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Asturias. Piensa en verde

En el Puerto de Ventana

En el Puerto de Ventana

Que sí, que nuevamente estábamos en Burgos. Tercera vez que repetíamos en el Silken Gran Teatro, un cuatro estrellas a precio de tres. Y cerquita del centro, para ir a cenar andando y poder volver a rastras, si así lo deseas. Pero no fue el caso. Y es que siempre tenemos problemas para cenar en Burgos. Y mira que hay sitio de tapeo. Pero es que los viernes, después de currar ocho horas y de pegarte casi seiscientos kilómetros en moto, lo que menos te apetece es cenar de pie. Y nunca encontramos el lugar idóneo: o están llenos, o no acaba de agradarnos. Aunque esta vez se nos cruzó un ángel en forma de tabla de surtido de pinchos que estaban preparando en El Veintidós. ¡Qué pinta tenían! ¡Y había sitio en una de las tres mesas del local! Así que esa noche dormimos a gusto, tras las tapas, la cerveza y nuestra visita obligada a la catedral burgalesa, que siempre me sorprende. ¡Qué belleza, tanto de noche como de día!

La catedral de Burgos

La catedral de Burgos

El sábado amaneció frío, con algo de viento y con una ligera llovizna que molestaba. Cruzamos la calle del hotel hasta el Bar Sandro, otro de nuestros clásicos de Burgos. Sandro es un señor entrado en años, calvo y con ojos azules, que tiene un bar con una foto de cuando era mozo y debía ser un ligón. Pero no una foto pequeña, no. Un pedazo de póster que preside la barra. Quien tuvo, retuvo. Desayunamos unos pinchos de tortilla, un zumo de naranja (natural, por supuesto) y un café con leche, que me encargué de desparramar por toda la mesa. No sería la última vez que desparramara algo ese fin de semana.

Y a la moto, dirección Asturias, pasando por Aguilar de Campoo y sus galletas, Reinosa y su Ebro y finalmente la ría de Tina Menor, en Cantabria, pero muy cerquita ya de Asturias. ¡Qué preciosidad! Vas aumentando tu altura mientras que los márgenes de la ría, que cuenta con algunas pequeñas playas de arena, van quedando abajo. Mira que me gusta el Cantábrico, y más cuando sopla algo de viento -no mucho, tampoco nos pasemos- y el oleaje es recio y abnegado, batiéndose el cobre contra las rocas de la costa. Llanes es muy turística, vale. Pero es que mola. La primera vez que la visité hace ya seis años, vine atraído por sus cubos de hormigón pintados de mil colores de su espigón. Los Cubos de la Memoria. Molan. Sobre todo el contraste con la costa, escarpada y coronada por praderas de verde primavera. Esta vez, para qué engañarnos, venía también a ver los cubos. Pero no creo que vuelva. Al menos hasta que los repinten. Porque daban pena verlos. ¡Con lo que ellos han sido!

Llanes y sus Cubos de la Memoria

Llanes y sus Cubos de la Memoria

Pocos kilómetros más allá, y prácticamente sin señalizar, se encuentra la playa de Gulpiyuri.

—Ya verás, es una playa como nunca has visto ninguna— le decía a Belén mientras aparcábamos las motos.

—Hombre, alguna parecida habré visto— contestó.

—No. Ya verás que no.

Playa de Gulpiyuri

Playa de Gulpiyuri

No le dije nada, mientras al acercarnos por el pequeño sendero oíamos ya cómo rompían las olas. Nos cruzábamos con los que ya regresaban de verla, y yo intentaba descubrir en sus rostros la mirada de aquellos que acaban de ver algo inaudito. De pronto, una enorme hondonada se abrió a nuestros pies, y la playa sin mar de Gulpiyuri se iba llenando de agua a cada embestida del mar, que bombeaba torrentes con fuerza a través de la gruta subterránea. Sí, ya sé que es mejor verla en pleamar, y no era el caso. Pero el oleaje entrando por su escondite secreto es también espectacular. Sin duda, al regresar a las motos, los que acababan de llegar adivinaron en mi rostro la sonrisa tonta de quien ha visto cosas imposibles.

Como la playa de Cuevas del Mar, a la que se accede desde Nuevas por una carreterita que a primeras horas de la tarde  de un sábado de finales de abril se ve muy tranquila. Desde el pequeño parking, que no es más que un triste descampado, se puede ver cómo el furibundo Cantábrico se esfuerza en entrar por la estrecha abertura entre montañas hasta la pequeña ensenada. Y lo consigue, pero completamente mermado de fuerza. La enorme pared azul que se deshoja en jirones de espuma se convierte en una pacífica onda que muere mansamente en la playa.

Playa de Cuevas del Mar

Playa de Cuevas del Mar

Pero si ha habido un lugar que me ha sorprendido en Asturias ese es la entrada al pueblo de Cuevas. Se le llama La Cuevona, y yo, tras verla en fotos multitud de veces, no me la imaginaba como realmente es. Y, querido lector, ahora mientras escribo me entra la duda de si tengo que intentar describirla, o simplemente animarte a que la visites, para que la sorpresa sea mayúscula. Solo te daré un par de pinceladas: una gran cueva, atravesada por una carretera. A la entrada, un parking. Pero ni se te ocurra dejar la moto allí, ya deberías saber que los paisajes son mucho mejores encima de tu moto. Así que sigue por la carretera y adéntrate en las profundidades. Estalactitas y estalagmitas, enormes cavidades iluminadas y la sorpresa detrás de cada una de las tres o cuatro curvas, eso es lo que encontrarás. Aún me parece oír el eco de mi carcajada al comprobar que realmente estaba en un lugar completamente mágico.

La Cuevona

La Cuevona

Covadonga siempre ha despertado mi atención. Y no por la Virgen (o quizá sí un poco, igual que me atrae el Pilar, Montserrat o Lourdes), sino porque recuerdo de pequeño las lecciones de historia: aquí comenzó la Reconquista. Don Pelayo y unos cuantos más comenzaron, cuatrocientos años después, a expulsar musulmanes -mi imaginación de niño hacía que fueran Pelayo y un par más, ayudados por la Virgen, tirando piedras desde la cueva a los moros que había debajo-. Pero como siempre pasa en estos lugares, el turismo lo invade todo a poco que haga buen tiempo. Rápida visita a la gruta de Covadonga, y deseo fustrado de ir a los lagos de Enol, ya que había comenzado ya las restricciones de paso con vehículo privado que se imponen en verano. Otro año será.

Santuario de Covadonga

Santuario de Covadonga

Camino a Lastres,  pasamos por el Mirador de Fitu, tras unas cuantas curvas rodeados de bosque, con los Picos de Europa a nuestras espaldas. Hasta allí se habían desplazado los turistas en masa: cola para subir al mirador, que se asemeja a un pequeño platillo volante suspendido en lo alto de la montaña, con los picos nevados a un lado, y el Cantábrico al otro. Lástima de los empujones y codazos para procurarse un buen lugar para la foto.

Mira que me gustan las listas. Y Lastres aparece en la mayoría de listas de los pueblos más bonitos de España. Pues bien, las listas están hechas fundamentalmente para discrepar de ellas. Y yo discrepo en este punto. Y no es que Lastres no sea bonito, que lo es. El problema es que un pueblo encaramado en la ladera de la montaña y que se desparrama hasta el mar, solamente es visible desde el mar -a excepción de algunos pueblos italianos, en la Costa Amalfitana o en las Cinque Terre-. En definitiva, que no tienes un buen lugar desde donde contemplar la belleza del pueblo. Quizá desde el puerto -parcialmente-, o desde la carretera -también parcialmente-, pero sin un lugar seguro desde donde pararse.

Lastres

Lastres

Oviedo me encanta. Es la típica ciudad grande donde te sientes a gusto. Zonas modernas, hoteles de calidad -y a buen precio, como el AC Forum-, y una oferta de sidrerías bien concentradas para poder elegir. La cosa es que como no vamos tan frecuentemente como a Burgos, no me acordaba de la zona de sidrerías. Y para que conste de manera indefinida, lo pongo en este post a modo de recordatorio: calle Gascona. Allí degustamos esta vez un pulpo y una ternera espectaculares.

No os llevéis a engaño como hice yo en alguna de mis visitas anteriores a Oviedo: Santa María del Naranco no está cerca del Naranco de Bulnes. Está a las afueras de Oviedo. Y sería imperdonable que no la visitéis. Es una iglesia prerrománica que… pero ¿qué estoy diciendo? ¡Santa María del Naranco es LA iglesia prerrománica por excelencia! Situada a las afueras, rodeada de una cuidada zona de césped reluce con los primeros rayos de sol. Bueno, los primeros primeros no eran, pero puede valer. De una planta simplemente rectangular, sus paredes laterales solamente tienen contrafuertes y una entrada a la que se accede por una doble escalera. Pero en sus extremos, toda la rudeza del prerrománico se torna delicadeza pura, con una tríada de arcos que deja paso a una pequeña balconada. Espectacular.

Santa María del Naranco

Santa María del Naranco

Y muy cerca de ahí, a un par de curvas más allá, otra de las iglesias prerrománicas que estudiábamos en el cole: San Miguel de Lillo. Ésta es algo más elaborada en su diseño, y presenta unas celosías labradas en piedra de lo más interesante.  Al verlas me pregunto dos cosas: ¿A santo de qué a los prerrománicos estos les dio por hacer ese par de iglesias tan juntas? ¿Tan faltos de Dios estaban por la zona? Y la segunda pregunta: siendo exponentes tan importantes del arte prerrománico en España… ¿a nadie se le ha ocurrido habilitar un pequeño parking de vehículos para incentivar las visitas? Aunque bien mirado, mejor que estas maravillas queden en el secreto, que celosamente guardaremos, entre vosotros y yo.

San Miguel de Lillo

San Miguel de Lillo

Salimos de Oviedo para volver al norte, a su costa cantábrica que era la que nos había llevado hasta esas -para nosotros- lejanas tierras. Cudillero, ¡ese sí que es un pueblo precioso y no Lastres! Aunque claro, la fama del Doctor Mateo solamente recala en Lastres. Era mi tercera visita a Cudillero, segunda en moto, que es cuando se saborean mejor las bellezas. Y la vez anterior diluviaba. Y a pesar de eso ya era un pueblo precioso… Pues esa mañana tocaba sol. Ver las casas de colores desparramándose por la ladera abrazando el antiguo puerto es de una delicadeza exquisita. Me recuerda a otros pueblos que tengo en mi memoria como de lo mejorcito que he visto, si hablamos de pueblos costeros. Del nivel de Positano, en la italiana Costa Amalfitana. Un consejo: si podéis elegir, mejor visitarlo una soleada tarde, ya que así el sol no quedará en contraluz a la hora de las fotos de postureo.

Cudillero

Cudillero

Cerca de allí existe una playa de nombre sugerente: playa del Silencio. ¿Cómo no íbamos a visitarla? El caminito sobre el acantilado hasta acceder al sendero peatonal es de lo más bonito para hacer en moto: a ambos lados la verde hierba, omnipresente en la costa cántabra, mientras muchos metros más abajo, el gran azul del mar. Sí, gran azul, no sé definirlo de otra manera, tened en cuenta que soy hombre y solo distinguimos cuatro colores, entre ellos el azul. Y este azul es grande, inmenso. La playa del Silencio, vista desde arriba es espectacular, de las que te deja mudo -de ahí el nombre, pienso-. Una ensenada de color verde turquesa, protegida por un gran peñasco cubierto de verde, mientras que al otro lado la costa se rompe en decenas de solitarias y verticales peñas donde el mar se desgarra con fuerza. No dejéis de echarle un ojo.

Playa del Silencio

Playa del Silencio

Y seguimos hacia el oeste, cada vez más lejos de casa, cada vez más cerca del cielo. Luarca es nuestra siguiente parada. Indispensable entrar por la carretera del faro, haciendo una parada justo cuando tengamos el puerto a nuestros pies, y todas las casas con sus característicos ventanales rodeándolo. Y luego, rodear el faro por la estrecha carretera que acaba posándote grácilmente sobre el puerto. Luarca es un pueblo muy animado donde no tendremos problemas para tomarnos una tapa -en nuestro caso fueron chipirones- y una caña. Esta fue nuestra primera visita a Luarca, y en ese momento decidimos, entre chipirón y chipirón, que no será la última. ¡Hasta pronto!

Luarca

Luarca

Si desde allí nos dirigimos en dirección sur, despidiéndonos definitivamente del mar Cantábrico, nos adentraremos en el Parque Natural de Somiedo. Miles de rutas a pie se nos abrirán por doquier en cualquier recodio de la carretera, de mil y una curvas. ¿Que qué carretera? Da igual. Cualquiera que cojáis es impresionante. Lo mismo encontraréis suaves colinas de esponjosa hierba que estrechos e impresionantes desfiladeros. Nuestro destino eran los lagos de Saliencia, a los que se llega por una pista en teoría fácil. Bueno, fácil hasta que te encuentras una lengua de nieve que deja unos dos palmos bien embarrados entre  la nieve y el barranco.

–Por ahí no podemos pasar– dijo Belén con buen criterio. Siempre me asombraré de la buena cabeza que tienen las mujeres para prever el peligro.

–No, es fácil– dije. –Ya paso yo tu moto. Solo tienes que ponerte al lado del barranco por si se me escurre la rueda.– Ingenuo de mí, pretendía que ella sola, casi sin espacio, parara los más de doscientos cincuenta kilos de mi moto si el barro me hacía una mala jugada.

Así que con más ilusión que pericia, comencé a avanzar por la estrecha cinta marrón de barro, apoyándome con los pies en el hielo. Poco a poco, como debe ser en un inútil total como yo cuando salgo del asfalto. Me acordaba de los miles de kilómetros sobre el hielo de la Expedición Aurora Borealis, pero claro, en esa ocasión llevaba clavos… y no había opción de retroceder. O subiendo al puerto de Someiller, en un memorable verano alpino off road donde una similar lengua de nieve nos impidió llegar más allá de los 3000 metros.

Y entonces me cagué. No literalmente, pero cuando faltaba poco menos de un par de metros para superar el obstáculo, me acordé del precario estado de mi neumático trasero, que se llevaba bastante mal con el barro. Y paré. Craso error. Porque cuando paras con el barro, ya sabes lo que suele pasar al arrancar de nuevo: Efectivamente, que derrapas. Y no tenía mucho margen de error para que se me desplazara lateralmente la moto, sopena de enviarla, junto con Belén, al fondo del barranco. Y no me apetecía mucho esa opción. Así que guardé el rabo entre las piernas -simbólicamente, claro…- y  no sin esfuerzo, empujamos la moto hacia atrás. Los lagos, que quedaban a escasos tres kilómetros, tendrían que esperar. Porque querido lector, es bueno siempre dejar algo pendiente para volver a un lugar que te sorprende, aunque esté tan lejos como Asturias.

A última hora de la tarde, paramos en mi querida León, donde vuelvo siempre que puedo a admirar su catedral y sus vidrieras. La pulcra leonina, la llaman. Con eso os lo digo todo. Esta vez la visita se quedó en un refrigerio en la Calle Ancha, frente a la Casa Botines. Mira que me gusta el modernismo de Gaudí. Y mira que me sorprende que haya muestras de él en León. Y no una, sino dos tazas. Porque el Palacio Episcopal de la cercana Astorga también es de traca. Si no lo conocéis, ya estáis programando una rutilla.

Casa Botines

Casa Botines

No todos los días se duerme en un monasterio. Bueno, de día incluso menos -festival del humor-. Pero esa noche, nosotros lo hicimos. En el Real Monasterio de San Zoilo, en Carrión de los Condes. Habitación regia, cena de ministro. Si váis alguna vez, en el restaurante de la sala de las vigas, junto a una de las paredes de ladrillo, veréis mi marca. No, no la hice con la llave, que eso es de vándalos. Me dio durante la cena por hacer malabarismos inintencionados con la copa de vino, que no llegó a caer, pero que desparramó todo por la pared. Al principio quedó rojo, como suponía. Pero luego todo el manchurrón de la pared se fue tornando de un verde grisáceo que se hacía cada vez más evidente. La estrategia fue despistar a las camareras cada vez que nos acercaban los platos (sopa castellana y carrilleras, si tenéis curiosidad), pero no sé si lo conseguimos. Al menos ellas disimularon. Si algún responsable de la restauración de esos centenarios muros lee mi humilde blog, desde aquí pido perdón. En serio, soy cada vez más torpe, pero no lo hago adrede.

De Carrión de los Condes hasta Zaragoza, lo hicimos en un plis. Primero, sobre el Camino de Santiago, cruzándonos con infinidad de peregrinos que no trabajan los lunes. Frómista y su Canal de Castilla -múltiples veces visitado- quedó atrás, demasiado rápidamente. Si tenéis ocasión, no dejéis de verlo. Y ya puestos, la iglesia de San Martín, de un exquisito románico como todo el palentino. Después, atravesando las largas rectas de la ancha Castilla, llegamos a Lerma, que pasamos rápidamente ya que la visitamos hace un par de meses. Y luego Covarrubias, el Monasterio de Arlanza y finalmente Soria. Y si pongo estos nombres del camino es por si el lector avezado y masoquista que ha llegado hasta aquí, quiera descubrir verdaderas joyas castellanas. Cualquiera de estas poblaciones será de vuestro agrado, me la juego.

San Martín de Frómista

San Martín de Frómista

Y esto ha sido todo. ¿Lo mejor de todo? Buf, tantas cosas… El Cantábrico es un auténtico tesoro vayas cuando vayas. Asturias siempre será mi soñado edén, tan lejos como para anhelarlo, tan cerca como para poder alcanzarlo tras una pequeña penitencia de setecientos kilómetros. Y la oportunidad de observar cómo va cambiando el paisaje, poco a poco, desde la furiosa costa cántábrica, las verdes colinas del interior, pasando bruscamente a la planicie castellana y finalmente al valle del Ebro. Hemos recorrido media España cambiando de paisajes paulatinamente, casi sutilmente. Y eso no puedes notarlo viajando por autovías. Ni en avión, por supuesto. ¿Sabéis? Me siento afortunado.

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En busca del Sur

A ver, que siempre que te planteas ir al sur siendo del norte es toda una odisea. Sobre todo por lo lejos que está. Que nos quejamos de Cabo Norte, pero luego comienzas a ver en GoogleMaps y se te cae el alma al suelo si quieres planificar una rutita por los pueblos blancos de Cádiz en un fin de semana. Pero como ese fin de semana era un fin-de-semana-y-comienzo-de-la-siguiente algo largo, pues como que empezaban a cuadrar los números.

Así que el viernes, ya de noche, salimos de Zaragoza camino de La Mancha. Porque nos gusta La Mancha y sus molinos. Y porque pillaba de paso. Café en Guadalajara, tráfico en Madrid, y llegada a Consuegra a eso de las 11 de la noche. Hotel mu cuco pero sin calefacción. Bueno, con una de esas bombas de calor que tardó más de media noche en calentar. Llamarlo «bomba» de calor ahora me suena excesivo.

molinoY por la mañana, eso de levantarte y ver esos pedazo de molinos en la cresta de la montaña es la leche. Es una pena, porque le quitan todo el protagonismo al castillo, que lleva mucho más tiempo ahí que los molinos. Pero mira, castillos hay muchos y molinos… menos. Allá en el cerro calderico tuvimos que apartar a unos cuantos chinos para que no salieran tapando los molinos, pero no nos entretuvimos mucho, que ya habíamos ido unas cuantas veces a ver la docena de molinos. Así que rápidamente cogimos la autovía dirección sur.

—Tendríamos que haber comprado un queso manchego— le decía a Belén al ver la cantidad de fábricas a pie de autovía que anunciaban venta directa.

—Pues sí— contestó Belén rápidamente. ¡Con lo que le gusta a ella comprar cosas de comer directamente del productor! Siempre me retrae que no paremos cuando hay vendedores de setas en los arcenes.

—Pues mira, ahí venden queso artesano— dije mirando un molino que se acercaba rápidamente a la derecha de la autovía. —¡Salimos en la siguiente!

Un galgo ladraba y decenas de gatos nos miraban aburridos mientras dejábamos las motos al otro lado de la valla. Una señora entrada en años y en carnes, nos decía que pasásemos sin miedo.

—Lo recogimos hace unas semanas. Se ve que le habían dado de palos, al pobre— dijo señalando al galgo, que seguía ladrando pero más por miedo que por fiereza. —Llamamos a la perrera, pero nos dijeron que los galgos los llevaban a Holanda, que allí son muy cotizados—. La frase no tenía mucho sentido, pero no insistí en el tema.

—Queríamos un queso— dijo Belén.

—¡Claro! Aquí tenemos quesos denominiación de origen. Nos lo trae directamente el pastor. Es puro de oveja. ¿Quieren probarlos?— Sacó un cuarto de queso y comenzó a cortar unos pequeños triángulos.

—Nosotros querríamos solo una parte, no nos podemos llevar el queso entero.

—Pues eso no podrá ser— dijo. —Por la denominación de origen. Solo podemos venderlos enteros, o como máximo, la mitad.

—¿Y cuánto cuesta la mitad de un queso?

—Pues va a peso. Pero unos veintitrés euros.

—Uf! No podemos… Es que vamos en moto y hasta dentro de unos cuantos días no llegaremos a casa… Se nos secará por el camino— dije.

—Es por la denominación de origen, ¿sabe? Antes podíamos, pero ahora con la carretera al lado, solo nos dejan vender quesos enteros o medios. Por la denominación—. La conversación estaba tomando unos tintes tanto o más surrealistas que lo de los galgos en Holanda. En ese momento me arrepentí de no haber puesto la cámara a grabar.

—Pues no va a poder ser— dijo Belén.

—Como favor, les puedo vender este trozo— dijo levantando un cuarto de queso del que nos estaba cortando las cuñas para probarlo. El aspecto era bastante seco, pero al probarlo me pareció ver a Don Quijote y Dulcinea besándose, y una sensación de placer inusitada llegó a mi cerebro más primitivo proveniente de mis papilas gustativas. ¡Qué pedazo de queso!

—Pero no pueden guardarlo en la nevera— siguió contando.

—Ya. Porque se seca, no? —contesté.

—No, por la denominación de origen. El suero es tan fuerte que puede con la nevera. Fermentará todo lo de dentro y tendrá que tirarlo. El queso también— dijo.

Así que salimos del molino con nuestro queso envuelto en un mantel de papel, pensando que igual llevábamos material apto para la guerra biológica. Un trocito de queso podría llegar a acabar con todas las neveras del mundo. ¡Cuidadín!

Menos mal que miré el GoogleMaps antes del viaje, porque no me hubiera perdonado pasar Despeñaperros por el túnel. ¡Con lo bonita que es la carretera! No es de los desfiladeros más impresionantes del mundo, pero después de las larguíiiiisimas rectas manchegas, un poco de rock and roll siempre viene bien. Bueno, slow rock, porque las vistas curva a curva son bien bonitas y hay que disfrutarlas. Y por fin, Andalucía.

montoroLa primera parada fue Montoro. No el ministro, el pueblo. -Festival del Humor-. Era nuestro primer pueblo blanco, aunque no está recogido en la lista oficial de pueblos blancos. Pero es que la mayoría de pueblos por aquí son blancos… Pero Montoro, situado en un pequeño risco formado por el Guadalquivir, ofrece unas vistas que bien valen pararse a comer un buen trozo de queso manchego denominación de origen.

Y Almodóvar del Río y su castillo a contraluz allá a lo alto, mientras nosotros nos tomábamos el café con hielo en mangas de camiseta en pleno diciembre… Cosas del Sur. Y Olvera, con sus castillo y su iglesia formando un skyline que ya querría para él otras ciudades más cools… O Setenil de las Bodegas, donde llegamos con las últimas luces del día. Desde arriba, viendo cómo el pueblo tapiza completamente de blanco el barranco, como debe ser. Porque todo el mundo va a ver sus calles-cueva, pero lo que de verdad nos impresionó de Setenil fue la vista desde arriba. Y sus villancicos al amor de la lumbre en el mercadillo, y la juerga andaluza que ya se vislumbraba por los cuatro costados.

¡Qué decir del tajo de Ronda! Que no es el río, sino el «tajo», de «corte». Porque como si alguien hubiera cortado la ciudad, un gran barranco la separa en dos mitades. Y allí está el Puente Nuevo para unirlas. Una mole de ingeniería de otros siglos que aúna funcionalidad con belleza. Para verlo en su máximo esplendor, lo mejor es recorrer un camino empedrado que se mete en lo mas hondo del tajo. Y hacelo ya de noche y en moto, es lo más… Hasta que llegas al mirador y te encuentras un coche con los vidrios empañados… ¡A ver desde dónde hago yo la foto ahora! Pero la hicimos, que conste.

rondaPor la mañana, descubrir las alturas del tajo desde el Balcón del Coño, o atravesar el puente de un lado a otro disfrutando del solecito, hicieron que saliéramos algo tarde de Ronda. Hay unas carreteras magníficas por la zona, con unas vistas espectaculares. Nos dirigíamos a Zahara de la Sierra, que se apareció ante nosotros presidiendo el embalse, de aguas turquesas. Recorrimos sus empinadísimas calles siempre encaladas, hicimos las fotos oportunas y seguimos camino hacia Grazalema por el Puerto de Las Palomas. ¡Qué maravilla de carretera! Podíamos ver sus muretes allá arriba, simulando enormes murallas que coronaban los riscos. La carretera va y viene adentrándose en la montaña, para reaparecer nuevamente en el otro lado.

Grazalema… Me quedo con la vista desde la carretera, a ras de tejados, que te dan una visión diferente de lo que habíamos visto hasta ahora. Volando bajo. Y Ubrique. Sí, el del torero. Mucho más grande de lo que imaginaba. Paramos a comprar pan en una tienda, donde el tiempo es más relativo que en casa de Einstein. Ritmo sureño, le llaman.

No zerá polizía, no? —dijo un señor arrugado y de una tez verde aceituna dirigiéndose a Belén. —Con er trahe eze fosforito, lo pareze. Aquí tenemo una polizía que ez hembra como uhté. Pero no, no eh uhté—. Para gente del norte como yo, aunque tenga la mitad de mi sangre andaluza, sigue siendo sorprendente la gente del sur.

Cuando ves un cartel en la carretera que pone «peligro, carretera ondulada», nunca sabes si se refiere a ondulaciones en el plano horizontal o vertical. O sea, que si es en el plano vertical significa que hay curvas -guay-, pero si es en el horizontal lo que significa es que te vas a meter en una carretera con más baches que la madre que la parió. Y así fue mientras recorríamos el Parque Natural de los Arcornocales dirección Algar, donde finalmente volvimos a sacar nuestro queso manchego bajo la atenta mirada de un puñado de gallinas, que tenían los parterres del pueblo como extensión pija de su corral. Sorprendía ver a todo el pueblo de fiesta, llenando las terrazas de los dos o tres bares que tiene el pueblo, vestidos de domingo. Vale, que era domingo, pero sorprende. Se ve que era la fiesta del jamón y del queso -mira por dónde-.

arcosubriqueEn Arcos de la Frontera seguía la jarana. La plaza y el balcón estaban ocupadas por la fiesta y el baile, a pesar de ser media tarde. La fiesta del jamón, nuevamente. Sorprende ver como en cada bar un grupo de parroquianos se arrancaban a cantar y a tocar palmas a la mínima. Y es que yo, cuando veo eso en alguna peli extranjera ambientada en España, me pongo negro pensando en el topicazo y en la exageración… pero se ver que por el sur esto es muy normal. Olé!

Buscando la iglesia prioral del Puerto de Santa María se nos hace de noche. Y…  ¿por qué el Puerto?, pensaréis. Porque de ahí provengo. Al menos en un cincuenta por ciento. De salió mi padre buscando el Norte. Tenía que devolverle la visita, no? ¿Y adivináis qué me encontré en plena plaza? Pues una hoguera dentro de un bidón, unas cuantas sillas en círculo y gente cantando. Ole, ole… y Ole!

¿Que a qué sabe Cádiz? Sin duda a cazón en adobo. Da igual si estás de cara al Atlántico o mirando las marismas. Da igual si te encuentras en el Castillo o admidando su catedral. Cái huele a cazón.

puertoLa mañana del inicio del retorno puede ser triste… o no, en función de lo que te encuentres. Y nosotros nos encontramos al cabo Trafalgar. Sí, donde Nelson nos dio pal pelo. Pero míralo él, allí encima de una columna en un Londres lluvioso y oscuro, mientras aquí los chavales se pasan la mañana entre las arenas de Caños de Meca haciendo kite surf. ¿Al final quién gano, Nelson? ¿Eh?

Zahara de los Atunes, Barbate, la duna de Bolonia… Seguíamos avanzando hacia el sur mientras el viento nos dificultaba el camino. ¡Cuántas veces habré oído eso de «temporal de levante en el Estrecho«! Pues ahora lo estábamos sufriendo en nuestras propias carnes. Pero llegamos finalmente al sur. Tarifa.

N36º0’31.135″. Ese es el punto más al sur de Europa donde puedes llegar en moto, sin coger barcos.  Y estábamos ahí, frente al fuerte y el faro. Yo he llegado 4 veces en moto a Cabo Norte, su homónimo septentrional. Belén una (y en 125cc!!).  A Punta Tarifa le traía noticias de su primo del norte: «Mira, primo: que sepas que aquí se pasa mucho frío en invierno, y lo mismo que tú tienes surferos,  en los veranos vienen a visitarme muchos moteros. Bueno, alguno se viene incluso en invierno, pero debe estar un poco tarado…» Y cosas por el estilo. Cosas de familia.

tarifaY como siempre que llegas al punto más alejado, solamente queda volver. Volver por el Mirador del Estrecho, viendo cómo la costa africana se desdibujaba por las nubes bajas, por Marbella y su puerto Banús, que también infectamos con nuestro fermento del queso manchego, rodeados de las miradas de asombro de gente extraña que se bajaba de Ferraris o Maseratis. ¿Por qué visten tan raros los ricos? ¿Acaso son daltónicos? ¿Se inventan todas esas combinaciones de colores o les dieron un manual de pequeños? Misterios de la jet set.

Y el broche del  fin de fiesta fue la cena de picoteo en Jaén, con nuestro amigo Paco. Es muy curioso, porque nunca sabes qué vas a cenar. O sea que tú pides las cañas, y ellos te ponen algo. Gratis. Que sí, que ya sabía de qué iba esto del tapeo, pero para un catalán acostumbrado a pagar 2.60€ por una caña y 1.50€ por un plato de aceitunas -que no olivas-, que te pongan un plato de migas, unas bravas o unos choricitos con encurtidos así por la cara, como que choca. Para bien, pero choca.

A ver… Que con la tontería nos hemos plantado ya en el martes, y al día siguiente había que trabajar. Si miras el mapa, ves que te encuentras a 900 kilómetros de casa. Mejor pongo novecientos en letra, que parecen menos sin tanto cero. Así que al final decidimos tragarnos toooda la autovía A-4, y luego tooooda la A-2 para -previo paso por Zaragoza- llegar a casa. Cansado pero satisfecho.

Me llevo de Andalucía los sabores a cazón y pescaíto frito. El olor a alegría. A mar y a fino. A manzanilla y oloroso. A fiesta. Como un soplo de aire fresco, los rancios del norte deberíamos empaparnos de esa alegría, envolverla en un mantel de papel como si fuera un queso manchego denominación de origen y traérnosla a nuestros aburridos días cuadriculados aquí, en el Norte. Porque no sé si todo Sur necesita algo del Norte, pero estoy seguro que todo Norte requiere algo de Sur. Una pizca aunque sea. Una miaja.

El retorno a Palencia

Valdeolmillos

—Deberías buscar hotel en Aranda de Duero —le dije a Belén días antes. Ella es la que se encarga de seleccionar los hoteles en nuestras rutas, y lo suele hacer escrupulosa y concienzudamente. Es por ello que  generalmente, después de informarle de nuestro destino, me suelo quedar tranquilo sabiendo que hará el trabajo de manera impecable. Pero ese día no me quedé excesivamente tranquilo.

En primer lugar, recuerdo en uno de nuestros viajes al norte, que en lugar de mirar alojamiento en Miranda de Ebro, Belén casi reserva en Aranda de Duero… Así que no era de extrañar que esta vez pudiera hacer lo contrario.

—Aranda de Duero, no Miranda de Ebro —remarqué. Sabía que la puntualización podía traerme problemas, pero más problemas nos traería tener que dormir en Miranda de Ebro si nuestra aventura de fin de semana iba a discurrir por Palencia.

Y ahí es donde radicaba mi segunda preocupación: Palencia. A cualquiera -que no sea palentino- que le digas «me voy a Palencia a pasar el fin de semana», te mirará de una manera extraña. Porque no lo neguemos, no suena muy atrayente. Burgos aún tiene su catedral y las morcillas, Segovia el cochinillo y el acueducto, el Maestrazgo suena bien, pero… ¿Palencia?¿Qué tiene Palencia? Pues amigo lector, Palencia tiene, ¡vaya si tiene! Si sigues leyendo lo podrás comprobar.

—¿Venís para un solo día, no? —La presumiblemente dueña del hotel en Aranda de Duero, una señora entrada en años y embutida en un rancio vestido de color rojo que pretendía ser elegante nos miró brevemente. Mientras su presumiblemente marido, sentado frente al ordenador de la recepción, se encargaba de registrarnos.

—Sí, solo nos quedaremos esta noche —contesté.

—Pues entonces os daremos la habitación 168. Es mucho más grande y estaréis más cómodos. Venís por Booking, ¿verdad? —preguntó.

—Así es.

—Pues no estaría mal que entrarais a valorar nuestro hotel. Tenemos un 8.3, pero queremos llegar al 9 —dijo sonriendo de manera algo maliciosa.

—No se preocupe, lo solemos hacer siempre.

La habitación era grande, eso sí. Pero nada que ver con las fotos que habíamos consultado en Booking. Nada de decoración moderna, minimalista y funcional. La habitación 168 era casi decimonónica. Grande, eso sí. Con una cama de matrimonio enorme, vestida con una colcha que bien la quisiera Alfonso XIII. Excepto la intención de la señora de rojo, nada en ese hotel merecía el 9.

Herrera de ValdecañasLa mañana del sábado comenzaba en la A-1 dirección Burgos, para desplazarnos finalmente al primer punto de mi roadbook, Herrera de Valdecañas. El día salió espectacular, con brumas en los valles, pero un sol radiante y luminoso por nuestro camino. La iglesia, de Herrera, parece a medio construir. Y es que se ve que la restauraron en los 50… todo menos la fachada. Estaba cerrada, como la inmensa mayoría de las ermitas que visitaríamos ese día. Pero por su amplia cerradura, podía verse los tonos dorados de su retablo. Y ya. Se acabó la visita. Bajamos las pequeñas escaleras de piedra hasta las motos, que habíamos dejado junto a un tronco de chopo apoyado en sendas estructuras de hierro que lo sujetaban horizontalmente. Aún me pregunto el por qué de esa veneración a un chopo que parecía pudrirse y que tenía los inviernos contados.

ValdeolmillosA pocos kilómetros teníamos la primera joya de la ruta, la iglesia de San Juan Bautista de Valdeolmillos. Imaginad la situación: sol luminoso, ermita románica en perfecto estado y rodeada de un tapiz de pequeñas margaritas naranjas. Espectacular la mires por donde la mires. Silencio absoluto en el pueblo y aire puro. Palencia.

Y seguimos para bingo. En Fuentes de Valdepero, el castillo de los Sarmiento resalta ya mientras te acercas, dominando gran parte del pueblo. Robusto, con unas paredes fuertes y perfectas, rematadas en sus extremos por rotundas torres redondas, y rodeado todo él por olorosas matas de romero, que esparcían en el aire ese aroma dulzón que tanto añoramos los de ciudad. Fue protagonista en los episodios de los comuneros, y perteneció a la Casa de Alba. ¿Pero cómo no había oído yo hablar de este castillo?

La BMW F650GS de Belén es una moto increíble, capaz de comerse casi 400 kilómetros sin repostar. Te permite despreocuparte de buscar gasolineras la mayoría de las veces, pero claro, en algún momento tienes que darle de beber. Y generalmente eso pasa cuando no tienes estaciones de servicio cercanas. O si las tienes -según el GPS- éstas han desaparecido como por arte de magia. ¿Dónde está esa España de hace unos años, en la que dabas una patada y aparecían cuatro gasolineras? ¡Hasta tres estaciones de servicio que marcaban los GPS ya no existían! O nunca habían existido, quién sabe. Así que tuvimos que desviarnos de la ruta hacia el norte, a territorios ya explorados en otro viaje, y que no pretendíamos pisar esta vez. Pero hasta Frómista no encontramos gasolina. Y claro, estar en Frómista y no visitar las esclusas del Canal de Castilla, era un pecado mortal, a pesar de ya conocerlas.

Fuentes de Valdepero—Cuidado con el barro que tienes ahí —le dije a Belén en el improvisado aparcamiento de las esclusas. —Eso resbala mucho y lo más normal es que acabes en el suelo—. Ella me miró con esa mirada interrogativa que ponen las mujeres y que te tiene que poner sobrealerta de que algo peligroso está a punto de pasar, como diciendo «¿pero qué me estás contando?», pero con los ojos. Y sí, algo de razón tenía. Tampoco había tanto barro. Y además estaba casi seco. Pero mi afán protector, que ejerzo con ella hasta límites quizá excesivos, me impedía bajarme del burro.

—Belén, la BMW no es como la Derbi, que pasa por las piedras, la arena o el barro como si fuera una bicicleta— intenté explicarle. —Esta moto pesa mucho más, y en cuanto pases por ese barro la rueda se hundirá y acabarás en el suelo. Y es una estupidez que acabes con un tobillo roto por haber querido pasar por el barro, pudiendo salir del parking por otro lado —dije quedándome satisfecho: había quedado lo suficientemente contundente como para que Belén comenzara a hacer maniobras en parado para evitar la zona de barro. En mis adentros temía el momento en el que finalmente volara sola entre los peligros de las carreteras.

A las afueras de Manquillos visitamos su iglesia románica ya a la hora de comer. Pequeña, recoleta y con detalles exquisitos en sus capiteles. Un abuelo y su nieta pasaron con sus bicicletas a nuestro lado, quitándose las decenas de hilillos como de tela de araña que desde hacía bastantes kilómetros flotaban en el ambiente, y que nosotros también habíamos ido recogiendo con las motos, que parecían casi disfrazadas para Halloween.

Comimos poco después, en Paredes de Navas, en un hostal de los que el camarero, con pantalón raído y las uñas negras, te iba cantando los platos de la carta, sin tener tú mucha idea de lo que te iba a costar el menú. Pues por una sopa de caldo y unas carrilleras, con pan, postre y bebida, 10€. Palencia.

TorremormojónLa verdad es que esta zona sur de Palencia se caracteriza por sus iglesias y ermitas sobredimensionadas para el tamaño del pueblo correspondiente. Altísimas construcciones que comenzaban a abandonar el románico intentando ya alcanzar el cielo gracias a los arcos ojivales góticos, permitiendo a la vez, paredes menos robustas y más y mayores ventanales. Es el caso de Santa María del Castillo, en Torremormojón. Desgraciadamente, la iglesia por fuera deja bastante que desear, y únicamente destaca su altísimo campanario con tres filas de campanas, pero según mi exhaustiva búsqueda previa al viaje, lo mejor estaba por dentro. Y como ya he dicho, la cosa está chunga en Palencia para ver las iglesias por dentro.

La verdadera razón de planificar esta ruta por el sur de Palencia era visitar Ampudia. Ya acercándote desde el norte destaca el grandioso campanario de su colegiata, sobredimensionado como viene siendo habitual en la región. Pero la verdadera joya de la corona es el castillo, al parecer perteneciente a la familia Fontaneda. Sí, la de las galletas. Almenas, torreones y murallas se alternan en una combinación tan bella como complicada. Desde la puerta del foso, se divisa toda la población y la comarca. Y junto a ella, la sobria ermita de Santiag0, cuadrada, casi sin ventanas. Hermética. Palencia.

Castillo de AmpudiaNos acercamos hasta Valoria del Alcor por carreteritas estrechas que van rodeando suaves colinas tapizadas de verde recién plantado, como si de una pantalla de Windows se tratara. La ermita de San Fructuoso, en lo alto del pueblo, tiene una vista incluso mejor que la del castillo de Ampudia. A su alrededor, decenas de respiraderos y chimeneas de piedra surgen del suelo como si casas de hobbits se trataran.

—Perdone, ¿le puedo hacer una pregunta? —dijo Belén a una abuelita que se acercaba por el camino del cementerio. —¿Qué son esas chimeneas que salen del suelo? —preguntó. Me encanta tener al lado a Belén, porque yo sería incapaz de interaccionar con tanta facilidad con los lugareños. Soy más de pasar de puntillas, a sabiendas que me pierdo la experiencia más impresionante que se puede llevar un viajero: el contacto humano. Porque los viajes no solo son plasmar paisajes en la retina. Un viaje consiste fundamentalmente en grabar a fuego sentimientos en el alma. Y para eso, no hay nada mejor que una buena conversación con un desconocido.

—Bodegas —contestó. —Son bodegas. Antes aquí había mucho viñedo. Pero con la llegada del tractor, se echaron a perder, ya que no estaban preparados y no había espacio suficiente. Así que los quitaron y plantaron cereal, que es de lo que se vive por aquí —puntualizó. ¿No os lo dije? En una sola frase había resumido la evolución agraria de la zona en los últimos 70 años. Impresionante.

Hablamos del pueblo, de lo despoblado que estaba, de la alegría que dan los niños cuando vienen en verano, de la vida rural… De cosas que no te las da una guía de viajes ni te las insinúa la mejor foto de la iglesia que pueda llegar a hacer.

—Como veo que son gente de bien, os voy a hacer un pequeñísimo favor —dijo la anciana. —Tengo aquí las llaves de la iglesia, ya que iba a cambiar las flores del altar. ¿Queréis verla? —preguntó.

Pero cómo no voy a querer verla, después de pasar por tantas iglesias y tener que imaginarme su interior o mirar por el ojo de la cerradura! San Fructuoso nos abría sus puertas para descubrirnos una sencilla planta rectangular, con dos pequeñas capillas laterales.

—Eso era la sacristía —comentaba la señora. —Y la entrada que podéis ver ahí no se sabía que existía hasta hace poco. La otra no, siempre ha sido la capilla del Santo Cristo.

Después de agradecer repetidas veces el gesto de la anciana, nos despedimos de Valoria cuando el sol estaba a punto de ocultarse, bañando todo de esa luz cálida que se resiste a abandonar un día excelente para ir en moto. Pero a nosotros nos quedaban aún muchas cosas por ver, y poco tiempo que perder para llegar a Campos y luego al Monasterio de La Trapa. Sí, la similitud con aquella marca de chocolates no es casual.

—¡Hola! —saludaron efusivamente con una amplísima sonrisa profiden dos monjas ataviadas con su típico hábito de monja, estilo Batman pero en blanco. Nosotros, recién nos habíamos quitado los cascos y nos acercábamos a ella con nuestros trajes espaciales de motoristas. ¿Menuda escena! Cualquiera que viera la escena desde lejos, podría acabar pensando en dejar las drogas.

—¿Vosotros sois de los de los parapentes?— preguntó la más mayor señalando al cielo, donde un paramotor -sí, un parapente de esos que llevan un ventilador en la chepa- evolucionaba alrededor del sobrio monasterio. Sin duda, la monja, al vernos vestidos de astronauta, dio por sentado que debíamos de ser seres de otro planeta que habíamos aterrizado en paracaídas. Mientras, la novicia que la acompañaba, había pegado un brinco para subirse a un poyete, con el objeto de ver mejor al parapentista. «Anda que no te vas a perder cosas dentro del convento», pensé muy para mis adentros.

—No, nosotros somos los de las motos —contesté señalando nuestras máquinas celestiales que estaban aparcadas unos metros más atrás. Me estaba llegando a abrumar la cantidad y calidad de la interacción humana que estábamos teniendo en este viaje. Palencia.

—Pues os quiero ofrecer un libro lujosamente ilustrado, con tapa dura, detalles en pan de oro y papel biblia que habla de la historia de nuestra congregación —soltó sin perder la sonrisa mientras sacaba un libro de la bolsa de plástico que portaba. —Son solo veinte euros, y con su compra os aseguráis misas dedicadas de por vida —siguió diciendo.

No hay nada más surrealista que una señora y su joven acompañante vestidas de Batman blanco, mientras miraban un parapentista en el cielo, intentando vender a dos astronautas un libro con incrustaciones de pan de oro. Analizadlo. Creo que yo también debería dejar las drogas. Nos excusamos con excusas de mal pagador (se nos va a estropear en las maletas de la moto…) pero ante la insistencia de las superheroínas tuvimos que acabar esgrimiendo un «no, no nos interesa» que nunca falla.

Y ya con el sol completamente oculto, intentamos llegar a otras de las esclusas del Canal de Castilla a su paso por Villamuriel de Cerrato, pero para llegar hasta ahí teníamos que transitar por un camino de circulación prohibida durante tres kilómetros. La noche cercana nos quitó la idea de buscar ruta alternativa, y decidimos ir a reposar ya al hotel.

Baños de CerratoY qué decir del domingo? Pues que con el objeto de llegar a tiempo a Zaragoza a ver la última carrera de MotoGP de la temporada, decidimos darle caña al mono, no sin antes pasarnos por Baños de Cerrato para contemplar la que dicen la iglesia más antigua de España, la dedicada a San Juan Bautista y que con su sobrio estilo prerrománico y su arco de herradura, data nada menos que del siglo VII. Maravillosa. Y por Villaconancio, que con su iglesia románica de San Julián y Santa Basilisa nos recordó a esos ábsides que estoy tan acostumbrado a ver por los pueblecitos pirenaicos catalanes. Otra maravilla escondida de Palencia.

Y como quien no quiere la cosa, a un ritmo quizá más fuerte de lo aconsejado para la experiencia de Belén con motos potentes, volamos entre las suaves curvas de las carreteras casi desérticas, mientras comprobaba desde mis retrovisores, que la pequeña BMW no se despegaba ni un ápice de mí, por mucho que apretaba trazando las curvas de una manera milimétrica. La velocidad de Belén aprendiendo a llevar moto está siendo realmente vertiginosa. Y luego vino todo aquello de la remontada hasta el cuarto puesto, del podium que vale un campeonato y todo aquello que seguramente olvidaré antes que las sonrisas de las monjas vendedoras, o de la bondad de la abuelita de Valorio. Palencia. ¿Tenía o no razón cuando te hablaba de los encantos de Palencia?

Villaconancio

Como ya es costumbre, tenéis el dossier turístico, el roadbook (esta vez solo del sábado) y el track en la página de Roadbooks.

 

El otoño navarro

otyoño

No sé cómo pude dudar del destino de ese fin de semana. Se acababa octubre, y no nos podíamos quedar sin ver los colores del otoño en los bosques navarros. Si ya una vez nos sorprendieron los innumerables tonos de verdes de la zona, ese fin de semana quería descubrir el rango de ocres de sus árboles.

Tener como destino el viernes una población a escasos cien kilómetros de Zaragoza no me inspira nada de aventura. Pero cuando trazas una ruta alternativa, rodeando el Moncayopor Soria para llegar a Tudela ya bien entrada la noche tras más de doscientos cincuenta kilómetros de curvas, la cosa cambia. Así que a buen ritmo recorrimos los primeros setenta kilómetros de autovía hasta llegar a El Frasno, y una vez allí nos adentramos en la red terciaria de carreteras, la que más mola.

Llegamos a Illueca con las últimas luces, lo justo para poner gasolina, revisar presiones de las ruedas y divisar en lo alto del pueblo el castillo-palacio del Papa Luna. Sin mucho más tiempo que perder, seguimos por carreteras de dudoso asfalto y poco calibre, insuficiente como para albergar un coche y nuestras motos con maletas, así que extremamos precauciones. Además, la noche ya era casi cerrada cuando vi al primero de los dos corzos que se cruzaron esa noche delante nuestro, sin contar con el pobre pajarillo -o murciélago, vete a saber- que impactó con el protector de manos y de rebote con mi casco, afortunadamente sin daños (para mí… para él… creo que bastantes).

Monasterio de Fitero

Ágreda quedó a la derecha, y llegamos a Tudela justo a tiempo para recorrer su casco viejo por callejuelas que posiblemente no sean muy recomendables a esas horas, hasta que llegamos a la catedral. Su Puerta del Juicio se esconde entre esquinas y callejuelas adyacentes. Nos acompañaba el sorprendente ruido de los picos de las múltiples cigüeñas que, como si fueran blancas quimeras, permanecían inmóviles repartidas por el techado de la vieja catedral. Unos acordes de órgano salían por la puerta entreabierta, lo que invitaba a entrar a pesar de las intempestivas horas -más de las diez de la noche-. Pero no lo hicimos, prefiriendo no estorbar al organista que a buen seguro ensayaba para la misa del día siguiente. Huevos con patatas y pimientos, pulpo, caldo y boletus al ajillo acompañaron al rioja que saboreamos para reponer fuerzas.

La mañana amaneció gris y apagada el sábado en Tudela. Tras el desayuno y la visita a la decepcionante torre de Monreal, pusimos rumbo al cercano pueblo de Fitero, que alberga un monasterio incrustado entre sus callejuelas del centro. Se denomina belena al pasadizo que queda entre el perímetro del monasterio y las casas adyacentes, y lo recorrimos en busca de la mejor foto del conjunto románico, que sin duda se encuentra en la parte trasera de la iglesia, donde se abre una plaza con el ábside.

Calatayud presenta una catedral, a poco de entrar en el pueblo y atravesar el río Cidacos, que no entusiasma por fuera pero que sí lo hace en su interior, así que hará bien el viajero que no la pase de largo. Así como visitar el claustro plateresco del monasterio de Iratxe, o probar el vino tinto que sale de la fuente cercana, destinada a aliviar el Camino a los peregrinos.

Cerco de ArtajonaEl Cerco de Artajona es un conjunto poco conocido, pero no por ello menos bello. Cuando llegas a la población por el sur, la vista decepciona, ya que únicamente puedes ver parte de las murallas y una iglesia en lo alto de la colina. Pero si la rodeas por la cara norte, la muralla muestra sus magníficas torres de vigilancia, dotando al conjunto de la belleza esperada. Hará bien el viajero de no perder excesivo tiempo en el interior del cerco, ya que no presenta el interés que suscita desde fuera.

Comida a base de tosta en Tafalla, y visita fugaz a Olite, con su castillo y su iglesia. Turismo a tope, para ver un castillo con el que seguramente se podría inspirar el señor Disney o el señor Exín. Como ya habíamos estado en alguna otra ocasión, nos vamos hacia Ujué y su iglesia fortificada. Las callejuelas en forma de almendra rodean el conjunto, que bien vale una visita, tanto por dentro como por fuera. Y después San Martín de Unx, donde tras pasear por la zona histórica, prácticamente desértica, repusimos fuerzas en un bar frecuentado por algún que otro motero. Y es que las carreteras de la zona bien lo valen.

UjuéYa con el ocaso acechando tras cada curva, tomamos carretera hacia Olleta y después hacia Pueyo. Malas carreteras, estrechas y casi olvidadas, como nos gustan a los viajeros. Todo un acierto para llegar finalmente a Santa María de Eunate, la iglesia templaria octogonal con un curios claustro que la rodea. Quizá, lo mejor del día, la guinda del pastel antes de llegar a Pamplona y su calle Estafeta, que sigue siendo mi preferida a pesar de que la oferta gastronómica parece haberse concentrado en la calle San Nicolás.

El domingo nos levantamos con una hora más en el bolsillo y con la «patada-incidente» entre Rossi y Márquez, detalle que suscribo aquí a sabiendas que el hecho será un hito histórico para todos los que nos apasionan las motos. Pero nosotros tenemos otras expectativas casi mejores, como adentrarnos en los bosques del norte de la comunidad Foral. Por ello nos dirigimos por nacional hasta Espinal, para luego coger la fantástica NA-140 hasta Escároz. Las colinas verdes, los bosques de infinitos colores ocres, y las nubes cresteando la frontera con Francia amenizaron nuestra ruta, que se dirigió luego hacia el sur hacia la Foz de Arbayún primero, y la de Lumbier después. Sin ninguna duda, mucho más recomendable la Santa María de Eunateprimera que la segunda, tanto por la espectacularidad de las vistas, como por la menor afluencia de gente. La Foz de Lumbier requiere caminar algunos cientos de metros, atravesando un antiguo túnel ferroviario, y los buitres te observan desde pocos metros, en lo alto de los peñascos, pero el espectáculo paisajístico no es comparable a las de Arbayún.

Dada la hora, nos saltamos Javier y su castillo, ya conocido en otras rutas, así como Sos del Rey Católico y Sádaba. Lo que sí apunté en la lista de cosas pendientes es visitar Sangüesa en la próxima ocasión. Y así, a la hora de comer, llegamos finalmente a Zaragoza.

Foz de Arbayún

Debería mencionar sin dudarlo ni un instante la sorpresa que me produjo el ritmo que Belén imponía a su nueva F650GS. Era la segunda ruta y yo prácticamente no tuve que esperarla o darla indicación alguna, llevando un ritmo cómodo de viaje, lo suficientemente rápido como para disfrutar del trazado sinuoso, lo suficientemente lento como para disfrutar de los paisajes que nos brindó el incipiente otoño de Navarra. Huelga decir que descubrí ocres y marrones que no conocía, y a pesar de que el ojo masculino es incapaz de ver mucho más allá que seis o siete colores, disfruté con ese caleidoscopio otoñal. Ni me imagino lo que sería para Belén, que a pesar de un fuerte trancazo e incluso algo de fiebre, derramaba felicidad y alegría como cada vez que se pone al mando de su nueva BMW.

Como ya va a ser habitual, podéis descargaros la guía turística y el roadbook completo de este viaje desde la página de roadbooks de este sitio.

De Bilbao a León. Hemos vuelto!

comillasDespués de meses de esperarlo, ya lo teníamos. El A2 de Belén lucía resplandeciente en su bolsillo. Bueno, de momento el resguardo acreditativo. Pero nos daba exactamente igual. Su BMW F650GS esperaba expectante su primera ruta con nosotros. ¡Pobre! ¡No sabe dónde se ha metido! Ese viernes hacía algo de calor y el sol aún no se había ocultado, pero lo haría pronto. Enfilamos carretera hacia Logroño, en ese fatídico tramo de treinta kilómetros donde no puedes ni adelantar ni pasar de ochenta. Pero lo hacíamos contentos. ¡No todos los días se estrena moto!

Por vez primera, los camiones quedaron atrás con facilidad. Claro, Belén tuvo que aprender cosas nuevas, como qué es eso de adelantar en una carretera y calcular las distancias con precisión. Pero es una alumna aventajada y pilló en truquillo rápidamente. Oscurece y nos abrigamos un poquito más. Quizá demasiado poco para evitar pasar frío tras Vitoria, ya que por el puerto de Barazar nos cayeron chuzos de punta. ¡Menudo estreno!

Llegamos a Bilbao a eso de las diez y pico de la noche. Ya solo lloviznaba, como suele hacer en Bilbao todos los días del año. Al menos esa es la impresión que he sacado de todas las veces que he estado allí. El destino de ese viernes era ese por una razón concreta: había quedado con Carlos, un bilbaíno de los del Athletic que se venía el el grupo de IMM en el viaje a Cabo Norte de este verano… hasta que se dejó los huesos en el asfalto alemán tras una fea caída. Y como le prometí en la ambulancia, en cuanto pudiera le iría a visitar a Bilbao para devolverle a su mascota, un fierísimo león de peluche llamado Pitxitxi al que yo llamé durante todo el viaje «Piticli» (ay, piticli bonico…). Y así lo hicimos, disfrutando de una magnífica velada con su mujer en… el restaurante de la Peña del Athletic. Menos mal que al menos comimos de fábula, como no puede ser de otra manera en Euskadi. Podéis leer la crónica pormenorizada de esa noche, en su blog.

portugaleteLa mañana siguiente amaneció fresca pero soleada. El primer destino del día era Portugalete. No por nada en especial. O sí. Porque no había visto aún su puente colgante. Y estaba en la lista de elementos pendientes desde hacía tiempo. Sorprendente, sobre todo por su altura. Y porque las cestas donde personas y vehículos cruzan la ría a escasos metros del agua, colgando de larguísimos cables de acero, se asemejan a sendos autobuses. Y porque lejos de ser una atracción para turistas, sigue siendo un medio fundamental para que los lugareños crucen la ría. Después del desayuno y de reconfortarnos con los olores de las verduras frescas del mercado ambulante que se instala allí los sábados, iniciamos verdaderamente la ruta. A las 11 de la mañana, quizá un poco tarde, es cierto.

La autovía de Bilbao a Santander es divertida. Curvas, buenas vistas y subidas y bajadas que te hacen estar atento. Sobre todo cuando puedes alcanzar los 120 km/h por vez primera en dos años. Y es que Belén ahora sigue mi ritmo de ruta sin dificultad, pero a esas alturas del fin de semana, con algo de prudencia. Mejor así.

santillanaLa primera parada del día la hacemos en Santillana del Mar. Sí, uno de los pueblos que siempre salen en la lista de los más bonitos de España. Esas listas generalmente no contentan a nadie, pero nadie duda que Santillana tenga que estar en ellas. Por derecho propio, las calles empedradas del casco antiguo, las casas señoriales, las torres góticas de la plaza mayor, y por supuesto la Colegiata de Santa Juliana, se han convertido en uno de los rincones más bonitos que he visitado. Y no era la primera ni la segunda vez que estaba. Pero ese sábado todo era resplandeciente: el cielo, el pueblo, y nuestro ánimo. No importaba que fuera ya la una de la tarde y seguíamos paseando por las calles de Santillana. Aunque tuviéramos aún muchos kilómetros y muchas paradas hasta León. Tras varios meses sin rutear juntos, queríamos disfrutar de cada uno de los momentos que nos ofrecía el día. Sin prisas.

Comillas lo pasamos casi en un suspiro, adelantando unas cuantas motos viejunas que habían venido desde la lejana Gran Bretaña. Norton, Royal Enfield,… sacaban un humo blanquecino mientras recorrían las carretera cántabras a una velocidad que nos recordaba otras rutas con la Derbi. Y por segunda vez me salté la visita al capricho de Gaudí, quizá ya acostumbrado a las mucho mejores obras que el arquitecto tiene en Barcelona. Y por segunda vez Belén me lo recriminó. Me temo que a la tercera irá la vencida. Tras desviarnos por pequeños caminos para observar desde lo lejos la Universidad Pontifícia, volvimos a la carretera rumbo San Vicente de la Barquera.

Si he de destacar algo del pueblo que hizo famoso Bustamante, es mirar a la izquierda cuando pasas el puente por el que se accede a la población. Los verdes pastos se confunden con la ría, en un paraje que para mi, aventaja en belleza a la típica foto del pueblo que todos sacamos -yo incluido- desde sus playas. Y allí comimos sardinas asadas con sabor a Cantábrico.

Con el regusto salado del Cantábrico aún en la boca, nos despedimos de los paisaje marítimos para adentrarnos en los montes. Hacia Puentenansa, para coger desde allí la CA-282 hacia La Hermida. La carretera se estrecha entre praderas infinitas y peñascos de roca desnuda, sin parecer poder salir de ese valle. Cada recodo del camino, cada paso entre las laderas escarpadas, nos descubría un poquito más de la Cantabria interior. Y así, casi por sorpresa, llegamos al desfiladero de La Hermida.

leebPara mi, ese desfiladero era especial. No por sus paisajes, ya que no es ni de lejos de los mejores que he recorrido en moto. El de los Beyos, por ejemplo y sin salirse de Picos de Europa. Pero desde que lo recorrí hace miles de años con mis padres, siempre me pareció especial. Quizá porque me hacía gracia lo de «Hermida«, en una época que Jesús era presentador habitual en mi tele. O quizá porque aprendí el significado de la palabra desfiladero, que si te pones a pensar, tiene su qué. Sea como sea, lo pasamos rápidamente -sí, ¡ahora podemos pasar cosas rápidamente!- hasta llegar a Santa María de Lebeña, la ermita mozárabe donde encontramos reposo momentáneo y disfrutamos del silencio de las escarpadas paredes de Picos de Europa.

Potes nos recibió con gaitas y panderetas ocupando toda la calle, mientras la banda hacía las delicias de las residencias de ancianos de la zona. Y que me gusta el sonido de las gaitas, oye… pero cuando ya vas algo tarde en la ruta, esperas que cuanto menos el policía local no se olvide de ti y te de paso en algún momento. Y así llegamos a Santo Toribio de Liébana, donde nos tuvimos que refugiar del griterío de una bandanda de niños que jugaban en su plaza. Dentro, el austero pero elegante gótico alberga una capilla -ya barroca y por ende bastante más hortera- donde se encuentra el lignum crucis, dicen que el pedazo de madero más grande de la cruz de Cristo. Una vez leí que si juntábamos todos los lignum crucis que hay esparcidos por el mundo, podríamos construir un puente colgante. Pero eso no le quita mérito al de Santo Toribio, adorado desde hace más de 1500 años.

picosEn lugar de subir a Fuente De, decidimos seguir hacia el puerto del Glorio, ya que el tiempo apremia. Buenas curvas y mejor asfalto. Mirando por el retrovisor, me doy cuenta que Belén mejora kilómetro a kilómetro. Se le ve disfrutando plegando la GS con facilidad, y acelerando a la salida de las curvas aunque fuera en subida, algo nuevo para ella. Justo en la cima del puerto, si se coge una pista de cemento que sale a la derecha, se llega hasta el monumento al oso pardo, que preside unas magníficas vistas de los Picos de Europa. Hacía ya algo de frío, unos 11 grados. Así que guantes gordos y a bajar hacia León.

Con buen criterio, porque ya comenzaba a anochecer, nos saltamos el último punto turístico del día, el monasterio de San Miguel de la Escalada. Así que enfilamos directamente hacia León, a disfrutar de sus fiestas de San Froilán, de su elegantísima catedral iluminada y de las delicias del cocido leonés que nos llenó -y mucho- nuestros estómagos. Tras demostrarle a la Benemérita que una copa de vino mezclada con el cocido da 0.0 en su aparatito de soplar, acabamos un día que comenzó en tierras de leones athléticos, y acabó en tierra de leones leoninos.

Y el domingo nos lo tomamos con calma, a pesar de los casi 500 kilómetros de ruta programada hasta Zaragoza (a los que hay que sumarle los 300 más que siempre tengo que hacer hasta Barcelona). Así que nos fuimos a desayunar un pincho de tortilla y un croissant plancha a los pies de la catedral, para posteriormente pagar 5€ por persona para deleitarnos fugazmente de las vidrieras de la pulchra leonina. ¡Y mira que me encantan esas vidrieras! Tanto que una vez casi tengo un síndrome de Sthendal. Pero quizá por el día lluvioso o por tener que pagar entrada -me fastidia mucho tener que pagar para entrar en iglesias-, esa mañana me gustó mucho más el exterior que el interior de la catedral.leonUna vez eliminados los ya conocidos puntos turísticos previstos para ese día (las esclusas del canal de Castilla en Frómista y el monasterio de Santo Domingo de Silos), nos dispusimos a bregar con la lluvia y sobre todo con el viento en la autovía del Camino de Santiago. Porque sí, ahora podemos coger las autovías que hagan falta para recuperar tiempo. Toda una delicia que no valoras hasta que no las tienes. Comida cerca de Soria, ya sin lluvia y con el calor a las puertas, y llegada a Zaragoza sin más contratiempo que una amplia sonrisa en nuestas caras.

Porque así tienen que acabar mis rutas: con una sonrisa de satisfacción que contrarreste los muchos kilómetros recorridos. Esa sonrisa era doble. Por la nueva GS de la familia, y porque hemos vuelto a la carretera Y eso me encanta.

PD: por vez primera podéis disponer del rutómetro de la ruta del sábado (desde Santander a León) en pdf. Si no habéis viajado nunca con roadbook, os lo recomiendo. Es de las cosas legales más divertidas que se puede hacer sobre una moto. Bájalo de aquí.