La Ruta de la Camarga

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(vídeo al final)

La primera vez que atravesé una frontera en mi propia moto fue una sensación única. Para Belén y su Derbi esta iba a ser su primera vez. Y seguro que sería especial. Las matrículas desconocidas, las señales de tráfico ligeramente diferentes, y los nuevos paisajes, a pesar de ser ya conocidos, tienen un sabor especial cuando vas en tu propia moto. Todo eso y mucho más es lo que salimos a buscar en la penúltima ruta del 2013, La Ruta de la Camarga.

El sábado fue una jornada de desplazamiento puro y duro, aunque no fuimos por las resabidas autopistas que una y otra vez nos habían teletransportado a Francia. Este vez disfrutaríamos del slow roading, término que no sé si me acabo de inventar o ya alguien lo había acuñado anteriormente. Y es que viajar sin peajes a ritmo de 125cc tiene mucho encanto. Salimos pronto, pero no demasiado, para no soportar las gélidas temperaturas de la plana de Vic. Aún así, fueron 1 o 2ºC los que por allí soportamos. Autovía hasta Girona y N-II hasta La Jonquera, donde pasamos al país galo a través de las bonitas curvas de Le Perthus. Y en Francia no quedaba otra que avanzar rotonda tras rotonda, esperando la noche con resignación y paciencia. Y llegó la oscuridad, y con ella la lluvia, que vistió los últimos kilómetros de algo de aventura: Belén, que va delante, se “inventó” la carretera en algunos tramos. Y es que el faro de la Derbi Terra no da para mucho.

El hotel Marquis de la Baume está en pleno centro histórico de Nîmes, lo que dificulta mucho su localización, incluso ayudados por el GPS. El hotel aprovecha un antiquísimo edificio, laberinto de escaleras, pasadizos y patios interiores. La habitación, muy bien decorada y ambientada, pero con algunos déficits en el baño, como es costumbre en Francia. ¿Qué les costará poner una simple cortina en la bañera?

Con la lluvia fina que nos había acompañado los últimos kilómetros, nos dispusimos a callejear, en busca del famoso anfiteatro romano de Nîmes, hoy en día convertido en plaza de toros. Primorosamente iluminado, es todo un espectáculo disfrutar del programa especial de Navidad que se proyectaba en sus milenarias paredes. Cenamos en una brasería cercana, con muy buena comida pero nefasto servicio. Al salir, ya había dejado de llover, lo que nos permitió disfrutar del casco antiguo de la ciudad antes de reposar de los casi quinientos kilómetros recorridos.

P1030465La primera parada del domingo fue en el puente de Van Gogh, situado a las afueras de Arles. Un modesto puente levadizo de madera ayuda a salvar un pequeño canal de los muchos que hay en esta zona. Asombrosamente es un lugar con muy poco turismo, lo que ayudó a disfrutar más intensamente de la belleza del lugar. Apúntalo para una próxima salida. Muy recomendable.

Y después, camino del sur hacia la auténtica Camarga. Humedales, lagunas repletas de garzas y algún flamenco, inmensas planicies donde pastan los pequeños caballos de la región e incluso alguna manada de toros bravos, que nos miraron con sus larguísimos y enhiestos cuernos. Unos cuantos kilómetros más al sur de Port-Saint-Louis-du-Rhône se encuentra la playa de Napoleón. No sé qué relación tendrá la playa con el emperador francés, pero la visita vale la pena. Desérticas playas rodeadas de algunas lagunas y la mirada distraída de algunas aves acuáticas, hacen del paraje un lugar especial.

A pocos kilómetros se atraviesa el gran Rhône -lo que nosotros conocemos como Ródano, vamos- en una gran barcaza, que casi llega a la categoría de Ferry. Al igual que la primera frontera, el primer salto fluvial de Belén también la ilusionó pintándole la cara con una agradable sonrisa. Una vez en tierra, seguimos la Route de la Fielouse, que atraviesa la Camarga por su mismo centro, mostrándonosla en su más pura expresión. Caballos al trote, grandes rapaces posándose a nuestro lado, más toros bravos, más humedales… Pura delicia para los sentidos.

En Saintes-Maries-de-la-Mar, ya a orillas del Mediterráneo, el olor a gambas a la plancha nos hace parar y comer, mientras el sol parece definitivamente dispuesto a iluminarlo todo con tonos rojizos. Los juncos a los márgenes de la carretera, los puentes sobre los canales,… estábamos rodeados de una atmósfera natural, muy diferente a todo lo conocido. Cada recodo del camino es una nueva sorpresa. Las carreteras, fáciles y rectilíneas, te permiten disfrutar más del paisaje que de la propia conducción, que se convierte en un mero complemento de lujo.

P1030492Aigues-Mortes y sus murallas pondrán la guinda del pastel. Su calle central, atiborrada de tranquilos turistas, da a una placita serena pero bulliciosa, donde apetece pasear sin prisas. El sol comenzaba a pensar en retirarse, mientras ultimamos algunas fotos sobre el faro fortificado o los canales cercanos. Ya en la moto, observamos cómo sus últimos rayos se ocultaban allá a lo lejos, reflejándose en las marismas cercanas, y estallando en una sinfonía de colores que compusieron una de las más bellas puestas de sol que he contemplado. Pero la naturaleza aún nos tenía reservada otra sorpresa, alardeando de su potencia infinita como creadora de momentos especiales. En la penumbra, y a pocos metros de nosotros, un flamenco inició su pesado y laborioso vuelo sobrevolándonos de cerca, y mostrando sus alas de color rosa fluorescente, que resaltaban sobre un cielo aún rojizo. Un colofón a un día muy especial.

Llegamos a Arles de noche cerrada. El hotel Mas de la Chepelle es una casa de campo señorial, a la que se accede únicamente por estrechos caminos apenas asfaltados. Adentrándonos en la espesa niebla que ya se cernía sobre la zona, nos sumergimos en un ambiente del siglo XVIII, con estatuas y jarrones que le dibujaban un barroquismo extremo a la decoración. Una vez instalados, volvemos a una Arles desierta y casi fantasmagórica, paseando por su anfiteatro romano, o la Plaza del Fórum, inmortalizada como no por Van Gogh, en un ambiente que para nada recordaba al de hace unos cuantos veranos, pero que sirvió para avivar buenos recuerdos.

Nuestro hotel amaneció aún cubierto de niebla, con una atmósfera campestre que casi invitaba a salir a caballo a la caza del zorro. Y cogimos nuestras monturas y cabalgamos hacia casa, primero atravesando por última vez los humedales de la Camarga, luego desandando el camino de vuelta hasta La Jonquera. Y ya de noche, esquivando los peligros de la oscuridad y de los camiones asesinos, llegamos a casa teniendo la certeza de que ha sido una buena ruta a pesar de la brevedad y de la lucha constante de Belén con los peligros de la noche, únicamente armada con un pequeño faro que apenas alumbraba. Porque amigos lectores, las piedras del presente son las que forjan la experiencia del mañana. Y superar obstáculos es la única manera de avanzar y conseguir nuevos retos. Belén lo acaba de aprender y no creo que lo olvide. Y si lo hace, ya estoy yo aquí para recordárselo.


La Ruta de la Camarga por Dr_Jaus

La mágica Ruta de la Demanda

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(busca el vídeo más abajo)

A estas alturas de año, salir en moto después del trabajo en busca de la aventura del fin de semana significa rodar de noche. Y en muchas ocasiones, con frío. Esta vez no era tanta la sensación de frío como la de hace un par de semanas, cuando con la BMW y la Derbi llegamos hasta Sigüenza a escaso medio grado positivo, y tuvimos que volver al día siguiente casi con el rabo entre las piernas tras un quitanieves, abortando nuestra ruta del Camino del Cid. De ese fin de semana me quedo con los mejores boletus que he probado en mi vida en el restaurante Nöla de Sigüenza, con la amabilidad del dueño de La Casona de Lucía, el alojamiento rural donde dormimos, y con la valentía de Belén, que afrontó la nieve y el hielo con decisión y sin miedo, aunque quizá en parte por desconocimiento del peligro.

Para la ruta de este fin de semana había elegido la Sierra de la Demanda, donde multitud de leyendas mágicas se agolpan en esta zona caballo entre La Rioja, Burgos y Soria, siempre bordeando el paralelo 42, zona de energías misteriosas y  de núcleos claves en la historia de las religiones de todo el mundo. No se esperaba tanto frío, como así fue, mientras recorríamos la aburrida carretera de Logroño a ritmo de camión. El hotel elegido era el F&G Logroño, con una excelente relación calidad-precio y un curioso y moderno patio interior triangular, adornado con una auténtica fachada del siglo XVI transportada piedra a piedra desde la calle Mayor de la ciudad. Cena cerca de la famosa calle Laurel logroñesa con cardo, carrilleras y entrecot, regado como no puede ser de otra forma con un rioja espectacular. Y todo por 16€ el cubierto. Magnífico.

Hay momentos que pasan en un suspiro. Son instantes que casi de una manera fantasmagórica, casi etérea, se cuelan por tus sentidos sumiéndote en un estado de magia extraña. Entrar de noche en el hotel y ver en la penumbra ese patio interior, con la majestuosa fachada de piedra apenas tenuemente iluminada, fue uno de esos momentos. El silencio lo embriagaba todo, quizá ayudado por el rioja de la cena. Me pareció estar en la plaza de un pequeño pueblecito solitario, donde únicamente faltaba el rítmico cantar de los grillos y un cielo estrellado como esos del verano. Como por arte de magia, me vi elevado sobre el terreno, observando ese imaginaria plaza desde las alturas. «Planta tres»- dijo la voz metálica del ascensor acristalado despertándome de ese instante de ensoñación. Las puertas se abrieron y volví a la realidad.

-Ha llegado lo más bonito del barrio- dijo la camarera de la cafetería del hotel cuando entró la cuadrilla de barrenderos a hacer una pausa regada con vino y pincho de tortilla. Era la mañana del sábado y fuera llovía sin prisa pero sin pausa, mientras la camarera a la que llamaremos Teresa, seguía con su particular bombardeo de piropos a los asiduos del bar.

-Aquí tienes tu cortado, corazón- vociferaba mientras servía con una mano y cobraba con la otra. La escuchaba mientras desayunábamos un croissant a la plancha y un mini bocadillo de pechuga empanada. Teresa es menuda, nerviosa y trabajadora. No para de hacer cosas mientras agasaja casi de forma patológica a todo el que se acerca a la barra. Desprende alegría, ganas de agradar y buen rollo. Tan buen rollo que casi dejó de importarme la persistente lluvia de ahí fuera mientras me cobraba con un algo más recatado «gracias, caballero». Cualquier otro -yo mismo- estaría amargado trabajando un sábado, con el bar a tope y sin ninguna  ayuda. Pero Teresa no. A ella le encanta su trabajo. Y aunque sus modales no encajan exactamente con lo que se espera de una camarera de un hotel de cuatro estrellas con spa, no me cabe la menor duda que ese amor por el trabajo la mantiene día a día, sábado a sábado en su puesto. Toda una lección que aprender.

De camino a San Millán de la Cogolla salimos de Logroño con la precaución necesaria. El asfalto frío y mojado no es lo que mejor le va a Belén, que a pesar de su poca experiencia motera ya lo hace fenomenal. Tanto, que rápidamente dejé de mirar su rueda levantando miles de gotas de agua y empecé a mirar de una manera más despreocupada el paisaje. Y su melena rubia que se esparcía por su espalda aún algo recta y tensa. La imagino dentro de unos meses, cuando ya más relajada pueda disfrutar más de lo que hace ahora de nuestras rutas en moto.

La carretera surca tierras rojizas, haciendo honor a la región y al vino que de ella emana. Extensos viñedos ondulados mostraban sus últimas hojas vestidas de un ocre otoñal mientas dejamos atrás los monasterios de Suso y Yuso, envueltos en el misterio de San Millán y de los cuerpos de los siete infantes de Lara. Tras Bobadilla la carretera se retuerce y se arruga mientas atravesamos los desfiladeros que el río Najerilla deja a su paso por Anguiano, cuna del bandido Nuño y del Monasterio de Nuestra Señora de Valvanera. Seguimos por la CL-113 hasta el tranquilo embalse de Mansilla, cabalgando sobre baches empapados, entre pacientes vacas que buscan el calor del asfalto y rodeados de paisajes tranquilos y solitarios.


La Ruta De La Demanda por Dr_Jaus

Vizcaínos, Jaramillo de la Fuente, San Millán de Lara o San Pedro de Arlanza nos recibieron a nuestro paso con espléndidas iglesias románicas pero ningún lugar donde reposar, calentarnos y comer algo. Eran más de las tres de la tarde cuando llegamos a Quintanilla de las Viñas para ver su pequeña iglesia visigótica, lugar mágico por excelencia de la zona. Seguía lloviendo, no había parado desde la noche y la temperatura no subía de 4°C. Lo cierto es que no apetecía parar en ningún lado ni a grabar ni a visitar nada. Esas no eran maneras de hacer una ruta, así que prescindimos del dolmen de Mazariegos, de Salas de los Infantes y de sus siete cabezas o del enhiesto surtidor de sombra y sueño que es el ciprés del Monasterio de Silos. Enfilamos la N-234 hacia San Esteban de Gormaz donde acababa nuestra ruta. Muy poco después, un letrero luminoso anunciaba posada y comida en Hortigüela, por lo que entramos en el pueblo y nos refugiamos en la cuidada posada.

-¿Puedo quedarme con esto?- decía un hombre rechoncho, con gafas de intelectual y camisa a rayas sentado delante de su entrecot muy hecho. Sostenía un pequeño artefacto, no más que una peana con un corazón y una pinza en su extremo que el restaurante utilizaba para poner el cartel de reservado en las mesas. -Es un perfecto elemento de lo que Joan Brossa llama arte conceptual. El amor, simbolizado por el corazón, acaba siendo posesión, en forma de esta pinza que atenaza-. La camarera y a su vez dueña del local lo miraba casi sin comprenderlo. María, que así la llamaremos, estaba acostumbrada a las conversaciones de ese cliente habitual,  agradable pero algo snob, que desparramaba cultura por el mesón todos los fines de semana.

Comimos una sopa, y sendos platos de pollo de corral. Exquisitos, elaborados con cariño a pesar de las intempestivas horas, quizá muy tardías para seguir teniendo la cocina abierta. Pero el mesón, haciendo alarde de su más profunda definición, cumple el deber sagrado de acoger, alimentar y calentar al caballero, que por tierras de Castilla se adentre cual Quijote en busca de las más disparatadas aventuras.

María es una artista. Y no solamente por sus platos, que cobra a un precio irrisorio. De tener un bullicioso puesto de fruta en el mercado de La Mina, conflictivo barrio de Barcelona, ha pasado a la tranquilidad y soledad de un pequeño pueblo de la provincia de Burgos, pasando previamente por un par de divorcios, tres hijos y muchos problemas. María tiene ganas de hablar. De hablarte de ella, y de escuchar historias similares a la suya. De sentirse comprendida, quizá. De saberse algo más arropada de lo que puede ofrecerle un intelectual amante del arte conceptual de Brossa. Necesitaba explicar el por qué de su retiro desde la agitada Barcelona hasta este tranquilo rincón de ninguna parte. Tenía ganas de ser protagonista de su particular huida hacia delante. Y por eso la escuchamos, cerca de su virgen del Pilar que la miraba calmada y tranquila desde su lugar de privilegio, pintada en unos azulejos que presiden su comedor.

Escuchamos a María hasta que la noche cayó sobre Hortigüela. Preguntamos a su pareja Fernando por la mejor ruta hasta San Esteban de Gormaz. La temperatura había bajado, rozando los 0ºC. Había dejado de llover, pero el asfalto continuaba empapado.

-En estas condiciones no os aconsejo acortar por comarcales- dijo Fernando. -Por allí no pasan los quitanieves,  y tal como está la cosa, seguro que hay hielo-. A pesar de tener la mejor tecnología, tres aplicaciones diferentes de meteorología para el móvil, o de poder consultar el estado de las carreteras en la página de la DGT, lo mejor es siempre preguntar a la gente de la zona. Y hacerles caso. Así que aunque serían cincuenta kilómetros más, decidimos volver por la nacional hasta casi la entrada de Burgos para luego bajar por al A-1 y la N-122 a San Esteban de Gormaz.

Una vez instalados en el hotel, buscamos insistentemente el restaurante El Bomba para cenar, encandilados por su carta micológica. Si no comes setas en otoño, ¿cuándo las vas a comer?  Después de pasear por el pueblo con la temperatura por debajo de lo aconsejable, no lo encontramos. Y es que no deberíamos haberlo buscado, ya que El Bomba resultó ser el restaurante de nuestro hotel.

-Hola, soy Gerardo, el gerente. ¿Todo bien?- nos dijo un hombre delgado, completamente Calvo y con mirada complicada. Iba vestido de manera informal, con unos tejanos y una camisa a cuadros. Dejamos de degustar las setas de cardo, regadas con un Pago de los Capellanes para atenderle.

-Pues sí, todo perfecto, gracias- contesté.
-¡Ah, venís en moto!-dijo Gerardo reparando en nuestras cazadoras. -Yo también soy motero. De hecho la que tengo ahora es la número 69. Y no me la cambio porque me gusta el número- dijo. Sonreí. El dueño del restaurante prometía amenizarnos el final de la cena.

-Tengo una Harley, ahora lleva 300.000 kilómetros y le acabo de cambiar el motor. La tengo en rodaje- siguió. Y siguió, y siguió hablando de él. Y de sus descapotables, de su Morgan con el que planea dar la vuelta a España, de su bodega donde invita a grandes de la música a dar conciertos íntimos, de su club de fumadores… De mil y una cosas. Dejé de ver a Gerardo, el gerente y comencé a ver a Gerardo, el escaparate. Porque como en un escaparate, siguió exhibiendo lo mejor de él, como hacen las personas inseguras que necesitan reafirmarse en sus bondades. Pero Gerardo lo explica con pasión. Con la pasión típica de las cosas que te llenan.

-Acabo de venir de Barcelona, de ayudar al traslado de mi hijo. Y de paso he recogido unos chorizos espectaculares que me hacen especialmente. ¡Esperad!- dijo emocionado mientras se pedía por la puerta abatible que daba a las cocinas. Al poco salió con una bolsa de plástico con un par de grandes chorizos envasados al vacío. -¡Ya veréis lo cojonudos que están!- asentía mientra me acercaba la bolsa. Y siguió, y siguió hablando de sus cosas, de su amigo Paco de Lucía, de su moto número 69,… El hombre escaparate, todo pasión. Como pudimos, intentando cortar lo más elegantemente posible la charla, subimos a nuestra habitación, dejando a Gerardo conversando animadamente con otros clientes.

El domingo amaneció radiante. El más absolutamente limpio de los azules dominaba el cielo. Las motos, aún cubiertas de la escarcha de la noche, descansaban ya listas para cubrir los escasos trescientos kilómetros hasta Zaragoza. Hielo en los arcenes, nieve en muchos de los parajes por los que pasamos y sobre todo un esponjoso, mayestático y enorme Moncayo completamente cubierto de nieve. El impaciente invierno estaba llamando insistentemente a la puerta.

Y así finalizó una ruta que pretendía versar sobre leyendas medievales y paisajes románicos, pero que acabó siendo de personajes. Personajes como Teresa la camarera, como María la cocinera o como Gerardo el gerente. Porque en casi todos los rincones puede aparecer alguien que te llene tanto como un bello paisaje, una preciosa iglesia o un mágico patio interior de un hotel. Porque, amigo lector, no hay paisaje más bonito como el de la alegría, la fuerza o la pasión que se desprenden de la gente que encuentras por el camino. Esa es la magia que encontramos en el paralelo 42, la magia de las personas.

La Ruta Cántabra: rozando los límites

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(Para los impacientes, vídeo al final)

Al enfrentarme cara a cara con el mapa de España, automáticamente aparecen unos límites a priori infranqueables. Y no son fronteras, ni líneas que separan Comunidades Autónomas ni nada de eso. No creo en ellas. Los montes, los valles o las costas marítimas no saben de fronteras. Ni yo tampoco. Los límites a los que me refiero son más simples, pero más importantes para mi. Delimitan la distancia que puedo hacer cómodamente en un viaje en moto de fin de semana. Y ahí, justo en ese límite se encuentra Cantabria.

Conozco todo el litoral del norte desde Ondarribia hasta Cudillero, aunque no con la profundidad que se merece la costa Cantábrica. Es por ello que una visita a Santander y alrededores, la patria de mi amigo Juan Oso, me ilusionaba especialmente. A pesar de que el viaje ya roza mis límites. Salir del trabajo y enfilar la A-2 hacia Zaragoza esta vez fue especial. Como todos los fines de semana. A partir de Zaragoza activé el particular «modo aventura» en mi Garmin Montana: la distancia más corta. Así me ahorro las autopistas y descubro pequeñas carreteras que me acercan más al paisaje y a la tierra. Tardo más tiempo, por supuesto. Pero siempre es un tiempo bien empleado.

Pero el redescubrimiento de la N-232 entre Alagón y Mallén quizá sí fue una pérdida de tiempo. Kilómetros y kilómetros de grandes rectas con estupenda visibilidad capadas por una absurda línea contínua cuya única finalidad parece ser que te metas en la carísima autopista de Logroño. Es sin duda «la carretera de la vergüenza». Porque vergüenza me daría ser el que ordenó pintar esa fatídica línea.

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Mientras pasaban los kilómetros lentamente detrás de un camión, la noche cayó casi de repente, y una espectacular luna llena salía a nuestras espaldas. Redonda, amarilla y elegante, inundaba mis retrovisores de una luz especial. Y es que ese fin de semana sería especial desde principio a fin. Como casi todos los fines de semana.

Ya en La Rioja, casi en oscuridad total, recorremos las carreteras secundarias danzando entre bodegas de prestigio y otras más anónimas, algunas iluminadas ostentosamente y otras anunciadas únicamente con un simple cartel. Pero todas destilando olor a una vendimia cercana que las delataba. Mientras, la carretera iba jugando con las fronteras imaginarias entre La Rioja y Álava, para acabar, en un golpe de efecto inesperado al entrar en Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos, donde haríamos noche. Pero a pesar de tanto cambio de comunidad autónoma, el paisaje continuaba igual de negro.

A paso calmado recorrimos las calles de la ciudad hasta encontrar el tranquilo río y sus señoriales puentes. Una más que merecida cena en «La vasca» fue el colofón a un viernes que olía a un fin de semana magnífico. Como suelen ser casi todos los fines de semana.

La mañana del sábado la llenamos de pequeñas carreteras alavesas, recoletas, coquetas y sorprendentes como curiosos toboganes inesperados entre caseríos y pastos verdes. Finalmente llegamos a Castro-Urdiales por el Alto de las Muñecas, desde donde ya se divisa el Cantábrico, azul y potente. Por calles peatonales llegamos a los pies del faro-castillo, que domina todo el litoral de la población. El conjunto del faro y la pequeña iglesia adyacente es precioso, aunque me quedo con las vistas del puerto y de las casas señoriales del paseo.

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Desde allí hasta Laredo, donde enormes playas enmarcan un casco viejo repleto de bares y tabernas ofreciendo manjares a precios razonables que no pudimos evitar. Así que nuestras típicas «ensaladísimas» se quedaron en la maleta de la BMW esperando una mejor ocasión. De la cercana Santoña me quedo con sus marismas, que destilan un olor a mar que casi se puede embotellar. Aroma untuoso, denso y salado. Como cuando te mojas los labios después de un refrescante chapuzón marino. Decenas de pescadores prueban suerte en los múltiples puentes sobre la ría, mientas nosotros buscamos el Fuerte de San Martín, situado al final de un agradable y tranquilo paseo al borde del mar.

Y finalmente Santander. Tras un breve paso por el centro, bullicioso a esas horas de la tarde del sábado, elegante y noble, nos dirigimos hacia nuestro hotel, al final de la famosa playa de El Sardinero, y con una excepcionales vistas a todo el frontal marítimo. Daban ganas de quedarse para siempre en la terraza de la habitación contemplando cómo iba oscureciendo poco a poco.

El Palacio de La Magdalena, la Plaza de Pombo, la Plaza Porticada, la Catedral o el Banco de Santander lucían magníficos en esa noche cálida y serena. Al final, cena en «La Bombi», también muy recomendable. Las anchoas con ventresca y pimientos, la lubina o el lenguado fueron un espectacular broche de oro a ese fantástico día.

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El domingo amaneció lentamente, como pudimos contemplar desde nuestra terraza. El sol salió majestuoso inundándolo todo como lo suele hacer cuando quiere. Es nuestro día de regreso de una rápida pero intensa visita a Cantabria, así que nos cuesta más de lo normal montarnos en la moto y salir dirección Bilbao, no sin antes pasar ignorantes por delante de las narices de McBaman, que también se encontraba en la ciudad. Me lo imagino sonreír al ver pasar un casco fosforito y otro blanco como los suyos.

El retorno fue por autopista pura y dura hasta Zaragoza. 400 kilómetros para llegar a comer a la capital aragonesa, no sin antes disfrutar nuevamente del espectacular entorno de las verdes colinas vasco-cantábricas o de los inacabables viñedos riojanos, que comenzaban a teñir los paisajes de un ocre otoñal.

Fue un fin de semana especial. Por las vistas, y por supuesto por la compañía de Belén. Como casi todos los fines de semana. Disfrutar es la palabra clave. Donde estés y a donde vayas, no importa. Los límites y las fronteras, tampoco. Porque a pesar de haber nacido en el Mediterráneo, no me importaría ser adoptado por el Cantábrico. O quizá es que sean lo mismo. Porque los únicos límites que importan son los que tú te pones. Y esos, amigo mío, son los primeros que deberías saltarte.


La Ruta Cántabra por Dr_Jaus
La Ruta Cántabra at EveryTrail

Alpes Off: El vídeo

Es difícil describir los paisajes que pudimos ver desde las pistas alpinas. Impresionantes valles, llenos de verdes pastos, de imponentes abetos o de grandes cascadas. También es difícil imaginar las sensaciones de poder llegar a lugares remotos a casi 3000 metros de altura. Lo mejor, es ver el vídeo. Espero que os guste.


AlpesOffRoad 2013 por Dr_Jaus

AlpesOff: Etapa 2: La venganza del Destino

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Despertamos tarde en Sospel. El ritual del desayuno, vestimenta y carga de la moto es cada vez más lento y pesado. Nos quedan cincuenta kilómetros para el inicio de la Ligurische Grenzkammstrasse (LGKS para los amigos). Es una pista que transcurre entre la frontera de Italia y Francia que se proyectó en la Segunda Guerra Mundial para unir los diversos fuertes que vigilaban la zona.

Para llegar hasta allí circulamos por carreteritas imposibles, de esas en la que es posible encontrarse un pueblo con su campanile incluido colgados de la nada. Ese es el caso de Castel Vittorio. Casas apiñadas en un orden imposible y arremolinadas entorno a la iglesia. Después de unos ravioli de espinacas sublimes, iniciamos la LGKS o «Via del Sale«, como la llaman por aquí.

Al principio la pista no es difícil, aunque algunas piedras sueltas y los escarpadísimos barrancos obligan a tomar precauciones. El precipicio nos ayuda a observar la trayectoria de la pista, que va saltando de ladera en ladera, de valle en valle. Nos cruzamos con varios endureros muy preparados y diversos 4×4. Diferentes cordilleras se extienden como si fueran un acordeón, en un degradado tan perfecto como imposible.

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Tras una nueva bajada por unos tornanti realmente estrechos, llegamos a una barrera. La LGKS está cortada por obras. Hemos recorrido unos treinta de sus ochenta y cinco kilómetros, y ahora toca recular unos veinte, a una pista que nos llevará a La Brige por pistas entre bosques de abetos. Desde allí subimos a la Basse del Peyrefique, con un paisaje bastante más alpino donde los pastos y los riachuelos se van alternando el protagonismo. Podemos ver a lo lejos las ruinas del gran fuerte, justo encima del túnel de Tende. Allá abajo una carretera-pista asciende penosamente en una sucesión de rápidos tornanti, quizá los más seguidos que he visto en mi vida.

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La idea es acampar en el fuerte, pero eso mismo debieron pensar la cincuentena de campistas que ya preparaban la carne a la brasa. Ante tal aglomeración de gente, optamos por bajar hasta un hotelito de carretera en Limone Piemonte, a degustar los antipasti más exquisitos del mundo.

Al día siguiente realizamos el enlace hasta la siguiente pista, en un valle cercano a Castelmagno. Imponentes moles de roca nos rodean por todos lados, mientras La carretera discurre serpenteando entre verdes colinas, frescos arroyos y domingueros de mesa y mantel. Al llegar al inicio de la pista resulta que está prohibido transitarla los fines de semana de Agosto. Suerte tenemos de que tras varias jornadas de ruta, ya nos hemos olvidado de que hoy es domingo.

La pista es fácil, excepto por alguna piedra suelta. Va saltando de valle a valle, a cuál más espectacular. Paredes de montañas enteras están labradas a lascas, como enormes rebanadas que refulgen al sol como si fueran de plata.

Volvemos a la carretera. Si tenéis prisa, no os paréis a comer en San Damiano Macra. Allí la comida se puede alargar más de dos horas, gracias a la pausada velocidad del servicio. Es tiempo para observar, pensar y disfrutar del paso del tiempo mientras contemplo el campanario de la iglesia cercana.

La carretera hacia Sestriere se hace pesada. Los 35,5°C y la hora de la siesta tampoco ayudan. Nada más llegar, cogemos la pista. Pero la equivocada, la de mañana. Da igual, hemos de acampar por aquí. Pista fácil pero polvorienta que bordea diferentes valles. Las cordilleras cercanas siguen difuminándose en el horizonte y los pastos abundan cada vez más. Es la pista del Col de Asietta, que acaba en una pequeña y recoleta carreterita que asciende al Col de Finestres. Lo subimos, sabiendo que de allí baja una pista que nos puede proporcionar un buen lugar de acampada. La luz del día se extingue cuando llegamos a una zona de picnic con arroyo cercano. Será nuestra segunda noche bajo millones de estrellas.

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Despertamos al son de los cencerros de las vacas que pastan cercanas. Hoy vamos al Valle Argentiera, quizá uno de los más bonitos de la zona. Al principio, diversos turistas han montado su campamento al borde del río que parte el valle en dos, pero al poco la pista se hace cada vez más escarpada, llevándonos a parajes con preciosas cascadas y valles escondidos. Hasta llegar al final, donde una granja de vacas te impide el paso. La bajada es mucho más fácil de lo que imaginaba, demostrando por enésima vez que las dificultades residen principalmente en nuestras mentes.

Comemos en un restaurante olímpico -al menos el símbolo de los aros se muestra orgulloso en la fachada- antes de afrontar lo que a la postre será la parte más difícil del viaje. El Col de Sommeillier tiene su historia. Dice la leyenda que dos amigos moteros apostaron a ver cuál de ellos era capaz de subir en moto al sitio más alto de Europa. Uno decidió ir al Stelvio. El otro amigo ganó subiendo por las infernales pistas al Sommellier, que se eleva hasta los 3009 metros de altura. Cada año se celebra allí la concentración motera de la Stella Alpina.

El inicio de la pista ya es impresionante, con lagos del azul más verde que he visto en mi vida. Al poco el escenario es de una espectacularidad de difícil descripción. Es una verde planicie, rodeada de enormes masas de roca de donde caen a plomo un par de altísimas cascadas. El paraíso. La pista sigue ascendiendo por imposibles tornanti cada vez más estrechos. El infierno, comienza allí arriba.

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La pista está formada por enormes rocas sueltas de más de un palmo. Los tornanti son cada vez más complicados. La caída está asomando en cada esquina, con muchos metros de caída a uno de los lados. A unos trescientos metros de la cima, a unos 2900 metros de altura, nos encontramos con nuestro Destino.

Faltan únicamente tres curvas, y una enorme lengua de nieve tapa completamente uno de los tornanti. Fin. No se puede avanzar. Un trialero local que ha llegado hasta allí nos dice que en el Stella Alpina de este año nadie había podido coronar. La escena me recuerda mucho a cuando hace unos meses estábamos a trece kilómetros de Nordkapp en nuestra expedición invernal Aurora Borealis y el encargado del quitanieves nos impedía el paso. Al final el Destino quiso que pudiéramos llegar y tocar la gloria. Hoy, a trescientos metros de la cima, el Destino se ha cobrado su venganza. Esta vez ganas tú, pero que sepas que ahora estamos empatados.

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AlpesOff. Etapa 1: De Barcelona a Sospel

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Hace menos de una semana iba a hacer este viaje en solitario. Pero afortunadamente en el último momento se añadió el mejor compañero que podía tener, si exceptuamos por supuesto a Belén. Coco, compañero de aventuras boreales se venía a hacer el loco por las pistas de los Alpes. Con Coco y a lo loco.

Después de reunirnos a la salida del ferry que lo trae de Mallorca, nos adentramos en el caótico tráfico de Barcelona a las ocho de la tarde. Mi BMW y su Triumph Tiger, cargadas hasta los topes, avanzaban torpemente intentando salir de las garras de la gran ciudad. Aprovechamos la autopista a La Jonquera para ponernos al día de nuestras aventuras moteras.

Un personal sospechosamente amable nos atendió en un buffet casi en la frontera, más allá de las 11 de la noche. Curiosamente en mi, aún no hemos decidido hasta dónde llegar en esta jornada. Y es que ya sospechaba que este viaje iba a ser diferente a los demás. Aprovecharía para aprender a improvisar, a acampar con las estrellas sobre mi cabeza y a ir desviándonos de la ruta establecida en función de las necesidades. En definitiva, a subir un escalón más en mi bagaje viajero.

Decidimos tirar hasta Nimes, a casi 250 kilómetros de donde nos encontremos. Eso significa llegar más allá de las dos de la madrugada. La jornada de trabajo yel levantarme a las siete de la mañana empiezan a pesar. Las botas de enduro parecen ser de cemento y los bostezos me asaltan a traición. Pero estoy tranquilo porque sé que poco a poco los kilómetros van pasando, a pesar de llevar un ritmo bajo, por eso de conservar los tacos de los Tourance Karoo T. Cuatrocientos kilómetros después de salir de Barcelona, llegando a Nimes, nos da la bienvenida una luna muy menguada, pero no por ello menos bella. Allá al frente, roja y misteriosa, como mostrándonos el camino. Sin duda fue el momentazo del día. O de la noche.

Después de un reparador sueño, salimos a las once de la mañana con la ruta medio planificada. Improvisación controlada, me gusta. Cuarenta kilómetros de autopista nos llegan a Avignon, ya por carreteritas provenzales, entre viñedos y pueblos con encanto vestidos de piedras ocres y ventanas azules. Subimos al Mont Ventoux entre tupidos bosques y peraltadas curvas envueltas en el dulzón olor a pino. Vamos esquivando ciclistas que van sufriendo rampa a rampa. El final es «extraterréstrico». Laderas de inertes piedras conforman los últimos caracoleos de la carretera hasta llegar a la cima. Desde allí, unas vistas espectaculares a lado y lado de todo lo que nos rodea.

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La bajada del Mont Ventoux la hacemos por preciosas carreteras que invitan a llevar la moto casi ronroneando, casi dormitando, entre abetos y curvas amables. Y de repente, casi sin avisar si no fuera por su intenso olor a limpio, los campos de lavanda. Hileras perfectamente rectilíneas de ese azul roto característico se esparcen por la colinas. Los olores nos abofetean casi en cada curva, mientras llegamos a Montbrun-les-Bains. El pueblo parece estar en equilibro imposible en la ladera de la montaña, con arcos de piedra que aguantan a duras penas las plazas y las torres-campanario. Estamos a los pies del Col de l’Homme Mort, que recorremos a un ritmo rápido y alegre, trazando curvas al unísono, como si de una coreografía se tratara…

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Y llegamos al lago de Serre-Ponçon. Enorme, lleno de veleros, de windsurfs y de katesurfers que navegan en un azul casi croata. En Savines-le-Lac paramos a avituallarnos. Al salir del supermercado nos espera la primera gran sorpresa de la ruta. Nuestro amigo Carlos A. Rodríguez, que pasaba por allí rumbo a Rumanía y más allá, nos reconoce y se para. Charlamos unos minutos mientras pienso en la grandeza de esta pasión, que es capaz de hacernos coincidir en el mismo pueblo y a la misma hora, todos con diferentes destinos pero con la misma ilusión en la mirada. ¡Buen viaje, Carlos!

Poco después de las cinco de la tarde comenzamos el track de la primera pista alpina, el Col de Parpaillon. El inicio es algo decepcionante, porque a pesar de las excelentes vistas, un también excelente asfalto nos ayuda a ascender más rápido de lo esperado. Vistas espectaculares en un valle cada vez más estrecho y sin solución aparente de continuidad. De pronto, el asfalto desaparece. Es hora de comenzar lo que hemos venido a hacer.

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Pista fácil, aunque con alguna piedra rota, ascendiendo por verdes colinas y prados donde las marmotas campan a sus anchas, y huyen alocadas en todas direcciones a nuestro paso. Llegamos al túnel de lo alto del Col de Parpaillon, donde paramos. 2645 metros de altura. Aprovechamos para bajar presiones de los neumáticos y para prepararnos para los más de 500 metros de oscuridad absoluta del estrecho túnel. Charcos, barro y piedras sueltas que sorteamos con menos dificultades de lo esperado. En la otra boca, el espectáculo es fantástico. Un valle totalmente tapizado de verde, con un arroyo que lo parte por la mitad, y la pista caracoleando hasta llegar a él. En este mismo momento, ya sabemos dónde vamos a acampar.

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Una vez abajo, elegimos el mejor lugar, junto al riachuelo. Nuestras motos a un lado, las dos tiendas a otro. Es fantástico. La claridad va desapareciendo. Los últimos vestigios del ocaso solamente son visibles en algunas de las altas cumbres que nos rodean. Respiro hondo consciente de hacer desde hace muchos meses algo diferente que sin duda cambiará mi manera de viajar. Estoy satisfecho.

Millones de estrellas titilan sobre nuestras cabezas en una oscuridad casi absoluta, únicamente perturbada por el suave arrullo de una cascada cercana que me acuna durante la noche.

Quien no se haya despertado en un valle de los Alpes rodeado de montañas tapizadas de un verde refulgente, no sabe lo que es despertarse. La luz alegre y vigorosa parece dar vitaminas a todo lo que toca. Sin plan estrictamente definido, damos pronta cuenta de lo que queda de pista. Después avanzamos por espectaculares carreteras hasta el Col de la Bonette, a la sazón el más alto de los Alpes, por mucho que se empeñe el Stelvio. 2802 metros de preciosas vistas.

El siguiente plato fuerte del día es el Col de Turini, con toda seguridad muy sobrevalorado. Quizá se salva la parte más cercana a Moulinet, con preciosos «lacetes» (los tornanti italianos o las paellas españolas) enlazados tras cortísimas rectas, y perfiladas con delicadas paredes de piedra. Los hicimos a buen ritmo, seguidos por dos motoristas locales con motos mucho más ligeras que las nuestras. De todas formas, durante muchos kilómetros les demostramos lo que podíamos llegar a hacer.

A las cinco de la tarde, y con una lata de Orangine en las manos, decidimos quedarnos en Sospel a dormir, a cincuenta escasos kilómetros del inicio de lo que será sin duda el plato fuerte de la ruta. Pero eso mejor contarlo en otra ocasión.

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LRM: De Fez a Zaragoza. Capítulo final.

La lluvia cae con fuerza sobre el tejado que cubre el patio de nuestro riad. No me apetece nada mojarme cargando las maletas en la moto. Además, es nuestro último día en Marruecos, y cierta melancolía se apodera de nosotros durante el desayuno. Nos cuesta arrancar. Fuera, diluvia. Avanzamos por las calles saliendo de la Medina de Fez. El sistema de alcantarillado se muestra insuficiente para la cantidad de agua que está cayendo. Algunas de las calles son verdaderos torrentes. Nos dirigimos al Fuerte del Norte, uno de los dos que dominan la Medina desde lo alto. Desde allí, la vista es fantástica. Las construcciones se amontonan casi una encima de otra dentro de las murallas, esparciéndose entre las colinas que rodean la Medina. Podemos distinguir la mezquita y poca cosa más. Es un buen lugar para admirar el enorme tamaño de la antigua ciudad. Desde dentro es imposible hacerse una idea.

Nos dirigimos a Melilla por autopista. La persistente lluvia deja las precarias carreteras en un peligroso y resbaladizo estado, así que decidimos ir por lo seguro. La autopista tiene sus peculiaridades, ya que los rebaños de cabras pastando en los arcenes, o incluso los niños acarreando sus mochilas de camino a la escuela siguen estando a la orden del día.

A pocos kilómetros de abandonar la autopista, el sol hace acto de presencia. Nos calienta y nos seca tras casi ciento cincuenta kilómetros bajo la lluvia. Aún quedan otros tantos por carretera en dirección norte. Y allí la cosa no pinta nada bien. El valle entre montañas que debemos coger parece la puerta del infierno. Negrísimos nubarrones, cortinas de agua a ambos lados y gráciles tornados de arena nos esperan. De repente, y casi sin avisar, nos cae encima uno de los aguaceros más grandes que he vivido encima de una moto. El viento nos lanza de lado a lado de la estrecha carretera, y la gran cantidad de agua me impide ver con claridad. Dudo en pararme o seguir, pero no hay ningún lugar donde resguardarse. Fue intenso, pero no duró más de media hora.

Llegando a la frontera de Melilla vuelve a salir el sol. El termómetro marca 19ºC, pero estamos tiritando. El frío ha calado literalmente hasta nuestros huesos. La frontera vuelve a ser el caos. Enormes y desordenadas colas de coches avanzan precariamente. Al final, siguiendo las instrucciones de un policía y de varios “conseguidores” -gente que intenta facilitarte el papeleo de la aduana por unas monedas-, podemos adelantar a todos los coches y ponernos los primeros. Esta vez no tengo ganas de pelear mucho, así que sigo las instrucciones de uno de los conseguidores que me ha caído simpático. Le doy una pequeña propina. En poco menos de media hora tenemos los pasaportes sellados y anulado el papel de importación temporal de la moto. Estamos en España. Esto es otro mundo.

***

Pasamos el día recorriendo la ciudad a un ritmo muy tranquilo, casi de bar en bar, acompañados por amigos que nos demuestran una enorme hospitalidad. El día se va casi sin querer y es momento de retornar en ferry a la península. Y luego, 840 aburridos kilómetros hasta Zaragoza.

Marruecos me ha enamorado. Es un país de contrastes marcados. De los 32ºC del desierto a los escasos 2ºC del Atlas. De los áridos paisajes del desierto a los verdes vergeles del otro lado de las montañas. De la pobreza casi extrema de los pequeños pueblos del sur a la alegría sincera de las sonrisas de los niños. Fantásticos y agrestes paisajes, casi lunares. Excelente comida. Modos de vida ancestrales, simples y auténticos que te hacen replantear tu vida al otro lado del estrecho.

Ahora, desde la comodidad del sofá me doy cuenta que me he infectado. Tengo el virus de África. Estoy deseando volver. Y espero que sea pronto. Inshallah.

LRM: De Marrakech a la increible Fez

El día amanece gris en Marrakech. Incluso caen algunas gotas. Recogemos la moto de su presidio en el parking público rodeado de coches polvorientos y salimos del caos de la ciudad. Sigue lloviendo, cada vez con más fuerza. El paisaje ha cambiado a este lado del Atlas. Verdes laderas y suaves colinas. Incluso algún conato de bosque, todo mucho más mediterráneo.

En lugar de seguir por la general N8 hasta Fez, decidimos desviarnos por carreteras secundarias buscando las cascadas de Ouzoud. Esas carreteras suelen dar mucho mejor resultado. El asfalto aún es aceptable y tiene un gran trasiego de niños yendo y viniendo del colegio a todas horas. Algunos permanecen ociosos, como mirando al infinito al pie de la carretera, saludándote a tu paso. Y otros acompañan a los mayores pastoreando los rebaños. Lo cierto es que Marruecos está lleno de niños por todos lados.

Las cataratas de Ouzoud requieren una negociación con el guía que rápidamente se acerca. Le decimos que solamente queremos una vista general, y por la mitad de dinero que nos proponía en un primer momento, acordamos la visita. Lo cierto es que son más espectaculares de lo que pensaba. Sus ciento veinte metros de altura impresionan, sobre todo si los miras justo desde el lugar donde caen, tranquilas sobre el cortado barranco de arcilla. Sus paredes marronáceas, casi completamente tapizadas de musgo verde, están completamente excavadas por mil y un recovecos, parecidos a los grabados de las escayolas de los palacios marroquíes.

Seguimos la ruta ya por carreteras en bastante peor estado, entre montañas boscosas y escarpadas grietas formadas por el lecho del río. El paisaje es espectacular, con esas colinas verdes tapizadas de miles de flores amarillas, o salteadas de rojos puntitos de amapolas. La primavera lo invade todo.

Entramos en un estrecho y poco profundo valle, completamente verde, de laderas suaves al principio y más escarpadas después. Ascendemos por una carretera con múltiples tornantis, que bien podría competir por trazado y paisaje con alguno de los puertos de alta montaña suizo. Pero como suele pasar, éste quedará en el olvido. Cruzamos las montañas para encontrarnos, allá abajo, con las enormes planicies de este lado del Atlas. El color verde sigue predominando, solamente interrumpido por el rojizo de alguna antigua kasbah ya en ruinas, o algún que otro pueblo enladrillado.

A unos cincuenta kilómetros de Khenifra, nuestro destino del día, paramos en una gasolinera y tomamos un té a la menta en su desproporcionado bar. Cientos de metros cuadrados con unas cuantas mesas donde algún grupo de marroquíes ven la televisión sin mucho afán. Al poco, se nos acerca un señor entrado en años y en carnes, vestido con un traje y un curioso sombrero.

– ¡Hola, amigos! ¿Cómo estáis?- nos habla en su perfecto inglés con extraño acento, posiblemente debido a la casi total ausencia de dientes superiores. Nos comenta que trabajó para una compañía aérea británica en Mauritania. Nosotros respondemos a varias de las preguntas típicas (¿De dónde venís?¿A dónde váis?…) y finalmente nos deja saborear nuestro té.

Al salir del bar, el hombre del traje nos vuelve a llamar.

– Está a punto de caer una tormenta, si queréis podéis alojados en mi casa. Os haré un buen cuscús -dice. Nosotros, como viajeros aún poco curtidos en conocer y fiarnos de gente local, declinamos cortésmente la oferta.

– Eres muy guapa- dice dirigiéndose a Belén. -¡Y tú también!- apunta mirándome a mí. Ups. Creo que tenemos que salir de ahí lo más rápidamente posible. Nos despedimos con un apretón de manos y arranco la BMW con la velocidad del rayo.

Un lago rodeado de verdes y suaves colinas nos sorprende tras una curva. Enfrente, el cielo parece a punto de romperse en mil cortinas de lluvia, mientras un tímido arco iris parece querer salir de entre los grises nubarrones. Miramos hacia atrás para ver cómo el sol aún es capaz de filtrar cientos de sus rayos entre las nubes, iluminando con esa luz celestial parte del asombroso lago. Sonrío pensando que estoy en Marruecos, aunque bien podría estar en Asturias o en Escocia. Sin lugar a dudas, este país es el de los mil contrastes.

Ya de noche, con un asfalto resbaladizo y empapado, intentamos localizar sin éxito el hotel en Khenifra. Cientos de personas abarrotan las improvisadas terrazas de los bares donde se han instalado pantallas de televisión. El fútbol y la Champions son los reyes. Conseguimos preguntar a algunos de los pocos que no están interesados en el partido, y nos indican la dirección del hotel.

Entre montañas, aislado de todo, se encuentra nuestro hotel. Al contrario de lo que pasaba con el resto de hoteles donde hemos estado, éste está regentado por marroquíes, y parece pensado para marroquíes. Sin estilo, sin encanto. Con lo mínimo o menos. Servicio amable, pero en un ambiente que no es acogedor. Una cena inmejorable, eso sí. De hecho es muy difícil comer mal en Marruecos. Una cama purísima, un minibar vacío que no es más que una pequeña nevera instalada al lado de un radiador eléctrico que se cae de viejo y unas sábanas lilas de dudoso gusto.

***

La noche es larga y lluviosa. La tormenta repiquetea en nuestra ventana y el viento aúlla con fuerza. Al levantarnos sigue lloviendo y fuera todo está completamente empapado. Las rieras no dan a basto e inundan parte de la carretera hacia Fez. Hace frío, y sigue lloviendo con fuerza al subir uno de los puertos. Supuestamente estamos rodeados por un precioso bosque de cedros, pero la niebla nos impide ver más allá de diez metros a nuestra redonda. 2ºC, comparados con los 32ºC de Merzouga. ¿No os decía que Marruecos es un país de contrastes?

Llegando a Fez, sale el sol tímidamente, pero unos negros nubarrones nos presagian que nos volveremos a mojar. Y así es. Afortunadamente la lluvia espanta a varias mobylettes que nos querían hacer de guía nada más entrar a la ciudad. Como viene siendo habitual, nos cuesta encontrar el hotel, a pesar de llevarlo perfectamente localizado en el GPS. Una entrada desvencijada, sin ninguna señalización y que casi da miedo, da lugar a un precioso patio luminoso, completamente decorado con coloristas azulejos y grandes columnas. Contrastes.

Contratamos un guía para adentrarnos en la inmensa y enrevesada medina de Fez. Comparado con ésta, la de Marrakech es de juguete. Quizá más colorista y vistosa para el turista, pero la de Fez tiene el encanto de lo auténtico. Multitud de artesanos trabajan sin ofrecer sus productos, cosa que le resta colorido y le suma encanto.

Tras subir a la terraza de una de las múltiples tiendas de cuero, veo la imagen que quería llevarme de la ciudad. Los inmensos huecos de arcilla llenos de mil y un colores donde las pieles se curten y se tiñen. Rojos, amarillos y azules completamente puros. Rodeando todas esas piscinas, viejas casas amontonadas una sobre otra. Y más arriba, el cielo que por fin vuelve a ser azul.

La visita es corta, pero suficiente para tomarle el pulso a esta medina. Es una ciudad en sí misma, con más de mil años de antigüedad. Y lo mejor de todo, es que la vida transcurre en ella casi sin variaciones después de tantos siglos. Como si estuviéramos en la época medieval. Me pregunto cuánto tiempo podrá resistir así. Me alegro de haberlo vivido antes de que cambie.

LRM: De Ouarzazate a los palacios de Marrakech

El sol ya calienta y las calles de Ouarzazate están animadas desde primera hora. Nos damos una vuelta con la moto, localizando los estudios cinematográficos donde se rodaron unas cuantas películas. Aunque el objetivo principal es comprar una crema de protección solar en una de las mil farmacias que vemos.

Nada más salir de la ciudad, el árido desierto de roca y piedra ennegrecida se apodera del paisaje. Solamente algunos cordones verdes de palmerales y verdes veredas logran zafarse del monótono mundo ocre. Y junto a ellos, viejos pueblos desordenados de rojizo adobe.

Aït Ben Haddou es parada obligada. Aunque aún no entiendo muy bien por qué. El viejo pueblo se encarama al risco que tiene detrás, ocupando una posición preferente sobre el río. No es más bonito que otros muchos del camino. Quizá algo más grande. Pero seguramente su fama le llega de haber sido el escenario de la película Gladiator. Efímera fama.

Decidimos seguir por esa carretera hasta Telouet. No estamos muy convencidos, ya que es una carretera local. A veces la vida te regala momentos inolvidables. Y ese fue uno de ellos. Sin duda. La carretera P1506 avanza hacia el norte dibujando curvas y más curvas al son de las montañas. De repente a nuestra derecha aparece un enorme cortado, como si la tierra se hubiera abierto en una herida sin cerrar. Y allá abajo, al fondo, estrechos palmerales intentan escapar de la oscuridad. Los pueblos surgen uno detrás de otro, en precario equilibrio sobre el precipicio. De lejos parecen abandonados, apenas unas cuantas paredes rojizas. Pero al acercarse, la vida te da en la cara de bruces. Niños yendo a la escuela, hombres trabajando en la puerta de su negocio o mujeres acarreando pesados fardos de leña. Donde no darías ni un duro por encontrar a nadie, resulta ser un pueblo lleno de vida. Curiosidades de este mundo loco.

El asfalto es cada vez más estrecho, apenas un carril por el que se ha de luchar cuando aparece un coche de frente: el que no se aparta se queda con él. En algunos tramos incluso llega a desaparecer y se convierte en una hacheada y pedregosa pista. A ambos lados, las montañas de consistencia arcillosa adquieren diferentes colores. Rojos, amarillos e incluso verdes nos sorprenden detrás de cada curva.

Unos pocos kilómetros después de Telouet, la carretera contacta con la nacional. Allí se acaba una de esas joyas escondidas de Marruecos, pero no las emociones. Nos quedan casi cien kilómetros de curvas de todo tipo. El puerto de Tizi-N’Tichka es larguísimo, y me atrevería a decir que todas sus curvas son diferentes. Más de 2000 metros de altura para atravesar el Atlas. Montañas nevadas cercanas y un trazado muy divertido, aunque el asfalto no pasa de correcto. En algunas curvas la gente local ha montado su chiringuito de recuerdos, enseñándote geodas de colores brillantes y atrayentes. Pero lo que quiero es llegar ya a la mágica ciudad de Marrakech.

El tráfico se intensifica, sobre todo al llegar a la ciudad. Nuestro hotel se encuentra en pleno meollo, en el centro de la Medina. Allí no entran los coches, solamente las omnipresentes mobylettes. Y yo con ellas. Estrechísimas calles llenas de gente, de comercios y de mobylettes. Intento hacer caso al GPS, y voy caracoleando entre puestos de especias, de babuchas o de lámparas maravillosas. Finalmente la Medina puede conmigo y debemos dejar la moto. Después de preguntar unas cuantas veces, conseguimos llegar a nuestro Riad. La moto, quedará aparcada rodeada de sucios coches en una pequeña placita, a la que tienen la osadía de llamar “parking”.

La Plaza Djemma el-Fna es el corazón de Marrakech. Cuando se pone el sol, riadas de gente, tanto turistas como locales, acuden a ella. Cuentacuentos, encantadores de serpientes, música, puestos de comida con cuscús recién hecho de donde salen insinuantes columnas de humo y aromas,… Es el encanto de la ciudad. Decidimos comer en uno de los puestecitos, de esos sin mantel donde no existe el lujo pero sí el encanto. Uno de esos sitios que recuerdas para siempre.

***

Desayunamos con tranquilidad en la terraza de nuestro hotel. Esperaba mejores vistas, pero no las hay. Plantas y blanquísima sábanas tendidas. El cielo azul sobre nuestras cabezas y aromas árabes nos arropan. Hoy es día de visitas a pie. Así que GPS en mano, nos volvemos a perder por las intrincadas calles de la Medina. La Madrasa de Ben Youseff y el Palacio de El Bahía son nuestros primeros objetivos. Por fuera no difieren nada de las casas adyacentes. Y dentro tampoco son especialmente vistosos. Estancias decoradas con estupendos artesonados y mosaicos de colores, rodean a patios donde una fuente refresca el ambiente. Me doy cuenta de que en medio del caos de la Medina, el verdadero lujo palaciego es el espacio.

Salimos del centro para dirigirnos a los jardines de La Menara. Tras más de una hora andando por aburridas y desérticas avenidas, llegamos a lo que no es más que un huerto de olivos y un estanque marronáceo donde parejas de enamorados y excursiones colegiales tiran pan a los pobres peces que no deben ver más allá de sus narices. Quizá el único aliciente de La Menara es hacer la típica foto del lago intentando reflejar sin éxito la pequeña construcción de tejados verdes, con el nevado Atlas al fondo.

Para la vuelta preferimos coger un taxi, que por poco menos de 3 euros nos planta nuevamente en la Djemma el-Fna. Comemos en un restaurante con terraza y vistas a la plaza. La vida cotidiana fluye a nuestros pies. Ancianos convalecientes que vuelven a casa montados en un carro, vendedores asediando a turistas o burros cargados con mil vasijas de barro. Mientras, los olores de Marrakech nos inundan. Olor a menta, a azahar, a cilantro o azafrán. Miro a Belén. No digo nada. Solamente quiero disfrutar del momento. Estamos en el centro de un universo muy diferente al nuestro. Tengo la certeza de que cuando regresemos a nuestras vidas cotidianas recordaremos estos aromas y nos trasladarán nuevamente a Marrakech en una esponjosa y colorida alfombra mágica.