar en el castillo de Bran, en Transilvania. Recuerdo los infinitos campos serbios o los agujeros de bala en los edificios de Sarajevo. Sonrío pensando en la maravillosa cena en una terraza de Ljubljana, o la cara de sorpresa de Belén al ver el Campanile de Florencia. Recuerdo la blancura de la Torre de Pisa o las parejas de ricachones franceses paseando frente al Carlton de Cannes. Cierro los ojos y doy gracias. Gracias por poder tener todos esos recuerdos, que alimentarán nuestra sed de aventuras al menos otro año más.

Collioure no podía faltar en la ruta. Allí hicimos Belén y yo nuestro primer viaje en moto juntos, y por allí debía pasar la ruta de nuestra primera gran aventura, a orillas del Mediterráneo, con la torre del reloj mirándonos mientras degustamos un maravilloso crépe de queso, miel y bacon.

Última parada a cien kilómetros de casa, para ajustar el maldito retrovisor, que también quería ser protagonista en esta aventura, al menos durante un rato. Mientras busco la llave fija del 12 para apretarlo, pienso en esos locos maravillosos que se dedican a dar la vuelta al mundo en moto. ¿Son unos pirados, inconscientes e inmaduros que dejan toda la estabilidad que tienen asegurada en su casa para jugar a las aventuras? Hace días que me lo vengo preguntando, pero ahora se la respuesta. Estos personajes son personas como tú o como yo, que en un momento dado tuvieron la valentía suficiente como para dar un manotazo encima de la mesa, decir basta a una vida vacía y emprender otra nueva, más acorde con sus deseos. Quizá haga falta una crisis, un cruce de caminos o un millón de piedras que esquivar para poder dar ese paso. Tras veintiún días fuera de casa y miles de kilómetros a nuestras espaldas, solamente puedo decir: Fabián, Miquel, Fernando, Charlie, Alicia… Ole vuestros huevos, valientes!! A mí aún me quedan algunas piedras -pocas- que saltar.

Ya solamente me queda daros las gracias. Gracias por haberme soportado todos estos días. Algunas veces habrá sido divertido, otras un auténtico coñazo. Es duro llegar tras más de nueve horas de moto, cansado, con ganas de una ducha, una cena y meterme en la cama, y tener que ponerme a escribir una crónica y colgar algunas fotos. A veces me han dado las dos de la madrugada. Pero la recompensa estaba ahí a la mañana siguiente, con vuestros comentarios. Gracias de verdad.

Hemos conquistado Oriente. Hemos llegado a Estambul. Hemos recorrido quince países. Diez mil kilómetros en veinte días. Ha sido una gran aventura. La Ruta de Oriente ha terminado. Hoy mismo comenzamos a preparar el próximo desafío.

Etapa 20: De Cannes a Terrassa


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Etapa 19. Cannes y la bofetada del glamour

Cuando piensas en Pisa piensas en la torre inclinada. Si no estuviera inclinada, seguro que no tendría la fama que tiene. Y es una pena. Porque todo el conjunto del Campo dei Miracoli (Battisterio, Iglesia y Campanario) es de una belleza extrema. Pero no. Aquí hay que venir a hacerse la foto aguantando la torre. De hecho, la explanada entera parece una concentración de gente haciendo Tai Chi, con los brazos en extrañas poses haciendo ver que aguantan la gran torre de mármol. Sea como fuere, no nos fuimos de allí sin hacernos nosotros la foto. Dicen que allá donde fueres, haz lo que vieres…

“Gire a la derecha en 150 metros”. Y yo, giro a la derecha. “Gire a la izquierda”. Y lo hago. Seguía a pies juntillas las indicaciones del GPS. La idea era salirnos de la autopista en Génova para hacer un repaso rápido a la ciudad y comer por ahí. Aún no sé cómo acabé nuevamente en la autopista dirección Milán. Quería dar la vuelta, pero el Garmin no hacía más que darme indicaciones aparentemente sin sentido. Las flechas de su pantalla parecían nudos de corbata intentando guiarme por las infinitas salidas de la autopista. Al final no pudimos hacer una visita rápida a al puerto italiano al pie de las montañas, donde vivía nuestro amigo Marco. Tuvimos que pagar dos veces el mismo tramo de autopista para acabar finalmente saliendo de la ciudad en la dirección correcta.

Las autopistas italianas merecen un párrafo aparte. Túneles y más túneles, enormes puentes sustentados en altísimas columnas sobre verdes valles que acaban desparramándose cerca del mar. Curvas donde poner a prueba tu sangre fría mirando el quitamiedos que da más miedo que otra cosa. Y los límites de velocidad… Aún no he visto ninguna señal donde te indique ese límite. Y mira que la he buscado. En ninguna parte. Solamente en algunas curvas peligrosas o a la entrada de los túneles puedes ver un tímido “110”.

A lo tonto a lo tonto, y tras casi quinientos kilómetros de autopista, llegamos a Cannes. Menos de cinco horas para la misma distancia que otros días nos había costado casi diez. Pero desde luego bastante más aburrido. Cannes nos abofetea con su glamour, sus yates, sus sesentones con el cuello del polo subido y sus cincuentonas con minifalda y doce centímetros de tacón. Qué lejos quedan las calles de Albania o las carreteras bosnias. Qué cerca queda el final del viaje y la rutina del día a día. Hoy no tenemos que buscar hotel para mañana. Porque mañana dormimos en casa.

Etapa 19: De Florencia a Cannes


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Etapa 1. Aosta y el frío agosto de los Alpes

Se supone que debería comenzar los relatos de esta nueva ruta de Oriente con unos textos vivos, mordaces, frescos e ingeniosos. Pero después de 950 kilómetros y casi diez horas encima de la moto, creo que el ingenio y la frescura quedaron atrás, quizá perdidos entre las mil y una curvas del Col de l’Iseran. Sea como sea, vamos a intentar llevar a buen puerto esta primera crónica comenzando por el principio.

Seis de la mañana. El despertador se empeña en despertarnos incluso antes de que lo haga el sol. La noche ha transcurrido en un auténtico suspiro, un visto y no visto que se antoja a todas luces insuficiente para soportar el intenso día que nos espera. Los trastos están listos en la moto desde anoche, por lo que en poco más de una hora estamos en ruta. La autopista hacia La Jonquera se desliza silenciosa por su habitual recorrido. Los primeros momentos van sucediéndose entre pensamientos tristones y desalentadores. Quizá sea un exceso de responsabilidad -esta vez no voy solo, no puedo pretender que mi viaje ideal sea el mismo que el de Belén-, quizá el temor a la dura jornada que tenemos por delante… Sea como fuere, hasta que no retumbaron en mi casco esos ritmos activadores de las canciones de mi iPhone no pude esbozar una sonrisa. Café con leche en La Jonquera, junto con los últimos tweets con 3G. A partir de ahora, solamente dependeremos de la benevolencia de los wifis foráneos.

Como suele pasar en los primeros kilómetros franceses, el viento arrecia desde el oeste, haciendo la conducción algo pesada e incómoda. Y así estuvo hasta bastante más allá de Montpellier. Pensando en otras rutas de otros viajes, se que el secreto es ir dejando pasar los kilómetros de autopista uno tras otro, sin mirar en exceso esa ventanita del GPS que va indicando lo que falta.

Pasado Grenoble, la autopista comienza a ascender, y el frío empieza a hacerse notar. Los desvíos se van sucediendo entre nombres de míticas etapas del Tour de Francia. Croix de Fer, Galibiers,… y al poco rato, el Col de l’Iseran, donde nos desviamos. La carretera asciende por las verdes laderas, casi sin molestarlas, pidiendo permiso. Curva aquí y pendiente allá, vamos ascendiendo hasta la cima, a 2770 metros. Allí nos recibe un fuerte viento y un frío de órdago, sobre todo si vas con la equipación de verano. Hago las pocas fotos que me permiten mis entumecidos dedos, y hago cola entre otros moteros y ciclistas para hacerla en el preceptivo cartel indicador, mientras el termómetro de la BMW marca los 4,5ºC.

La bajada hacia Val d’Isère nos va devolviendo algún grado más de temperatura, mientras nos cruzamos con multitud de motoristas. La moto parece rugir con fuerza en los múltiples túneles de la carretera, mientras las nieves perpetuas coquetean con los grises nubarrones que de momento no se atreven a descargar.

El Piccolo San Bernardo sería el puerto de montaña que nos llevaría hasta Italia. Un sinfín de paellas -o tornanti, como les llaman los italianos- dan a la carretera el aspecto de un acordeón. En su cima, una gran estatua del pobre santo, que tiene que cargar con la pena de ser confundido con un perro con un barril de whisky cada vez que se le nombra. De hecho, la estatua de San Bernardo también compite con un perrazo de cartón piedra que sin duda es el preferido para las fotos de los que por allí pasan.

Finalmente el Valle de Aosta. Preferimos hacer los últimos cuarenta kilómetros por la autopista, plagada de túneles «perpetrados» en las laderas del valle en aras de una mejora en la comunicación del valle con el exterior. El hotel se encuentra pared con pared del aeropuerto donde de manera casi incesante, van despegando y aterrizando helicópteros, incluso ya en la negrura de la noche. A nosotros solamente nos queda cenar en el bonito pueblo alpino y regresar al hotel a reponer fuerzas.

La ruta del día la podéis ver aquí:

Etapa 1: Terrassa – Aosta


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La Ruta de Los Pirineos

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Me gusta la sensación de circular con buen tiempo por carreteras de montaña rodeadas de nieve, ahora que comienza la primavera. El paisaje se engrandece cuando está vestido completamente de blanco, como una novia a punto de dar el «sí, quiero», y el asfalto no es más que una cinta negra -más negra de lo habitual- que lo corta de manera caprichosa y ondulante. Ese era el objetivo para estos tres días moteros, además de «entrenar» para el próximo viaje del verano, que ya está completamente confirmado, y que explicaré en breve.

La primera etapa de la ruta, como ya es bastante habitual, discurría entre Barcelona y Zaragoza, por la Autovía hasta Fraga y posteriormente por la nacional. Son algo menos de tres horas que pasan casi en un suspiro, entre paisajes ya conocidos pero cambiantes con los calores de la estación. Los ocres invernales pasaron hace semanas a incipientes verdes de los campos de trigo y los primeros brotes de los frutales de Lleida. Ahora, los amarillos de la colza salpicaban con fuerza diversos cultivos de formas irregulares. Estos pequeños descubrimientos desvanecen la monotonía del viaje casi semanal.

El sábado, y ya con Belén como pasajera, enfilamos los primeros 100 kilómetros por autopista hacia Huesca, pasando por el espectacular puerto de Monrepós, que tras un primer tramo de subida, te deja en un privilegiado balcón desde donde contemplar los Pirineos antes de comenzar la rápida bajada. El día estaba brumoso, por lo que la esperada vista desmereció bastante, pero no me importó en exceso, ya que en las próximas horas nos empaparíamos de Pirineos hasta los huesos. Sabiñánigo, Biescas y Panticosa fueron desapareciendo por los retrovisores rápidamente, y seguimos subiendo hacia la frontera francesa, en El Portalet, donde ya divisamos las primeras nieves. Las curvas entre las grandes moles nevadas, los giros entre grandes peñascos, los recodos del camino cerca de incipientes cascadas, las viradas sobre tímidas pero ya verdes praderas… Todo eso es lo que habíamos venido a buscar. Desde allí nos dirigiríamos a 6 puertos de montaña más, ya en la vertiente francesa, escenario de épicas tardes de Julio en el Tour de Francia.
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El primero de ellos fue el Col d’Aubisque, de 1709 metros de altura. Bordeamos el valle hacia Gourette, pueblo dedicado enteramente al esquí, que encontramos fantasmagóricamente desierto. Comenzaban las primeras rampas, ahora en la otra cara del valle, dejando al descubierto la impresionante mole nevada del Pic de Ger, mientras la estrecha carretera se empeñaba en seguir ascendiendo. Ya en la cima, la primera decepción: una enorme barrera nos cerraba el paso por la D918 hacia el Col du Soulor, siguiente puerto en nuestra lista. Al parecer, se daba paso alternativo (de 6 a 13 en un sentido, y de 13 a 19 en el otro). Pero la barrera cerrada daba mala espina. Paramos el motor de la BMW, como para que el particular silencio de la alta montaña nos diera la inspiración sobre el siguiente paso a a seguir. Y la inspiración llegó de la mano de un esforzado ciclista que ascendía penosamente al otro lado de la barrera. Esperé pacientemente a que la cruzara con la bicicleta a cuestas, se hidratara y recuperara un poco el fuelle.

-Hola, buenos días. ¿Sabes si está cerrado el Col du Soulor?- le dije en mi macarrónico francés de supervivencia.
-Hola. Sí, está cerrado. Ha habido una avalancha y hay unos cien metros cubiertos de nieve. No sé si podrás pasar con la moto… Está un poco peligroso- me contestó. -Ahora, la ruta es muy bonita.

Después de darle las gracias al ciclista comencé a toquetear el GPS para conseguir una ruta alternativa hacia los siguientes puertos de montaña, saltándome el Col du Soulor. Deberíamos desandar todo el camino del valle, virar al norte y salirnos prácticamente de los Pirineos, para volver a entrar en el siguiente valle. No pasaba nada, solamente un pequeño retraso y un desvío. Esa pequeña avalancha no podría con nosotros. La nueva ruta nos acercaba a Lourdes para retornar hacia el sur, camino de los dos grandes puertos del día: el Luz Ardiden y el Tourmalet. Los nevados picos pirenaicos se volviern a ver en el horizonte, y retomamos la ruta con renovada ilusión, hasta que un fatídico cartel se cruzó en nuestro camino:

«Col du Tourmalet, FERMÉ».

Mierda! No puede ser!! El Tourmalet cerrado? Los dos grandes se fueron al traste (la ascensión al Luz Ardiden se realizar desde la carretera que va al Tourmalet). La ruta de los Pirineos se estaba convirtiendo en una suave excursioncilla campestre por los alrededores de Lourdes, como hacen los jubilados franceses esperando pacientemente una sarta de milagros imposibles. Los grandes picos nevados, las carreteras reviradas plagadas de aventura, la naturaleza en estado puro revitalizada por una primavera recién estrenada se iban desvaneciendo. Comenzaba a tener mis dudas de si podríamos pasar a la Vall d’Aran por la Bonaigua, si «pequeños» puertos de escasos 1700 metros se encontraban cerrados… Cogimos nuestras caras de preocupación, nuestras ilusiones algo maltrechas y nuestra sed de aventuras, y reculamos nuevamente hacia Lourdes, siguiendo la nueva ruta propuesta por el Señor Garmin.

La carretera discurría ahora entre parajes menos agrestes y más mediterráneos. Las encinas habían sustituido a los abetos, y el asfalto estaba cubierto de una fina capa de gravilla en algunas curvas. La senda se volvía cada vez más estrecha ascendiendo el Col de Lingous, y había que estar atento ante cualquier eventualidad. Y la eventualidad acudió hacia nosotros a 60 kilómetros por hora en forma de Peugeot. Un inconsciente, imberbe e inexperimentado galo apareció tras una curva intentando sin mucha maña mantener su coche en el lado derecho de la vía. Su cara de susto, claramente visible a través del cristal, vislumbraba que la situación no la tenía para nada controlada, mientras yo intentaba frenar, sobre la gravilla, los más de 300 kilos de la BMW. A todo esto, había que contar con que la carretera no tenía anchura suficiente para su coche y mis maletas, así que reduje la velocidad a la mínima expresión, me pegué todo lo que pude al margen derecho y comencé a rezar, esperando que haber pasado por Lourdes hacía escasos minutos sirviera de algo. Aún no sé cómo pasamos los dos; yo creo que entre su puerta y mi maleta no pasaba ni un pelo púbico de esos que el «francés volador» aún no tenía… Sea como fuere, el susto quedó grabado para la eternidad, y no solamente en nuestras retinas. Aquí tenéis el video:


Incidente por sergiomorchon

Nuestra improvisada ruta hacia la Vall d’Aran discurría ahora por el Col d’Aspin, un bonito puerto de montaña, rodeado de abetos y con unas cuantas paellas y curvas de todo tipo. Durante la ruta, me he ido dando cuenta de que no tengo un buen feeling con las carreteras francesas. Me cuesta cogerles el ritmo a sus curvas, y siempre hay alguna que otra que se me atraganta. No estaba especialmente cómodo. El Col de Peyresource nos daría acceso a Bagneres de Luchon, rodeada de frondosos valles con más tonalidades de verde de las que mi retina masculina es capaz de distinguir. Sea como fuere, continuamos ruta hasta Bòssots y Vielha, siempre a la vera del Garona. La ascensión del Port de la Bonaigua iba a ser, a la postre, la mayor de la jornada, con sus más de 2000 metros de altura. En las inmediaciones de Baqueira, allá donde la naturaleza se torna pija en extremo, puede observarse la perfección del extremo oriental del Valle de Arán, como si hubiera pasado por la visita de alguno de los cirujanos plásticos que por allá esquían para dejar unas laderas perfectas y un valle dibujado a escuadra y cartabón. Desde Esterri d’Aneu hasta Sort la carretera es rápida, divertida y con asfalto impecable. A pesar de los más de 500 kilómetros a nuestras espaldas desde Zaragoza, volví a divertirme con las curvas paisanas y descendimos como flotando, la BMW, Belén y yo, bailando a ritmo de vals a tres bandas. Las curvas se hicieron cada vez más cerradas cuanto más nos acercábamos a la Seu d’Urgell, pero no por ello el ritmo de nuestro vals descendió ni un solo ápice. Solamente quedaba atravesar la Seu y ascender por la carretera de acceso a Andorra, sortear el siempre complicado tráfico y llegar justo a tiempo para disfrutar de un ansiado relax mecido por las termales aguas de Caldea…

Después de una mañana de merecido descanso por Andorra, comenzamos a ascender el Pas de la Casa (2050 metros) en nuestra ruta de regreso a Francia. La ladera norte estaba completamente nevada, al contrario que la sur, que ya acusaba los calores primaverales. La ruta hacia Aix-Les-Thermes, con curvas rápidas y bonitas, fue un sinparar de adelantar otros vehículos que también regresaban a Francia. Desde allí, por el los Cols de Chioula, d’en Ferret y de Marmare (de unos 1400 metros), se llega hasta Prades. El paisaje era ya primaveral, no como hace unas semanas, volviendo de Carcassonne, donde la nieve rodeaba todo lo que alcanzaba la vista, excepto la carretara -afortunadamente-. Pero no por ello la ruta era menos vistosa. A pesar del cambiante asfalto, a veces algo malo, otras veces en perfecto estado, las últimas curvas del Col des Bans y du Portel, antes de llegar a Quillan son especialmente agradables.

Quillan era la población más grande que nos íbamos a encontrar por los alrededores, y ya habíamos pasado ampliamente la hora de la comida en Francia. A pesar de ello, intentamos buscar un lugar donde comer en el pueblo, que a estas horas parecía completamente desierto. Varias pizzerías se encontraban cerradas, y al llegar a lo que se supone era el centro del pueblo, solamente un bar donde no tenían visos de servir nada comestible seguía abierto. Allí, unos cuantos lugareños y algún que otro foráneo (nos pareció ver a dos moteros españoles que habían llegado en una Burman) saboreaban sus respectivas bebidas mientras nosotros, como dos lastimeros personajes abandonados a su suerte y a su hambre, dábamos cuenta sentados en el bordillo, de las últimas reservas de comida que llevábamos encima: un par de Huesitos que supieron a gloria.

La carretera fue entonces a tomar las planicies formadas por el río Boulzane, entre dos cadenas montañosas agrestes y amenazantes. Buscaba con la mirada la brecha por la que cruzaríamos la sierra que nos quedaba a nuesta izquierda, y que desde Saint-Paul-de-Fenouillet formaría las famosas Gorges de Galamus. Ya las había recorrido hacía unas semanas, y me parecieron fantásticas, a pesar de su escasa longitud. Curvas imposibles, que había que negociar casi con el pie en el suelo, surcando los huecos que la carretera formaba en sus rocas, hasta el punto de formar casi túneles de piedra, se alternaban con acantilados estrechísimos y profundos. En algunos puntos parecía que podrías tocar la pared del otro extremo de la garganta, mientras el río sonaba con fuerte estruendo unas decenas de metros más abajo. Lástima de lo transitado de la zona, con múltiples coches de frente con los que tenías que alternar el paso, además del reguero de personas que circulaban a pie para apreciar mejor la belleza del lugar. Ahora que rememoro ese tramo, me hubiera gustado recorrerlo también en el otro sentido, hacia el sur, para asomarme de manera más decidida a sus grandes acantilados y conocer todos sus recovecos y vistas.
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Ya por carreteras más normales, siempre secundarias pero algo insulsas, nos dirigimos al este, hacia el castillo de Peyrepertuse. El GPS me indicaba que estábamos cerca, que había que rodear esos grandes riscos que aparecieron a nuestra derecha. Pero… espera! ¿Qué es eso que asoma en lo alto de los escarpados peñascos? Es… es el castillo! Como de la nada, completamente mimetizado con su entorno, y como si fuera una prolongación de las ya de por sí altísimas e inexpugnables paredes rocosas, aparecieron las murallas del castillo. Es mucho más grande de lo que imaginaba, ocupando toda la cima del risco, dominando las alturas y con una excepcional vista a una y otra vertiente. La ascensión desde el parking fue mucho más dura de lo previsto y nos dejó sin respiración, pero te da una idea de lo poderoso que debía de ser el castillo en su época, donde un posible ejército invasor solamente podía avanzar de uno en uno hasta la puerta del castillo. Una vez en sus almenas, la vista de todo el conjunto, con ese sol del atardecer de la primavera que lo encharca todo con sus cálidos tonos rojizos, nos dejó nuevamente sin aliento.

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Desde Peyrepertuse recorrimos carreteras no ya secundarias, sino casi cuaternarias, y no solamente por su relativa importancia, sino porque parecían haber recibido su última capa de asfalto aproximadamente por esa época prehistórica. La estrecha línea (negra?) discurría entre viñedos olvidados, remotas casas de campo o pueblos únicamente recordados por inscribir su nombre en un mapa. Fue un retorno al pasado, un viaje al olvido del que parecía no podríamos salir nunca. Pero casi sin avisar, de una manera paulatina y sigilosa, las fábricas, los cruces, las autopistas y el tráfico fueron apareciendo, avisando de la inquietante cercanía de una gran ciudad. Y es que las afueras de Carcassonne son como las de cualquier otra ciudad francesa, con sus supermercados, sus gasolineras o sus establecimientos de comida rápida.

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Pero lo que distingue Carcassonne del resto es su extasiante, espectacular, irrepetible y apabullante visión de su Cité amurallada nada más cruzar el puente. Las murallas, almenas y torreones recubiertos de pizarra abarcan toda la vista del horizonte, en una visión que por irreal, parece fantasmagórica. Abres y cierras los ojos varias veces, pero afortunadamente para el viajero ilusionado, nunca desaparece, permanece ahí, en lo alto de la colina, al alcance de tu mano.
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Una cena en la Cité, un merecido descanso en el hotel y una rápida visita por la mañana precedieron al inicio del fin. El viaje de regreso discurriría por la costa, desde cerca de Narbonne hasta Lloret de Mar, pasando por excelentes carreteras como la de Collioure a Cerbère, o la clásica Sant Feliu-Tossa-Lloret de Mar. Mil y una curvas a ras de mar, siguiendo los caprichos de la costa, resultado del apasionado encuentro entre los Pirineos y el Mediterráneo. A pesar de las fuertes rachas de viento que azotaron la BMW entre Sigean y Collioure, la ruta fue un magnífico broche de oro a tres días moteros de lo más variado: de las nevadas cumbres del Pirineo francés a espléndidas calas escondidas del litoral catalán. De la contundente cassoulette de Carcassonne a los fantásticos crêpes de Collioure. Un efectivo, productivo y necesario entrenamiento casi moldeado a medida para lo que será la ruta de este verano: La ruta de Oriente.

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La Ruta de los Pirineos la podéis ver aquí:

La Ruta de Los Pirineos


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La conquista de Carcassonne

La ciudad amurallada, tantas y tantas veces vista desde la autopista camino de Toulouse, siempre ha sido esquiva conmigo. Unas cosas u otras habían impedido en el pasado visitarla. Ahora, a lomos de mi fiel cabalgadura, acompañado de otros caballeros, armadura bien encinchada y con la certeza del éxito, me disponía a conquistarla.

Sobre las 8:30 de la mañana, y no sin antes haber tenido algún que otro problema en la nueva colocación del GPS, partíamos Vicente, Montse, Juan Pedro y Mayka hacia La Jonquera. Teníamos por delante toda una autopista, algo de frío pero un día radiante y estupendo. Después de la parada para desayunar, comenzaba lo bueno. Una ruta por carreteras secundarias francesas, descubriendo pueblos perdidos, trazando curvas imposibles, cabalgando por baches amables,… disfrutando de la moto, de los paisajes y del día primaveral.

En Saint-Paul-de-Fenouillet comienza una carretera (es mucho decir, pero lo dejaremos ahí) que se adentra en el Bosc del Gran Bac, pasando por la garganta. Corta pero intensa, de las que sin lugar aparente por donde pasar, la pista queda colgada del barranco, ahondada en la roca durante varios cientos de metros. Allá abajo se adivina el ruido de los rápidos que durante miles de años han esculpido este paso. Una vez superado el tramo, continuamos hacia el norte, acercándonos poco a poco a Carcassonne.

Juan Pedro y su F800R deciden amenizarnos la tarde con un pinchazo de esos lentos pero efectivos, que le iban desinflando tanto su neumático como sus pretensiones de conquistar la ciudad amurallada. Logramos sin excesivos problemas, como cualquier aventurero urbano que se precie, localizar un taller de neumáticos donde intentaron infructuosamente reparar el pinchazo. Salimos de allí con la rueda convenientemente hinchada y la promesa de un neumático nuevo -ya le tocaba- en Carcassonne.

Comenzó a llover, primero tímidamente, luego con más fuerza, como si el destino quisiera impedir, de una manera algo ingenua y como ya lo hizo otras veces, que tomara Carcassonne. Pero no pudo. La ciudad -la cité y su castillo- me aparecieron de bruces a través de la visera de mi casco nada más cruzar un puente, allí colgada en el peñasco, como flotando por encima del vulgar pueblo. Pero la aventura no había acabado; teníamos que encontrar el taller donde cambiarían la rueda de la BMW. Y entonces ocurrió el milagro; de la nada, apareció una Z750 a la que paramos para preguntar por el taller. Como no podía ser de otra manera, y haciendo gala del mejor espíritu motero, el señor -entradito en años, aunque aún hacemos apuestas sobre cuántos- dio media vuelta y recorrió media ciudad bajo la lluvia para acompañarnos al taller.

Una hora y 210 euros después, ya teníamos todo dispuesto para llegar al hotel, cambiarnos y visitar la ciudad amurallada. Un pasaje casi secreto nos adentró en sus murallas, amparados por la oscuridad incipiente de la noche y camuflados por el ruido de las gotas de lluvia al caer sobre el empedrado. La ciudad que se supone infestada de turistas estaba casi vacía, como correspondía a un lluvioso fin de semana de invierno. Paseamos por las callejuelas a nuestro antojo, eligiendo con parsimonia el lugar donde repondríamos fuerzas. Luego, una excursión -planeada a medias- alrededor de las murallas para bajar las viandas y un feliz reposo nocturno.

La mañana del domingo se presentaba perezosa, luchando con las nubes y la lluvia, que no se decidía a retirarse. Comenzamos ruta nuevamente hacia el sur. Cambiamos planes, ya que tras conquistar la fortaleza uno se siente con fuerzas de conquistar paredes más altas, como quizá la del Col de Porté-Puymorens. Y hacia allí dirigimos nuestras R1200GS, F800R y GTR1400, peleándonos nuevamente con mil curvas, cientos de baches y decenas de paisajes inolvidables, salpicados primero, inundados después de millones de copos de nieve.

Me las prometía felices con la conquista, pero subestimé el poder del destino, que intentaba cercenar mi retirada haciéndome pensar que podía llegar con la gasolina que me quedaba hasta tierras donde las gasolineras tienen gente trabajando los domingos. El ordenador me iba disminuyendo, lenta pero inexorablemente, la cuenta atrás. 50 km de autonomía… 40… 30 y enfilando las primeras paellas llenas de nieve… 6!!! al iniciar el ascenso al Col de Porté-Puymorens… Y ni una gasolinera. 5…4…3…2…1… y el cero no apareció. En su lugar, unas insípidas tres rallitas ( – – – ) indicaban que el ordenador se había quedado sin números para calcular. Sorprendentemente llegué a la cima del Col y bajé… y llegué hasta Puigcerdà, 30 km más allá de las tres rallas. Había vuelto a ganar al destino. Había conquistado los Pirineos!!

El retorno a casa, ya por Berga y vías extremadamente rápidas, fue como un paseo triunfal a este fin de semana donde se conquistó Carcassonne y los Pirineos. Fue casi perfecto. Lo mejor de todo es que lo que le queda para la perfección tendré ocasión de conquistarlo en otra ocasión, esta vez sin tanto espacio en las maletas y con el asiento trasero de la BMW algo más… ocupado. Verdad?

Hemos realizado 641km en dos días, a una media de 51,1 km/h y un consumo medio de 5,8 l/100km. Como siempre, puedes ver la ruta aquí:

Carcassonne


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Día 25. 17 de Agosto. Terrassa

Letze Runde” o “Last Lap” son frases que están en mi vocabulario desde niño; son cosas que pasan por ver carreras desde tiempos de Freddie Spencer. Last Lap es lo que parecía decir esa señora que agitaba su pañuelo blanco y negro en el paso de peatones de una calle de Mónaco.

Era la última jornada. Última vez que empaquetaba mi equipaje, última vez que introducía la ruta en el GPS, última vez que comprobaba que todo estaba en orden antes de encender mi BMW… “Last Lap, Sergio”, pensé. Y qué mejor última vuelta que darla en un circuito mítico, aunque no sea de motos. Tener Montecarlo tan cerca y no aprovecharlo no entraba en mis planes. Así que enfilé Santa Devota, subí hacia el Casino, Mirabeau, Loewe, el Túnel, la Rascasse… Poco a poco fui pasando por esas curvas míticas mientras pensaba en mi última etapa.

Y fueron pasando kilómetros y kilómetros de aburridas autopistas, unos cuantos repostajes -en uno de los cuales un argentino afincado en Italia con una enorme Harley Davidson Fat Boy me preguntó por el viaje, intrigado por la cantidad de pegatinas que llevaba la moto- y algún que otro peaje. Era territorio conocido de recorrerlo bastantes veces en coche y alguna que otra en moto, así que ya me encontraba casi en casa. Y tenía tiempo de pensar.

Pensar en lo que había hecho. 14.500 kilómetros en 25 días. Y todo para llegar al mismo sitio de partida. Y todo para ver una simple bola de hierros en la otra punta de Europa. Pero no. Era mucho más que eso. Ha sido un Viaje, un Viaje con mayúsculas. Una de las premisas que impuse a la salida que lo más importante del viaje no era el destino, sino el camino. Y ahora puedo añadir que lo importante no es solo el camino, sino la compañía. Porque no me he ido solo. Aunque parezca un tópico, he viajado con vosotros. Una de las cosas más importantes que hacía cada día, a pesar de la hora o de lo cansado que estaba, era escribir esta crónica. Porque necesitaba compartirlo con vosotros. Necesitaba viajar con vosotros. Y esta noche no podía ser menos. Last Lap… Por cierto… gracias por acompañarme!

Y finalmente La Jonquera. Solamente quedaba hora y media para que The Long Way North finalizara, para que bajara la bandera a cuadros, para que muchos meses de ilusiones y de trabajo concluyeran. Último repostaje. No estaba acostumbrado a esa presunción de culpabilidad de las gasolineras españolas que es el prepago o el mostrar el DNI al pagar con tarjeta; llevaba 25 días fuera de casa, mil y un repostajes, y no he visto esa desconfianza en ninguno de los 15 países recorridos. Pues bien… último repostaje y… se acabó. A las 17:05 horas, apagué el motor de mi F800GS en el parking de casa. Lo que para mí era una hazaña, había finalizado con éxito.

Pero esto no acaba aquí. Como decía SuperRatón, “No se vayan todavía, aún hay más!”. Ahora vienen los análisis, las anécdotas, algún que otro vídeo pendiente de colgar… Seguiremos informando!

Hoy he recorrido 732 kilómetros en 6 horas y 33 minutos, a una media de 112 km/h. El consumo ha subido hasta los 6,2 l/100km. Hemos recorrido 16 países en 25 días durante 14.441 kilómetros y más de 170 horas sobre la moto. La ruta de hoy la tienes aquí.

The Long Way North. Day 25


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Día 1. 24 de Julio, Strasbourg

No me digáis cómo. Pero llegué. Un día de contradicciones toca a su fin, y estoy demasiado cansado como para balances profundos. De momento el balance es éste: 10 horas y un minuto con la moto en movimiento, para hacer 1137 km. No se ha de ser muy listo para calcular una media de 113,7 km/h. Consumo de 6,1 l/100km. Balance realizado.

Un día de contradicciones, decía. El placer de sufrir en la carretera, el sorprendente frío del verano, o el viaje en solitario acompañado son algunas de ellas. Pero quizá comencemos por el principio.

Las 6.30 de la mañana, tras unas 4 horas de sueño, que a primera hora ya se me antojaban escasas para tan magna aventura con la que el día me recibía, me levanto con el corazón palpitando. Es la primera vez que noto cierto nerviosismo por el viaje; quizá antes no haya tenido tiempo. A las 7.00, puntual como un reloj aparecía mi primo para despedirme, ayudarme a estibar la carga y hacerme alguna fotillo. No es hasta las 8 que no salgo del parking con la desagradable sorpresa de saber que la cámara de video ha dejado de funcionar como por arte de magia… Pero no me sorprende. Lo que sí que realmente me sorprende, y muy gratamente es encontrarme con todos mis amigos moteros que han venido a despedirme. Todos. Bueno, todos los que han podido venir. Pero vamos, como si fueran todos. Tras la cara de estupor llegaron las fotos para el recuerdo. Y segunda sorpresa: me acompañan hasta la frontera francesa. Genial! Así que a eso de las 8.20, algo más tarde de lo previsto, 8 motos comenzamos mi particular larga ruta hacia el Norte.

Repostajes de máquinas y pilotos me dejan en Le Village Catalan por primera vez solo ante el asfalto a eso de las 11 y pico de la mañana. Con casi todo por delante. El viento es mi único compañero, además de Pérez Reverte, que se empeña en explicarme “El pintor de batallas” por los auriculares. Pude realizar unos primeros relevos de casi 300 kilómetros, que es lo que viene durando el depósito de la BMW F800GS con las maletas y con ese viento en contra. Más adelante tuve que aumentar la frecuencia de paradas, en aras de mantener el riego sanguíneo en… la parte del cuerpo que se apoya en el duro sillín.

Las enormes caravanas que se forman en los peajes franceses impiden mantener el ritmo que me impone el GPS para llegar a una hora prudencial al final de etapa. El viento, que me acompañó hasta pasado Lyon, tampoco ayudó a recuperar el tiempo perdido. Y el frío tomó el relevo del viento, llegando a ver la interesante cifra de 13ºC (interesante para el mes de Agosto, claro) cerca de Mulhouse, donde hago la última parada para repostar y cenar una hamburguesa congelada directamente calentada en la plancha. Exquisiteces de la cocina francesa.

Y finalmente, a las 11 de la noche consigo llegar al Premiére Classe de Strasbourg. Exquisiteces de la hostelería francesa.

REFLEXIONES del primer día:

– Qué pasa con mis tarjetas de crédito en Francia? Es el único lugar donde repetidamente me da error la VISA. Me ha pasado en múltiples gasolineras e incluso en el hotel. Al final he tirado de VISA Electron.

– ¿Por que siempre me parece que los franceses pasan de mí? ¿Es normal que a un francés le traigan el plato a la mesa en el self-service mientas que yo tenga que ir a recogerlo una vez preparado?

– ¿Por qué durante mi infancia me parecía que dominaba el francés porque sabía que “Yogur” se escribía “Youghourt” a base de verlo en el luminoso de Danone de la Diagonal, y ahora descubro que los franceses le llaman “Yaourt”?

Bueno, voy a ver si descanso algo, que creo que mañana también me toca ir en moto. De momento, os dejo el track de la ruta.

The Long Way North. DAY 1


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La Costa Azul con la Kawa GTR 1400: Apostando a ganar

La ruleta francesa tiene 36 casillas, la mitad roja y la otra mitad negra. La probabilidad de ganar un pleno apostando a un solo número es de 1 de cada 37 veces. Yo no estaba dispuesto a arriesgar tanto. Un viaje de más de 1700 kilómetros a Mónaco y la Costa Azul con la Kawasaki GTR 1400 era una apuesta segura. Prefiero siempre apostar a ganar

Afortunadamente comienzo a acostumbrarme a pilotar otras motos que no son la mía para hacer ciertos viajes. Los 1700 kilómetros de este fin de semana los haría con una devoradora de kilómetros. Así sí que se pueden hacer las cosas! Gracias nuevamente a Solo Moto por brindarme la oportunidad de probar esta gran moto en su salsa!

Salir de Barcelona el primer fin de semana de Julio tiene algunos inconvenientes. Caravanas kilométricas y un sol de justicia, que afortunadamente iban disipándose conforme transcurrían los minutos. En un primer momento pensé que el volumen de la GTR sería un lastre importante de cara a evolucionar entre el laberinto de coches que se dirigía hacia las playas de la Costa Brava, pero no fue así. La agilidad -relativa, estamos hablando de una Gran Turismo-  de la moto y su elástico motor, con una respuesta en bajos extasiante facilitaron la tarea en gran medida.

Hasta el precioso pueblo de Collioure, primer enclave francés de la costa, fueron 2 horas deliciosas, tomando contacto con la moto, con su motor lleno de par y con su maravillosa cúpula variable, que permite hacer cruceros de vértigo sin despeinarse, literalmente. Llegar al pueblo costero en la hora azul, con sus calles animadas y su pequeña cala amurallada pusieron el broche de oro a la jornada. Una crêpe (que aquí llaman galette) de bacon y mozarella a orillas del mar, observando pasar los minutos en el reloj de la torre, sirvieron para reponer las pocas fuerzas gastadas hasta el momento.

El sábado fue el día fuerte. Los más de 700 kilómetros programados comenzaban con 350 de autopistas francesas, donde los conductores están mucho más acostumbrados que nosotros a conducir por la derecha. Tienen un gran respeto por los motoristas y no dudan en dejarte sitio para adelatarlos en cuanto es posible. El inicio de la ruta la compartimos con sendas BMW Adventure inglesa y francesa, como si fuera el comienzo de un chiste malo, “un francés, un inglés y un español…” Y es que era de chiste ver la sombrilla a rayas amarillas y blancas que portaba el inglés entre sus maletas.

A un buen ritmo, cobijados tras las enormes protecciones de la Kawa, fueron transcurriendo cómodamente los kilómetros. El calor apretaba, y el ir vestido de romano -siempre aconsejable- no favorecía la refrigeración en absoluto. Perpignan, Narbonne, Nîmes, Arles, Aix-en-Provence iban quedando atrás mientras la GTR 1400 ronroneaba plácidamente a medio régimen. La temperatura seguía aumentando, ya a más de 32ºC y los trajes y la pantalla no dejaban pasar ni una brizna de aire, por otro lado excesivamente caliente como para refrescar. Varias paradas para repostar (se me antoja algo escaso el depósito de combustible que a pesar de presentar una autonomía de más de 300 kilómetros, se agota antes que piloto y pasajero) y finalmente salimos de la autopista en busca de las carreteras más extasiantes de la Provenza francesa.

Las de las Gorges du Verdon fueron las primeras curvas que aparecieron en el camino. Buen asfalto, fuimos enlazando curvas poco a poco. Muchísimos moteros aparecieron por todos lados, pero sin locuras. Parece que todos hemos venido a bailar con las curvas, y no a pelearnos con ellas. A plena carga y con pasajero, el renovado sistema K-ACT de freno coactivo hace que detener esa cantidad de kilos es casi un juego de niños. Además, apurar frenadas nunca me ha parecido tan fácil sabiendo que tienes toda la electrónica de los sistemas de seguridad activa (ABS incluido) protegiéndote.

Seguimos hasta Castellane y posteriormente hacia Entrevaux, pueblo de imprescindible visita para los ruteros que visiten la zona (además cuenta con un pequeño museo de la moto). El asfalto en mal estado y las curvas reviradas que vinieron a continuación me hicieron trabajar algo más. Y es que el tarado de las suspensiones, que endurecí por el peso ahora pasaba factura. En aquel momento no pensé en ablandarlas ligeramente desde el cómodo pomo que aparece por un lateral de la moto. En esas circunstancias, el término “negociar la curva” adquiere su máxima expresión: realmente es una negociación a tres bandas: la moto, la curva y el piloto. Afortunadamente aposté bien y gané en todas las curvas. Y es que parece que estoy en racha!

Murphy decía que las cosas siempre pueden empeorar. Y casi siempre tiene razón. Las carreteras reviradas y con mal asfalto se tornaron casi impracticables, repletas de gravilla y socavones durante algunas decenas de kilómetros. En estas circunstancias, el control de tracción KTRC y el ABS de la Kawasaki GTR 1400 fueron los auténticos protagonistas, y acabaron dándole una buena lección al señor Murphy.

Espectaculares las Gorges du Daluis. Piedra rojiza, alucinantes acantilados y paisajes que hacían que disfrutar de la carretera sea de lo menos importante (y de verdad que se disfruta!). Desdoblamientos imposibles, donde un carril se introduce en un lúgubre y estrecho túnel mientras que el otro juega a entrelazarse con el acantilado, en equilibrio con los cortantes que cortan hasta el hipo, mientras el sol baña las rocas con la cálida luz del atardecer. Todo es tan idílico que los 300 kilómetros de curvas ininterrumpidas (sumados a los 350 de autopista) hacen que un día aparentemente durísimo sea tan agradable. Y en parte se lo debo a la GTR, que minimiza de manera increíble las distancias, que solamente se notan en el cuentakilómetros.  En pocos kilómetros llegaremos a la Costa Azul, donde el lujo y el glamour nos deslumbrarían.

Cenar en una terraza en los boxes de uno de los circuitos más famosos del mundo es algo que solamente se puede hacer en Mónaco. Dar unas cuantas vueltas a su circuito urbano disfrutando del frescor nocturno es el penúltimo placer del día, aunque no seas amante de la Fórmula 1. Las curvas de Santa Devota, el Casino, Loewe, el mismísimo Túnel o la Rascasse van cayendo una tras otra. A la tercera vuelta, aún esperando una indicación en la pizarra desde los boxes, intento parar en la puerta del Casino para inmortalizar el viaje, pero la caravana de Ferraris, Porsches o Bentleys de los que descienden vertiginosos tacones, minúsculas minifaldas y grandes calvas con pantalones de lino y carteras repletas me impiden aparcar la Kawa GTR. Así que decido parar en otro lugar mítico, la curva más lenta de toda la Fórmula 1, que continúa con sus pianos que han vivido y sentido más de 1000 batallas.

El retorno al hotel vino presidido por la pérdida del GPS en una de las curvas saliendo de Mónaco. Nota mental para el viaje a Cabo Norte: Apretar fuertemente el velcro del GPS es fundamental! A pesar de su aparentemente buen estado, el Garmin ha dejado de funcionar.

El domingo era el día de regreso. Visita relámpago a Cannes y su auditorium, cuya alfombra roja han recorrido cientos de glamourosos actores de Hollywood. Y a pocos kilómetros Grasse, la cuna mundial del perfume. Esperaba encontrar campos repletos de flores multicolores pero no los busquéis: no están allí; sí encontraréis callejuelas estrechas formadas por casas que casi se besan, y sobre todo museos y tiendas de todos los perfumes imaginables.

Y después… autopista directa hacia Barcelona. Los 800 kilómetros totales del día anterior (y los 200 del viernes) no pesan en absoluto. La posición de la GTR es muy relajada y permite grandes distancias sin problemas, aunque preferiría un manillar algo más elevado, será que estoy acostumbrado a las trail… Pero su mullido asiento, con la firmeza justa, no lo cambio por nada. Ni la pantalla, claro!

En algunos momentos decido activar el modo ECO, que baja ligeramente las prestaciones (hay suficiente potencia como para que no se note en exceso) y reduce ostensiblemente el consumo. Las gasolineras de las autopistas francesas están en general algo más alejadas entre ellas que en nuestro país, por lo que en algún repostaje tuve que apurar algo más de la cuenta pero sin mayores problemas. La suerte sigue de mi lado.

Calor… Ha sido el fin de semana del calor. A la altura de Montpelllier cayó algo de agua proviniente de la tormenta que llevaba tiempo acechando desde el horizonte. Se agradeció el olor a tierra mojada y la leve disminución de la temperatura, que por otra parte fue momentánea.

Ya de noche y en España, quedaba el último escollo que salvar. La impresionante caravana que se formó a 60 kilómetros de Barcelona, por otra parte previsible en las noches de domingo veraniegas. Nuevamente el volumen de la Kawa quedó minimizado por una más que sorprendente agilidad para pasar entre coches, como si fuera un gran luchador de sumo bailando grácilmente una pieza de Tchaikowski. Sus anchos retrovisores sirven de referencia: si pasan, las maletas también pasarán sin problemas. Y así llegamos hasta el final de la ruta, cansados pero satisfechos de haber compartido un fin de semana con una rutera de verdad.

EPÍLOGO: 1730 kilómetros en dos días y medio no pesaron en absoluto a la hora de madrugar el lunes para ir al trabajo. Ni una agujeta. Genial. Bajo al parking y la veo allí. La GTR me espera para otra aventura diaria. Y es que con ella aposté a ganar… y acerté!

Barcelona-Biarritz, proyecto Kawa Z1000. La vuelta

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Como era de esperar, una ligera llovizna riega Biarritz a primera hora de la mañana. Me preparo para la jornada motera, que se prevé muy divertida pero cansada. El desayuno quizá fue demasiado justito como para aguantar lo que me espera. Antes de partir toca cargar el miniequipaje en la Z1000 y poner en marcha el GPS, que se resiste a enseñarme la ruta hacia donde quiero ir. Tras un tira y afloja con los electrones, nos ponemos ambos de acuerdo.

Hacia Pau y Lourdes, sin pisar autopista. Esa es mi idea, disfrutar las carreteras francesas con ese asfalto en buen estado, los pueblos pintados con flores de colores y los conductores locales con esa educación. Pero no contaba yo con las rotondas. Los franceses aman las rotondas… seguro. En algunos momentos pienso que la carretera no es más que una serie de rotondas conectadas por unos pocos cientos de metros de asfalto.

A pesar de las rotondas, la ruta hacia Lourdes está plagada de pequeños pueblecitos que albergan rancios palacetes y castillos, flores hasta la saciedad y ríos caudalosos que atravesar por cuidados puentes de piedra. Y qué decir de los frondosos y fornidos plátanos que enmarcan la carretera hasta muy arriba, como si entraras en la nave de una inmensa catedral gótica vegetal. Este estallido de color verde se repetía frecuentemente a la entrada o salida de los pueblos.

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Y Lourdes, justo cuando al fin deja de llover. Y es que la lluvia y el sol continúan echando su pulso desde ayer. Y por ahora siguen empatados. Las calles céntricas de Lourdes, todas llenas de puestos de souvenirs y locales para comer, no me hacen pansar que estoy en uno de los mayores centros de peregrinaje del mundo. Mirando detenidamente los souvenirs que venden, te das cuenta que el merchandising religioso está en pleno auge en la ciudad. Obviamente no podía salir de ahí sin la virgen-cantimplora que Fabián compró cuando salió a dar una vuelta hace unas semanas.

Y desde allí, parto hacia el sur para rememorar esas tardes de Julio cuando mientras me echaba la siesta veía el Tour de Francia por el rabillo del ojo. El Tourmalet, mítico puerto de montaña, de más de 2.100 metros fue mi siguiente objetivo. Asfalto seco y bueno al inicio de la ascensión. Me encuentro a un grupo de moteros españoles que también fueron cautivados por la llamada del célebre puerto. La Z1000 va abriéndose paso uno a uno… y es que esta es una moto pensado para eso… curvas y más curvas… enlazándolas a buen ritmo. Da igual que sean rápidas o lentas, la Kawa es una auténtica devoradora de curvas… y también de las rectas que las unen… porque sacando toda su caballería, las rectas simplemente desaparecen. Mientras ascendemos, comienza a llover (no es que la lluvia venga hacia nosotros, sino que con la ascensión hemos penetrado en la propia nube). El asfalto comienza ya a estar bastante mal, tanto por los baches como por el agua, por lo que toca aflojar el ritmo, y pararse a hacer alguna que otra foto. Y es que no había podido desviar la mirada de la carretera, pero yendo más lento es posible apreciar la belleza del paraje pirenaico. Este era un viaje de ruta,… pero es muy difícil escaparse de la llamada de la Z1000 que te embauca con su aullido atroz más allá de las 7000 rpm. cual canto de sirenas.

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Uno de los problemas que me voy encontrando es el de las gasolineras. Los domingos la mayoría no tienen personal, y se pagan automáticamente mediante tarjeta de crédito. El problema es que solamente admiten tarjetas francesas. Ni la Visa Oro me salvó. La Z1000 no se caracteriza precisamente por sus espartanos consumos, y el depósito, aunque es voluminoso a primera vista, no es demasiado grande. Así que después de dos intentos frustrados de repostar, he de marchar hacia la frontera española sufriendo por encontrar alguna gasolinera. Tras pasar la abandonada línea fronteriza, encuentro la primera gasolinera española, donde le cupieron 15,7 litros… cuando la cifra declarada de capacidad del depósito era de 15 justos… Vamos que llegué seco seco!

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Recorrer la Vall d’Aran fue un tremendo gustazo. Curvas rápidas, asfalto impecable, y una moto potente pero dulce, estable pero ágil… En estas circunstancias la Kawa Z1000 es una moto que roza la perfección. Desde allí hasta Tremp las carreteras son simplemente magníficas. Llevaba más de 400 kilómetros a mis espaldas, pero estaba disfrutando como un enano. Tumbadas de vértigo, apuradas de frenada, aceleraciones extasiantes… Yo iba a hacer ruta, no? Se supone que tendría que tomarme las cosas con tranquilidad, no? Imposible con esta moto.

Mi cara de satisfacción acabó en cuanto descargó el nubarrón que me perseguía. Un tremendo aguacero me hacía intuir la carretera, más que verla. Así que cambiamos el chip y pasamos al modo de conducción segura, que a la postre me llevaría sin más contratiempos hasta casa. Antes tocaba bajar hacia la autovía A2 para merendarme los últimos 120 kilómetros, ya sin lluvia pero con unos fantásticos arcoiris que dibujaban el camino a casa. Finalmente llegué tras más de 8 horas y media encima de la moto, que se mostró mucho más cómoda de lo que pensaba, con un asiento fantástico pero con unas suspensiones muy duras… Y es que no se puede tener de todo!

En resumen, un viaje de 1508 kilómetros, donde he podido constatar que el rutero es el piloto. La moto solamente es la herramienta. Algunas están pensadas para devorar kilómetros. Otras simplemente te llevan. La Kawasaki Z1000 ha salido aprobada con nota en casi todos los terrenos. Porque la autopista no está hecha para ella. Ni para el rutero. Pero en el resto…. Gasssss!