NK4. Hamburgo-Copenhague. Jeg elsker Danmark

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¡Jo! ¡Cómo me gusta Dinamarca! Porque después del calvario de las autopistas alemanas asesinas (bueno, los coches a 200 son los asesinos, las autopistas están ahí paradas sin hacer nada), subes un poco y te encuentras con Dinamarca. La de la Sirenita. La de las galletas de mantequilla. La de las matrículas con ribete rojo. Y eso que desde Hamburgo hemos cogido unas carreteritas entre bosques que nos han hecho disfrutar desde primera hora de la mañana. Sin mencionar el pedazo de desayuno en Nur Hier, una fábrica de pan alemana. Pero entrar en Dinamarca es especial.

Bueno, no tiene nada de especial, realmente. Pasas una frontera vacía, un par de banderitas y ya estás en Dinamarca. Pero lo que yo os diga, que vale la pena. Quizá era el sol y un cielo azul de los azules de verdad. Y la temperatura, muy agradable para estar ya por estas latitudes. ¡Qué digo agradable! ¡Que hacía un calor de mil narices! Pero se agradecía.

Y de agradecer a la Divina Providencia es haberme desviado por una carretera lateral para buscar un lugar donde comer. Ya lo intuía en el GPS, y no me he equivocado. Hemos llegado a un pequeño embarcadero, con unas mesas de picnic y un WC portátil. ¿Qué más podíamos pedir? Bueno, que no hubiera avispas, que no se puede tener todo.

Así que después de una espectacular comida, con sardinas en aceite y fuet, nos hemos metido de lleno en el puente de Storebaelt. ¡Qué pedazo de puente! Aún recuerdo cómo se bamboleaba la moto a la vuelta de la expedición Aurora Borealis al pasar entre sus pilares. ¡Qué miedo! Pero hoy hacía un día estupendo, y las gaviotas volaban a nuestro alrededor despreocupadas y elegantes.

¡Y qué decir de Copenhague! Me encanta Nyhavn, sus terrazas repletas de gente comiendo y bebiendo y sus barcos antiguos atracados para siempre (porque es imposible que salgan por debajo del minúsculo puente donde todo el mundo hace la foto de rigor). Comida en sitio bien (bien que nos han clavado en el precio, pero es que hoy valía la pena el despilfarre económico), y después paseíto para ver a la Sirenita en modo nocturno. Vamos, que no se veía un carajo. Entre negra que es y que no le han puesto ni un triste foco, casi había que imaginársela. Menos mal que me he llevado mi supercámara y que el RAW hace milagros. Un día os lo explico con más calma. Pero quedaros con esto: Pasad del jpg, disparad en RAW (para muestra, la foto de arriba).

Así que hoy que tenía tiempo y podía editar fotos, y poner en orden todos los vídeos, me veo aquí, tumbado en la cama a las doce y media de la noche y sin haber acabado aún la crónica. Es que no aprendo. A ver si mañana Suecia me centra un poco. Aunque a mí, lo que me gusta, es Dinamarca. Jeg elsker Danmark. Buenas noches.

 

NK3. Münstermayfeld-Hamburgo. Qué larga es Europa, coñe!

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Pues ya me tenéis aquí, a las tantas de la noche, para contarle al que quiera oírlo lo que ha dado de sí el día. Y si me fío por las horas encima de la moto -casi diez- parece que sí, que el día ha dado de sí. Y la noche, porque llegar al hotel más allá de las 00:20 tiene tela. Al menos el de recepción no nos ha mirado mal. Igual es porque era una pantalla táctil, quién sabe.

Tarde. Salimos muy tarde del hotel. Es lo que tiene acostarse tarde. Parece la pescadilla que se muerde la cola: nos levantamos tarde-llegamos tarde-hay que dormir-me levanto tarde. Habrá que romper el círculo vicioso en algún punto, pero aún no he decidido dónde. Pues eso, que tarde nos levantamos, y además nos dio por perder el tiempo en el precioso castillo de Eltz. No dentro, que lo de las visitas en este viaje están vetadas por cuestiones de tiempo. Pero las vistas desde el mirador eran espectaculares.

Luego, un pequeño pueblo a orillas de un río. Monreal, se llama. El pueblo, digo. El río ni idea. Casas medievales, con porticones de colores y todo eso. Y el castillo en lo alto que no falte. Después de una visita relámpago, nos vamos hacia Saltzvey. ¿Y por qué?, diréis. Pues porque sí. Porque pillaba de camino y además tiene un bonito castillo con lago y todo. Muy vacío, pero se ve que lo animan por la noche, con bares, torneos medievales y todo lo que se os ocurra hacer en un castillo medieval.

Y después Colonia. Köln, como la llaman por aquí. Hace más de 25 años que no me acercaba. Y la catedral sigue ahí, mira tú. Negra de roña, pero altiva y elegante.  Nos dimos una vuelta por su interior y me doy cuenta que podría ser más espectacular con esa materia prima, pero se ve que los alemanes no aprenden de la catedral de León o la de Burgos… Seguimos ruta, que queda un huevo de kilómetros y ya es hora de comer.

Pues que paramos a comer por el camino. Hoy tocaba ensaladísimas. Una delicia, oye. Al lado del carril bici. Y seguimos, que quedan más de 400 kilómetros. Seguimos hacia Hamelín, a ver nosequé flautista que había ahí. Pero la verdad es que el tiempo se nos echa encima y pasamos del flautista. Total, dicen que es cuento. Y con la noche por sombrero, seguimos por la autopista hacia Hamburgo. Sí de esas autopistas alemanas sin límite de velocidad. Pues nosotros a 90 km/h, como dos campeones. Miro el GPS y me dice que la velocidad máxima de hoy ha sido de 102 km/h. Se me abrá ido la cabeza y me habré despistado… A todo esto, debo haber batido un récord del mundo inverso con esa velocidad estratosférica en las autopistas alemanas.

Y aquí estamos, deseando que desde la habitación no se oiga el paso de los trenes por la vía cercan….. MIERDA, se oyen! Buenas noches.

NK2. Lyon-Münstermayfeld. 36

la foto

Resulta que no había wifi en la habitación. Ni 3G pagando ni nada. Y yo era feliz. Porque tras el licor griego de los cojones y la cerveza cargadita, mas la musaka y nosecuántas exquisiteces griegas más, lo que me apetecía era irme a dormir. Ah, supongo que las casi diez horas encima de la moto influyen en quererse acostar. Pero no, ha sido meterse en la cama y tener wifi disponible. Así que aquí me tenéis, escribiendo la crónica nuevamente a las tantas.

¿Que cómo ha ido el día de hoy? Pues un día de mierda. Concretando, 700 kilómetros en 9:36 horas encima de la moto. Con lluvia y todo. ¿Que qué hemos visto? Pues nada. Nada de nada. Y eso que el día prometía. Pero la aventura es así, un día te da ración doble, y al día siguiente no te da ni las migajas. Primero, unas carreteras chulas -rectas pero chulas- saliendo de Lyon. Con sus laguitos y sus observatorios ornitológicos. Pero la cosa es que este viaje no es para ver pájaros. Así que nos dispusimos a chuparnos los casi quinientos kilómetros que hay hasta Luxemburgo. Que mola eso de visitar Luxemburgo, oye. Exótico es.

Pero que va y se le ocurre ponerse a llover antes de llegar, oye! No pasa nada, chubasquero y punto. Y al entrar el Luxemburgo… un atasco de mil narices. Y se me ocurre pararme en la estación de servicio. Son muchos años viendo fórmula 1, y al final sabes que el mejor momento para repostar es cuando sale el safety car. Y como íbamos más lentos que el caballo del malo, ahí que nos metemos en el área de servicio. La cosa era tomar un café y ver si tenían pegatinas de Luxemburgo, que esa me falta. Pues no veas el atasco que había en la gasolinera. ¿Habéis visto alguna vez un atasco en una gasolinera? Yo tampoco. Pero se ve que en Luxemburgo eso está de moda. No sé, igual es la única gasolinera de todo el país. Resumiendo, hora y media haciendo cola para poner gasolina. Y eso que no necesitábamos repostar. Pero era imposible salir de esa cola. Absolutamente imposible. Bueno, de esa ni de ninguna cola, porque al menos diez colas se dirigían a otros tantos -o más- surtidores. En definitiva, estábamos atascados ahí dentro.

Y claro, ni pegatina ni café ni nada. Eso sí, ya que estábamos, repostamos. Y luego, ni visita a la ciudad, ni nada de nada. Directos al hotel que ya íbamos tarde. Un pueblo de difícil nombre y peor wifi. Mañana a ver si por lo menos hacemos algo de turismo.

Por cierto, Luxemburgo: país 36 que recorro en moto. Buenas noches.

 

NK1. Terrassa-Lyon. Con una mano

SMR_20140805_Nordkapp_003Son más de las 12 y media de la noche y el día ha sido duro. Pero lo más duro de este día es que mañana será igual. Pues eso, que es más de medianoche y aún me quedan cosas que contar. Aunque no muchas, porque en principio esta era una jornada de trámite. Porque atravesar Europa siempre es un trámite cuando viajas a Nordkapp.

Pero comenzaré hablando de la migraña que lleva unos cuantos días asaltándome a cualquier hora, incluso por la noche. Y la noche anterior no iba a ser menos, incluso siendo la víspera de un día importante. Es lo que tiene la migraña, que no respeta nada. Pero milagrosamente, fue sentarme en la moto -no sin antes pelearnos durante casi una hora con el equipaje- y desaparecer para siempre. Como por arte de magia. Ante nosotros nos quedaba por recorrer más de setecientos kilómetros que empezaron con la niebla de Olot, las cuatro gotas de Figueres, las caravanas inhumanas de Le Perthus, ya en Francia y unas cuantas cosas más. Porque esos pequeños detalles son los que sazonan un gran viaje. Pero sigamos por orden, que me noto algo disperso.

Cuando al verano le dio por aparecer, allá por Narbonne, el termómetro marcaba más de 30 grados. Nos acercábamos a uno de los puntos de paso que había marcado en fosforito en el planning de viaje: el puente. Porque de Millau, lo que más se reconoce es su puente. Y no lo atravesamos, sino que lo pasamos por debajo. Impresiona ver sus enormes columnas, aguantando en un supuesto equilibrio milagroso esa línea recta blanca y perfecta por donde la autopista A75 sigue su camino hacia el norte. Desde abajo, desde muy abajo, es el mejor sitio para observar la magnitud faraónica del puente. Es completamente recomendable su visita. Y los kilómetros pesan en el contador…

Y después, pero que mucho después, apareció Le-Puy-en-Velay. Pueblo muy interesante, con diversas iglesias que sorprenden por su situación. De hecho una de ellas está en equilibrio sobre un afilado peñasco. Habían pasado ya muchas horas desde que sonara el despertador, pero aún nos quedaba un buen trecho. Hasta que el GPS marcó más de 11 horas sobre la moto. En ese preciso momento y no antes, llegamos a Lyon, una ciudad que bien merecerá una visita más seria. Porque la que hemos hecho hoy ha sido un poco de risa. Ya habrán mejores ocasiones.

Y de todo eso, ¿con qué me quedo? Pues sin lugar a dudas con ver delante de mi a Belén y su Derbi conduciendo con una sola mano. Y es que aún recuerdo cuando hace unos pocos años se asustaba cuando a mi me daba por soltar una mano del manillar. Y mírala ahora. En nada, se suelta de las dos para bajar bordillos.

La Ruta de Nordkapp

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Otra vez. Y van tres. Nuevamente me dispongo a salir rumbo norte, hacia Nortdkapp. Siempre es diferente, pero esta vez será aún más diferente que las otras veces.

La primavera vez que subí a Nordkapp, hace ahora justo 4 años, fue especial. En solitario, mi primer viaje largo, y con muchas dudas en la maleta. De ahí salió el libro «En busca del Norte». Y ahí cambió mi vida. ¡Cómo no iba a cambiarla!

La segunda vez fue hace año y medio. Y también fue especial y diferente. La Expedición AXA-Club14 Aurora Borealis nos llevó a lo más septentrional del continente en invierno, con temperaturas gélidas y hielo sobre el asfalto, fue mi primera gran aventura.

Y mañana inicio con Belén mi tercer viaje a Nordkapp. No hay dos sin tres, dicen. Pues esta también es especial. El primer gran viaje de Belén, a justo 1 año de haber cogido por primera vez una moto. Y para más inri no se le ocurre otra cosa que ir con una Derbi 125cc. ¡Por supuesto este viaje también será especial! Además, es el último viaje -al menos conmigo- de mi querida BMW R1200GS. Ahora tiene 165.000 kilómetros y rondará los 180.000 a la vuelta. Su sustituta ya está esperándome en su concesionario, y me sentía con la obligación de llevármela a un lugar especial en su último vuelo. ¡Y qué mejor que a Nordkapp, donde ella aún no ha estado!

Como siempre, iremos actualizando a diario nuestro viaje. En dos blogs, ya que Belén escribirá sus reflexiones siempre sorprendentes en el suyo propio, Los viajes de MaryPomppins.

Así que arrancamos. ¿Os venís con nosotros? ¡Hay sitio para todos!

En busca del Norte

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Aún no hace cuatro años decidí emprender lo que yo pensaba que era la aventura de mi vida. Sin prácticamente experiencia en viajes en moto, me empeñé en llegar a Cabo Norte en solitario. Un día de verano de 2010 llegaba en moto al punto más septentrional del continente. Me sentía pletórico y feliz. Lo había conseguido. Esa noche, como cada noche del viaje, escribí en este mismo blog: «Existen dos tipos de auténticos moteros: los que han ido a Cabo Norte, y los que lo harán alguna vez. Yo ya pertenezco al primer grupo». Independientemente de si ahora mismo considero la frase acertada o no, es cierto que ese viaje marcó mi vida. A partir de él los viajes en moto se sucedieron uno tras otro, prácticamente sin descanso. La página TheLongWayNorth.com ha sido testigo de todos ellos. El hecho de documentar los viajes siempre ha obedecido a un único fin: constatar el cambio que me supuso ese viaje. Dar a conocer cómo la vida se ha desparramado en un millón de colores delante de la visera de mi casco desde entonces.

Poco después de ese viaje, decidí escribir un libro. Había descubierto que me gustaba escribir. Yo creía que mis únicas habilidades artísticas se basaban únicamente en cierta habilidad fotográfica, pero de sopetón me encuentro con que la gente no se aburría demasiado leyendo mis textos. Y comenzó realmente la aventura. Tardes sueltas recopilando información sobre mi primer viaje a Nordkapp, pensamientos, rutas,… un sinfín de cosas que llegaron a agobiarme en alguna ocasión. Tres años después de empezar a escribir «Llovía. La tormenta mojaba el césped que rodea la pequeña casita. Siempre me ha gustado que llueva las noches de verano…»  recibí la prueba de impresión del libro en mi casa. Fue un momento emocionante. Y hoy los primeros lectores lo reciben en sus casas. Y he de decir que me emociono aún más. Me emociono y me asusto a partes iguales, pensando en la responsabilidad que he adquirido. La responsabilidad de entretener y no defraudar en quien ha depositado unos cuantos euros de confianza en mi.

En busca del norte es un hijo buscado y querido. Un hijo que me dará alegrías y disgustos, por supuesto. Pero que nace con solamente un objetivo: hacerte que apartes el libro a un lado, que te pongas el casco y que salgas a descubrir tu verdadero Norte. Yo ya lo hice hace cuatro años. Y desde entonces soy mucho más feliz.

Debería acabar agradeciendo a todos aquellos que han hecho posible esta felicidad en mi rostro. Por supuesto a mi madre, que es la que sufre para que yo disfrute. Y a Belén, que ha sido y seguirá siendo el más grande apoyo con el que puedo contar. Y a todos vosotros, mis amigos virtuales (o no tan virtuales) que gracias a este blog y a las redes sociales he encontrado. Y aunque parezca un tópico (que lo es…), sin vosotros esto no sería posible. Ni tendría sentido. Gracias. Espero que disfrutéis leyendo el libro tanto como yo lo he hecho escribiéndolo. Va por vosotros.

 

La Ruta de Bayonne

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Las tardes se alargan y alargan. Las temperaturas se atemperan. Llega la primavera y con ella aumentan las ganas de salir en moto. Curiosamente nunca dejamos de hacerlo durante el crudo invierno, pero cuando los campos comienzan a enverdecer y el sol tiene ese afán por colorearlo todo, el deseo de rodar a dos ruedas con la sonrisa en los labios, se incrementa exponencialmente.

La semana fue mala, muy mala. Tanto en lo profesional, con más trabajo de lo que desearía, como en lo personal. Sencillas cosas como finiquitar un libro se me atragantan más de la cuenta. El afán perfeccionista hace que siempre haya cosas que retocar, siempre inacabado como el tapiz de Penélope. Pero esa es otra historia, y merece de ser contada en otra ocasión. Y no a tardar mucho.

La cosa es que los campos de colza, sembrando ya de amarillos innumerables retales de la interminable ruta a Zaragoza, me alegraron la tarde. Rumbo al inicio de la Ruta de Bayonne, que se convertiría a la postre en una de las más bonitas hasta la fecha. Y eso que ya van unas cuantas.

Ya con Belén y su Derbi a mi frente, partimos rumbo a Pamplona. El Moncayo, aún vestido impecablemente con sus nieves invernales, nos quedaba a la espalda, mientras el día se iba acabando. De allí venía el viento, que azotaba y zarandeaba la moto de Belén, que se defendía con destreza, manteniéndola en el rumbo correcto cuando al viento le daba por soplar de lado. Cruzamos un Ebro ya desbordado por el deshielo a su paso por Tudela. Fue lo último que logramos ver antes de que cayera la noche.

Belén hablaba y hablaba sin parar. Yo prefiero que se concentre en la conducción y no se despiste, pero sé que los viernes necesita vaciar todas sus preocupaciones. Es una especie de aduana para entrar limpia al fin de semana. También es señal que está cómoda encima de la moto, así que la dejo hablar mientras yo vigilo por los dos. Quizá yo debería hacer lo mismo, pero prefiero dejarlo para la cena.

SMR_20140328_Bayonne_001Y Pamplona. El viento arreciaba al dejar las motos frente al hotel Zenit, situado a las afueras de la ciudad, en un centro comercial. Desencanto al ver su ubicación, pero alegría al ver su interior. Habitaciones muy correctas, propias de hotel de cuatro estrellas a precios muy contenidos. Con parking gratis. No se puede pedir más. La cena, de pintxos y vinos en la calle de la Estafeta, siguiendo con la mirada los adoquines que ven pasar a esa riada de gente delante de los toros cada principios de Julio. Acaba la noche, como en otras ocasiones, en el bar Iruña, en la Plaza del Castillo. Un cortado y una tarta. Buscando nuevamente la monotonía en las cosas extraordinarias.

Amaneció un día gris. Ni llovía, ni hacía sol. Parecía que el viento había amainado, y esa era la mejor noticia. Nos disponíamos a llegar a San Sebastián por el interior de Navarra. Un desvío muy acertado por Doneztebe y Goizueta. Verdes primerizos comenzaban a decorar los árboles que salían del letargo de los meses de invierno. El agua despertó y se desbordaba por cualquier pequeño rincón, cayendo a los pies de la carretera. Verde musgo, verde hierba… ¿Os he hablado alguna vez de los miles de verdes que habitan en Navarra?

Nos paramos en una curva, en la variante de la N-121, cerca de Almándoz, para evitar los túneles. Hacía justo cuatro años que no paraba ahí, en un recodo del camino donde hay una pequeña fuente y una coqueta cascada. Un coche estaba parado, pero no me molestó para la foto. De ese Renault antiguo salió un anciano ataviado con la típica txapela.

SMR_20140329_Bayonne_002-¡Vaya motos!- comenta. -Deben correr mucho.

-Pues la mía no tanto- puntualiza Belén.

El viejo miraba las motos con ojos de pasión. De una pasión escondida, o quizá dormida. Una pasión que hacía años, quizá demasiados, que no despertaba. Y de repente, despertó.

-Yo tenía una Ossa. De color azul- dijo.

-¿No sería de color verde? Las Ossas solían ser de color verde- puntualicé. Recordaba una foto de una Ossa verde que durante años decoró mi carpeta del colegio. El hombre dudó unos segundos.

-No, era azul. Y me costó veintisietemil pesetas.

Pensé que encantaría decir, dentro de cuarenta años, parado en un recodo de algún camino: “Yo tenía una BMW. Era de color blanco y me costó diecinuevemil euros”. Y seguir teniendo esa pasión en la mirada.

La carretera seguía rumbo norte, pasando por inmensas praderas salpicadas de pequeños rebaños de ovejas lanudas. A veces nos las encontrábamos en medio de la carretera, e iban corriendo asustadas unas decenas de metros, hasta encontrar un pequeño camino por el que huir. Me encanta Navarra. Y entramos en Euskadi como quien no quiere la cosa, sin el mínimo signo, exceptuando el de la carretera, que había habido un cambio. Y San Sebastián apareció esplendorosa. Visita obligada a la playa de la Concha y al Peine de los Vientos, que ese día soplaba y rugía poderoso como nunca.

SMR_20140329_Bayonne_009Se acercaba la hora de la comida. Habíamos comprado algunas cosas para tomar un tentempié en cualquier lugar. Y ese lugar tenía que ser Pasaia. Como si quisiera ocultarse, el camino para llegar a su frente marítimo, al otro lado de la ría, se nos resistía. Lo tenía ubicado en el GPS, y lo veíamos a lo lejos. Pero llevábamos tres intentos y aún no habíamos podido ni acercarnos. Era como un universo paralelo que solamente existía en mi imaginación. Hasta que de pronto, como si un ente superior nos permitiera finalmente el acceso, pudimos llegar. Al otro lado de la ría, las casas se agolpaban una al lado de la otra, a la orilla del mar, mientras que la colina se erigía verde y poderosa a su espalda. Sin duda, otro rincón al que os recomiendo asomaros.

Desde Pasaia a Hondarribia fuimos por la carretera del monte Jaizkibel. Espectaculares vistas, dejando un Cantábrico furioso allá, 450 metros más abajo. Largas colinas y algunos bosques tapizaban el paisaje hasta la costa. Atrás, unos tímidos rayos de sol se acercaban hasta casi acariciar Donostia. Estábamos en lo más alto del paraíso. En la bajada, la desembocadura del Bidasoa presidía algunas curvas. Hasta allí bajamos, pasando a Francia por Hendaya.

Y en Francia todo cambió. Seguía siendo País Vasco, sí… pero los franceses son muy franceses. Y se les nota. En todo. Vistiendo, decorando… Estábamos en la costa, que todo lo centraliza y desvirtúa. Saint-Jean-de-Luz es bonito, sí. Con sus callejones y coquetas casas vascas. Pero francés. Visitamos un decadente Biarritz que vive aún de sus años de esplendor en la época de su casino. Y ahora no difiere mucho de Salou o Benidorm. Y Bayonne destaca con sus castillos o su preciosa catedral. Pero ya no es el País Vasco verde que buscábamos. Cena a base de pato. Magret y confit. Delicioso. Al menos eso sí que lo tienen los franceses.

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Llegaba el domingo y había que volver. La ruta estaba planificada para hacerlo por Candanchú y Jaca, pero había alerta de viento. Lo mismo pasaba en Roncesvalles. Así que en el último momento cambiamos de planes y entramos en España por Ainhoa y Dantxarinea. Fue un acierto. La carretera desde Bayonne a Ainhoa es simplemente espectacular. Un tobogán lleno de subidas y bajadas, con la carretera primorosamente peraltada jugando con las praderas y los pastos donde caserones, pequeños bosques aún invernales y rebaños de ovejas daban el toque discordante a ese verde sempiterno. Es otro rincón más que recomendable. Belén, a todo esto, parecía volar en esa carretera. Notaba que había accedido a otro nivel en la conducción, donde las curvas parecen rendirse a nuestros pies y trazamos cada viraje como si de un lienzo virgen se tratara, pintando una armonía y componiendo una sinfonía con nuestra moto. Sonreí. Me acordé cuando a mí me pasó eso trazando las peligrosas curvas de la Rabassada, en Barcelona, hace… mil años. Seguro que tú también te acuerdas de cuando llegó ese momento, ¿verdad?

Llegamos a Pamplona con las nubes negras cerniéndose sobre nosotros. Quedaban más de ciento cincuenta kilómetros hasta Zaragoza, ya por carreteras más aburridas. Incluso alguna autovía. Pero no importaba. Veníamos con las pilas cargadas y la sonrisa puesta. A quince kilómetros de destino, Belén se da cuenta que algo no va bien. La moto se le mueve y no le responde. Al ver su rueda trasera bamboleando peligrosamente, le digo que se pare de inmediato. El rodamiento de su rueda trasera ha dicho basta. Pero lo cierto es que tampoco importaba. Mientras esperábamos a la grúa -que conducía otro enamorado de las motos- observaba a Belén. Su mirada había comenzado a irradiar esa pasión por viajar en moto. La misma que el viejo de la Ossa, que el motero que se paró a preguntar qué nos pasaba cuando paramos, o la de Tony el de la grúa cuando le dijimos de dónde veníamos. Esa mirada de pasión con toda seguridad llevará lejos a Belén, igual que nos ha llevado a muchos. Quizá, hasta el fin de Europa. Pero esa es otra historia que merece ser contada en otra ocasión, posiblemente a no mucho tardar.

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La Ruta de los Pueblos Negros


La Ruta De Los Pueblos Negros por Dr_Jaus

La primavera estaba al llegar, y los días comenzaban a alargarse. Salir de Zaragoza por la A-2 como tantas otras veces, era diferente, como siempre. El atardecer teñía de un rojo imposible todo el horizonte que lograba ver a través de mi casco. Delante, Belén afrontaba los primeros kilómetros de autopista con esa mezcla de ilusión y temores que siempre tiene al iniciar las rutas. Allí al fondo, la silueta del Moncayo esperaba pacientemente a que cayera la noche.

Después de los más de 170 kilómetros de aburrida autovía, solamente quedaban veinte para llegar a Sigüenza, un viernes más nuestro campo base. La carretera serpentea ligeramente, y a pesar de ser noche cerrada, se agradecía después de tanta recta. Miré al retrovisor. El pequeño faro de la Derbi Terra negociaba con precisión y autoridad las curvas que nos vamos encontrando. No dejo de sorprenderme de lo que ha aprendido Belén en tan poco tiempo. Es una clara muestra de lo que podemos conseguir si realmente queremos conseguirlo. El castillo de Sigüenza, que domina en lo alto de una loma todo el pueblo, me sacó de mis pensamientos, y nos indicó el final del trayecto.

Nuevamente nos alojamos en La Casona de Lucía. La familiaridad del trato, así como unas instalaciones fantásticas, nos hicieron repetir. Manolo, su dueño, se preocupaba por nosotros como si fuéramos de su familia.

-¿Dónde habéis aparcado las motos?- nos pregunta.

-Al lado del container, estarán bien allí- respondo.

-No me gusta el sitio. El camión de la basura puede hacerles algo -se preocupa- Ahora iremos a verlas y os indicaré el mejor lugar. Pero casi mejor que las dejéis en el garaje que tengo no muy lejos de aquí.

-No se preocupe -dije- Las moveremos cuando vayamos a cenar.

Nos cambiamos rápidamente y salimos a reponer fuerzas. Manolo, como no, nos acompañó calle arriba para certificar que dejábamos las motos en buen sitio.

-¿Habéis cogido las llaves de la habitación?- preguntó con un tono paternalista.

La taberna Seguntina estaba completamente vacía. A pesar de ello, nos sentamos a cenar. Sopa castellana, pimientos del piquillo rellenos de carne y cabrito asado. No fue la mejor cena de nuestras vidas, seguramente no repetiremos sitio. Los tres camareros entraban del comedor por una puerta y salían por otra, observándonos y preguntándonos repetidamente por nuestra cena. Uno detrás de otro, como esas figuritas que salen de algunos relojes a la hora en punto.

De vuelta al hotel, recorriendo las silenciosas calles de Sigüenza, pensé que ni nos habíamos propuesto dar una vuelta por la plaza Mayor o la catedral. Las habíamos visto hace menos de tres meses. Y también el año pasado. Me sentí cómodo, vagando por calles ya conocidas, sin la presión autoimpuesta del turismo por el turismo. Mañana sería otra cosa. Visitaríamos los llamados pueblos Negros y Dorados de Guadalajara. Nunca había estado allí y me apetecía conocerlos, respirarlos, sentirlos. Y eso afortunadamente no es turismo.

Salimos de Sigüenza por la mañana inmersos en un día radiante. Los buitres trazaban círculos perfectos sobre nuestras cabezas, volando tan elegantemente que tenía que frenar las ganas de conducir mirando constantemente al cielo. A nuestro alrededor, campos marrones y verdes se extendían por las laderas de las pequeñas colinas, peinados como de domingo. Perfectamente arados, y algunos con los incipientes brotes de una nueva cosecha. Dejamos el castillo de Jadraque a la izquierda y seguimos hacia Cogolludo, que se esparce distraídamente por la ladera de la montaña. Camino de Campillejo, atravesando bosques a derecha e izquierda, el aire olía intensamente a pino. Las laderas rocosas mostraban una pizarra negra y elegante, anunciándonos que nos acercamos a los Pueblos Negros.

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En la comarca, son bien diferenciales los llamados Pueblos Negros, con casas construidas íntegramente de pizarra -de ahí su nombre- de los Pueblos Dorados, que utilizan cuarcita para su construcción, de un color más amarillento. Geográficamente están separados por la sierra del Ocejón, dejando los negros al oeste, y los dorados al este de esta frontera natural.

Majaelrayo es quizá el mayor exponente de pueblo negro. Para llegar hasta allí, dejando la sierra a nuestra derecha, pasamos por campos repletos de romero, que traspasaron completamente mis cinco sentidos. Pocas veces había notado esa bofetada de olores tan brutal. Pocas veces una bofetada como esa me había hecho sonreír. Majaelrayo está primorosamente conservado, excepto alguna que otra casa desvencijada. Un paseo por sus calles es siempre muy recomendable.

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Para visitar los pueblos dorados, tuvimos que volver hacia atrás unos cuantos kilómetros, volviendo a pasar por los campos de romero, los pinares y las curiosas formaciones rocosas de la ciudad encantada de Tamajón. Cuando volvimos a tomar rumbo norte, ahora con la sierra del Ocejón a nuestra izquierda, comenzamos a descubrir los Pueblos Dorados. Villaverde de los Arroyos es el alter ego de Majaelrayo, esta vez en tonos amarillentos. El pueblo es un punto de inicio de muchas excursiones por la sierra, por lo que los aparcamientos habilitados a la entrada suelen estar abarrotados. Nos tomamos nuestro fuet en la plaza del pueblo, y tras recorrerlo a pie salimos hacia Ayllón.

Puede que fuera la carretera, o puede que fuera la hora de la siesta. Pero las curvas se nos iban atragantando. Sin ritmo ni armonía alguna, y con un asfalto tirando a malo, era imposible prever el su radio y su cadencia. Atravesamos ese hora mala como pudimos hasta llegar a Ayllón, para ya entrar en la provincia de Segovia y encontrar mejores carreteras. La idea era recorrer los casi cien kilómetros que nos separaban de la ciudad del acueducto para pasar allí la noche.

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La primera parada fue precisamente en ese acueducto varias veces milenario. Belén quería la foto de rigor con su moto y su ya casi famoso salto, como quien recoge una pegatina a modo de trofeo de su ruta. Mientras, el acueducto, impertérrito, se dejó retratar. Toqué suavemente sus piedras. Hace mil años, cuando nosotros iniciábamos tímidamente la Reconquista, estos arcos ya tenían mil años. Da que pensar.

En Segovia elegimos El Sitio para la cena. Una estupenda ensalada de queso de cabra, unas patatas revolcones y una pierna de cordero rellena de boletus y patatas panaderas exquisitas. Un colofón espectacular a una buena ruta. Tras el festín, nos retiramos a nuestros aposentos casi faraónicos en el hotel Cándido, a las afueras de la ciudad. Muy buenos precios para un hotel casi de lujo. Recomendable si tienen ofertas.

Debíamos levantarnos relativamente pronto si queríamos llegar a Zaragoza a la hora de la comida. Nos quedaban 360 kilómetros de carreteras nacionales que nos llevarían por San Esteban de Gormaz, Soria y Tarazona. A nuestra derecha, la imponente Somosierra completamente nevada refulgía con los primeros rayos de sol. El ambiente era soleado, y nos permitió recorrer el camino casi sin enterarnos.

Al aparcar las motos, ya en Zaragoza, las acaricié en silencio. Monturas inanimadas, a pesar de que a veces hablamos con ellas. No saben el bien que nos hacen. No saben que la próxima ruta será en primavera, con toda la naturaleza en flor. Les da igual. Siguen ronroneando con nieve, viento, sol o lluvia, sirviendo a sus amos sin rechistar. Sonreí. Porque yo sí se que no hay nada más bonito que rodar en primavera.

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Puedes leer los pensamientos de Belén sobre esta ruta en su blog

La Ruta del Mimbre


LaRutaDelMimbre por Dr_Jaus

Aunque los grandes viajes son los más deseados, las pequeñas perlas que te encuentras en el camino de la vida los fines de semana son el combustible necesario para poder afrontar con ilusión los días de trabajo. Albarracín, las hoces de Beteta, Cuenca y la ruta del mimbre fueron los escogidos para ese frío fin de semana de febrero. Carretera en buena compañía, relax, buenos manjares y mejores sonrisas. Corta pero intensa. Aquí tenéis un pequeño vídeo que a ciencia cierta sabrá a poco.

 

La Última Ruta del 2013

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(vídeo al final)

Me encanta la sensación de estar aprovechando cualquier momento para viajar en moto. Es por eso que ese espacio mágico que hay entre las fiestas de Navidad y las de fin de año es idóneo para ello, rompiendo la monotonía de los turrones y las comilonas. Además, había que trasladar la Derbi de Belén desde Barcelona a Zaragoza y… ¿qué mejor manera de hacerlo dando una vueltecita?

Nos habíamos marcado un objetivo complicado para el primer día. Más de seiscientos kilómetros para la 125cc de Belén quizá eran demasiado para hacerlos íntegramente con luz de día. Pero es que a ella la noche le confunde. Así que salimos con las primeras luces del alba desde Terrassa, enfilando lo antes posible la N-340. Siempre me ha gustado esa carretera, mil veces en parte recorrida durante mi infancia. Pensar que siguiéndola hacia el sur me llevaría sin desvíos hasta la lejana Cádiz me abrumaba. Ahora sé que esas cintas de asfalto negro me conectan, sin solución de continuidad, con lugares tan remotos como Estambul o Cabo Norte. Y tengo ganas de comprobar que siguen incluso más allá.

Con una temperatura agradable pasamos por Tarragona y Salou, dejando de lado el Delta del Ebro, casi acariciándolo. Castellón y Valencia siguieron después, dejando definitivamente la N-340 ya pasado el mediodía. Habían aparecido las nubes, y la A-3 dirección Madrid escalaba algunos pequeños puertos de montaña entre Requena y Utiel. Nada del otro mundo, pero combinados con el viento de cara,  impedían que la pequeña Derbi adelantera con soltura a los mastodónticos camiones. Mi BMW y yo lo contemplábamos desde la retaguardia, sin poder hacer nada más que intentar dar rebufo a Belén y su Terra. Si en la ruta de la Camarga Belén luchó contra la oscuridad, esta vez la pelea era contra el viento.

Después de una reconfortante sopa en el área de servicio del Rebollar, seguimos hacia el oeste sin más novedad que un cielo cada vez más cubierto. Llegamos a Alcázar de San Juan casi de noche, cumpliendo el plan de viajar siempre de día. Sus cuatro molinos en lo alto del cerro aún podían verse en la penumbra, observándonos altivos desde su privilegiado mirador. El Convento de Santa Clara fue nuestro hotel. Acogedor, aunque podría haberlo sido más, al menos por lo austero de sus habitaciones, rememorando quizá las antiguas celdas de las novicias. El menú de la cena tiene una relación calidad-precio insuperable, por lo que recomiendo encarecidamente reservar la media pensión. Croquetas caseras, embutidos ibéricos y solomillo exquisito.

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La mañana amaneció en Alcázar de San Juan con las calles aún mojadas de la persistente lluvia de la noche, pero con los cielos casi completamente despejados y la atmósfera excepcionalmente limpia. Los molinos de Consuegra aparecieron muchos kilómetros antes, allá en lo alto, acompañando al castillo que casi todo el mundo olvida. Las paredes encaladas reflejaban un sol potente, pero incapaz de paliar la sensación de frío que traía el viento del norte. Rodando entre los molinos de la Mancha, confundiéndolos con gigantes, admirándolos bajo sus aspas, dejándose acariciar por la fría brisa manchega… Una inyección de calma.

Debíamos llegar a comer a Ávila, así que no teníamos mucho tiempo que perder entre los castillos que íbamos descubriendo a ambos lados de la autovía hacia Toledo, por el que pasamos casi de puntillas, saludando con la mirada al imponente Alcázar que domina la ciudad. Después, ya por carretera, ascendemos el puerto de Paramera, donde la temperatura descendió progresivamente hasta unos 2ºC, mientras la nieve decoraba intermitentemente alguno de los arcenes. Después nos encontramos, casi de sorpresa, a Ávila y sus murallas, que la abrazan como quien protege un tesoro.

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Entramos en la zona intramuros, donde sus callejuelas adoquinadas forman un verdadero laberinto. Encontramos fácilmente el restaurante La Acazaba, donde teníamos nuestra reserva para comer. Variado de primeros típicos, donde no falta la sopa castellana, las migas o las famosas patatas revolconas. Y para rematar, un generoso surtido de carnes a la brasa. Con el estómago bien lleno y esa luz de la tarde que lo hace todo especial, paseamos entre las murallas y las iglesias abulenses, admirando la riqueza cultural y arquitectónica que tenemos en España, sin duda una de las más impresionantes y variadas del mundo.

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A Salamanca llegamos por la autovía, justo con la puesta de sol, mientras un fotogénico pero peligroso frente nuboso dejaba algunas lluvias dispersas allá en el horizonte. Las últimas luces se filtraba entre las diversas cortinas de agua formando un abanico de grises y azules que fueron nuestro divertimento durante los últimos kilómetros. El hotel Tryp Montalvo se encuentra a las afueras de la ciudad, rodeado de polígonos pero a muy pocos minutos del centro. Es un cuatro estrellas muy recomendable, con un precio muy bajo para lo que realmente ofrecen. Una vez alojados y duchados, y con el frío que comenzaba a apretar esperándonos en la calle, nos fuimos al centro de Salamanca, para redescubrir nuevamente la ciudad.

Salamanca es diferente cada vez que la visitas, aunque siempre preciosa y sorprendente. Sin lugar a dudas es una de mis ciudades favoritas. Esta vez las decoraciones navideñas, y sobre todo la exquisita iluminación de sus monumentos principales le pusieron el traje de gala. Disfrutamos de la casa de las conchas, de la Universidad, con su Fray Luis de León siempre expectante, de las catedrales -porque Salamanca tiene dos-, y por supuesto de la plaza Mayor, sin duda una de las más bonitas de España. Y como colofón, unos pinchos de jamón y de morcilla en Musicarte, en la Plaza del Corrillo.

El frío era intenso a esas horas, pero seguiría paseando horas y horas entre esas paredes de piedra amarillenta, primorosamente iluminadas, con esos grafitos color burdeos de otro siglo, rotulando en castellano antiguo cada uno de los principales atractivos de la ciudad. Satisfechos y contentos por haber dejado que la ciudad nos pinte de noche sus recuerdos, decidimos volver al hotel, con la certeza -como siempre que voy a Salamanca- que volveremos.

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El día amaneció cubierto de una espesísima niebla. Al mirar por la ventana de nuestra habitación, apenas se podía distinguir el otro lado de la calle. Eran las ocho de la mañana, así que di media vuelta y seguí durmiendo, a la espera que disipe la niebla. Hora y media más tarde la situación ha mejorado bastante, por lo que desayunamos frugalmente y partimos por la CL-501 hacia Ávila, desechando definitivamente volver por la autovía. La niebla iba y venía, observando por momentos cómo se levantaba el techo de nubes, que volvíamos a tocar en cuanto la carretera ascendía ligeramente. Las dehesas con sus árboles, salpicados sin ton ni son, se sucedían a ambos lados de la carretera, y alguna que otra manada de toros bravos nos miraron con curiosidad. La niebla, ya residual, daba al paisaje un toque entre misterioso y romántico que nos hizo disfrutar del paisaje durante toda esa mañana.

Habíamos quedado con Pablo y sus amigos en Villacastín, y después de un pequeño aperitivo, salimos hacia Madrid por el alto de los Leones. La temperatura seguía bajando, hasta rozar los 2ºC, y la escarcha teñía de blanco la copa de los abetos, en una estampa típicamente navideña. En Madrid, ya con Pablo, Anhaí, Paco y Raquel degustamos unos bocatas de calamares y un relaxing cup of café con leche en los alrededores de la Plaza Mayor, atiborrada como todo el centro de la capital. Madrid, siempre acogedora y señorial, ofrecía sus mejores galas adornada de Navidad. Esa noche dormiríamos en Boadilla, en casa de Marisa y Javi, abusando como en otras ocasiones de su grandiosa hospitalidad. Gracias!

Al día siguiente, después de una noche helada que dejó recuerdo en forma de escarcha sobre nuestras motos, partíamos hacia Zaragoza, punto final de la ruta. De un tirón, parando únicamente para repostar, recorrimos los trescientos treinta kilómetros. Belén se porta como una auténtica campeona, con un aguante admirable y un espíritu de sacrificio que más de uno quisiera. Creo que está preparada para gestas aún mayores.

Y así concluímos un año lleno de rutas y de kilómetros, un año en el que Belén se estrenó -y con muy buena nota- como motera. Un año en el que junto con Coco y Pablo descubrí los misterios de las auroras boreales y de los peligros del inhóspito norte helado. Un año con nuevos proyectos, aún pendientes y nuevas ilusiones. Acabó el 2013 con la certeza de que el 2014, con toda seguridad, nos aportará aún más aventuras y más kilómetros de sonrisas, satisfacciones y ganas de vivir. Feliz año nuevo!


LaUltimaRutaDel2013 por Dr_Jaus