LRP. Etapa 5. Hamburgo. Contrastes

Hoy el día debería haber sido genial. Y puede que lo fuera. Pero en realidad no tengo ganas de contarlo. No tengo ganas de recordar que esta mañana llovía y que la vista del lago cercano a Amsterdam me daba una tranquilidad casi irreal. No quiero recordar que luego dejó de llover y que incluso salió el sol.

No me apetece pensar en las carreteras holandesas, todas rectas y casi sin tráfico. Holanda es un país de rectas. Rectas en los canales, en las carreteras y en las autopistas. No viene a cuento decir que continuamos fisgoneando en las casas a través de sus enormes ventanales. Casas acogedoras, espaciosas y familiares.

No quiero acordarme de la entrada en Alemania, donde todo cambió en un segundo. Las rectas se tornaron curvas, los pastos campos de cereales y los jardines simples patios. No quiero pensar en las autopistas alemanas, continuamente en obras y con limites de velocidad de 80km/h.

No me gusta pensar el lo relajado que parecía Bremen ese domingo. Ni tampoco en sus tejados de cobre verde que brillaban al sol del mediodía. No tengo ganas de acordarme de las veces que me preguntaron por la moto, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos, a pesar de que la BMW había vuelto a su país natal.

Tampoco me apetece contaros el inolvidable encuentro con Coco en Hamburgo. Ni el paseo por el lago, ni la suculenta cena ni las cervezas en compañía de una agradable charla. No tengo ganas de contaros que somos una gran familia y que hacemos por vernos allá donde tengamos ocasión.

Y es que hoy me enteré de lo de JC Nokalkorretant. La pérdida de uno de los nuestros te hace poner los pies en el suelo y darte cuenta de que lo que hacemos es peligroso. La muerte acecha detrás de cada guardarrail. Mañana podría ser yo, es cierto. Viajar en moto es sublime, si. Te da vida. Y también te la puede quitar. Pero quizá en ese riesgo está parte de su placer. No por ser peligroso vamos a dejar de montar en moto. Seguro que a Juan Carlos no les gustaría que dejáramos de hacerlo. Mañana me levantaré, me vestiré de motero, me pondré el casco, miraré al cielo y sonreiré. Porque allá arriba tenemos un ángel más que vela por nosotros. Un ángel que nos hace ráfagas para que veamos el camino con claridad. Y mañana seguiremos disfrutando a pesar del dolor. Va por ti, Juan Carlos. Contrastes.

LRP. Etapa 4. Amsterdam. Reconquistando Flandes.

Nunca hubiera pensado que cupieran tantas personas en esa estrecha calle. Incluso allí en medio de todos parecía que me faltaba el aire. Se avanzaba muy lentamente y no quería soltar la mano de Belén. Perdernos hubiese sido fatal. Miré hacia arriba. Una ristra de globos rosas engalanaba la calle de lado a lado. La música retumbaba en todo mi cuerpo mientras la gente bailaba. Por el canal desfilaban barcazas con banderas, globos o espumillones. Estábamos en pleno centro del desfile del orgullo gay en Amsterdam.

Me desperecé y abrí un poco la persiana del hotel de Amberes. Había salido el sol! Lo echaba de menos. Las cosas siempre parecen más bellas en los días soleados. Lo primero es buscar un lugar para desayunar. En las inmediaciones encontramos un bar de esos de gente ruda. Unos cuantas personas vestidas con el mono de trabajo estaban desayunando. Posiblemente trabajaran en los astilleros cercanos. Después de un café nos pusimos en marcha hacia Amsterdam. La tirada no es larga, así que programé el GPS para evitar autopistas y escogí la ruta más corta.

Salimos de Amberes por uno de sus exclusivos barrios residenciales. Durante unos cuantos kilómetros estupendas mansiones se disponían a ambos lados de la acogedora calle adoquinada. Todas ellas con jardines exquisitamente cuidados y grandes ventanales para aprovechar la poca luz del invierno. No negaré que me dio cierta envidia.

Entrar en otro país sin que haya una frontera y no tener que enseñar el pasaporte o el seguro de la moto me sabe a poco. Pues así entramos en Holanda. No cambió nada, solamente la matrícula de los coches. Seguíamos detectando una gran calidad de vida. Carriles bici por todos lados, carreteras que no invitaban a correr sino a pasear escuchando el ronroneo de la BMW. Breda fue la primera parada. La imponente catedral está situada en medio de las callejuelas, sin un espacio abierto para poderla contemplar. Dimos un pequeño paseo y continuamos ruta hacia Amsterdam.

Desde Rotterdam hasta la capital parece que los pueblos se sucedan uno tras otro sin solución de continuidad. Larguísimos canales acompañaban a las carreteras y a los sempiternos carriles bici. Y casi -casi- sin quererlo, llegamos a Shipol, el aeropuerto de Amsterdam, donde aprovechamos para comer contemplando los aviones y degustando del perfume a queroseno entre la hierba y los canales.

El hotel estaba situado en un pequeño pueblo de pescadores, a pocos kilómetros de Amsterdam. Una ducha reparadora y estábamos ya dispuestos para sumergirnos en las callejuelas y canales de la capital holandesa. Fue un verdadero caos intentar circular por las estrechas callejuelas sorteando peatones, bicicletas y tranvías. Una vez situados en el centro, dimos un paseo sin rumbo fijo, dejándonos llevar por la marea de gente que acudía a ver la cabalgata del día del orgullo gay. En algunos momentos resultó agobiante intentar andar entre la gente, demasiado ebria para ser las seis de la tarde. Al desviarnos por una callejuela para evitar la aglomeración, diversas luces rojas nos indicaban que habíamos entrado en pleno barrio rojo. A pesar de lo temprano de la hora, algunas chicas se exhibían tras los escaparates esperando clientes.

Hoy es el cuarto día de viaje. Los lectores asiduos sabrán que para mi el peor día de ruta es el cuarto. Aparece el cansancio acumulado, y aún no se ha instaurado la rutina del viaje. Pero se que a partir de hoy la cosa cambiará y disfrutaremos más si cabe de este viaje que nos ha de dar energía suficiente para once meses. Hoy no tengo wifi. Casi lo prefiero. No tengo ganas ni de escribir, es el cuarto día. Aunque solo he de esperar. Mañana todo será genial. Como siempre.

LRP. Etapa 3. Amberes. La belleza de las ciudades belgas.

Llovía. Ya menos, pero seguía lloviendo al entrar en la ciudad. De pronto, giré a la derecha, un poco por instinto. No recuerdo si había una señal de circulación prohibida, pero podía ser. La calle era de adoquines y con vías de tranvía, algo peligroso para ir en moto bajo la lluvia. De pronto, al subir un pequeño repechón lo sentí. Algo me subía por el pecho hasta atenazarme la garganta. El pulso y la respiración aumentaron. Sonreí. Un nuevo síndrome de Stendhal. Esta vez en Gante.

No hay nada mejor que comenzar el día subiendo los casi cien metros de los acantilados de Étretat. La vista desde lo más alto de esas paredes de roca blanca, con los arcos de piedra de equilibro casi imposible era el mejor inicio de jornada. Tras un ligero desayuno, enfilamos las coquetas carreteras de la campiña normanda hacia Fécamp, plagado de palacetes y casas señoriales de un neogótico recargado a la par que elegante.

Los primeros ciento cincuenta kilómetros por esas carreteras fueron más lento de lo esperado. Las rotondas, ese invento francés del demonio situado cada pocos cientos de metros, hacían imposible llevar un ritmo ligero. Añoraba las autopistas, con sus tres carriles, sus largas rectas y esa sensación de devorar kilómetros rápidamente. No lo pensé dos veces. A pocos kilómetros de Calais nos metimos en la autopista. Quería tener tiempo para disfrutar de las ciudades belgas que configuraban el menú del día.

Como no podía ser de otra manera, al cabo de poco rato comencé a añorar las carreteras, con sus suaves curvas, sus paisajes y su tranquilidad. Y el GPS así pareció entenderlo, porque sin comerlo ni beberlo nos sacó de ella en Dunkerque. Y así, casi de puntillas entramos en Bélgica. Pequeñas carreteras locales, bordeando canales y con el asfalto mojado. Nos dirigíamos al centro de la tormenta, pero las primeras gotas ya comenzaban a caer.

Y así entramos en Brujas, lloviendo sobre sus adoquinadas y encantadoras calles. Afortunadamente, la tormenta nos dio una tregua para visitar rápidamente la ciudad. Brujas son las imponentes iglesias con altísimos y recargados campanarios construidos con ladrillos. Son los cientos -miles- de chocolaterías de lujo que ocupaban los bajos de espléndidas casitas del siglo XVII. Son los coquetos canales adornados con flores que te salían al paso al cruzar cualquier esquina.

No teníamos mucho tiempo más, así que continuamos camino -esta vez por autopista- hasta Gante, nuevamente bajo la lluvia. Los belgas conducen fatal, casi tanto como los españoles. Lo de circular por la derecha tampoco va con ellos. Además circulan rápido, cambiándose de carril sin ton ni son y casi sin señalizar. Tocaba aumentar precauciones y no correr. Sobre todo porque en ningún lugar vi la limitación de velocidad en la autopista. ¿110? ¿120? ¿130? Ni idea.

Gante sorprende. Cuando no te lo esperas, la belleza te abofetea sin piedad, te da en toda la cara reclamando tu atención. Eso es lo que pasó en Gante al subir ese puente de adoquines sobre el canal. A nuestra derecha, la impresionante iglesia de San Miguel. Al frente, la torre del reloj. Más allá, otra iglesia, la de San Nicolás. Todo ello atravesado por un apacible canal con las típicas antiguas casas de ladrillo. La visión es tan apabullante que no sabes hacia dónde dirigir la mirada.

Pocos kilómetros después se encontraba Amberes, punto final de la ruta de hoy. El campanario de la catedral, con su reloj en un estridente dorado, sobresalía entre los tejados de la infinidad de casitas de ladrillo que configuran la gran plaza. El ayuntamiento ondeaba cientos de banderas en su fachada, que bailaban al son de un viento que había alejado la tormenta. Al final, y debido a problemas con el horario de cierre y por no saber mucho del idioma flamenco, acabamos cenando musaka en un agradable restaurante griego de la ciudad.

En los múltiples lugares de interés de la ruta de hoy, los habitantes locales miraban casi con aburrimiento aquellas cosas que a nosotros nos maravillaban. Algo así me pasaba a mi durante los más de treinta años que viví muy cerca de la Sagrada Familia de Barcelona. El viajero viaja para disfrutar de cosas desconocidas, y no necesariamente bellas. Lo bello pero conocido al final se convierte en normal. Lo desconocido siempre es extraordinario. El viajero que busque solamente lo bello se convierte fácilmente en turista. El viajero que busque y se sorprenda con lo desconocido tiene todos las papeletas de convertirse en explorador. Lo mejor de todo es que mañana comenzará un nuevo día repleto de rincones desconocidos.

LRP. Etapa 2. Etretat. Conquistando Normandía

Podía oír mi respiración amplificada dentro del casco. Andando detrás de Belén, ambos vestidos de motorista y con el casco puesto deberíamos causar una interesante impresión a la gente que nos rodeaba. Pero lo cierto es que nadie nos miraba. No suelo andar así vestido, pero la ocasión lo requería. En ese momento la tormenta descargaba con mucha fuerza, y era la mejor manera de refugiarse de ella. Levanté la vista buscando algún sitio donde guarecernos, pero lo único que vi era hierba mojada. Una gran explanada de hierba con infinidad de cruces de mármol blanco puestas en línea con una precisión obsesiva. Estaba diluviando en el cementerio americano de Normandía.

Las obras nos impidieron salir de Nantes con rapidez. Una y otra vez jugábamos al gato y al ratón con los desvíos, que aparecían y desaparecían a la que menos te lo esperabas. Este juego del escondite nos permitió ver la catedral y el castillo, que la noche anterior se nos mostraron esquivos. Finalmente pudimos salir hacia Rennes por autovía. Y de allí hasta el Mont Saint Michel.

La abadía sigue ahí, como flotando en medio de la nada desde hace siglos. Los enormes parkings impedían acercarse al camino de acceso para tomar la pertinente foto, pero un escondido acceso a unas obras nos solucionó la papeleta. La ruta seguía hacia Normandía, pasando por carreteras olvidadas que enlazaban pueblecitos limpios, antiguos, cuidados y coloristas. Las casas de piedra con los porticones primorosamente pintados de colores, o la infinidad de hortensias, geranios y otras flores le daban un toque acogedor a los pequeños pueblos de la campiña francesa.

Desde la mañana las nubes amenazaban con descargar. Y así lo hicieron de manera intermitente. No tuvimos más remedio que ser los espectadores de excepción de ese juego caprichoso que se llevaban la lluvia y el sol, ahora mojando los campos, ahora iluminándolos para que luzcan resplandecientes. Y el arco iris, que aparecía y desaparecía siguiéndonos al lado camino de las costas de Normandía. Parecía tan cercano… En algunos momentos me pareció verlo delante de alguno de los bosques que recortaban el horizonte, casi al alcance de la mano.

Omaha Beach, la playa más famosa del desembarco de Normandía, se encontraba en marea baja. La gran extensión de fina arena albergaba a algunos niños jugando a volar cometas o hacer castillos. Nada de sombrillas, chiringuitos o tufillo a crema solar. Sí, ya se que el día no acompañaba a ir a la playa, pero me pareció respirar un aroma a profundo respeto por lo que allí aconteció.

Entrando en el cementerio americano comenzó a diluviar. Paseamos en silencio bordeando las miles de cruces de mármol blanco mientras la lluvia lo empapaba todo una vez más. Las cruces de los vencedores. Triste balance. Haciendo algunas fotos, buscando la simetría cambiante de las hileras de lápidas, me di cuenta que no estaba asociando cada una de ellas con una historia, una vida y una familia destrozada. Quizá el lugar es demasiado bonito. O quizá me estaba quedando en lo superficial una vez más.

Atravesamos el espectacular Puente de Normandía para llegar a Le Havre. Colosal, moderno y casi hipnotizador, cuando los tirantes de acero fueron pasando por la derecha y por la izquierda, de manera rítmica, acompasada y casi relajante. Seguía lloviendo.

Y finalmente llegamos a Etretat. Como dijo Belén, abrimos las páginas de un cuento y nos metimos en él. Casitas de madera, algunas con vigas vistas, otras con tejados de madera,… todas con encanto. El cuento de hadas continuó cuando llegamos a la playa y vimos sus espectaculares acantilados blancos. El sol se escondía tras las nubes dejando regueros escarlatas que teñían el horizonte. Las gaviotas graznaban a nuestro alrededor mientras se acercaba la hora de la cena. Una cena con sabor a mejillones y crepes.

Hoy me he dado cuenta de una cosa. A pesar del frío, la lluvia o mil incomodidades, si tienes paciencia acaba saliendo un arco iris o una inolvidable puesta de sol. A pesar de recorrer miles de kilómetros para buscarlos, los arco iris están mucho más cerca de lo que parece. Incluso a veces, están siempre a tu lado.

Polonia 02


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LRP. Etapa 1. Nantes. Ansias de aventura.

853………. 854………. 855………. Los kilómetros avanzaban con una lentitud exasperante. En ese momento me preguntaba por qué extraña y estúpida razón el primer día de ruta me daba por planificar semejante kilometrada. Seguramente porque de las tres premisas olímpicas -más alto, más fuerte, más lejos- a mi siempre me ha gustado la última. Comenzaba a estar cansado y aún quedaban unos cincuenta kilómetros para acabar la jornada. Y entonces, se puso a llover.

Salir de Zaragoza le dio un aire nuevo a las rutas. A pesar de que los primeros setecientos kilómetros transcurrieron por autopista, los paisajes eran diferentes a las acostumbrados. Pudimos observar en Tudela los molinos de viento prácticamente aún dormidos mientras la escasa brisa les soplaba suavemente para despertarlos. Y al altivo Moncayo desperezándose entre la neblina matinal mientras enfilábamos ya el norte, camino de San Sebastián. Nos divertimos en una autopista loca que sorteaba como podía los montes vascos, siempre misteriosos.

Ya en Francia nos esperaban los viñedos de las ilustres zonas de Bordeaux y Cognac en miles de hileras verdes con los racimos ya madurándose al sol del verano. Y así transcurrió el día hasta llegar a La Rochelle. Su elegante puerto viejo se mostraba vivo y lleno de gente que paseaba entre las embarcaciones de recreo. Al fondo destacaban las dos enormes torres de piedra que vigilan desde hace siglos la entrada del muelle. Después de estirar un poco las piernas con un pequeño paseo, intentamos localizar la antigua base de submarinos alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Pudimos ver el edificio gris y envejecido desde lejos, pero fue imposible acercarse más debido a que las múltiples entradas al puerto comercial tenían el paso prohibido. Así que finalmente desistimos y nos adentramos en el cercano Marais Poitevin, una suerte de laberinto de canales donde las barcas a remo se adentran entre los bosques o cruzan los pequeños pueblecitos franceses.

Nos íbamos acercando a Nantes por carreteras locales, atravesando pequeñas localidades que parecían recién liberadas por las tropas aliadas: las casas con fachadas de piedra, persianas de colores y cientos de flores por todos lados. Esperaba que en cualquier momento apareciera un soldado americano alertándome de la presencia de un batallón alemán en las proximidades. El tañer de las campanas de las iglesias que tocaban lánguidamente las horas me sacó de mi fantasía. La séptima campanada nos indicaba que la primera tarde de agosto se estaba agotando. El cielo llevaba horas de un plomizo de esos que no presagia nada bueno, pero se mantenía sereno. Ya llevábamos muchos kilómetros y muchas horas como para poder disfrutar de los juegos de luces que provocaban diversos jirones en las nubes. De pronto se ponía a llover como salía el sol dejando un intenso color vede flúor en los campos de cereales, y un desenfadado amarillo en los de girasoles. Incluso se atrevió a salir algún tímido arco iris. Pero a Nantes parecía costarle llegar.

Curiosamente inicio todas las rutas con una gran kilometrada. Sí, la excusa es que estás descansado y todo eso. Pero ahora pienso en que existe otro motivo oculto. Las ganas de alejarse de casa. Las ganas de encontrarse con paisajes diferentes, extraños y sorprendentes lo antes posible. Las ganas de decir que ya estás lejos. Las ansias de aventura.

Polonia 01


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LRB. Etapa 14 y última. El regreso a casa

Mil y pico kilómetros de aburrida autopista, de esa que ya te conoces por haberla recorrido cien veces, se supone que dan para reflexionar. Eso pensaba yo esta mañana mientras daba cuenta de la exigua tostada del pobre desayuno. Sería el momento de reflexionar lo vivido y sacar todo el jugo que me ha regalado este viaje.

Pensaba que en estas horas volvería a recordar el intenso azul del Adriático. Sí, ese azul “istriónico” que descubrí los primeros días de viaje. Pero no. Estaba demasiado ocupado en mantenerme a unos legales 130 km/h. No quería sorpresas de último día.

Creí que volvería a notar los fantasmas de la guerra que sentí en mi paso por Bosnia. Sí, esos balazos en cada una de las viejas casas que aún siguen habitadas. Pero tampoco. Estaba demasiado pendiente de no olvidarme de coger ninguno de los tickets de los peajes italianos.

Estaba seguro que recordaría a los niños de la frontera de Kosovo. Sus sonrisas subidos encima de la BMW y cómo desaparecieron mis miedos a cruzar esa frontera. Pero no. Estaba concentrado en pasar entre los coches en los múltiples atascos franceses.

Pensaba que se me saltarían las lágrimas recordando la durísima pista albanesa que me hizo atravesar las montañas y que consiguió que me creyera capaz de todo lo que me propusiese. Pero mi cabeza no podía pensar en otra cosa que en calcular las paradas para repostar.

No dudaba que recordaría el espectacular verde de los lagos de Plitvice, ese que podría catalogarse como uno de los verdes más bonitos que existen. Pero era incapaz de recordarlo mientras veía los restos negruzcos y cenizos del devastador incendio de La Jonquera.

Estaba seguro que me abandonaría a la emoción al entrar en el parking de mi casa, una vez concluida esta fenomenal Ruta Balcánica. Nada de eso. Solamente podía pensar en la ansiada ducha, en preparar la cena y en la fantástica cerveza que me merecía.

Y es que el pasado es eso, pasado. Los recuerdos y las emociones no hay que olvidarlas, sin duda. Pero no para deleitarse con ese rancio recuerdo de un pasado añorado, sino como experiencia y complemento al futuro. Los azules, los fantasmas, los niños, las piedras, o los verdes por supuesto que serán el mejor bagaje posible para disfrutar con más intensidad si cabe del próximo reto. La Ruta Polaca comienza en menos de cuatro días. ¿Te lo vas a perder?

Balcanes 14


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LRB. Etapa 13. Bérgamo. Los Dolomitas

Llevaba casi quinientos kilómetros de curvas y más curvas por los Dolomitas. El GPS marcaba menos de veinte para el destino, Bérgamo. Pero aún debía superar un puerto más, el Passo Tonale. Se me hacía pesado, pero era un último esfuerzo. Unas cuantas curvas de subida, unos cuantos “tornanti” de bajada y… Bérgamo no aparecía por ningún sitio. Comenzaba a hacerse de noche. Paré en el arcén a intentar entender qué cojones me indicaba el GPS… Ahí no había ningún hotel. De hecho por no haber no había ni ciudad. Introduzco una nueva búsqueda en el aparatito y… Mierda! La indicación era clara: “Hora estimada de llegada: 22:20”. Aún quedan ciento cincuenta kilómetros más para Bérgamo.

Los pocos kilómetros por carreteras secundarias de Eslovenia me supieron a poco. Siempre le había tenido especial manía a las carreteras eslovenas -no a su capital Ljubljana, que me parece preciosa y coqueta-, ya que las dos veces que he cruzado el país he tenido que aguantar caravanas kilométricas. Claro, que era por autopista. Esta vez, al hacerlo por carreteras locales, no pude hacer otra cosa que apuntar Eslovenia en mi lista de “lugares por redescubrir”.

Y por fin, los Dolomitas, una de las asignaturas que aún tenía pendiente. Había visto sus imponentes y afiladas torres rocosas en la distancia varias veces, pero nunca me había aventurado a recorrerlos. Ésta era la ocasión perfecta. Teniendo el modo “distancia más corta” en el GPS te puedes encontrar sorpresas agradables. En uno de esos desvíos a primera vista inútiles, conseguí descubrir una pequeña carreterita a duras penas asfaltada, que ascendía entre montañas y bosques, con “tornanti” imposibles y desniveles de vértigo. Desde ahí se podían disfrutar unas vistas magníficas de los valles vecinos. Al final para volver a la misma carretera por donde iba, pero lo cierto es que fue de lo más gratificante. Para mi. El freno trasero de la BMW igual no opina lo mismo, ya que dejó de funcionar a media bajada, presa de un sobrecalentón momentáneo.

Llegando a Cortina d’Ampezzo el espectáculo visual era indescriptible. Mirara por donde mirara, gigantescas moles de roca caliza ocultaban buena parte del cielo, subiendo en paredes casi verticales hasta casi tocar las nubes. Estaban por todos lados, y la perspectiva iba cambiando a cada giro de la carretera. Era imposible no mirar hacia arriba en lugar de a los magníficos trazados de las carreteras de montaña italianas. Son mucho más brutales que los Alpes, que a pesar de ser también impresionantes, no muestran esa rotundidad y brutalidad hecha roca.

Mi amigo Coco me había recomendado un círculo de puertos de montaña indispensables en los Dolomitas. Desde Arabba a Gardena y vuelta por el otro lado, rodeando el impresionante macizo de Piz Boé, siempre por encima de los 1700 metros de altura. El Passo Campolungo, con sus delicados y suaves “tornanti”; el Gardena, flanqueado a ambos lados por dos gigantescas moles de roca caliza; el más discreto Sella y finalmente el majestuoso Passo Pordoi, con sus veintisiete “tornanti”, muchos de ellos primorosamente enlazados, como haciendo encaje de bolillos. Llevaba ya más de trescientos kilómetros, comenzaba a estar cansado. Pero este recorrido por los Dolomitas había valido la pena. No solamente por la belleza de los trazados, sino por el grandioso espectáculo de sus paisajes.

Y ahí estaba yo, con cara de tonto mirando un GPS que me indicaba que además de lo ya hecho -que era mucho- aún me quedaban dos horas para llegar al hotel. En un momento se esfumaron esos spaghetti alle vongole con esa cerveza bien fría que me venía imaginando desde hacía bastantes curvas: a esas horas es difícil cenar en Italia a no ser que sea en un inapropiado McDonalds. Hoy tocaría acabarse una de las últimas ensaladísimas Isabel y un buen trozo de salami al ajo que compré en Arabba en una cochambrosa habitación de un ruidoso hotel. Porque la tecnología es lo que tiene: es capaz de regalarte rutas alucinantes imposibles de planificar, y también capaz de aguarte la cena. Ay, ¡cómo echo de menos mi roadbook! Pero hacer las cosas sin planificar es lo que tiene. Sobre todo cuando no le haces caso al mensaje “error al calcular la ruta” que salió por la mañana en el GPS. Han sido más de seiscientos kilómetros de curvas y casi once horas en marcha encima de la moto. Pero como ya sabéis, de cosas como ésta se forja la aventura.

 

 

Balcanes 13


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LRB. Etapa 12. Bled. La ruta de los lagos

Me levanté encima de los estribos de la moto. Las curvas se sucedían una tras otra con una armonía asombrosa. Con un solo gesto, la GS bailaba entre cada ápice. Ni muy lento ni muy rápido, justo como se tienen que hacer las cosas. Con ritmo. Tras los baches y pistas del inframundo europeo, volvía a disfrutar de una carretera. Sonreía. De pronto me encontré bailando y cantando la canción que en ese momento sonaba en mi casco. Bruce Springsteen. Born to Run!

Por la mañana amaneció cubierto. Pero al menos no llovía. Se había pasado toda la noche diluviando, y ya me veía sin ver los lagos de Plitvice. Así que me apresuré en empaquetarlo todo y salir del hotel. De camino, incluso salió tímidamente el sol. Los lagos de Plitvice son espectaculares. Tienen todo el catálogo de verdes que existe -o casi-, por lo que podrían estar ubicados perfectamente en la selva de Irati. No en vano está rodeado de extensos hayedos. Son varios lagos interconectados por pequeños saltos de agua. Pero a decir verdad, no creo que valga la pena perder las siete horas del recorrido largo. Incluso las tres horas que pasé yo me parecieron excesivas. Pero sí, que están muy bien.

Nada más ponerme el casco en el aparcamiento, comenzó a caer una lluvia casi torrencial, así que vuelta a poner los goretex (esta vez ya llevaba el de los pantalones, que lo veía venir…). En unos pocos kilómetros paró de llover, ya definitivamente. En Karlovag volví a ver cicatrices de guerra. Es difícil verlas en Croacia, pero multitud de edificios mostraban sus heridas aún abiertas. Incluso en un pueblo cercano tenían montado un museo, con unos cuantos tanques y un par de cazas.

Siguiendo las indicaciones del GPS con el método “ruta más corta”, me encontré de bruces con la frontera eslovena, al cruzar un puente. Pero no me dejaron pasar. Por español. Se ve que esa frontera solamente era transitable por los locales. Y es que era prácticamente un camino de carro. Tras dar un pequeño rodeo, entré de manera satisfactoria en Eslovenia. A partir de ahí, las carreteras secundarias se movían sinuosamente entre colinas de verdes pastos y de maizales. Al principio me costó encontrarle el ritmo, supongo que porque buscaba inconscientemente los socavones y las piedras, pero en realidad el asfalto era sorprendentemente liso. Hasta los cinco o seis kilómetros de pista era lisa y sin baches, atravesando oscuros y espesos bosques que filtraban una luz verdosa casi fantasmal.

Y final de ruta en el lago Bled. Lo confieso, fue un cambio de planes inesperado, tras ver una foto de Tomás Paz. Otro lago mítico, en otro país. Que antes era el mismo, si. Pero de todos los países de la antigua Yugoslavia, Eslovenia es el más diferente. Muchos más eslavos, ellos. El lago es una preciosidad, con su isla en el centro y su castillo en uno de los riscos. Mucho turismo, generalmente local, pero amable. Me alojé en una de las poblaciones cercanas, Radovljica, con esas calles llenas de casas antiguas, acicaladas con geranios en sus balcones y con las fachadas primorosamente pintadas. En definitiva, he vuelto a Europa.

Balcanes 12


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LRB. Etapa 11. Plitvice. Bosnia bajo la lluvia

Otro camión. Ya iban unos cuantos. Bajábamos del pequeño puerto de montaña a velocidad irrisoria, ni 30 km/h. Llevábamos curvas y más curvas detrás del trailer, cuando de repente aparece una larga recta. Incomprensiblemente, se intuía que seguía la línea continua. El BMW que tenía delante no se lo pensó dos veces y aplicó la regla número uno de la conducción en Bosnia: Haz lo que te de la gana. Y le dio la gana adelantar. Y yo fui detrás, por aquello de “allá donde fueres, haz lo que vieres”. Con un ligero golpe de gas no me costó nada adelantar al pesado camión. Tampoco me costó nada ver al policía en medio de la carretera obligándonos a parar.

El día era gris. De esos grises en los que apetece hacer pocas cosas. Bueno, solo tenía que conducir unos 550 kilómetros, así que tampoco eran tantas cosas que hacer. En un plis atravesé Montenegro. Lo cierto es que comenzaba a sentir como si ya me conociera todo lo que estaba viendo. Supongo que la sorpresa del primer momento desaparece, y ya son más de 10 días por los Balcanes. Así que no me extrañó mucho pensar que ese valle ya lo había visto antes, o que este desfiladero ya lo recorrí hace unos días. Me costó un rato descubrir que realmente ya había pasado por ahí hace unos días. Solo fueron un centenar de kilómetros, y afortunadamente de los más bellos de Montenegro. Era imposible no reconocer los túneles y más túneles del cañón de Piva.

Como si fueran contracciones de parto, los espasmos se producían rítmicamente. Ya había podido superar los dos primeros, pero este parecía ser el definitivo. Era la venganza del agua de las montañas albanesas. Y estaba contraatacando por la mismísima retaguardia! A lo lejos alcancé a ver una gasolinera. Paré, le indiqué al hombre que llenara el depósito mientras yo corrí hacia el baño. No voy a describir cómo es un lavabo de gasolinera bosnia, quedaría demasiado escatológico. Solo comentaré que no había papel…

El atasco al entrar en Sarajevo era tan monumental, que decidí pasar de largo. De hecho, ya estuvimos el año pasado, así que tampoco me perdía nada. Nada más salir de la ciudad, comenzó a llover. Y bien fuerte. Paré debajo de un puente a ponerme el gore-tex de la chaqueta, y opté por no montar el espectáculo y no ponerme el forro del pantalón. Eso significaría pasar todo el día con el culo mojado, era consciente de ello y lo asumí. De manera intermitente iba apareciendo y desapareciendo la lluvia. Estaba demasiado atento a la carretera como para atender al paisaje, que seguía gris y oscuro. Las montañas desaparecían más allá de las nubes, y los truenos retumbaban en las paredes de los desfiladeros. La temperatura había descendido hasta unos 19ºC, y yo tenía las piernas empapadas. Solamente me quedaban doscientos cincuenta kilómetros para el destino.

Y entonces apareció el camión lento y el policía en plena carretera. Obviamente me había visto adelantar en línea continua. De hecho hasta juraría que lo estaban esperando. El lugar es ciertamente estratégico.

– Documentación -dijo el policía en tono secante. Abrí unas cuantas cremalleras hasta que apareció mi permiso de circulación.

– ¿Hablas alemán? – me preguntó.

– No, inglés. – dije.

– Si tienes una moto alemana, ¿cómo que no hablas alemán? -contestó con el mismo semblante serio. Yo no sabía si estaba bromeando o no. No vi ni un atisbo de humor en su mirada. Opté por la prudencia y me encogí de hombros.

– Solo hablo inglés, pero algo puedo entenderte.

– No puedes filmar. – dijo al percatarse de la cámara del casco que llevaba encendida desde el principio.

– No, no estoy grabando. Se ha acabado la batería. -mentí mientras señalaba la luz roja de grabación. En ese momento yo quería que el policía pronunciara las dos palabras mágicas que eran mi única esperanza de salir de ahí indemne. Y las dijo.

– ¡Sergio Ramos! ¡Como el jugador de fútbol! – vociferó a su compañero al ver mi documentación. Su cara cambió en ese momento, esbozando una tímida sonrisa. Me había salvado. Poco después (y tras haber apuntado mi nombre y mi matrícula), me devolvía la documentación y me dejaba marchar. ¡Bendito fútbol!

Una frontera y algunas gotas de lluvia más y me encontré en Croacia. En menos de quince minutos estaría en el hotel donde podría ducharme, secarme y disfrutar de un WC en condiciones. Media hora antes no tenía ni idea de qué escribir hoy. Pero viajando solamente te tienes que sentar a esperar a que te pasen las cosas. Y hoy he estado más de ocho horas sentado.

Balcanes 11


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LRB. Etapa 10. Podgorica. Recorriendo Albania

Mientras sostenía la tercera CocaCola, miraba al horizonte. La brisa mecía las olas en la laguna Vainit mientras yo esperaba mi pescado a la brasa. Continuaba estando en Albania, sí. Pero hoy quise que las cosas fueran algo diferentes.

Me levanté tarde. Es lo que tiene acostarse casi a las dos de la madrugada escribiendo el post y editando fotos. De todas formas a esas horas seguía teniendo un exceso de adrenalina y no podría haberme dormido fácilmente a pesar del cansancio. Una vez desayunado, a eso de las diez de la mañana, la prioridad era encontrar un soldador. En España hubiera sido una ardua tarea, pero tenía la certeza que en Albania sería más fácil. En el hotel no me dieron ninguna solución, así que cogí la moto y comencé camino.

A menos de trescientos metros, vi un portalón de hierro tras el cual se acumulaba chatarra y hierros oxidados. Aunque no me pudieran allí soldar el soporte de la maleta, seguro que sabrían dónde. Con un poco de mímica y buena voluntad por parte de ambos, el chatarrero me indicó dónde podrían ayudarme. No lo localicé a la primera, pero tras preguntar en un mecánico de camiones cercano, encontré al soldador. Después de 10 minutos, tenía ya el soporte perfectamente soldado. La sorpresa fue cuando pregunté el precio.

– Dos dólares -me dijo el hombre, mientras un hilillo de sangre corría por su frente, fruto de un pequeño encontronazo con el portaequipajes de la BMW.

– Solo tengo euros. Te va bien que te de cinco?- le dije mientras le acercaba el billete.

Meneó la cabeza abrumado. Echó mano al bolsillo y sacó un fajo de billetes albaneses. El pobre hombre estaba buscando cambio.

– No! Quédate el cambio! – le expliqué. Su cara cambió con una enorme sonrisa.

– Gracias, muchas gracias! – me dijo.

Seguí ruta hacia Krujë, a escasos treinta kilómetros de Tirana. Allí hay un castillo, orgullo patrio, pero que a mi me resultó algo soso. La calle central del pueblo era estrecha y llenas de tienduchas de las que venden artesanía típica. Suelo huir despavorido. Así lo hice.

Las alternativas eran pocas. No quería volver a hacer pasar a la BMW por otra jornada como la de ayer. No se lo merecía. A duras penas salimos casi ilesos como para volver a meternos en otro fregado. La subida hacia las montañas del norte otra vez por pistas quedaba descartada. En su lugar, enfilé la nacional hacia Skodër, que en algunos puntos es incluso una autopista. Me fui desviando a ver algunas cosas, entre ellas la laguna Vainit, un parque natural cerca de Lezhë. Nada del otro mundo. Marismas, aguas estancadas, alguna garza real y poca cosa. Pero me pegué el homenaje en la comida. Entre otras cosas, porque me sobraba moneda local que debía ir liquidando antes de salir de Albania.

Recorriendo el país te das cuenta de dos cosas fundamentales y diferentes del resto. Una son los lavacoches, Lavazh los llaman aquí. Los hay a centenares, sobre todo a la salida de las poblaciones. Unos pegados a otros. No son más que un compresor con una manguera. En Albania todos quieren tener sus Mercedes -la mayoría seguramente proveniente del mercado del coche robado europeo- como los chorros del oro. Y tal como tienen las carreteras, el negocio de los lavacoches sigue siendo floreciente.

Otra particularidad son los búnkers. Son pequeñas “setas” de hormigón que puedes ir viendo por el camino. Ahora completamente abandonados son una herencia de la paranoia antiinvasora de Hoxa, el dictador militar comunista que lideró Albania hasta los años 80. Ahora no dejan de ser desechos de cemento que se mezclan con el resto de basura que suele haber a la salida de los pueblos.

Tras atravesar Skodër, solo faltaban los últimos 40 kilómetros para llegar a la frontera con Montenegro. El año pasado ese tramo nos costó más de una hora, ya que estaba sin asfaltar y en muy malas condiciones, cuando no en obras. Ahora, las obras han finalizado y hay una bonita y lisa capa de negro asfalto. Sin pintar. Eso lo dejarán para el próximo año.

Poco después llegaba a Podgorica. Los 200 kilómetros de hoy habían sido un paseo. Quería tener otro recuerdo de Albania, aunque las montañas y las pistas no las podré borrar de mi mente. Tanto para bien como para mal. Es lo que tiene cuando consigues amar y odiar al mismo tiempo a un país. Albania no es un país de medias tintas. Quién carajo viajaría hasta aquí para quedar indiferente? Pero las cosas cambian muy deprisa en el país. Aunque creo que tenemos pistas de montaña para rato. No lo dudes ni un segundo. Albania te espera. Ven a sufrir. Ven a disfrutar.

 

Balcanes 10


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