LRB. Etapa 9. Tirana. Yo también atravesé las montañas de Albania


Carretera albania by sergiomorchon

-Vale, hagamos balance: Estoy bien, la moto también. En una hora y media se hará de noche y estoy en medio de las montañas en una pista infernal a 52 kilómetros de Tirana- pensé, mientras miraba fijamente el cartel que lo indicaba. -A una media de 30 kilómetros por hora, tengo tiempo suficiente de salir de este infierno – dije en voz alta, aunque sabía que nadie me escuchaba. Apreté los dientes, puse primera y salí dando gas montaña arriba.

Entrar en Albania costó más de lo previsto. Quizá el hecho de que fuera domingo y en una zona tan turística como el lago Ohrid tenía algo que ver. Unas cuantas minivans repletas de turistas enlentecían más si cabe los trámites. Ya en Albania, me tuve que adecuar a sus especiales normas de tráfico no escritas: Puedes ir por el sentido contrario cuando gustes, se adelanta en todos lados, ya que caben tres coches por la carretera, y cuando voy a parar, pongo el intermitente de la izquierda. Con estas tres cositas ya puedes circular por el país como un campeón.

Pero yo había venido a Albania a otra cosa. Tenía una asignatura pendiente del año pasado. Las carreteras comarcales. Las puedes ver dibujadas en la cartografía Michelin, o incluso en los carteles con el mapa de Albania a la entrada de las grandes ciudades. Pero en realidad, no existen. Al menos no como carreteras. Son, simplemente, caminos de cabras. Y ahí que me fui. Desde Maliq hasta Elbasan fueron casi 100 kilómetros de roca y piedra suelta. A mi izquierda, el espectacular valle que bajaba hasta el caudaloso río que iba saltando de roca en roca. O si lo quieres más claro: un barranco de cien metros de altura.

De pronto, cuando llevaba unas dos horas por esa pista, un “click” saltó en mi cabeza. Los miedos a la tierra y las piedras desaparecieron, y me sorprendí dando gas instintivamente cuando la moto se iba de delante, o cuando venían socavones o piedras sueltas. No es mérito mío, yo solamente tuve que creérmelo. La GS era la que hacía todo el trabajo. Estoy profundamente agradecido a sus modos “enduro” de la suspensión electrónica. En ese momento, ahí de pie en un bicho de más de 250 kilos, me sentía el dueño y señor de las pistas albanesas.

Fue una excavadora la que me devolvió los pies al suelo. Se acercaba el final de la pista, cerca de Elbasan. Estaban aplanándolo todo para -supongo- una futura capa de asfalto. Me hicieron pasar por el lado de las máquinas, donde la tierra estaba aún sin compactar. La rueda delantera se hundió, y la moto salió directa hacia la enorme rueda de la excavadora. Después de un rebote y una carambola paré. Había dejado una bonita marca de mi defensa y mi manillar en el enorme neumático. Pero mi GS y yo seguíamos en pie.

Para ir desde Elbasan hasta Tirana hay dos alternativas. Bueno, en realidad solamente hay una: la carretera nacional, que atravesando un puerto de montaña repleto de curvas con un asfalto tirando a regular, te deja en la capital en 50 kilómetros. Pero esa carretera ya la hice con Belén el año pasado. Este año venía a por cosas más heavies. Como la comarcal SH54. Unos 120 kilómetros de la pista más infernal que he visto nunca. Roca viva, piedras sueltas y barrancos de vértigo. Aún no se en qué estaría pensando cuando me metí en ella.

Llevaba casi dos horas de pista y me paré a descansar. Como casi siempre que paraba, y debido al tute que le estaba dando a la pobre GS, revisaba que todo estuviera en su sitio. Pero esta vez algo fallaba. El soporte de la maleta izquierda se había partido. Lo cierto es que no me sorprendió. Vacié la maleta, aseguré las cosas como pude en el transportín con un pulpo y fijé el soporte con un par de bridas. Y no había más que pensar! Seguir era la única opción, ya que más o menos suponía que estaba a mitad de camino. Así que seguí dando botes por la pista.

Cuando podía, miraba al horizonte contemplando uno de los más bellos paisajes de todo el viaje. Decenas de montañas, valles y desfiladeros se iban alternando frente a mis ojos. Lástima no poder parar a contemplarlo, ya que quedaban escasamente hora y media de luz y aún faltaban más de 50 kilómetros de pista para llegar a Tirana. Me faltaba agua. No en vano estábamos a 38ºC y sudaba como un verdadero puerco. Al menos las nubes de tormenta que amenazaban descargar decidieron no hacerlo. Solo faltaba eso. Afortunadamente encontré un par o tres de fuentes -más bien caños de donde salí agua- donde pude rellenar el botellín de plástico que siempre llevo.

La bolita azul del mapa del iPhone volvió hoy a ser mi salvador. No había ni una sola indicación. Había momentos en los que era imposible saber cuál era la carretera correcta. Fácilmente podía haber acabado veinte kilómetros después en una pequeña aldea sin salida. Eso hubiera sido mi perdición. Ya iba con el tiempo justo para no quedarme sin luz, como para perder el tiempo en 40 kilómetros estériles. En cuanto veía que la bola se alejaba del camino, sabía que no iba en la dirección correcta.

El sol ya se había puesto, prácticamente solo las montañas más altas tenían ese rojizo resplandor del ocaso. Y ahí estaba él. Negro, casi liso y casi sin socavones. Tras unos 120 kilómetros de verdadero infierno apareció el asfalto. Entraba en Tirana. Eran las ocho y media de la noche. Media hora más tarde llegaba al hotel. En ese momento me relajé. Suspiré. Y arranqué a llorar como un niño.

Belén, Albania no es lo mismo sin ti. Te echo tanto de menos…

Mamá, aunque en mis viajes soy yo el que disfruta y tú la que sufres, hoy hemos sufrido los dos.

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Balcanes 9


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LRB. Etapa 8. Lago Ohrid. Viajando por Macedonia

Volví a mirar el iPhone. Lo único que me mantenía ligado al control y la seguridad era esa bolita azul del mapa. Ese era yo, afortunadamente encima de una línea amarilla llamada “M5”, en teoría una de las carreteras principales de Macedonia. Sin dejar de sujetar fuertemente el manillar, miré a mi alrededor. Todo lo que veía era una pista llena de piedras sueltas. Ahí no había ni rastro de carretera.

Skopje resultó ser una ciudad caótica para salir de ella. Prácticamente ninguna indicación, y las que había estaban en macedonio. Sea como fuere, logré descifrar en una de ellas “Markov Monestir”, que era hacia donde me dirigía. Después de unos cuantos kilómetros, me di cuenta que con total seguridad me había pasado la salida hacia el monasterio. Pero daba igual. Me había dado cuenta de una cosa importante, y es que yo no viajo para ver cosas…

Hoy era el día de aventuras. En su momento, decidí que atravesaría Macedonia por una de esas carreteras que salen a duras penas en los mapas. El Michelín lo daba como una pista, Google Maps simplemente ni la contemplaba. Pero yo tenía fe. Después de algunas curvas en carreteras asfaltadas de milagro, por donde sería imposible cruzar dos coches, me encontré con una valla y lo que parecía ser una especie de reserva. Hice un poco de ruido hasta que salió el guarda, que me dijo que por ahí no se iba a ningún lado. Al menos, yo. Debía dar la vuelta, hasta casi el inicio de la ruta (pero… esto no me pasó ya ayer?). Bueno, “al mal tiempo buena cara”, pensé. Había viajado hasta aquí para disfrutar y no para enfurruñarme. Por lo menos tendría la oportunidad de buscar nuevamente la salida al Monasterio de Markov.

Pero el monasterio no apareció. Ni por asomo. En definitiva, hoy no era el día en el que yo debía visitar el dichoso monasterio. Llámalo karma, llámalo destino. Así que tracé un plan alternativo. Y ese no era otro que bajar por el este del país, cruzarlo por el centro, hacia el oeste y acabar el el lago Ohrid. Solo hacía falta repostar. En la gasolinera, cogí una maquinilla de afeitar, ya que la mía se me había olvidado en casa. Tras comentar con el de la caja mi viaje, la moto y cosas de esas, al irme a cobrar la maquinilla me miró extrañado.

– Pero, ¿tú no eres un aventurero? ¿Para qué quieres la maquinilla? Los aventureros no se afeitan.

Ante tan apabullante razonamiento no tuve otra opción que asentir, dejar la maquinilla y cogerme un RedBull…

La carretera alternativa se pasó unos cuantos kilómetros paralela a la autopista, pero no dejaba de ser una pista donde en algunos momentos se podía vislumbrar microscópicos restros de asfalto. La idea era llegar por pistas donde nadie puede llegar, no ir paralelos a una autopista de tres carriles, pero al menos iba disfrutando. Al llegar a Veles la cosa debía mejorar, ya que aquí la ruta a seguir era la M5. Mi experiencia me dice que cuantos menos números tenga la carretera, y sobre todo si van precedidos de una letra, mejor es. Pero en esta me equivoqué. A los pocos kilómetros literalmente el asfalto desapareció. La M5 se componía únicamente de grava suelta. Mucha grava. Y cuando no, arenilla. Mucha arenilla. Curiosamente hay que esperar a que la pista venga a ti, en lugar de salir tú a buscar la pista. Pero estaba tranquilo, ya que la bola azul del mapa me situaba encima de la M5, y la “carretera” no podía desaparecer. Otra cosa es que yo pudiera seguirla, pero estar, debía estar. Mientras me peleaba con el camino, oía el quejido de mis maletas, estremeciéndose con cada piedra. Oía el repiquetear de la grava pegando contra el cubrecárter. Y oía las sempiternas cigarras, que como si de un coro sinfónico se tratara, sonaban por todos los rincones del árido paisaje.

Y tras más de 40 km y casi hora y media, volvió el asfalto, justo al entrar en Prilep. A partir de ahí, las rectilíneas carreteras me hicieron volar atravesando la planicie central. Luego vendrían algunas curvas más, pero ya con el asfalto bajo mis Metzeler la cosa me importaba menos. El termómetro estaba cercano a los 39ºC, pero sabía que en pocos kilómetros refrescaría, al entrar en el Parque Natural de Mavrovo. Y los pinos y abetos me proporcionaron una buena sombra, aunque el parque me decepcionó un poco. Un embalse, algún proyecto de desfiladero, pero nada del otro mundo.

Comencé a sentir el cansancio. No había comido, y ya no eran horas de ponerse a ello, eran más de las cinco de la tarde. Solamente había parado para descansar ligeramente y beber agua. Pero no podía quejarme. Ya lo decía Thierry Sabine cuando algún piloto se desesperaba con la dureza del París-Dakar: “Lo siento, has pagado para esto”. Así que intenté poner la mejor de mis sonrisas, estaba ahí porque yo había querido. Seguí conduciendo esperando que el lago Ohrid fuera el broche de oro a una buena jornada motera.

El lago se hizo el remolón. Sabía que estaba ahí, pero no quería mostrarse. Observaba su silueta en el GPS, estaba a pocas decenas de metros, pero no alcanzaba verlo. Hasta que tras salir de Struga, pude contemplarlo. Era enorme. Al otro lado, las montañas albanesas lo cercaban por occidente. Dicen que tiene las aguas más transparentes del planeta. Al menos desde la orilla, lo parecía. Lo estaba recorriendo por el lado oriental -el macedonio- hasta llegar a la localidad de Ohrid, que no era más que un mini-Benidorm con olor a crema solar, gente con colchonetas y atascos monumentales. Salí de ahí huyendo lo más rápidamente posible. A mi derecha la puesta de sol creaba esos destellos dorados en la superficie del agua que te hechizan e hipnotizan. Era imposible apartar la mirada de esa puesta de sol. Así que no tuve más remedio que parar a inmortalizarla. Tan solo quedaban menos de diez kilómetros para acabar la jornada, me lo podía permitir.

Hoy confirmé algo a lo que le estaba dando vueltas desde hace unos días. En su día pensé en la frase de Kavafis sobre la importancia del destino y del camino en su viaje a Ítaca. Como muchos, yo la suscribía, ya que lo que realmente disfruto es del trayecto. Pero se me escapaban multitud de matices escondidos. En realidad, no viajo para disfrutar yendo en moto -que sí lo hago, y mucho-. No viajo para visitar cosas. En verdad viajo para que me pasen cosas. Es por ello que lo importante no es el destino. Es por ello que el camino tampoco es especialmente importante. Lo que realmente importa es lo que te encuentras en él. ¿Habré encontrado entonces mi Ítaca? Por si acaso, la seguiré buscando más allá de las fronteras.

Balcanes 8


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LRB. Etapa 7. Skopje. La esquiva Kosovo

No podía creer lo que veían mis ojos. Los abrí y cerré varias veces para cerciorarme que el calor no me estuviera jugando una mala pasada. La carretera, esa que bajaba de las montañas con un asfalto estupendo, negro y nuevo, estaba cortada. Pero cortada cortada! Un par de socavones enormes y unas gigantescas rocas acababan con ella. Me encontraba a pocos kilómetros de la frontera de Kosovo, quizá menos de cinco. Pero ese obstáculo insalvable supondría desandar casi todo lo andado. Unos 120 kilómetros. Y volver a subir y bajar una montaña. Kosovo me estaba esquivando.

No puedo decir que estuviera despistado. Por las mañanas me hace falta un rato para estar en plenas condiciones, si. Pero ni mucho menos andaba despistado. Pero me equivoqué de carretera. Ya a la primera de cambio me di cuenta de mi error transcurridos 30 kilómetros. Tenía excusa, ya que había dormido en otro sitio diferente al planeado, por lo que el roadbook no era correcto al principio de la etapa. En ese momento no le di la mayor importancia. Debía encontrar la carretera a Andrijevica, y ni mi GPS ni el roadbook me sacaban de la incertidumbre. Pregunté un par de veces, pero las respuestas eran contradictorias. Y entonces me acordé de mi amigo Sinewan. Él me dijo una vez que el mejor GPS era el Google Maps del iPhone, siempre que tuvieras cobertura. Yo no la tenía, pero aproveché los mapas guardados en la memoria caché para encontrar la ruta correcta. Gracias, Charly!

La carretera de Kolasin a Andrijevica, de la que yo dudaba en un primer momento, resultó ser aceptable. Estrecha, pero aceptable. Solamente había que tener cuidado de no meter la rueda en algún socavón, y de que alguno de los coches que venían de cara no arrancara mi maleta izquierda de cuajo. Por lo demás, aceptable. Desde Andrijevica la carretera alcanzaba los 1800 metros por paisajes desbordantes. Abetos y pastos verdes se desparramaban por las laderas infinitas de las montañas que me rodeaban.

Me iba parando aquí y allá haciendo fotos, consultando el GPS -que seguía sin darme la ruta correcta- o ajustando algún tornillo de la cúpula. La jornada no era demasiado larga, así que podía hacerlo. Aunque yo sabía cuál era el verdadero motivo de tanta pérdida de tiempo: estaba retrasando el momento de enfrentarme a la frontera Kosovar lo máximo posible. No me gustan las fronteras. Pero cuando hay dificultades sobreañadidas, más. Por un lado estaba lo de contratar un seguro, que nunca lo he hecho en una frontera. Por otro lado, lo de entrar en Kosovo, país que España no reconoce como tal. Suponía que no habría muchos problemas, pero yo hacía días que le venía dando vueltas a la cabeza.

Y precisamente cuando mi cabeza cambió el chip y pensé que los problemas, cuanto antes los solucionemos mejor, me encontré la carretera cortada. Todo cambió en ese instante. Ya no iba nada bien de tiempo, si quería llegar de día a Skopje. Debería volver atrás más de 100 kilómetros y tomar una vía alternativa. Se acabaron las paraditas tontas. Ahora el objetivo era llegar a Kosovo. Pero debía enfriar mi cabeza. Tengo la suficiente experiencia para saber que cuando retrocedes en una carretera vas mucho más alegre. Te crees que ya te la conoces. Y ni por asomo eso es cierto. Los obstáculos son muy diferentes en un sentido que en otro. Y creedme, esa carretera estaba lleno de ellos. Cuando no eran ramas en medio de la vía, era un socavón o un riachuelo que la cruzaba. Así que debía andar con ojo. Aunque ya tuviera prisa.

El itinerario alternativo dejaba Montenegro por Rozaje. Desde allí a la frontera kosovar volvía a ascender grandes, verdes y frondosas montañas, esta vez por un asfalto inmejorable, y con la anchura adecuada para disfrutarla. Y así lo hice. De pronto, me sorprendió la caseta de salida de Montenegro, mucho antes de lo previsto. Hice los trámites sin problemas.

Y unos cuantos kilómetros de subida más allá, me encontré con la frontera temida. Antes, y bien indicados, encontré los barracones que por 15€ me expidieron el seguro para 15 días en Kosovo. Unos niños de no más de 7 años vendían refrescos a los coches que hacían cola para comprar su seguro. Con cara seria y un cortante “NO”, me dejaron en paz enseguida. En poco menos de 10 minutos ya tenía hecho el seguro, teniendo en cuenta el tiempo perdido en la charla de fútbol pertinente. Es lo que tiene ser campeones de Europa. Y cuando vieron mi apellido, más!

– ¡¡Sergio Ramos!! – exclamó el de la ventanilla, obviando a sabiendas el Morchón correspondiente. -¿Pero no me has dicho que eras del Barça?- dijo en medio de sonoras carcajadas mirando a sus compañeros. Cada vez la misma bromita de siembre. Pero en ese momento, me sirvió para distender el ambiente.

Al retornar a la moto, los niños de los refrescos, con una fingida cara de buenos, volvieron a ofrecerme una Coca Cola. Mi “no” esta vez fue bastante más suave, incluso con media sonrisa en los labios. Dos de ellos estaban mirando la BMW con los ojos bien abiertos. Se me acercaron los tres a ver cómo la arrancaba.

– ¿Queréis subir? – les dije en castellano señalando el asiento. Sus ojos se abrieron aún más si cabe. Uno comenzó a trepar por la estribera mientras yo sacaba la cámara para inmortalizar el momento. Al verme, el que estaba subido le dijo algo a sus compañeros, que cogieron su bote con los refrescos y lo apartaron del encuadre de la cámara. Por una extraña razón, no quería que salieran las cocacolas en la foto. Uno a uno fue subiendo a la GS y posando para la foto. Después, ya a punto de irme, les pregunté si querían arrancarla. Accionó el botón y… Brooooooaaammmmm!!!! A la vez que arrancaba la BMW los chicos salieron asustados pero riendo con el potente ruido. Les saludé, dejándolos atrás, viendo cómo se hacían pequeños -más si cabe- en el retrovisor.

Kosovo es muy parecido a Albania, pero con asfalto en las carreteras. Por lo pronto me encontré muchas banderas albanesas en lugares sorprendentes, como en cementerios o incluso en lo alto de los palos del teléfono. El caos circulatorio también es notable. Conducen mucho peor que sus vecinos montenegrinos, y las ciudades se hacen insufribles. Atascos, gente cruzando por todos lados, coches parados en cualquier lado… Y yo iba tarde! Pero en estos países es muy conveniente guardar la calma y no cometer ni una imprudencia. Las imprudencias ya las van cometiendo el resto!

Tenía previsto pasar a Macedonia por la carretera de Tetovo, pero dada la hora -más de las 19:30- preferí ir directo a Skopje. Acercarse a la frontera volvía a significar cruzar otra cadena montañosa, con sus estrechásemos desfiladeros, sus praderas, sus bosques de abetos y sus sempiternos incendios. Desde luego, el día no me estaba resultando nada aburrido!

Y finalmente Skopje. Encontrar el hotel fue menos problemático de lo esperado para no tener los planos en el GPS (aunque sí llevaba el punto localizado). La sorpresa fue el hotel, aún a medio hacer, y sin las facilidades propias de un hotel; no dejaba de ser una casa que alquilaba las 3 habitaciones de la última planta. Ducha rápida -muy merecida tras casi 10 horas encima de la moto- y paseo por el centro. Un centro sorprendente. Megalómano. Preside la plaza central una enorme estatua de bronce de Alejandro Magno. La más grande que haya podido ver nunca. Muy discutible sería el juego de luces y agua que le acompañaba, eso si. En esa misma plaza, así como apartadas, no menos de 8 o 10 otras estatuas pasaban casi desapercibidas. Pero cualquiera de ellas podría haber sido el motivo central en cualquier ciudad que sea algo menos megalómana que Skopje.

Pero de esa jornada no me quedo con las enormes estatuas. Ni con los paisajes alucinantes. Ni con las carreteras cortadas. Me quedo con la visión en mi retrovisor de la cara de esos tres niños despidiéndose, felices. Ahora soy consciente que les alegré el día. Mucho más que si les hubiera comprado un refresco de aquel cubo que escondieron para la foto. Sí, ya se que de la alegría no se come. Pero de vez en cuando hay que alimentar el alma. Y los niños se hicieron pequeños en el retrovisor, como mis miedos a pasar la frontera. Pero el recuerdo de sus sonrisas será siempre grande en mi corazón. Y espero que en el suyo también.

Balcanes 7


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LRB. Etapa 6. Kolasin. El montañoso Montenegro

A unos doscientos metros de mí se encontraba un hombre vestido de azul en medio de la carretera y un coche de policía en el arcén. Aminoré la velocidad. De pronto el coche encendió las sirenas y me hizo luces. No tenía la menor duda, debía parar. Detuve la moto al lado del coche patrulla, y el policía dijo algo ininteligible haciendo gestos negativos con la mano. Yo no sabía qué hacer ni a qué atenerme. Le miré de modo interrogatorio. Se acercó otro hombre, vestido con pantalones militares de camuflaje y camiseta amarilla. -La carretera está cortada. Hay un incendio- dijo.

Salir de Mostar fue tarea fácil esta vez, aun sin llevar las carreteras en el GPS. Me lo había empollado todo durante el desayuno, así que sabía más o menos hacia dónde tirar. La carreterita atravesaba las montañas hacia el interior, mostrándome nuevos valles de altura, con sus pastos y sus bosques de abetos. De repente, un cartel y una bandera me anunciaron que acababa de entrar en la República de Srpska, un reducto serbio dentro de la Federación de Bosnia y Herzegovina. En ese punto, el asfalto se iba poniendo cada vez peor, aunque nada que no se solucionara bajando un poco el ritmo.

Cada cambio de carretera era una incertidumbre total. Las indicaciones brillaban por su ausencia, y no paré de preguntar a lugareños. Era difícil -mucho- entenderlos, ya que casi nadie hablaba inglés, pero enseñando el mapa y observando sus gestos me iba cerciorando de lo acertado -o no- de la ruta. Tras cada curva me esperaba una nueva sorpresa, ya sea una vaca -aquí cuando ponen una señal de “peligro vacas” es porque hay vacas-, unas obras que dejaban profundos socavones sin señalizar en el asfalto, o unos labriegos con sus herramientas.

De pronto, en el horizonte aparece la silueta inequívoca de una central nuclear. – ¿Pero estos tienen energía nuclear? – pensé en voz alta. Una señal de “prohibido fotos” contrastaba enormemente con la vaca que en ese momento pasó entre la central y yo. Super cutre-secretismo. De Anacleto, Mortadelo y Filemón juntos. Después, la carretera fue mejorando nuevamente, metiéndose por desfiladeros y pequeños valles que surgían de la nada. Las montañas ocupaban todo el horizonte que me permitía ver el casco. Realmente estaba en un lugar remoto.

Al fin, la frontera con Montenegro. Los bosnios me abrieron la barrera sin problemas. Después, un vetusto puente de suelo de madera me pasó al otro lado del río, donde los montenegrinos se entretuvieron algo más con el pasaporte. Siguiendo la carretera, entré en el cañón de Piva, donde precipicios de vértigo se alternaban con estrechos puentes suspendidos de la nada o una ristra enorme de túneles excavados en la roca. Tras pasar la presa, comenzaba un alargado embalse de aguas verde esmeralda. Sin duda, de lo mejor del día.

De Niksic debía salir una carretera comarcal, pero no la encontré. Tras preguntar a varias personas me hicieron retroceder sobre mis pasos una veintena de kilómetros. No concordaba con lo que tenía en el mapa, pero realmente llegué donde debía llegar. En descargo del mapa Michelin, la carretera parecía totalmente nueva, con asfalto limpio y liso y curvas rápidas de vértigo.

Montenegro es muy montañoso, con valles y prados de más de 1000 metros de altura, que refrescaron las temperaturas hasta hacerlas agradables para disfrutar en moto. Cadenas montañosas iban seguidos de valles alpinos, con sus típicas casas con los tejados muy inclinados, preparadas para las nevadas invernales. Al intentar desviarme hacia el cañón de Tara, me encontré al coche de policía. Ya era extraño que los múltiples incendios que iba viendo los últimos días no me jugaran una mala pasada. Precisamente en ese momento, que llevaba más de seis horas y media para recorrer 400 kilómetros.

Las alternativas eran claras. O seguía las carreteras principales hacia el norte, entrando en Serbia para retornar posteriormente a Montenegro, o cogía una carretera local justo antes de cruzar la frontera, que me llevaría al punto de destino sin salir del país. Unos decían que esa carretera local no era más que una pista ponzoñosa, mientras otros me aseguraban que estaba asfaltada. Es lo que tiene preguntar lo mismo a más de una persona.

Obviamente y sin dudarlo ni un instante, opté por la carretera local. Me costó encontrarla, ya que las señales indicadoras no coincidían con las poblaciones de mi mapa. Y además estaban escritas únicamente en cirílico. De hecho tras más de cincuenta kilómetros no estaba seguro de haber cogido la ruta correcta, hasta que encontré alguien a quien preguntar. Afortunadamente estaba asfaltada, aunque grandes socavones hacían que rodar a más de 30 km/h fuera una temeridad.

Finalmente llegué a Kolasin, punto final de la ruta, 9 horas y media después de salir de Mostar, y tras más de 8 horas encima de la moto. Ha sido duro, si. Pero hoy aprendí una cosa: sin GPS, con la necesidad de preguntar, me he dado cuenta que la gran mayoría de las personas que encontré en el camino estaban más que dispuestas a ayudar. Y eso, cuando te crees perdido, es media vida.

 

Balcanes 6


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LRB. Etapa 5. Mostar. Los fantasmas de la guerra

Un Passat azul. Llegó como una exhalación desde atrás. Yo iba a un ritmo tranquilo, pero a pesar de que le hubiera sido muy fácil adelantarme, no lo hizo. Llevaba ahí detrás un buen rato, demasiado para mi gusto. Si un coche que viene más rápido que tú te alcanza pero no te adelanta cuando puede, es signo inequívoco de que le interesas. Para bien o para mal. No necesitaba repostar, pero bruscamente hice un movimiento evasivo metiéndome en la gasolinera. Miré por el retrovisor. El Passat azul también paró.

A los pocos kilómetros de salir de Sinj, comenzó el ascenso. Al final del pequeño puerto de montaña se halla la frontera con Bosnia y Herzegovina. Ya entramos en Bosnia el año pasado sin ningún problema, pero me seguía poniendo nervioso tener que hablar con gente armada, en un país donde hace muy pocos años se iban pegando tiros unos a otros. Paradójicamente la mujer policía de la garita croata se entretuvo con mi documentación mucho más que el hombretón bosnio.

De lo primero que me di cuenta al entrar al país es que mi GPS había dejado de mostrar carreteras, aunque él se empeñaba en buscarlas infructuosamente. Rápidamente dejé de hacerle caso. Realmente solo lo llevo para tener una idea de la hora de llegada, y saber si me puedo entretener más o menos. Hoy era una etapa corta, así que no lo necesitaba para nada, me bastaría con el mapa Michelin y mi roadbook.

Iba despacio, mirando a todos lados y empapándome de lo que veía. Comenzaban a verse mezquitas, con sus altos y esbeltos minaretes. También observé diversos montones de paja cubiertos con enormes telas de camuflaje: la economía de postguerra te hace aprovechar cualquier cosa. El paisaje era alpino, no en vano estábamos a más de 1000 metros de altura, con unas anchas y verdes praderas salpicadas muy de vez en cuando con algún árbol.

Y así fue transcurriendo el corto itinerario. En Jablanica cogí la carretera a Mostar, que discurre al lado del río, que se va ensanchando al acercarse a alguna de las presas de su recorrido. Me deleitaba mirando el paisaje, viendo cómo las escarpadas montañas se hundían en el agua de un verde… de un verde extraño. Deberé pedirle consejo a McBauman para que me defina ese color. Unos cuantos puentes y kilómetros más y entré en Mostar.

No, no me olvidaba del Passat. Paró en la gasolinera, si. Me pude fijar en la matrícula. Serbia. Del coche descendió un hombretón de unos cincuenta años y de casi dos metros de alto por dos de ancho. Mostacho poblado y pelo corto al estilo militar. Cruzamos las miradas durante un instante, quizá casi un segundo. De pronto, entró en la gasolinera y pidió tabaco. Pagó con un billete de 200 euros, de esos amarillos que nadie ha visto. Casi a la par, yo sacaba mi VISA Oro para pagar la gasolina. Mientras esperaba que se marchara, unos hilillos de sudor me bajaban por la espalda. Era, con total seguridad, un fantasma de la guerra.

En Mostar llegó el caos. Intentad buscar un hotel, en una ciudad extraña y sin GPS. Lo dicho, el caos. Tras unas infructuosas vueltas por el centro, decidí preguntar en un chiringuito de información al turista. Muy poco oficial, la verdad. No dejaba de ser un pequeño mostrador en medio de la acera con un mapa detrás. Me atendió Fabio (o algo parecido) en un español más que correcto. Al indicarle el nombre del hotel, vi cómo asentía y bajaba una de mis estriberas traseras.

– Yo te indico. Arranca – espetó mientras se montaba.

– ¡Pero si no llevas casco! – le advertí.

– Pues no corras – me dijo.

Y así, poco a poco, me fue llevando por calles peatonales, calles en contra dirección y aceras muy concurridas. Una vez llegamos al hotel, me dijo:

– Ahora ya sabes ir. Por favor, llévame donde estaba.

Así que intentando memorizar el camino, volví a dejarlo en su chiringuito. Ahora ya sabía ir.

Yo recuerdo la guerra de los Balcanes. Recuerdo las noticias de la noche con imágenes de muerte y destrucción. Recuerdo a Pérez Reverte como reportero de guerra. Y me parecía lejano. Pero ahora puedo decir que está solo a 4 días en moto. O a dos horas en avión. Todos esos recuerdos se me agolparon en la mente mientras veía casas y más casas derruidas. La mayoría sin tejado, pero conservando las cuatro paredes. Unas paredes llenas de agujeros como marcadas para siempre. Me sobrevino una mezcla de curiosidad y pudor a la hora de intentar fotografiarlas. Curiosidad por el desconocimiento sobre la guerra y sus secuelas. Pudor porque al verme con la cámara en mano, algún lugareño deje de pensar en la cotidianidad de los agujeros de bala de su casa para darse cuenta de que son excepcionales. Excepcionalmente macabros. Los fantasmas de la guerra.

Balcanes 5


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LRB. Etapa 4. Sinj. El valle escondido

Faltaban las últimas curvas. Derecha, izquierda y comenzó a aparecer detrás de unos abetos. Imponente pero modesto. Coqueto pero altivo. Entre las dos montañas rebosantes de miles de árboles apareció un valle sin nombre. Un valle solitario y desértico. No esperes ver a nadie, porque por allí nunca pasa nadie. Es el valle escondido.

Las salidas de las ciudades son siempre traumáticas. Abandonar Rijeka no fue la excepción. Alejándome de las autopistas di casi sin querer con la primera joya del día. Se llama Bakar y es una pequeña población costera, encajonada entre montañas y autovías, que reposa en una tranquila lengua de mar. Ajena a su bulliciosa vecina, aquí para sus habitantes la vida discurre entre los aperos pesqueros esparcidos por el pequeño muelle y las mesas mugrientas de las terrazas de sus dos bares. Parecía que el tiempo se haya parado, aunque el murmullo de las autopistas que pasan algunas decenas de metros más arriba, me devolvió a la realidad.

Los primeros 150 kilómetros transcurrieron por la carretera 8, que va dibujando meticulosamente toda la costa croata. Islas como Krk rompen el horizonte azul istriónico (ya os hablé de ese azul, verdad?) con un paisaje sorprendentemente desértico y árido. Contemplar este paisaje tan mediterráneo te abstrae completamente de la carretera, que una curva tras otra se empeña en que le prestes atención.

A poco de llegar a Karlobag adelanto a una moto holandesa con dos personas y atiborrada de bultos y sacos. Pero la vista se me va a una pequeña pegatina que luce orgullosa en una de las maletas. La mítica Ruta 40 argentina. La de kilómetros de experiencia que acumulan esos dos afortunados! Les saludé efusivamente. A poco, una BMW R1200R se me pega a la cola incitándome a estrujar mi GS. Por unos kilómetros olvidé las extasiantes vistas y me centré en disfrutar de la carretera. Volamos los dos trazando alegre las curvas que nos quedaban. Adrenalina!

Conforme iba escalando las montañas costeras, el horizonte azul se llenaba de islas y más islas que salían una detrás de la otra, quizá temerosas de ser descubiertas. En la última curva, casi a 900 metros de altura, miré por el retrovisor para decirle adiós a un mar que nunca defrauda.

En pocos metros el paisaje cambió por completo, y de los ligeros bosques mediterráneos pasé a un escenario genuinamente alpino. Abetos, laderas de hierba, picos escarpados… Refrescó ligeramente, cosa que agradecí, desde luego. Ya lejos de la Croacia de postal, comenzaba a encontrarme con la realidad que buscaba. Fuera del maquillaje de la costa croata, de sus pueblecitos restaurados y remozados, existe otra Croacia que aún conserva las cicatrices de una guerra cercana. En Buni? comencé a ver casas con los tejados destrozados, salpicadas de impactos de bala y metralla, e iglesias completamente derruidas. Y sus gentes, ya acostumbrados a la cotidianidad de los recuerdos, viven su vida sin importarle unos cuantos agujeros en sus fachadas.

La carretera entre Korenica y Danji Lapac es todo un catálogo de curvas. De todo tipo. Abiertas, cerradas, peraltadas, enlazadas, parabólicas… Con asfalto liso pero con poco grip. Y sin tráfico. Aún así mejor no animarse mucho, porque a la primera de cambio puedes encontrarte un ciervo como el que se me cruzó a unas decenas de metros, huyendo asustado. Naturaleza!!

Cuando las curvas comienzan a desaparecer tras atravesar otra cadena montañosa cercana, el horizonte se ensancha sobremanera, rebosando por los cuatro costados de lo que abarca tu mirada. Es el valle escondido. En ese momento, mi cabeza le pone la banda sonora perfecta. Soy Robert Redford -aunque desgraciadamente esta vez sin Merryl Strip- a los mandos de un biplano sobrevolando las estepas africanas en Memorias de África. Música melosa y dulce que retumba en mi casco mientras bajo hacia el valle. Una vez allí, una señal me alertó de los baches y socavones de la carretera, limitando la velocidad a unos exiguos 20 km/h. Ni que decir tiene que la moto voló sobre ellos a casi 100km/h sin rechistar. Para algo tengo una GS.

Poco después, al pasar Druvno, el valle desaparece, sin que sepa realmente dónde ha ido. ¿Existió realmente? ¿Fue solo producto de mi imaginación? Sea como fuere la carretera comenzó a descender a alturas más normales, y el calor fue apareciendo nuevamente. Buscando el castillo de Kastel Zegarski me encuentro con una población prácticamente fantasma, destruida casi por completo. Solamente una señora mayor, de las de pañuelo en la cabeza, descansa en una silla a la puerta de su casa. Seguro que a lo lejos, aún puede oír el sonido de los morteros y las bombas.

La carretera desapareció mientras buscaba Ervenik. Una pista suave, ancha y fácil la sustituyó. Diversión después de tantas curvas asfálticas. Tras 15 o 20 kilómetros, la moto vuelve a tener un color terroso de los que te hacen dibujar una sonrisa. Hasta Sinj poca cosa más. Los últimos 30 kilómetros se hicieron duros. Ya habían pasado más de 450, entre una tontería y otra, en casi 7 horas encima de la moto.

En definitiva ha sido un día redondo. Fantásticos paisajes, carreteras de todo tipo, valles escondidos descubiertos… Y es que cuando nada esperas, todo lo que te encuentras es un auténtico regalo.

Balcanes 4


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LRB. Etapa 3. Rijeka. Azul istriónico

Hay momentos en los que de pronto la vida pasa como a cámara lenta. Y ese fue uno de ellos. Desde que oí el chirriar del neumático delantero supe que la cosa no iba bien. No iba muy rápido, a 30 o 40 km/h, pero no contaba con que a un loco ingeniero croata se le ocurriera poner un paso de peatones en mitad de la curva. La dirección comenzó a cerrarse con la moto cada vez más inclinada. La cosa no pintaba nada bien…

Salí del hotel con el indicador de gasolina a cero. Pero a cero de verdad. Cero kilómetros. Nada. Afortunadamente la BMW me tiene acostumbrado a darme un respiro en estas situaciones, por lo que iba tranquilo hacia la primera gasolinera que encontré. Pagar 1,870€ por litro supuso llenar la moto con casi 40€ de gasolina!! Hace unos años -no muchos- con eso llenaba yo el coche. Después del sablazo me dirigí hacia Eslovenia. Es el tercer año consecutivo que paso por este país, y lo que más recuerdo siempre son las enormes caravanas que se forman por cualquier motivo. Hoy tocaban obras.

La primera parada fue en Piran, pequeño pueblecito costero donde solamente dejan pasar vehículos locales o motos. Estrechas callejuelas se abren paso entre las casas puestas casi sin ton ni son, desde una plaza sorprendentemente grande. Tan grande que podría llegar a desentonar. Allá a lo alto, el picudo campanario de la iglesia lo domina todo. El pueblo acaba a ras de agua. Muy a ras, tanto que tuve que tener cuidado a la hora de elegir por qué lado bajar de la moto, no vaya a ser que la tontería acabe en un chapuzón inesperado.

Croacia tiene unas costas estupendas. Paisajes de ensueño, donde el verde de las montañas se besa con el azul del Adriático. Pero playas de segunda. O de tercera. Sin arena, los bañistas aprovechan cualquier roca plana para tumbarse cerca del mar. En la antigua Grecia se designaba con el nombre de “histrión” al actor que aparecía disfrazado. No se yo si es que el primero venía de estas tierras (que en croata se escribe “Histria”, con “h”, o de la auténtica ciudad de Histria, en Rumanía. Sea como fuera, da igual. No he podido comprobar si los croatas de Istria son o no son histriónicos, ya que todo lo que abundaba en los pueblos costeros eran guiris -españoles incluidos-.

El paisaje de toda la península es muy similar al resto de Croacia, que ya vi el año pasado. Y tiene ese aire familiar que me gusta, muy mediterráneo. Ya sabes… de Algeciras a Estambul pintando de azul… De bosque en bosque, hay momentos que la carretera te regala cuatro curvas a ras de Mediterráneo. Esas visiones dibujaban una sonrisa en mi rostro, ya que llevaba algo más de cien kilómetros y ya estaba algo cansado. Y es que los terceros días son los peores. Es cuando realmente me aparece el cansancio de la paliza del primer día, penalizada por no haber podido descansar el segundo. Lo mejor que tiene es que al cuarto día todo esto ya es historia. Ya puedes estar cinco o cincuenta días de viaje. El cuerpo, comienza a acostumbrarse. Y mejor que sea así, que mañana toca día duro.

En una de las frecuentes paradas, cojo mi Moleskine roja que estrené para el viaje a Estambul del año pasado con Belén. Leo alguno de los pasajes rememorándolo todo casi con pelos y señales. Y me entristezco. Uno de los alicientes del viaje es compartirlo, por ejemplo en este blog. Pero lo realmente gratificante es compartirlo en primera persona. Pero en este viaje no es así. Añoro a Belén. 

Al planificar mi viaje por la península de Istria quise pasar por los accidentes geográficos que me parecían más interesantes, como afilados cabos o recónditas ensenadas. Pero sirva esto como aviso a futuros aventureros. No se pueden visitar. La gran mayoría de ellos están ocupados por macrocampings que impiden el paso con intimidatorias barreras. Así que desistid en vuestro empeño de llegar a estos cabos, simplemente no se puede.

Otro de los consejos es que cuidado con el asfalto. Ya me había avisado la BMW saliendo de algún stop, donde la rueda trasera comenzaba a deslizar casi desbocada, a pesar de haber abierto muy poco el gas… Por eso pasó lo que pasó. Un paso de peatones en curva, y una chica con una colchoneta playera a punto de cruzar. Toco suavemente el freno delantero y oigo quejarse al neumático. Como si de una película a cámara lenta se tratara, noto cómo se cierra la dirección y la moto cae hacia el lado izquierdo. Pero de algo tienen que servir mis -pocos- años en los circuitos. Sangre fría, suelto el freno, cierro aún más la dirección para que el efecto giroscópico -y el brazo de palanca- levante la moto, y patadón al asfalto con el pie izquierdo. Y salvé la caída. En ese momento sonreí. Por enésima vez, acababa de ahorrarme los 2000€ del ABS que no instalé. Solamente hay que saber “leer” el manillar. Y tener sangre fría. Y algo de suerte.

Pula. Sabía que tenía que pasar por ahí, aunque no recordaba por qué. Miles de guiris, colas a la entrada del pueblo, policía,… Pero ahí me encontré la gran sorpresa del día. Un pedazo de anfiteatro romano que -casi- podría hacer palidecer al propio Coliseo romano. En serio. Potente!

Y tras Pula, enfilé hacia el norte, en busca de Rijeka. Parte por pistas fáciles, aunque en algunos momentos tenían demasiada grava suelta para mi gusto. Y pasé del túnel, más directo y soso. La costa este de la península, a esta hora del atardecer, proporciona unas vistas del Adriático imponentes. Con un azul insultante. Azul istriónico.

Balcanes 3


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LRB. Etapa 2. Trieste. Expidiendo un autocertificado

Era una gran incertidumbre, si. Han sido los 16 kilómetros más largos de lo que llevo de viaje. Yo hice lo que tenía que hacer. Si al entrar en la autopista la máquina no te da ticket, le das al botón de “ayuda”, no? Pues eso hice. Con lo que no contaba es con que se abriera la barrera. Así, de improviso, invitándome a seguir el viaje. Y ahí estaba yo, esperando a llegar a la siguiente salida, esperando con temor la garita del peaje.

La noche fue larga y penosa. Mi espalda no estaba para muchos trotes y el estado de ese colchón blando y viejuno no aportaron nada bueno. Con dificultad pude arrastrarme hasta el bar para desayunar. Afortunadamente fue mejorando ostensiblemente conforme iba transcurriendo la jornada. Y la jornada transcurría a las mil maravillas, con el “método McBauman” para encontrar carreteritas y rincones escondidos. Fueron algunos “por aquí no era”, pero en general fui avanzando a buen ritmo.

En Parma utilicé el “método Silvestre” cuando me encontré con la zona peatonal. Sí, ese de no preguntar nunca y seguir avanzando. Y así me colé hasta la cocina. En plena plaza con el Duomo y el Babtisterio. Hasta allí llegamos. Lo más destacado ha sido el interior de la catedral, completamente recubierta de unos bellísimos frescos. Lo peor, que a pesar de los 10 minutos de conversación con la señorita de Movistar, que me reiteraba que estaba solucionado, sigo sin 3G.

Continuaba el olor a heno por las carreteras camino de Padua. Y yo que pensaba que el heno donde mejor se olía era en Pravia… La ruta finalmente se fue convertido en una sosez, aunque por algún pueblecito interesante he pasado. Cuanto más me acercaba a Venecia, más se parecían los campanarios a los de esa ciudad. Es lo interesante de viajar en moto, que todo son difuminados y transiciones, las cosas van apareciendo poco a poco, como pidiendo permiso. Y eso incrementa la sensación de no tener prisa. Y eso me gusta.

Una cocacola rápida en el McDonads (a la postre lo único que he bebido hasta que he llegado a Trieste), aproveché para ponerme al día de las redes sociales y… oh! Solo hay wifi gratis para los móviles italianos… Esto comenzaba a ser ya signo inequívoco de venganza por lo de la Eurocopa… Es el precio que hay que pagar por ser campeones!

Pero yo seguía disfrutando de los palacetes y campanarios de los pequeños pueblos como Cologna, las vides emparradas que formaban todo un toldo verde en los campos vecinos, o los maravillosos túneles vegetales a modo de bienvenida de los acogedores pueblecitos.

Padua tiene un casco viejo plagado de palacios, iglesias y edificios de estilo señorial, algo recargados pero elegantes. Muy burgués, en definitiva. Ahí me di cuenta que, como los franceses, a los italianos tampoco les gusta mi VISA a la hora de repostar. Pero al menos aquí puedes pagar en efectivo en las máquinas automáticas, lo que me salvó de un buen marrón!

Y sin comerlo ni beberlo, ahí me encontré yo en la autopista. Y eso que le tengo dicho al GPS que de autopistas nada. “Autopista, caca!”, le dije. Pero no me hizo ni puto caso. Dieciséis kilómetros de angustia e incertidumbre. Hasta que encontré la primera salida…

Sesenta euros. Ni uno más ni uno menos. Eso es lo que quería el señor del garito del peaje. Y con razón. Todo el mundo sabe que si no tienes ticket te cobran el trayecto más caro. Y eso son sesenta euros.

– Pero es que a mi me han abierto la barrera!!! – me disculpaba.

– Es la ley – decía Franco (que así se llamaba el buen hombre) intentando convencerme.

Después de una buena media hora de discusiones, de una cola kilométrica en mi garita, y de pasar a un despacho para formular un “autocertificado”, la cosa parece que no pasó a mayores. Pagué solamente los 3,40 euros correspondientes, aunque he de confirmar esa “autocertificazione” por fax, en el que yo he de jurar y perjurar que entré en la autopista en la entrada de Venezia Este, y no en Roma o en Nápoles…

Comenzaba a caer la tarde, y aún quedaban 120 kilómetros hasta Trieste. Es zona vinícola, así que todo el paisaje circundante eran viñedos y más viñedos… Y ahí, a lo lejos, unos imponentes y escarpados picos parecían llamarme. Porque lo bueno de planificar el viaje es poder desplanificarlo. En ese momento, decidí que el retorno lo haría por los Dolomitas.

Divisando Trieste desde las montañas, parado encima de mi moto reflexioné sobre lo acontecido a lo largo del día. Y me di cuenta que el “método RideToRoots” es el correcto. Volver hacia lo básico y fundamental. Nos hemos acostumbrado a una serie de lujos banales e innecesarios, pero que no están aseguradas al 100%. Y que cuando no los tienes te parecen un problemón insalvable. Puede que no te funcione internet, puede que tu pin de la VISA sea inválido, puede que el GPS te meta en la autopista sin quererlo, y puede que la máquina no te de el correspondiente ticket. Quizá tengamos que volver a matar jabalíes a puñetazo, hacer fuego con dos palos o contar el tiempo con las fases de la luna y dejarnos ya de tantas tonterías absurdas.

Balcanes 2


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LRB. Etapa 1. Piacenza. Italia huele a albahaca

Lo noté como una bofetada. Una bofetada amable y cariñosa. El mar se batía en duelo con la playa unos cientos de metros más abajo, a mi derecha. El cielo parecía darme tregua, aunque al frente amenazaba lluvia. Pero lo que ocupaba todos mis sentidos en ese momento era el intenso olor a albahaca, desparramándose por todas mis neuronas, atontándolas, emborrachándolas y dejándolas prácticamente anuladas.

Salir de casa solamente con media hora de retraso ha sido todo un logro. Conseguí levantarme a la hora, y es que a pesar de no estar nervioso, no conseguí dormir bien la noche anterior. Pero soy especialista en probar las cosas en el último momento, así que me tocó inventar a la hora de colocar todo el equipaje. Pero vamos, eso ya es marca de la casa.

En el trayecto de hoy me ha dado tiempo a pensar en muchas cosas. Entre ellas, en cómo iba a redactar esta crónica. Mi empeño en escribir a diario a veces me juega malas pasadas. Qué voy a decir de mil kilómetros de autopistas? Pues la verdad que poca cosa. Mis miedos a no conseguir el nivel de otros viajes se acrecentaban con cada kilómetro. Y como cada año, al final dejo que sean mis dedos los que escriban, dejando mi cerebro en standby, una especie de trance mientras digiero la pizza de la cena. Así que estad preparados para cualquier cosa!

Francia… Buff. cada vez odio más ese trozo de autopista. Viento fuerte a la altura de Montpellier, colas y más colas en los peajes franceses… vamos, lo de cada año. En una parada para repostar me encuentro a Karl, un alemán ataviado con una sudadera y unos vaqueros, que vuelve a su país a bordo de su vetusta ZX-10. Al explicarle mis planes me dice que estuvo en Albania hace unos años, camino de Grecia. Me habló de carreteras inexistentes, pistas polvorientas y gente amable. Le dejé hablar. No era momento de decirle que ya estuve el año pasado. O sí, pero no lo hice. Pensé que ese era su momento, no todo el mundo ha estado en Albania. Asentí interesado y le agradecí la información.

Entrar en Italia con ese olor a albahaca fresca ha sido lo mejor del día. Ya no importaban los 36ºC de Francia, ni el viento de la Camarga. Inundar mis sentidos con ese olor ha sido una gran recompensa. Y es que si España huele a ajo, Italia huele a albahaca. En esos pensamientos me hallaba sin apercibirme de los negros nubarrones que se cernían delante mío. Rayos, truenos y oscuridad me esperaban a la salida del túnel. El asfalto se convirtió en piscina. Los coches despedían verdaderos tsunamis hacia los lados, mientras yo intentaba sortearlos con mayor o menor fortuna. El apocalipsis apareció en menos de un minuto.

Y tal como vino, se fue. Reapareció el sol, el asfalto comenzó a secarse y la tierra mojada y el heno húmedo reemplazaron a la albahaca. Sea como fuere, Italia está llena de olores agradables. A poco de llegar, me encontré con una señal que indicaba que estaba cruzando el paralelo 45. “Vaya tontería”, replico en voz alta. Que me señalen el ecuador, el círculo polar ártico o el meridiano de Greenwich lo encuentro lógico, pero el paralelo 45? Aunque puestos a pensar, resulta que en ese preciso momento me encontraba a la misma distancia del ecuador que del polo norte. Anda, pues quieras o no… Mola!

La lluvia volvió a aparecer a pocos kilómetros de Piacenza, una ciudad con un par de plazas interesantes y poco más. Pero una ciudad que me dio la bienvenida con un incipiente y tímido arcoiris, quizá un buen presagio para el primer día de ruta.

Y llegué al peaje. Desde que cogí el ticket al entrar en Italia, unos cuantos kilómetros antes de Génova, no había pagado. Y me encuentro una señal pintada en el suelo que parecía invitar a los motoristas a pasar por el lado de la corta barrera. Paré la moto. Dudé un instante mientras miraba fijamente a la cámara que apuntaba directamente al frontal de mi moto. Al frontal? Apunta al frontal? No había nada que pensar. Gas y hasta luego, Lucas!


Algunos pensarán que estoy loco. Mil kilómetros, algo más de ocho horas encima de la moto, soportando calores agobiantes, lluvia torrencial niebla e incluso frío. Pero yo miro al coche del carril de al lado, encerrado en su burbuja protectora, sin percibir ese calor, esa lluvia y perderse esos olores a albahaca y a heno fresco. Entonces, ¿quién es el loco? Porque señores, viajar en moto es eso. Viajar en moto no es observar el paisaje sino sentirlo. No es disfrutar de un precioso atardecer sino ser parte de él. ¿Entonces a qué estás esperando? Coge la moto y sal ahí fuera. VIVE!!

Balcanes 1


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El premio de 2TMoto para el Director de Ruta

 

Como muchos de vosotros sabréis, gracias a haber ganado el concurso como Director de Ruta de Realiza tu Aventura, me correspondió, entre otros, un premio de 1000€ en productos de 2TMoto. “Estupendo”, pensaréis algunos. Y si, realmente es estupendo. Pero cuando uno ya confiaba anteriormente en la marca y tiene casi toda su GS equipada por ellos, quedan poquitas cosas para comprar. Pero gracias a su extenso catálogo, siempre acaba por apetecerte alguna cosilla. No, no es un post publicitario. O al menos no es eso lo que pretendo. Pero es que muchos de vosotros me habíais preguntado qué es lo que había elegido, y he esperado a tenerlo todo para mostrároslo. A pesar de que he sido yo el que ha elegido todo esto, y por tanto uno espera no equivocarse, voy a ser imparcial, y si hay alguna cosa que no me gusta o memorable, ahí quedará dicho. Comencemos.

Cámara Contour HD Roam
Estupenda. Me quedo sobre todo con sus 170º de angular, imágenes fantásticas sin trepidación, incluso montadas en la maleta con mal asfalto. Genial su sistema para girar el horizonte de la cámara, y que así siempre esté nivelada, tanto cuando la montas a 90º como para corregir la posición del horizonte montada en el casco. El láser de nivelación despide un haz lineal que te ayuda a nivelar. Sencillez extrema de manejo, fácil actuar sobre ella incluso con los guantes de invierno. Y si. Es impermeable.

 

Forro polar Comfort Outlast de Halvarssons
Sorprendente. No pienses que es un polar normal y corriente, ni te imaginas la sensación de llevar este forro. Aún no lo he utilizado con frío importante, pero sí en entretiempo. Y cuando con otros polares ya tendrías un calor considerable, éste sigue siendo muy confortable. Su sistema Outlast, que absorbe tu calor corporal en ambientes cálidos y te lo entrega cuando la temperatura baja es ideal para no tener que quitártelo al entrar bajo cubierto o salir después a la calle. No se si me explico… Lo malo,… el precio. Pero es que la tecnología espacial (así reza una de sus etiquetas) es lo que tiene.

 

Asas de transporte maletas TRAX
Aún no las he probado. Pero presentan una doble utilidad: como asa para transportar las maletas TRAX, y como sistema de fijación de equipaje suplementario encima de las maletas, gracias a sus anchas tiras de velcro. Por eso las pedí, no para transportarlas. Para eso ya tengo las bolsas interiores, que por cierto, si las llenas a tope tampoco es que quepan bien en las maletas. No esperes poder fijar enormes cosas sobre las maletas. Más bien para pequeñas bolsas o chaquetas.

Cable con toma de corriente
Para suplir el fallo de la toma de corriente de la GS (que se encuentra debajo del asiento, lo que lo hace inservible para los «gadgets» típicos como el GPS), encargué esta toma de corriente extra. Se conecta directamente a la batería, y la salida es la típica de mechero grande (no la pequeña de BMW). Fácilmente encontré un adaptador de reducido tamaño para que tenga dos salidas de USB. Una para el GPS, y otra para el iPhone, que me hará las veces de Roadbook digital. Echo a faltar que quede inutilizado cuando la moto no tiene el contacto dado.

Funda rígida para iPhone de SW-Motech con soporte para GPS
Ideal para sustituir mi querido «roadbook» fabricado con un tupperware de los chinos. Me ha acompañado a Cabo Norte y a Estambul, y el pobre está ya bastante pocho. La idea es sustituirlo el engorroso rollo de papel por un pdf en el iPhone. Las anotaciones las hago con el programa Tulip para iPad, y se pasan a pdf. Luego, con cualquier visor de pdf los tienes a pantalla completa en el iPhone, que va perfectamente protegido en esta carcasa, que conserva toda su funcionalidad. Para poder manejarlo en marcha, ha sido necesario acoplar unos pequeños adhesivos especiales a los guantes, para que sean capacitivos.

Estriberas SW- Motech
Más anchas y cómodas que las originales de la GS, que las veo muy estrechas para ser una de las motos más utilizadas en los grandes viajes. Tiene la posibilidad de quitarles la goma para el off road, aunque son necesarias herramientas para ello. Tienen dos posiciones, y puedes bajarlas un par de centímetros de la ubicación original, lo que confiere una posición más cómoda de las piernas. De momento las noto bien, ya veremos cómo se comportan en ruta. Un punto en contra es que aprovecha el mismo muelle de retorno de la estribera original, aunque una de las patillas del muelle es demasiado larga y sobresale peligrosamente hacia el pie. Tuve que doblarla «a lo bruto» para evitar riesgos.

Protector tapa de cilindro SW-Motech
A pesar de ya contar con las barras de defensa de SW-Motech tanto inferiores como superiores, en algunas caídas puede llegar a tocar la tapa de cilindros de la BMW. Para solventarlo, lo mejor es montar un protector adicional, que sea compatible con las defensas. 2TMoto me consiguió éste, que realmente es el más bonito que he visto. Cada lataral tiene dos partes que hay que montar. Todo muy bien acabado, aunque quizá la tornillería debería ser de algo mejor calidad, ya que creo que estropeé un par de ellos al apretar…

Compresor Airman 12V

De reducido tamaño y peso. No solamente para hinchar el neumático tras una reparación de urgencia en la carretera, sino para volver a las presiones normales después de una incursión por las pistas, sin tener que buscar una gasolinera cercana. No es tan rápido como los de las estaciones de servicio, pero en menos de 1 minuto te puede aumentar las presiones en un kilo.

Crampbuster
Este pequeño invento, más simple que el mecanismo de un botijo, permite hacer grandes tiradas por autopista sin dañarte la muñeca. Una vez bien situado, con tan solo apoyar la palma de tu mano la velocidad se mantiene, sin tener que agarrar el puño del gas. También lo he probado en curvas y en ciudad, y se puede llevar, aunque no tiene ningún sentido. Además, si lo has colocado para ir cómodo a 120km/h, quizá te deja la mano algo forzada al cortar gas, con el consecuente problema a la hora de ir a buscar la leva del freno. Por lo tanto, mejor usarlo únicamente en autopista.

 

Y ya está, no ha dado para más! Desde aquí quiero agradecer a David y todo el equipo de 2TMoto su entrega y su profesionalidad. Gracias!!