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La Ruta de Los Pirineos

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Me gusta la sensación de circular con buen tiempo por carreteras de montaña rodeadas de nieve, ahora que comienza la primavera. El paisaje se engrandece cuando está vestido completamente de blanco, como una novia a punto de dar el «sí, quiero», y el asfalto no es más que una cinta negra -más negra de lo habitual- que lo corta de manera caprichosa y ondulante. Ese era el objetivo para estos tres días moteros, además de «entrenar» para el próximo viaje del verano, que ya está completamente confirmado, y que explicaré en breve.

La primera etapa de la ruta, como ya es bastante habitual, discurría entre Barcelona y Zaragoza, por la Autovía hasta Fraga y posteriormente por la nacional. Son algo menos de tres horas que pasan casi en un suspiro, entre paisajes ya conocidos pero cambiantes con los calores de la estación. Los ocres invernales pasaron hace semanas a incipientes verdes de los campos de trigo y los primeros brotes de los frutales de Lleida. Ahora, los amarillos de la colza salpicaban con fuerza diversos cultivos de formas irregulares. Estos pequeños descubrimientos desvanecen la monotonía del viaje casi semanal.

El sábado, y ya con Belén como pasajera, enfilamos los primeros 100 kilómetros por autopista hacia Huesca, pasando por el espectacular puerto de Monrepós, que tras un primer tramo de subida, te deja en un privilegiado balcón desde donde contemplar los Pirineos antes de comenzar la rápida bajada. El día estaba brumoso, por lo que la esperada vista desmereció bastante, pero no me importó en exceso, ya que en las próximas horas nos empaparíamos de Pirineos hasta los huesos. Sabiñánigo, Biescas y Panticosa fueron desapareciendo por los retrovisores rápidamente, y seguimos subiendo hacia la frontera francesa, en El Portalet, donde ya divisamos las primeras nieves. Las curvas entre las grandes moles nevadas, los giros entre grandes peñascos, los recodos del camino cerca de incipientes cascadas, las viradas sobre tímidas pero ya verdes praderas… Todo eso es lo que habíamos venido a buscar. Desde allí nos dirigiríamos a 6 puertos de montaña más, ya en la vertiente francesa, escenario de épicas tardes de Julio en el Tour de Francia.
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El primero de ellos fue el Col d’Aubisque, de 1709 metros de altura. Bordeamos el valle hacia Gourette, pueblo dedicado enteramente al esquí, que encontramos fantasmagóricamente desierto. Comenzaban las primeras rampas, ahora en la otra cara del valle, dejando al descubierto la impresionante mole nevada del Pic de Ger, mientras la estrecha carretera se empeñaba en seguir ascendiendo. Ya en la cima, la primera decepción: una enorme barrera nos cerraba el paso por la D918 hacia el Col du Soulor, siguiente puerto en nuestra lista. Al parecer, se daba paso alternativo (de 6 a 13 en un sentido, y de 13 a 19 en el otro). Pero la barrera cerrada daba mala espina. Paramos el motor de la BMW, como para que el particular silencio de la alta montaña nos diera la inspiración sobre el siguiente paso a a seguir. Y la inspiración llegó de la mano de un esforzado ciclista que ascendía penosamente al otro lado de la barrera. Esperé pacientemente a que la cruzara con la bicicleta a cuestas, se hidratara y recuperara un poco el fuelle.

-Hola, buenos días. ¿Sabes si está cerrado el Col du Soulor?- le dije en mi macarrónico francés de supervivencia.
-Hola. Sí, está cerrado. Ha habido una avalancha y hay unos cien metros cubiertos de nieve. No sé si podrás pasar con la moto… Está un poco peligroso- me contestó. -Ahora, la ruta es muy bonita.

Después de darle las gracias al ciclista comencé a toquetear el GPS para conseguir una ruta alternativa hacia los siguientes puertos de montaña, saltándome el Col du Soulor. Deberíamos desandar todo el camino del valle, virar al norte y salirnos prácticamente de los Pirineos, para volver a entrar en el siguiente valle. No pasaba nada, solamente un pequeño retraso y un desvío. Esa pequeña avalancha no podría con nosotros. La nueva ruta nos acercaba a Lourdes para retornar hacia el sur, camino de los dos grandes puertos del día: el Luz Ardiden y el Tourmalet. Los nevados picos pirenaicos se volviern a ver en el horizonte, y retomamos la ruta con renovada ilusión, hasta que un fatídico cartel se cruzó en nuestro camino:

«Col du Tourmalet, FERMÉ».

Mierda! No puede ser!! El Tourmalet cerrado? Los dos grandes se fueron al traste (la ascensión al Luz Ardiden se realizar desde la carretera que va al Tourmalet). La ruta de los Pirineos se estaba convirtiendo en una suave excursioncilla campestre por los alrededores de Lourdes, como hacen los jubilados franceses esperando pacientemente una sarta de milagros imposibles. Los grandes picos nevados, las carreteras reviradas plagadas de aventura, la naturaleza en estado puro revitalizada por una primavera recién estrenada se iban desvaneciendo. Comenzaba a tener mis dudas de si podríamos pasar a la Vall d’Aran por la Bonaigua, si «pequeños» puertos de escasos 1700 metros se encontraban cerrados… Cogimos nuestras caras de preocupación, nuestras ilusiones algo maltrechas y nuestra sed de aventuras, y reculamos nuevamente hacia Lourdes, siguiendo la nueva ruta propuesta por el Señor Garmin.

La carretera discurría ahora entre parajes menos agrestes y más mediterráneos. Las encinas habían sustituido a los abetos, y el asfalto estaba cubierto de una fina capa de gravilla en algunas curvas. La senda se volvía cada vez más estrecha ascendiendo el Col de Lingous, y había que estar atento ante cualquier eventualidad. Y la eventualidad acudió hacia nosotros a 60 kilómetros por hora en forma de Peugeot. Un inconsciente, imberbe e inexperimentado galo apareció tras una curva intentando sin mucha maña mantener su coche en el lado derecho de la vía. Su cara de susto, claramente visible a través del cristal, vislumbraba que la situación no la tenía para nada controlada, mientras yo intentaba frenar, sobre la gravilla, los más de 300 kilos de la BMW. A todo esto, había que contar con que la carretera no tenía anchura suficiente para su coche y mis maletas, así que reduje la velocidad a la mínima expresión, me pegué todo lo que pude al margen derecho y comencé a rezar, esperando que haber pasado por Lourdes hacía escasos minutos sirviera de algo. Aún no sé cómo pasamos los dos; yo creo que entre su puerta y mi maleta no pasaba ni un pelo púbico de esos que el «francés volador» aún no tenía… Sea como fuere, el susto quedó grabado para la eternidad, y no solamente en nuestras retinas. Aquí tenéis el video:


Incidente por sergiomorchon

Nuestra improvisada ruta hacia la Vall d’Aran discurría ahora por el Col d’Aspin, un bonito puerto de montaña, rodeado de abetos y con unas cuantas paellas y curvas de todo tipo. Durante la ruta, me he ido dando cuenta de que no tengo un buen feeling con las carreteras francesas. Me cuesta cogerles el ritmo a sus curvas, y siempre hay alguna que otra que se me atraganta. No estaba especialmente cómodo. El Col de Peyresource nos daría acceso a Bagneres de Luchon, rodeada de frondosos valles con más tonalidades de verde de las que mi retina masculina es capaz de distinguir. Sea como fuere, continuamos ruta hasta Bòssots y Vielha, siempre a la vera del Garona. La ascensión del Port de la Bonaigua iba a ser, a la postre, la mayor de la jornada, con sus más de 2000 metros de altura. En las inmediaciones de Baqueira, allá donde la naturaleza se torna pija en extremo, puede observarse la perfección del extremo oriental del Valle de Arán, como si hubiera pasado por la visita de alguno de los cirujanos plásticos que por allá esquían para dejar unas laderas perfectas y un valle dibujado a escuadra y cartabón. Desde Esterri d’Aneu hasta Sort la carretera es rápida, divertida y con asfalto impecable. A pesar de los más de 500 kilómetros a nuestras espaldas desde Zaragoza, volví a divertirme con las curvas paisanas y descendimos como flotando, la BMW, Belén y yo, bailando a ritmo de vals a tres bandas. Las curvas se hicieron cada vez más cerradas cuanto más nos acercábamos a la Seu d’Urgell, pero no por ello el ritmo de nuestro vals descendió ni un solo ápice. Solamente quedaba atravesar la Seu y ascender por la carretera de acceso a Andorra, sortear el siempre complicado tráfico y llegar justo a tiempo para disfrutar de un ansiado relax mecido por las termales aguas de Caldea…

Después de una mañana de merecido descanso por Andorra, comenzamos a ascender el Pas de la Casa (2050 metros) en nuestra ruta de regreso a Francia. La ladera norte estaba completamente nevada, al contrario que la sur, que ya acusaba los calores primaverales. La ruta hacia Aix-Les-Thermes, con curvas rápidas y bonitas, fue un sinparar de adelantar otros vehículos que también regresaban a Francia. Desde allí, por el los Cols de Chioula, d’en Ferret y de Marmare (de unos 1400 metros), se llega hasta Prades. El paisaje era ya primaveral, no como hace unas semanas, volviendo de Carcassonne, donde la nieve rodeaba todo lo que alcanzaba la vista, excepto la carretara -afortunadamente-. Pero no por ello la ruta era menos vistosa. A pesar del cambiante asfalto, a veces algo malo, otras veces en perfecto estado, las últimas curvas del Col des Bans y du Portel, antes de llegar a Quillan son especialmente agradables.

Quillan era la población más grande que nos íbamos a encontrar por los alrededores, y ya habíamos pasado ampliamente la hora de la comida en Francia. A pesar de ello, intentamos buscar un lugar donde comer en el pueblo, que a estas horas parecía completamente desierto. Varias pizzerías se encontraban cerradas, y al llegar a lo que se supone era el centro del pueblo, solamente un bar donde no tenían visos de servir nada comestible seguía abierto. Allí, unos cuantos lugareños y algún que otro foráneo (nos pareció ver a dos moteros españoles que habían llegado en una Burman) saboreaban sus respectivas bebidas mientras nosotros, como dos lastimeros personajes abandonados a su suerte y a su hambre, dábamos cuenta sentados en el bordillo, de las últimas reservas de comida que llevábamos encima: un par de Huesitos que supieron a gloria.

La carretera fue entonces a tomar las planicies formadas por el río Boulzane, entre dos cadenas montañosas agrestes y amenazantes. Buscaba con la mirada la brecha por la que cruzaríamos la sierra que nos quedaba a nuesta izquierda, y que desde Saint-Paul-de-Fenouillet formaría las famosas Gorges de Galamus. Ya las había recorrido hacía unas semanas, y me parecieron fantásticas, a pesar de su escasa longitud. Curvas imposibles, que había que negociar casi con el pie en el suelo, surcando los huecos que la carretera formaba en sus rocas, hasta el punto de formar casi túneles de piedra, se alternaban con acantilados estrechísimos y profundos. En algunos puntos parecía que podrías tocar la pared del otro extremo de la garganta, mientras el río sonaba con fuerte estruendo unas decenas de metros más abajo. Lástima de lo transitado de la zona, con múltiples coches de frente con los que tenías que alternar el paso, además del reguero de personas que circulaban a pie para apreciar mejor la belleza del lugar. Ahora que rememoro ese tramo, me hubiera gustado recorrerlo también en el otro sentido, hacia el sur, para asomarme de manera más decidida a sus grandes acantilados y conocer todos sus recovecos y vistas.
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Ya por carreteras más normales, siempre secundarias pero algo insulsas, nos dirigimos al este, hacia el castillo de Peyrepertuse. El GPS me indicaba que estábamos cerca, que había que rodear esos grandes riscos que aparecieron a nuestra derecha. Pero… espera! ¿Qué es eso que asoma en lo alto de los escarpados peñascos? Es… es el castillo! Como de la nada, completamente mimetizado con su entorno, y como si fuera una prolongación de las ya de por sí altísimas e inexpugnables paredes rocosas, aparecieron las murallas del castillo. Es mucho más grande de lo que imaginaba, ocupando toda la cima del risco, dominando las alturas y con una excepcional vista a una y otra vertiente. La ascensión desde el parking fue mucho más dura de lo previsto y nos dejó sin respiración, pero te da una idea de lo poderoso que debía de ser el castillo en su época, donde un posible ejército invasor solamente podía avanzar de uno en uno hasta la puerta del castillo. Una vez en sus almenas, la vista de todo el conjunto, con ese sol del atardecer de la primavera que lo encharca todo con sus cálidos tonos rojizos, nos dejó nuevamente sin aliento.

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Desde Peyrepertuse recorrimos carreteras no ya secundarias, sino casi cuaternarias, y no solamente por su relativa importancia, sino porque parecían haber recibido su última capa de asfalto aproximadamente por esa época prehistórica. La estrecha línea (negra?) discurría entre viñedos olvidados, remotas casas de campo o pueblos únicamente recordados por inscribir su nombre en un mapa. Fue un retorno al pasado, un viaje al olvido del que parecía no podríamos salir nunca. Pero casi sin avisar, de una manera paulatina y sigilosa, las fábricas, los cruces, las autopistas y el tráfico fueron apareciendo, avisando de la inquietante cercanía de una gran ciudad. Y es que las afueras de Carcassonne son como las de cualquier otra ciudad francesa, con sus supermercados, sus gasolineras o sus establecimientos de comida rápida.

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Pero lo que distingue Carcassonne del resto es su extasiante, espectacular, irrepetible y apabullante visión de su Cité amurallada nada más cruzar el puente. Las murallas, almenas y torreones recubiertos de pizarra abarcan toda la vista del horizonte, en una visión que por irreal, parece fantasmagórica. Abres y cierras los ojos varias veces, pero afortunadamente para el viajero ilusionado, nunca desaparece, permanece ahí, en lo alto de la colina, al alcance de tu mano.
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Una cena en la Cité, un merecido descanso en el hotel y una rápida visita por la mañana precedieron al inicio del fin. El viaje de regreso discurriría por la costa, desde cerca de Narbonne hasta Lloret de Mar, pasando por excelentes carreteras como la de Collioure a Cerbère, o la clásica Sant Feliu-Tossa-Lloret de Mar. Mil y una curvas a ras de mar, siguiendo los caprichos de la costa, resultado del apasionado encuentro entre los Pirineos y el Mediterráneo. A pesar de las fuertes rachas de viento que azotaron la BMW entre Sigean y Collioure, la ruta fue un magnífico broche de oro a tres días moteros de lo más variado: de las nevadas cumbres del Pirineo francés a espléndidas calas escondidas del litoral catalán. De la contundente cassoulette de Carcassonne a los fantásticos crêpes de Collioure. Un efectivo, productivo y necesario entrenamiento casi moldeado a medida para lo que será la ruta de este verano: La ruta de Oriente.

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La Ruta de los Pirineos la podéis ver aquí:

La Ruta de Los Pirineos


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La conquista de Carcassonne

La ciudad amurallada, tantas y tantas veces vista desde la autopista camino de Toulouse, siempre ha sido esquiva conmigo. Unas cosas u otras habían impedido en el pasado visitarla. Ahora, a lomos de mi fiel cabalgadura, acompañado de otros caballeros, armadura bien encinchada y con la certeza del éxito, me disponía a conquistarla.

Sobre las 8:30 de la mañana, y no sin antes haber tenido algún que otro problema en la nueva colocación del GPS, partíamos Vicente, Montse, Juan Pedro y Mayka hacia La Jonquera. Teníamos por delante toda una autopista, algo de frío pero un día radiante y estupendo. Después de la parada para desayunar, comenzaba lo bueno. Una ruta por carreteras secundarias francesas, descubriendo pueblos perdidos, trazando curvas imposibles, cabalgando por baches amables,… disfrutando de la moto, de los paisajes y del día primaveral.

En Saint-Paul-de-Fenouillet comienza una carretera (es mucho decir, pero lo dejaremos ahí) que se adentra en el Bosc del Gran Bac, pasando por la garganta. Corta pero intensa, de las que sin lugar aparente por donde pasar, la pista queda colgada del barranco, ahondada en la roca durante varios cientos de metros. Allá abajo se adivina el ruido de los rápidos que durante miles de años han esculpido este paso. Una vez superado el tramo, continuamos hacia el norte, acercándonos poco a poco a Carcassonne.

Juan Pedro y su F800R deciden amenizarnos la tarde con un pinchazo de esos lentos pero efectivos, que le iban desinflando tanto su neumático como sus pretensiones de conquistar la ciudad amurallada. Logramos sin excesivos problemas, como cualquier aventurero urbano que se precie, localizar un taller de neumáticos donde intentaron infructuosamente reparar el pinchazo. Salimos de allí con la rueda convenientemente hinchada y la promesa de un neumático nuevo -ya le tocaba- en Carcassonne.

Comenzó a llover, primero tímidamente, luego con más fuerza, como si el destino quisiera impedir, de una manera algo ingenua y como ya lo hizo otras veces, que tomara Carcassonne. Pero no pudo. La ciudad -la cité y su castillo- me aparecieron de bruces a través de la visera de mi casco nada más cruzar un puente, allí colgada en el peñasco, como flotando por encima del vulgar pueblo. Pero la aventura no había acabado; teníamos que encontrar el taller donde cambiarían la rueda de la BMW. Y entonces ocurrió el milagro; de la nada, apareció una Z750 a la que paramos para preguntar por el taller. Como no podía ser de otra manera, y haciendo gala del mejor espíritu motero, el señor -entradito en años, aunque aún hacemos apuestas sobre cuántos- dio media vuelta y recorrió media ciudad bajo la lluvia para acompañarnos al taller.

Una hora y 210 euros después, ya teníamos todo dispuesto para llegar al hotel, cambiarnos y visitar la ciudad amurallada. Un pasaje casi secreto nos adentró en sus murallas, amparados por la oscuridad incipiente de la noche y camuflados por el ruido de las gotas de lluvia al caer sobre el empedrado. La ciudad que se supone infestada de turistas estaba casi vacía, como correspondía a un lluvioso fin de semana de invierno. Paseamos por las callejuelas a nuestro antojo, eligiendo con parsimonia el lugar donde repondríamos fuerzas. Luego, una excursión -planeada a medias- alrededor de las murallas para bajar las viandas y un feliz reposo nocturno.

La mañana del domingo se presentaba perezosa, luchando con las nubes y la lluvia, que no se decidía a retirarse. Comenzamos ruta nuevamente hacia el sur. Cambiamos planes, ya que tras conquistar la fortaleza uno se siente con fuerzas de conquistar paredes más altas, como quizá la del Col de Porté-Puymorens. Y hacia allí dirigimos nuestras R1200GS, F800R y GTR1400, peleándonos nuevamente con mil curvas, cientos de baches y decenas de paisajes inolvidables, salpicados primero, inundados después de millones de copos de nieve.

Me las prometía felices con la conquista, pero subestimé el poder del destino, que intentaba cercenar mi retirada haciéndome pensar que podía llegar con la gasolina que me quedaba hasta tierras donde las gasolineras tienen gente trabajando los domingos. El ordenador me iba disminuyendo, lenta pero inexorablemente, la cuenta atrás. 50 km de autonomía… 40… 30 y enfilando las primeras paellas llenas de nieve… 6!!! al iniciar el ascenso al Col de Porté-Puymorens… Y ni una gasolinera. 5…4…3…2…1… y el cero no apareció. En su lugar, unas insípidas tres rallitas ( – – – ) indicaban que el ordenador se había quedado sin números para calcular. Sorprendentemente llegué a la cima del Col y bajé… y llegué hasta Puigcerdà, 30 km más allá de las tres rallas. Había vuelto a ganar al destino. Había conquistado los Pirineos!!

El retorno a casa, ya por Berga y vías extremadamente rápidas, fue como un paseo triunfal a este fin de semana donde se conquistó Carcassonne y los Pirineos. Fue casi perfecto. Lo mejor de todo es que lo que le queda para la perfección tendré ocasión de conquistarlo en otra ocasión, esta vez sin tanto espacio en las maletas y con el asiento trasero de la BMW algo más… ocupado. Verdad?

Hemos realizado 641km en dos días, a una media de 51,1 km/h y un consumo medio de 5,8 l/100km. Como siempre, puedes ver la ruta aquí:

Carcassonne


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